XX

Mientras Publio Canidio y sus siete legiones habían penetrado en Armenia y habían hecho un buen trabajo, Antonio permaneció en Siria, con la intención, muy ostensible, de supervisar la guerra contra Sexto Pompeyo en la provincia de Asia y de reunir un gran ejército para su próxima campaña en Media Partia. No era más que una excusa; de hecho, le había llevado todo aquel año emerger lenta y dolorosamente de su furor inducido por el vino. Mientras su tío Planeo gobernaba Siria y su sobrino Titio había sido delegado por Antonio para llevar un ejército a Éfeso para ayudar a Furnio, a Ahenobarbo y a Amintas de Galacia a derrotar a Sexto Pompeyo. Fue Titio quien lo arrinconó en Frigia Midaeum y Titio quien lo escoltó hasta la costa de Asia, en Mileto. Allí fue ejecutado por orden de Titio, un acto que Antonio deploró sonoramente. Acusó a Planeo de haber incitado a Titio a que lo hiciera, pero Planeo insistió firmemente en que la orden, secreta, había venido de Antonio, que debía asumir la responsabilidad.

—¡De ninguna manera! —rugió Antonio.

De quién era la culpa quizá nunca se sabría, pero ciertamente Antonio se benefició de esa corta guerra. Heredó las tres buenas legiones de aburridos veteranos que había reclutado Sexto y dos espléndidos romanos navegantes, Décimo Turulio y Cassio Parmensis, los dos, asesinos de Divus Julius todavía vivos. Después de que ofreciesen a Antonio sus servicios y Antonio los aceptase, Octavio le escribió una carta casi histérica a Antonio en la que le decía, con su pequeña y meticulosa letra:

Si hacía falta algo más para demostrarme que tú fuiste parte del complot para asesinar a mi divino padre, Antonio, ésta es. De todos los actos infames traicioneros y repugnantes de tu siniestra carrera, éste es el peor. A sabiendas de que estos dos hombres son asesinos, los has tomado a tu servicio en lugar de ejecutarlos públicamente. No te mereces ostentar una magistratura romana, ni siquiera de las más bajas. Tú no eres mi compañero, tú eres mi enemigo, de la misma manera que eres enemigo de todos los hombres romanos decentes y honorables. Pagarás por esto, Antonio, lo juro por Divus Julius. Lo pagarás.

—¿Fuiste parte del complot? —preguntó Cleopatra. Antonio se mostró ofendido.

—¡No, por supuesto que no! Por Júpiter, han pasado diez años desde que César fue asesinado. Pregúntame qué prefiero, ¿dos presuntos asesinos muertos o dos almirantes romanos vivos? No hay comparación.

—Sí, veo tu lógica. Así y todo… —¿Así y todo qué?

—No estoy segura de creer tus negativas respecto al asesinato de César.

—Me importa muy poco si me crees o no. ¿Por qué no te vas a Alejandría y gobiernas en persona por una vez? Entonces podré ocuparme de mis planes de guerra con tranquilidad.

Cleopatra hizo lo que Antonio le sugería; al cabo de un nundinum el Filopátor zarpó para Alejandría con ella a bordo. Su voluntad de dejarlo era una prueba de su confianza de que él finalmente había reparado los destrozos que el vino había provocado en su cuerpo y, más importante, en su mente. ¡Realmente era extraordinario! Cualquier otro hombre de su edad hubiese emergido mostrando las huellas físicas de la disipación, pero Marco Antonio no. Fuerte como siempre, lo bastante fuerte, sin duda, para conducir su ridícula campaña. Pero aquella vez él no marcharía contra Fraaspa, de eso podía estar segura. Sin el ausente Canidio para respaldaría había sido difícil, pero había continuado machacando las ambiciones de Antonio a lo largo de meses, para moldearlo de forma diferente. Por supuesto, no había dejado entrever con palabras o gestos que él debía volver los ojos hacia Roma; en cambio, había insistido en el hecho de que Octavio vendría a Oriente después de derrotar a Sexto Pompeyo, cuya ejecución había sido idea suya. Un buen soborno a Lucio Munatio Planeo, otro al hijo de su hermana, Titio, y el hecho se había realizado.

Con Lépido forzado al retiro y Sexto Pompeyo desaparecido para siempre, había dicho ella, no había nadie que pudiese impedir a Octavio regir el mundo excepto Marco Antonio. No había sido difícil convencer a Antonio de que Octavio quería gobernar el mundo, especialmente después de que ella hubo encontrado un aliado inesperado para reforzar sus opiniones. Como si su nariz tuviese la capacidad de oler un espacio vacante alrededor de Antonio, Quinto Delio había aparecido en Antioquía para ocupar el lugar que Cayo Fonteio había dejado; lleno de desconfianza hacia Fonteio, que juraba ser el esclavo de Octavia, un enamorado que era el hazmerreír de todos. Si bien Delio carecía totalmente de la integridad y la suavidad de Fonteio, no era un verdadero sustituto. Sin embargo, podía ser comprado, y una vez que un noble romano vendía sus servicios, permanecía fiel. Era, aparentemente, una cuestión de honor, aunque fuese un honor mancillado. Cleopatra lo compró.

Puso a Delio a trabajar en el hueco que Fonteio había dejado; una vez más sirvió como embajador de Antonio. El asunto de Ventidio y Samosata había desaparecido de la mente de Antonio, ya no parecía ser un crimen. Antonio, además, echaba de menos la varonil compañía de Fonteio, así que aceptó a Delio como sustituto. De haber estado en Siria, las cosas hubiesen sido diferentes, pero Ahenobarbo estaba ocupado en Bitinia. No había nada que se interpusiese en el camino de Delio o en el de Cleopatra.

Al momento, Delio estaba ocupado en una tarea diseñada por Cleopatra. Entre ambos, Cleopatra y él, habían tenido pocos problemas para convencer a Antonio de que era una tarea de gran importancia; debía viajar como embajador de Antonio a la corte de Artavasdes de Media, y allí proponer una alianza entre Roma y Media que pusiese coto a los intereses partos. Media, de la que Fraaspa era la capital, pertenecía al rey de los partos; Artavasdes gobernaba Media Atropatene, que era más pequeña y menos clemente. Dado que todas sus fronteras salvo aquellas con Armenia eran partas, Artavasdes estaba en conflicto; la autopreservación dictaba que él no debía hacer nada que ofendiese al rey de los partos, mientras que la ambición lo hacía mirar con codicia a Media. Cuando comenzó la desastrosa campaña de Antonio, él y su compañero armenio habían tenido claro que nadie podía derrotar a Roma, pero para el momento en que Antonio había salido de Artaxata en aquella terrible marcha, los dos Artavasdes habían pensado de otra manera.

Al enviar a Delio a Media Atropatene, Cleopatra intentaba cerrar una alianza que le permitiría mantener a aquel rey tranquilo mientras su consorte armenio del mismo nombre era conquistado por Roma. Todo eso era posible gracias a los problemas en la corte del rey Fraates, donde los príncipes de una casa arsácida menor confabulaban contra él.

«No me importa a cuántos de tus parientes consigues matar —pensó Cleopatra—, siempre hay algunos que permanecen tan ocultos que no los ves hasta que es demasiado tarde.»

Convencer a Antonio para que viese que no debía aprovecharse de ese tumulto parto para intentar tomar por segunda vez Fraaspa fue mucho más difícil, pero ella acabó triunfando al insistir constantemente en el dinero. Aquellos cuarenta y cuatro mil talentos que Octavio le había enviado habían sido engullidos por el coste de la guerra —pagar las legiones, armarlas, comprar los víveres que los legionarios preferían comer, desde el pan hasta las gachas, y también los caballos, las mulas y las tiendas— mil y una cosas necesarias. Cada vez que un general de cualquier nacionalidad equipaba a un nuevo ejército, los vendedores hacían su agosto; el general pagaba unos precios desorbitados por cualquier producto. Como Cleopatra continuaba negándose a pagar por las campañas partas y Antonio no tenía más territorios que cederle a cambio de su oro, se encontró atrapado en su muy bien montada trampa.

—Conténtate con la conquista completa de Armenia —le dijo—. Si Delio puede redactar un tratado con la Media de Artavasdes, tu campaña será un gran éxito, algo que podrás proclamar en el Senado con tonos que harán temblar las vigas del techo. No te puedes permitir perder otro tren de equipajes, ni los dedos de tus soldados, y eso significa que se acabaron las marchas a territorios desconocidos demasiado lejos de las propias provincias de Roma para obtener ayuda rápidamente. Esta campaña es simplemente para ejercitar a tus hombres experimentados y endurecer a los reclutas. Los necesitarás para enfrentarte a Octavio, nunca lo olvides.

Él lo había aceptado, de eso ella no tenía la menor duda, y por lo tanto podía dejarlo invadir Armenia sin necesidad de permanecer ella en Siria.

Otra cosa la animó a regresar a casa: una carta de su gran chambelán Apolodoro. Aunque no era nada específica, indicaba que Cesarión comenzaba a plantear problemas.

¡Oh, Alejandría, Alejandría! ¡Qué hermosa ciudad después de las sucias callejuelas y chabolas de Antioquía! En realidad, tenía tantos pobres en chabolas como Antioquía; en realidad más al ser una ciudad más grande; pero cada calle era lo bastante ancha como para dejar correr el aire, y éste era dulce, fresco, seco, ni demasiado caliente en verano ni demasiado frío en invierno. Los barrios de chabolas eran nuevos, también; Julio César y sus enemigos macedonios prácticamente habían arrasado la ciudad catorce años atrás, y ella se había visto obligada a reconstruirla. César había deseado que ella aumentase el número de fuentes públicas y que ofreciera al pueblo baños gratis, pero ella no lo había hecho. ¿Por qué iba a hacerlo? Si navegaba por la gran bahía, llegaría a tierra dentro del recinto real, y si llegaba por carretera, utilizaría la avenida Canópica. Ninguna de las dos rutas hacían necesario que atravesase los barrios pobres de Rhakotis, y lo que sus ojos no veían, su corazón no lamentaba. La plaga había reducido la población de tres millones a uno, pero eso había sido seis años atrás; de alguna parte había aparecido otro millón de personas, la mayoría, por el nacimiento de bebés, además de un pequeño número de inmigrantes. No había egipcios nativos en Alejandría, pero sí muchísimos mestizos debido al cruce con los griegos pobres; formaban una gran clase de servidores de los ciudadanos libres que no disfrutaban de esa condición, ni incluso después de que César le insistiese en dar la ciudadanía de Alejandría a todos sus residentes.

Apolodoro la esperaba en el muelle de la Rada Real, pero no, como descubrieron sus atentos ojos, su hijo mayor. La luz murió en ellos, aun así le dio la mano a Apolodoro para que se la besase cuando se levantó de su reverencia, y no protestó cuando él la llevó a un lado, con su rostro denunciando la necesidad de darle una información vital en aquel mismo momento de su llegada.

—¿Qué pasa, Apolodoro?

—Cesarión —dijo él.

—¿Qué ha hecho?

—Nada, de momento. Es lo que planea hacer.

—¿No podéis ni tú ni Sosigenes controlarlo?

—Lo intentamos, Isis reencarnada, pero cada vez es más difícil. —Se aclaró la garganta y pareció avergonzado—. Le han bajado los testículos, majestad, y se ve a sí mismo como u hombre.

Ella se detuvo y volvió sus grandes ojos dorados hacia s más leal sirviente.

—Pero ¡si todavía no ha cumplido los trece años!

—Cumplirá trece dentro de tres meses, majestad, y crece como un junco. Ya mide cuatro y medio cúbitos. Su voz quiebra, su físico es más el de un hombre que el de un niño.

—Dioses, Apolodoro. No, no me digas más, te lo ruego. Con esta información creo que es mejor que me forme mis propias conclusiones. —Volvió a caminar—. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido a recibirme?

—Está ocupado en redactar una legislación que quería terminar antes de que llegases.

—¿Redactando una legislación?

—Sí, te lo dirá todo al respecto, hija de Ra, y probablemente antes de que tengas tiempo de abrir la boca para hablar.

Incluso avisada, la primera visión que tuvo Cleopatra de su hijo le cortó la respiración. En su año de ausencia había pasado de chico a joven, pero sin la torpeza que sufrían habitualmente los varones. Su piel era limpia y tostada, tenía un abundante cabello de color oro cortado corto, no lo llevaba largo como hacían la mayoría de los adolescentes y, como había dicho Apolodoro, su cuerpo era el de un hombre. «¡Ya! ¿Mi hijo, mi hermoso chiquillo, qué te ha pasado? Te he perdido para siempre, y mi corazón está roto. Incluso tus ojos han cambiado; tan severos y firmes, tan inflexibles.» Todo eso no era nada comparado con el parecido con su padre. Allí estaba César el joven, César como debía de haber sido cuando vistió la laena y el apex del Flamen Dialis, el sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo de Roma. Habían sido necesarios Sila y que él cumpliese los diecinueve para liberarlo de aquel abominable sacerdote, pero allí estaba César como podría haber sido de no haber intentado Cayo Mario impedirle una carrera militar. El rostro alargado, la nariz bulbosa, la boca sensual con las arrugas producidas por la risa en las comisuras. «¡Cesarión, Cesarión, todavía no! No estoy preparada.»

Él cruzó la amplia extensión de suelo entre su mesa y el lugar donde estaba Cleopatra, transpuesta, con un grueso pergamino en una mano y la otra extendida hacia ella.

—Mamá, qué alegría verte —dijo él con una voz profunda.

—Dejé a un chico, contemplo a un hombre —consiguió decir Cleopatra.

Él le entregó el pergamino.

—Acabo de completarlo —dijo—, pero, por supuesto, tú debes leerlo antes que yo lo ponga en vigor.

El rollo de papel era pesado; ella lo miró, y después lo miró a él.

—¿No recibo un beso?

—Quieres uno. —Él le dio un beso en la mejilla, y luego, al Parecer, decidió que no era suficiente y la besó en la otra—. ¡Ya está! ¡Ahora lee, por favor, mamá!

Era hora de afirmar su ascendencia.

—Más tarde, Cesarión, cuando tenga un momento. Primero quiero ver a tus hermanos. Más tarde pretendo cenar en tierra firme. Y después de eso tendré una reunión contigo, Apolodoro y Sosigenes en la que me podrás decir todo lo que has escrito ahí.

El viejo Cesarión hubiese protestado; el nuevo no lo hizo. Se encogió de hombros y cogió de nuevo el pergamino.

—En realidad, eso está bien. Trabajaré un poco más en él mientras tú te ocupas de las otras cosas.

—¡Espero que vengas a cenar!

—Nunca ceno. ¿Por qué hacer que los cocineros se tomen la molestia de preparar una comida cuando yo no les hago justicia? Tomo pan fresco y aceite, una ensalada, algo de cordero o pescado, y como mientras trabajo.

—¿Incluso hoy, cuando acabo de llegar a casa? Los brillantes ojos azules chispearon; el joven sonrió.

—Debo sentirme culpable, ¿no es así? Muy bien, vendré a cenar.

Se marchó para ir a sentarse de nuevo a la mesa, el pergamino ya desenrollado y la cabeza agachada en el momento en que tanteaba en busca de la silla y la encontraba.

Sus pies la llevaron hasta la guardería como si perteneciesen a otra mujer, pero allí al menos había cordura, normalidad. Iras y Charmian fueron corriendo a abrazarla, besarla, y después se apartaron para mirar cómo su amada señora contemplaba a sus tres hijos menores. Ptolomeo Alejandro Helios y Cleopatra Selene estaban montando un rompecabezas, una escena de flores, hierbas y mariposas pintadas en una madera muy delgada que algún maestro artesano había cortado con una sierra en pequeños trozos irregulares. El gemelo del Sol estaba golpeando con un martillo de juguete un trozo que no encajaba mientras su hermana la Luna miraba furiosa.

Luego le arrebató el martillo a su hermano y lo golpeó en la cabeza. El Sol aulló, la Luna chilló de alegría; un momento más tarde estaban trabajando de nuevo en el rompecabezas.

—La cabeza del martillo es de corcho —susurró Iras.

¡Qué encantadores eran! Ya tenían cinco años, y eran tan diferentes en apariencia que nadie hubiese adivinado que fuesen gemelos. El Sol, de cabellos, ojos y piel dorados, apuesto, de estilo más oriental que romano; era fácil ver que cuando madurase tendría una nariz ganchuda y los pómulos altos. Luna tenía rizados cabellos negros, un rostro delicado y unos enormes ojos del color del ámbar sombreados por largas pestañas negras; también era fácil ver que cuando madurase sería muy hermosa de una manera muy particular. Ninguno de los dos se parecía a Antonio o a su madre. La mezcla de dos sangres muy dispares había producido hijos físicamente más atractivos que cualquiera de los padres.

El pequeño Ptolomeo Filadelfo, en cambio, era Marco Antonio de pies a cabeza: grande, de cabellos y ojos rojos, la nariz que luchaba para encontrar la barbilla a través de una pequeña boca de labios gruesos. Había nacido en el mes romano de octubre el año anterior, lo que le hacía tener una edad de dieciocho meses.

—Es el típico hijo menor —murmuró Charmian—. No hace ningún intento por hablar, aunque camina como su padre.

—¿Típico? —preguntó Cleopatra, que envolvió su cuerpo, que se retorcía en un abrazo que él claramente no apreciaba.

—Los menores no hablan porque sus mayores lo hacen por ellos. Él balbucea, ellos lo entienden.

—Oh. —Cleopatra soltó al momento a Filadelfo cuando le hundió los dientes de leche en la mano, sacudiéndola para aliviar el dolor—. En realidad es como su padre, ¿verdad? Decidido. Iras, manda que el joyero de la corte haga un brazalete de amatista. Lo protegerá contra el vino.

—Lo arrancará, majestad.

—Entonces un collar ajustado, o un broche; no me importa, siempre y cuando lleve una amatista.

—¿Antonio lleva la suya? —preguntó Iras.

—La lleva ahora —respondió Cleopatra con voz severa.

De la guardería fue a su baño; Charmian e Iras la acompañaron. Según le constaba, en Roma relataban fabulosas historias de su baño: que estaba lleno con leche de burra, que era del tamaño de un estanque de carpas, que tenía una cascada en miniatura para refrescarla, que la temperatura era probada primero sumergiendo a una esclava. Ninguno de esos relatos nacidos de su estancia en Roma era verdad; la bañera que Julio César había encontrado en la tienda de Léntulo Crus después de Farsalia era mucho más suntuosa. La de Cleopatra era de un tamaño normal hecha de granito rojo sin pulir. La llenaban las esclavas, que traían ánforas de agua, unas calientes, las otras, frías; la receta era normal, así que la temperatura pocas desvariaba.

—¿Cesarión frecuenta a sus hermanos? —preguntó mientras Charmian le masajeaba la espalda y le vertía agua encima.

—No, majestad —respondió Charmian con un suspiro—. Le gusta, pero no se siente interesado.

—No me sorprende —dijo Iras, que preparaba un ungüento perfumado—. La diferencia de edad es demasiado grande para que pueda intimar con ellos; además, él nunca fue tratado como un niño. Ese es el destino del faraón.

—Es verdad.

Una observación reforzada durante la cena, a la que Cesarión asistió en cuerpo, pero no en alma; estaba en otra parte. Si alguien le servía comida, siempre se comía la más sencilla. Raramente los sirvientes habían sido enseñados en las cosas que debían ofrecerle. Comía abundante pescado, y también cordero, pero las aves, el cocodrilo joven y otras carnes no le apetecían en absoluto. El pan crujiente, todo lo blanco que lo podían hacer los panaderos, constituía la mayor parte de su comida, mojado en aceite de oliva o, a la hora del desayuno, con miel, le explicó a su madre.

—Mi padre comía sencillo —dijo él en respuesta a un comentario de reproche de Cleopatra destinado a convencerlo de que variase un poco más su dieta—, y no le hizo ningún daño, ¿no es así?

—Así es —admitió ella, y renunció.

Cleopatra celebraba sus consejos en una sala diseñada expresamente para eso, con una gran mesa de mármol a la que se sentaban ella y Cesarión en un extremo y otros cuatro hombres a cada lado; la otra cabecera siempre estaba vacía, como lugar de honor para Amón-Ra, que nunca venía. Aquel día Apolodoro ocupaba un lugar opuesto a Sosigenes y Cha’em. La reina se sentó, enfadada al no ver a Cesarión, pero antes de que pudiese hablar apareció él con manos llenas de documentos. Se escuchó una sonora exclamación; Cesarión fue al lugar de Amón-Ra y se sentó allí.

—Siéntate en tu silla, Cesarión —dijo Cleopatra.

—Ésta es mi silla.

—Pertenece a Amón-Ra, e incluso el faraón no es Amón-Ra.

—He llegado a un acuerdo con Amón-Ra para que yo lo represente en todos los consejos —replicó el muchacho sin molestarse—. Es una tontería sentarse en una silla donde no puedo ver el rostro de la otra persona que más necesito ver, faraón, el tuyo.

—Reinamos juntos, por lo tanto, nos sentamos juntos.

—Si yo fuese tu loro, faraón, lo haríamos. Pero ahora que me he convertido en un hombre no pretendo ser tu loro. Cuando lo crea necesario, estaré en desacuerdo contigo. Me inclino ante tu edad y experiencia, pero tú debes inclinarte ante mí como socio principal en nuestro reino conjunto. Soy el faraón varón, es mi derecho tener la última palabra.

A este tranquilo discurso siguió un silencio, durante el cual Cha’em, Sosigenes y Apolodoro miraron fijamente la superficie de la mesa y Cleopatra clavó su mirada en su hijo rebelde. Todo aquello era obra suya; ella lo había elevado al trono y había hecho que le consagraran como faraón de Egipto y rey de Alejandría. Ahora no sabía qué hacer, y dudaba de tener la suficiente influencia con ese extraño como para reafirmarse a sí misma como su socio principal. «¡Oh, roguemos para que esto no sea el comienzo de una guerra entre los Ptolomeo gobernantes! —pensó—. ¡Roguemos para que esto no vuelva a ser Ptolomeo el Barrigón contra Cleopatra la Madre! Pero no veo corrupción en él, ninguna codicia, ningún salvajismo. ¡Él es un César, no un Ptolomeo! Eso significa que no se someterá a mí, que se cree más sabio que yo, pese a toda mi “edad y experiencia”. Debo ceder, debo ceder.»

—Comprendido, faraón —dijo ella sin furia—. Me sentaré en este extremo y tú en aquél. —De forma inconsciente se frotó con la mano la base del cuello, donde había descubierto, en el baño, que había aparecido un bulto—. ¿Hay algo que quieras discutir sobre tu conducción de los asuntos de Estado mientras estuve ausente?

—No, todo funcionó con normalidad. Dispensé justicia sin necesidad de consultar casos anteriores, y nadie discutió mis veredictos. En el erario público de Egipto está adecuadamente contabilizado, y también en el erario público de Alejandría. Dejé que el registrador y los otros magistrados hiciesen todas las reparaciones necesarias en los edificios de la ciudad, y también reparé varios templos y recintos a lo largo de las riberas del Nilo, tal como se había pedido. —Su rostro cambió, se volvió más animado—. Si no tienes ninguna pregunta y no has escuchado ninguna queja de mi conducta, ¿puedo pedirte que escuches mis planes para el futuro de Egipto y Alejandría?

—No he tenido quejas hasta el momento —dijo Cleopatra con cautela—. Puedes proceder, Ptolomeo César.

Él había dejado los rollos de pergaminos en la mesa y habló sin consultarlos. La luz era escasa porque se acababa el día, pero unos rayos de sol bailaban con el polvo, debido al ondular de las frondas de las palmeras en el exterior. Un rayo más firme que el resto iluminó el disco de Amón-Ra en la pared, detrás de la cabeza de Cesarión; Cha’em adoptó su expresión de vidente y murmuró algo en el fondo de su garganta demasiado ahogado como para ser entendido, a la vez que apoyó las manos temblorosas en la mesa. Quizá era la luz que se desvanecía la que hacía que su piel pareciese gris; Cleopatra no lo sabía, pero sí sabía que la visión que había tenido no le sería comunicada. Eso significaba que había sido maligna.

—En primer lugar me ocuparé de Alejandría —dijo Cesarión con tono enérgico—. Tiene que haber cambios; cambios inmediatos. En el futuro seguiremos la práctica romana de dar raciones de trigo gratis para los pobres; además, con respecto al trigo, el precio no fluctuará, para fijar su coste si es comprado en ultramar cuando el Nilo no inunda. El gasto adicional será absorbido por el erario público de Alejandría. Sin embargo, estas leyes se aplicarán sólo a la cantidad de trigo que una familia pequeña consume durante el curso de un mes: el medimnus. Cualquier alejandrino que compre más de un medimnus al mes tendrá que pagar el precio normal.

Hizo una pausa, con la barbilla alzada, los ojos desafiantes, pero nadie habló. Continuó:

—Aquellos residentes de Alejandría que en ese momento no tengan derecho a la ciudadanía recibirán una franquicia. Esto se aplicará a todos los hombres libres, incluidos los libertos. De esa manera, habrá listas de ciudadanos y equipos del Estado para que otorguen los vales de trigo, ya sea para trigo gratis o para el medimnus subsidiado. Todos los magistrados de la dudad, desde el intérprete hacia abajo, serán elegidos de la manera más justa (por elección libre) y durarán en el cargo sólo un año. Cualquier ciudadano, ya sea macedonio, griego, judío, medo o egipcio mestizo, podrá presentarse, y se darán leyes para castigar el soborno electoral, como también la corrupción en el cargo.

Otra pausa, saludada con un profundo silencio. Cesarión lo interpretó como una señal de que la oposición, cuando llegase, sería implacable…

—Por último —anunció—, en cada intersección principal construiré una fuente de mármol. Estas fuentes tendrán varias espitas para sacar agua y un caño grande para lavar ropa y para que se laven las personas, construiré baños públicos en cada barrio de la ciudad, excepto Beta, donde el recinto real ya tiene las adecuadas facilidades. Era hora de pasar de hombre a niño; con una mirada viesa en los ojos, miró a cada uno de los rostros que había alrededor de la mesa.

—¡Ya está! —gritó, y se echó a reír—. ¿No es espléndido?

—Espléndido desde luego —dijo Cleopatra—, pero manifiestamente imposible.

—¿Por qué?

—Porque Alejandría no puede permitirse tú programa.

—¿Desde cuándo cuesta más una forma de gobierno democrática que un grupo de macedonios vitalicios que están demasiado ocupados llenando sus propios nidos con el dinero público en lugar de gastarlo donde se debería gastar? ¿Por qué debe el erario público sufragar sus lujosas existencias? ¿Desde cuándo debe un joven ser castrado para entrar al servicio superior del rey y la reina? ¿Por qué las mujeres no pueden cuidar a nuestras princesas vírgenes? ¿Eunucos todavía hoy? ¡Es abominable!

—No hay respuesta —dijo Cha’em con la boca temblorosa al ver la mirada de horror en el rostro de Apolodoro, ya que él era un eunuco.

—¿Desde cuándo el sufragio universal cuesta más que el sufragio selectivo? —preguntó Cesarión—. Montar un aparato electoral costará, sí. La ración de trigo gratis costará. Una ración de trigo subsidiado costará. Las fuentes y los baños costarán. Pero si los de los nidos son sacados de sus palos en lo alto del gallinero y todos los ciudadanos pagan todos los impuestos en lugar que algunos no los paguen, creo que se podría encontrar el dinero.

—¡Oh, deja de ser un niño, Cesarión! —dijo Cleopatra con un tono de cansancio—. ¡Sólo porque tengas una gran asignación para derrochar no significa que entiendas de altas finanzas! ¡Encuentra dinero, jovencito! Eres un niño con ideas de niño sobre cómo funciona el mundo.

Desapareció toda alegría del rostro de Cesarión, que adoptó una expresión de rígida altivez.

—¡No soy un niño! —dijo sin casi mover los labios, su voz helada como Roma en el invierno—. ¿Sabes cómo he gastado mi enorme asignación, faraón? ¡Pagué los salarios de una docena de contables y escribientes! Nueve meses atrás encargué que investigasen los ingresos y gastos de Alejandría. ¡Nuestros magistrados macedonios desde el intérprete hasta su burocracia de sobrinos y primos son corruptos! ¡Podridos! —Una mano con un anillo de rubí que resplandeció rojo como el fuego rozó los rollos de pergaminos—. ¡Todo está aquí, hasta el último peculado, estafa, fraude, robo! ¡Cuándo tuve todos estos datos aquí me sentí avergonzado de llamarme a mí mismo rey de Alejandría!

Si el silencio podía resonar, aquel silencio lo hizo. Una parte de Cleopatra estaba exultante ante la sorprendente precocidad de su hijo, pero otra parte estaba tan furiosa que su palma derecha le ardía del deseo de abofetear al pequeño monstruo. ¡Cómo se atrevía! ¡Sin embargo, qué maravilloso que se atreviese! ¿Qué podía ella responder? ¿Cómo iba a salir de esto con su dignidad intacta, su orgullo no humillado?

Sosigenes pospuso aquel terrible momento.

—¿Lo que yo quiero saber es quién te dio estas ideas, faraón? Desde luego no las has recibido de mí, y rehúso creer que han salido completas de tu propia mente. ¿Por lo tanto, de dónde han venido?

Incluso mientras hablaba, Sosigenes fue consciente de algo que se clavaba en su pecho, una punzada de pura pena por la niñez perdida de Cesarión. «Siempre ha sido impresionante presenciar la evolución de este verdadero prodigio —pensó—, porque, como su padre, es un verdadero prodigio.»

Pero eso había significado no tener infancia. Ya como un bebé en brazos había hablado con frases pulidas; nadie podía dejar de ver la poderosa mente que había dentro del infante Cesarión. Aunque su padre nunca lo había comentado o lo había visto; quizá las memorias de sus propios primeros años cerraban sus ojos. ¿Cómo había sido Julio César cuando tenía doce años? ¿Cómo, por ejemplo, lo había tratado su madre? No de la manera que Cleopatra trataba a Cesarión, decidió Sosigenes en aquella fracción mientras esperaba la respuesta de Cesarión. Cleopatra consideraba a su hijo como un dios, así que la profundidad de su intelecto sólo servía para aumentar sus tonterías. ¡Oh, si sólo Cesarión hubiese sido un poco más vulgar!

Sosigenes recordaba muy bien cómo convenció a Cleopatra para que dejase al niño de seis años jugar con alguno de los niños pertenecientes a los macedonios de alta cuna como el registrador y el contable. Aquellos niños se habían apartado de Cesarión por temor, o lo habían golpeado y pateado, o se habían burlado de él cruelmente. Él había soportado todo esto sin quejas, tan decidido a conquistarlos como iba a conquisté las penurias de Alejandría ahora. Pero al ver su comportamiento, Cleopatra había prohibido a todos los niños y niñas cualquier contacto con su hijo. En el futuro, había ordenado ella, Cesarión debía contentarse con su propia compañía. Con cual, Sosigenes había buscado un cachorro. Horrorizada, Cleopatra hubiese mandado ahogarlo. Pero Cesarión llegó en el momento oportuno, y al ver al perro se convirtió en un niño de seis años. Con el rostro sonriente, sus manos fueron a coger al pequeño cachorro; así había entrado Fido en la vida de Cesarión. Sin embargo, el niño sabía que Fido desagradaba a su madre, y se había visto obligado a ocultarle la importancia que el perro tenía para él. Una vez más, aquello no era normal. De nuevo, Cesarión se había visto forzado al comportamiento adulto. Dentro de él vivía un anciano, mientras el niño que nunca se le había permitido ser se secaba, salvo en los momentos secretos pasados lejos de su madre y de los tronos que ocupaba como su igual. ¿Igual? ¡No, eso no! Cesarión era superior a su madre en todos los sentidos, y ésa era la tragedia.

La respuesta del muchacho a la pregunta llegó, y de pronto fue un niño pequeño, el rostro iluminado.

Fido y yo vamos a cazar ratas en los áticos del palacio; allí arriba hay unas ratas terribles, Sosigenes. ¡Algunas son tan grandes como Fido, lo juro! Les debe de gustar el papel porque se han comido pilas y pilas de viejos archivos; algunos, se remontan hasta el segundo Ptolomeo. En cualquier caso, hace unos pocos meses atrás, Fido encontró una caja que ellas no se habían conseguido comer, una caja de malaquita con incrustaciones de lapislázuli. ¡Hermosa! Cuando la abrí, encontré que tenía todos los documentos que mi padre había escrito mientras estaba en Egipto. ¡Documentos para ti, mamá! Consejos, no cartas de amor. ¿Alguna vez las has leído?

Con el rostro ardiente, Cleopatra recordó el paseo en burro que César le organizó a través de las ruinas de Alejandría para forzarla a ver lo que se debía hacer y en qué orden. Primero, casas para la gente común; inmediatamente después, templos y edificios públicos. ¡Oh, y las aparentemente interminables disertaciones! ¡Cuánto la habían irritado, cuando lo que ella quería era amor! Implacables instrucciones sobre lo que se debía hacer, desde la ciudadanía para todos hasta raciones de trigo gratis para los pobres. Ella había hecho caso omiso de todo salvo darle la ciudadanía a los judíos y a los metecos para ayudar a César a contener a los alejandrinos hasta que llegasen sus legiones. Pero tenía la intención de dársela a todos en algún momento. No obstante, en esta decisión habían intervenido su buena cabeza y su asesinato. Después de su muerte, ella había considerado sus reformas inútiles. Había intentado las reformas en Roma y lo habían matado por su presunción. Así que ella había puesto sus listas y sus órdenes en aquella caja de malaquita con incrustaciones de lapislázuli y se la había dado al mayordomo del palacio para que la guardase en alguna parte fuera de su vista, fuera de su mente.

Lo que no había contado era con un chico curioso y un perro ratonero. ¡Oh, el daño que su descubrimiento había creado! Cesarión estaba ahora infectado con la enfermedad de su padre; quería cambiar las cosas tan sagradas por los siglos que incluso aquellos que se beneficiarían no querían el cambio. ¿Por qué no había arrojado aquellas hojas de papel al fuego? Entonces su hijo no hubiese encontrado nada más que ratas.

—Sí, las leí —dijo.

—¿Entonces por qué no actuaste de acuerdo a ellas?

—Porque Alejandría tiene su propio mos maiorum, Cesarión. Sus propias costumbres y tradiciones. Los gobernantes de un lugar, sea una ciudad o una nación, no están obligados a socorrer a los pobres, que son una aflicción que sólo la hambruna puede curar. Los romanos llaman a sus pobres proletarios, y eso significa que no tienen absolutamente nada para darle al Estado salvo hijos; ningún impuesto, ninguna prosperidad. Pero los romanos también tienen una tradición de filantropía, por eso alimentan a sus pobres a costa del Estado. Alejandría no tiene tal tradición, ni tampoco otros lugares. Sí, estoy de acuerdo en que nuestros magistrados son corruptos, pero los macedonios son los colonizadores originales, y se sienten con derecho a ocupar los cargos. Intenta quitárselos y te destrozarán en el ágora; no por los macedonios, sino por los pobres. La ciudadanía de Alejandría es preciosa, no se da a quienes no la merecen. En cuanto a las elecciones, son una farsa.

—Desearía que te escuchases a ti misma. Es pura mierda de hipopótamo.

—No seas vulgar, faraón.

Las expresiones desfilaron por su rostro como las ondulaciones en la piel de un caballo, primero infantiles —furiosas, frustradas, resistentes—, pero lentamente se volvieron adultas —fríamente decididas, con una determinación pétrea.

—Me saldré con la mía —dijo él. Si no es ahora, más tarde, pero me saldré con la mía. Puedes impedírmelo durante un tiempo si apelas a un número suficiente de ciudadanos de Alejandría para impedírmelo. No soy un loco, faraón. Conozco la magnitud de la resistencia que habrá a mis cambios. Pero ¡llegarán! Y cuando lleguen, no se circunscribirán sólo a Alejandría. Somos faraones de un país de mil millas de largo pero sólo de diez millas de ancho excepto en Ta-She, un país que no tiene ningún ciudadano libre. Nos pertenecen, como nos pertenecen la tierra que cultivan y las cosechas que recogen. ¡En cuanto al dinero! Tenemos tanto que nunca lo podremos gastar, acumulado debajo del suelo, fuera de Menfis. Lo utilizaré para mejorar al pueblo de Egipto.

—No te lo agradecerán —replicó ella con voz firme.

—¿Por qué iban a hacerlo? Con todo el derecho es su dinero, no el nuestro.

—Nosotros —dijo ella, y mordió cada palabra— somos el Nilo. Somos hijo e hija de Amón-Ra, Isís y Horus reencarnado, Señores de las Dos Damas del Alto y el Bajo Egipto, de la Juncia y la Abeja. Nuestro propósito es ser fructíferos, traer prosperidad a los altos y a los bajos. Faraón es el dios en la tierra, destinado a no morir nunca. Tu padre tuvo que morir para convertirse en deidad, mientras que tú has sido un Dios desde tu concepción. ¡Debes creer!

Él recogió los pergaminos y se levantó.

—Gracias por escucharme, faraón.

—¡Dame tus papeles! Quiero leerlos.

Eso provocó una carcajada.

—Creo que no —replicó él, y se marchó.

—Bueno, al menos, ahora sabemos dónde estamos —le dijo Cleopatra a los demás—. En el borde del precipicio.

—Cambiará cuando madure —la consoló Sosigenes.

—Sí, lo hará —dijo Apolodoro.

Cha’em no dijo nada.

—¿Tú estás de acuerdo, Cha’em? —preguntó Cleopatra—. ¿O es que tu visión te dice que no cambiará?

—Mi visión no tiene sentido —susurró Cha’em—. Estaba confusa, borrosa; de verdad, faraón, no significaba nada.

—Estoy segura de que para ti sí, pero no me lo dirás, ¿no es así?

—Lo repito, no hay nada que decir.

Pero se alejó como lo que era: un anciano y cuando estuvo lo bastante lejos como para no ser sorprendido comenzó a llorar.

Cleopatra cenó en sus habitaciones, pero no llamó a sus dos doncellas; el día había sido muy largo y seguramente Charmian e Iras estaban agotadas. Una muchacha —macedona, por supuesto— le sirvió mientras ella picoteaba la comida sin apetito, y luego la ayudó a desnudarse para dormir. Entre 'os que disfrutaban de una buena posición y tenían muchos sirvientes no era costumbre llevar ropas en la cama. Aquéllos que dormían vestidos lo hacían por mojigatería, como la difunta esposa de Cicerón. Terencia, o aquellos que no tenían bastantes sirvientes para lavar las sábanas con regularidad. Que ella dedicase tiempo a pensar en esto era culpa de Antonio; él despreciaba a las mujeres que llevaban camisón en la cama, y ella lo sabía. Incluso Octavia, una mujer más modesta que mojigata, no tenía inconveniente en hacer el amor desnuda, le había dicho Antonio, pero una vez acabado el acto, ella se ponía el camisón. La excusa (porque así le parecía a él) era que uno de los niños podía necesitarla urgentemente durante la noche, y ella no estaba dispuesta a que el sirviente que viniese a despertarla viese su desnudo. Aunque, según Antonio, su cuerpo era precioso.

Agotado este tema, la mente de Cleopatra pasó a los aspectos más curiosos de la relación de Antonio con Octavia: ¡cualquier cosa para no tener que pensar en lo que había acontecido aquel día!

Él había rehusado divorciarse de Octavia, había mostrado su empecinamiento cuando Cleopatra había intentado convencerle de que el divorcio era la mejor alternativa. Antonio era ahora su esposo; el casamiento romano no tenía demasiada importancia. Pero había emergido durante el curso de sus exhortaciones que Antonio aún quería a Octavia y no solamente porque era madre de dos de sus hijos romanos. Ambas niñas y, por lo tanto —al menos para Cleopatra—, carente de importancia. No para Antonio, al parecer; él ya estaba planeando sus casamientos, aunque Antonia tendría unos cinco años, como mucho, y Tonilla aún no tenía dos. El hijo de Ahenobarbo, Lucio, estaba destinado a casarse con Antonia, pero Antonio aún no había tomado una decisión respecto al marido de Tonilla. ¡Cómo si algo de eso importase! ¿Cómo podría hacer para que se deshiciera de sus conexiones romanas? ¿Para qué le servían al faraón consorte, al padrastro del faraón? ¿Para qué quería una esposa romana, incluso la hermana de Octavio?

Para Cleopatra ese aferramiento de Antonio a Octavia era una señal de que aún esperaba llegar a un acuerdo con Octavio que le permitiese a cada uno tener su parte del Imperio. Como si aquel límite del río Drina que dividía el Este del Oeste fuese una cerca permanente, a cada lado de la cual el perro Antonio y el perro Octavio podrían gruñirse y ladrarse el uno al otro sin tener nunca la necesidad de luchar. ¿Oh, por qué Antonio no podía ver que tal arreglo no se daría nunca? Ella lo sabía y Octavio lo sabía. Sus agentes en Roma le informaban de los mil y un planes de Octavio para desacreditarla a los ojos de Roma e Italia. La llamaba la Reina de las Bestias, inventaba historias de su baño, de su vida privada y afirmaba que ella corrompía a Antonio con drogas y vino. Lo convertía en su criatura. Sus agentes informaban de que, hasta ahora, los esfuerzos de Octavio para difamar a Antonio caían en suelo estéril; nadie en realidad se los creía, por ahora. Sus setecientos senadores permanecían Heles, su aprecio por Antonio, alimentado por su odio hacia Octavio. Una muy pequeña grieta había aparecido en la sólida pared de su devoción después de que se conociese la verdadera historia de la campaña parta, pero sólo un puñado de ellos había desertado. La mayoría había decidido que el desastre oriental no era culpa de Antonio; admitir eso era admitir que Octavio tenía razón, y no estaban dispuestos a hacerlo.

Antonio… en aquellos momentos estaría comenzando su campaña contra Artavasdes de Armenia, a quien se le debía permitir conquistar. Pero antes de que pudiese contemplar la marcha contra Artavasdes de Media Atropatene, Quinto Delio debía de tener éxito en forjar una alianza que ningún general romano, incluido Antonio, podía rehusar de ninguna manera. Aunque había algunos aspectos del pacto que no se podían poner por escrito, ni siquiera comunicar a Antonio: eran entre Egipto y Media, para que, cuando Roma fuese conquistada y absorbida por el nuevo imperio egipcio, la Media de Artavasdes podría atacar al rey de los partos con todo el poder de cuarenta o cincuenta legiones y asumir el trono que él ansiaba por encima de todo lo demás. El precio de Cleopatra era la paz. Una paz que debía durar hasta que Cesarión fuese lo bastante grande como para calzarse las botas de su padre.

Allí, el nombre había aparecido por fin, no se podía evitar. Si los eventos de éste, su primer día de regreso en Alejandría, se tomaban como prueba del notable carácter de Cesarión, entonces iba a convertirse en la misma clase de genio militar que había sido su padre. Lo impulsaban los deseos de su padre, y éste había sido asesinado tres días antes de ponerse en marcha para una campaña de cinco años contra los partos. Cesarión querría conquistar el este del Eufrates, y una vez que hubiese triunfado, gobernaría desde el océano Atlántico hasta la ribera del océano más allá de la India. Un reino mucho más grande que el de Alejandro Magno en su momento cumbre. Tampoco su ejército se negaría a continuar marchando al este, ni la estructura de sus satrapías se verían en peligro por los generales rebeldes que intentarían derribar su imperio para repartírselo entre ellos. Porque sus generales serían sus hermanos y sus primos del matrimonio de Antonio con Fulvia. Unidos por la lealtad de la sangre; unidos, no divididos.

No veía nada de eso como imposible. Lo único que requería Para dar su fruto era una determinación de hierro por su parte, y eso lo tenía. Aunque sus consejeros no eran como ella, alguno de ellos al menos podría haberle preguntado qué le pasaría a aquel vaporoso edificio de ambiciones si su hijo no resultaba ser el genio militar de su padre. Una pregunta que ella apartaría de todas maneras. El muchacho era precoz como su padre, igual de dotado, como él, una joya única. Él era un Julia, la mitad de su sangre era de César. Era como Octavio, con mucha menos sangre Julia, cuando tenía dieciocho, diecinueve, veinte años. Había asumido su herencia, también había marchado dos veces sobre Roma y obligado al Senado a hacerlo primer cónsul. Un simple joven. Pero, junto a Cesarión, Octavio empalidecía hasta lo insignificante.

Ahora cómo podía hacer que Cesarión se apartase del tipo de idealismo que ella sabía que el pragmatismo de César hubiese atemperado. Los planes de César para Alejandría y Egipto eran experimentales, cosas que él creía que se podían aplicar en Egipto a través de dominar a su gobernante, Cleopatra, pensados hasta el punto del éxito de su programa en su reino cuando él intentaba las mismas reformas en Roma de forma más consistente que lo que el tiempo había permitido. Su soledad había sido su caída; no había sido capaz de encontrar apoyos que impulsasen sus ideas. Tampoco, ella lo sabía, los encontraría Cesarión. Por lo tanto, había que convencer a Cesarión para que no intentase implementar su programa.

Se levantó de la cama y fue a la preciosa pequeña habitación junto a sus aposentos, donde estaban las estatuas de Ptah, Horus, Isis, Osiris, Sejmet, Hator, Sobek, Anubis, Montu, Tawaret, Thot y una docena más. Algunos tenían cabeza de bestia, eso era verdad, pero muchos no. Todos reflejaban aspectos de la vida a lo largo del río, no tan diferentes de las numina romanas y las fuerzas elementales. Más parecidos a ellos, de hecho, que los dioses griegos, que eran humanos en una escala gigantesca. ¿Acaso no habían necesitado los romanos darle caras a algunos de sus dioses a medida que pasaban los siglos?

Forrada en oro, la habitación estaba alineada con estas estatuas, pintadas con colores vivos que resplandecían incluso con la débil luz de la lámpara de noche. En el centro había una alfombra de Persépolis; Cleopatra se arrodilló, con los brazos extendidos delante de ella.

—Mi padre, Amón-Ra, mis hermanos y hermanas en divinidad, humilde os pido de vosotros que iluminéis a mi hijo y hermano Ptolomeo César, el faraón. Os suplico humildemente que me deis, a su madre terrenal, los diez años más que necesito para llevarlo a toda la gloria que le ofrecéis. Os ofrezco mi vida como garantía contra la suya, y suplico vuestra ayuda en mi difícil tarea.

Hecho su rezo, continuó humillándose, y así se quedó dormida, y sólo se despertó con el alba y la llegada del disco solar, acalambrada, asombrada, tiesa.

De camino de regreso a su cama, de prisa antes de que los sirvientes entrasen en servicio, pasó por delante de su enorme espejo de plata pulida y se detuvo, sorprendida, para observar a la mujer reflejada en él. Tan delgada como siempre, tan pequeña, tan fea. No tenía vello en el cuerpo; se lo depilaba con escrupuloso cuidado. Parecía más una niña que una mujer, salvo por su rostro. Su forma había cambiado: era más larga, dura, aunque no mostraba ninguna arruga ni surco. De hecho, tenía el rostro de una mujer de treinta y cuatro años, cuyos grandes ojos dorados se veían ensombrecidos por la tristeza. La luz aumentó. Ella continuó mirándose. ¡No, no el cuerpo de una niña! Tres embarazos, uno con mellizos, le habían convertido la piel del vientre en un pergamino flojo, arrugado, de un color marrón oscuro.

«¿Por qué me ama Antonio? —le preguntó a la imagen, sorprendida—. ¿Por qué yo no puedo amarlo?»

A media mañana se encontró a Cesarión, y decidió hablar con él. Tal como era su costumbre, había ido a una cala detrás de su palacio a nadar, y ahora estaba sentado en una roca con el aspecto de ser el tema ideal para Filias o Praxiteles. Sólo vestía un taparrabos, todavía lo bastante húmedo para mostrarle a su madre que ya era un hombre. Esta visión la aterrorizó, pero ella no era de las que se entregaban a sus sentimientos, así que se sentó en otra roca donde podía verle la cara, el rostro de César, cada vez más parecido a él.

—No he venido para reprochar, quejarme o criticar —le dijo.

Su brillante sonrisa mostró los dientes blancos y perfectos.

—No esperaba que lo hicieses, mamá. ¿De qué se trata?

—Creo que es una petición.

—Entonces plantea tu caso.

—Dame tiempo, Cesarión —dijo ella con su voz más almibarada—. Necesito tiempo, pero tengo menos que tú. Tú me debes tiempo.

—¿Tiempo para qué? —preguntó él con desconfianza.

—Para preparar a nuestra gente, a Alejandría y a Egipto Para el cambio.

Él frunció el entrecejo, disgustado, pero no dijo nada. Cleopatra se apresuró a seguir.

—No voy a decirte que no has vivido lo suficiente para tener la necesaria experiencia en tratar con la gente, ya sea tus súbditos o colaboradores; tú lo rechazarías. No puedes dar edictos faraónicos que lancen a la gente a una conmoción instantánea y no esperar oposición. Admiro la profundidad de tus investigaciones, y admito la verdad de mucho de lo que has dicho. Pero aquello que tú y yo sabemos que es la verdad no es obvio para los demás. Las personas vulgares, incluso los aristócratas macedonios, están aferrados a sus maneras. Se resisten al cambio de la misma manera que una mula se resiste a ser llevada de la rienda. El mundo de un hombre o una mujer está circunscrito a su entorno comparado a nuestro mundo; pocos de ellos viajan, y aquellos que lo hacen no van más allá del delta o de Tebas para unas vacaciones si tienen el dinero. El registrador no ha estado nunca más allá de Alejandría de Pelusium, ¿así que cómo crees que ve él el mundo? ¿Qué le importa Menfis, y no digamos ya Roma? Si eso es verdad para él, ¿cómo crees que piensan personas inferiores?

Su rostro se volvió hosco, pero sus ojos mostraron incertidumbre.

—Si los pobres van a recibir trigo gratis, mamá, no puedo creer que se vayan a rebelar.

—Estoy de acuerdo, y por eso te sugiero que comiences con ese paso. Pero ¡no de la noche a la mañana, por favor! Dedica el año próximo a trabajar en lo que tu padre hubiese llamado la logística, ponlo todo por escrito y tráelo de nuevo al Consejo. ¿Harás eso?

Era obvio que el reparto de trigo gratuito era lo primero en su lista de prioridades; ella lo había adivinado.

—No tardará tanto —dijo Cesarión—. Sólo un mes o dos.

—Incluso la legislación del gran César tardó años en completarse —replicó ella—. No puedes tomar atajos, Cesarión. Ocúpate de cada cambio adecuada, meticulosa y perfectamente. Toma como ejemplo al primo Octavio; allí tienes a un verdadero perfeccionista, y no soy tan tonta como para no admitirlo. Tú tienes mucho tiempo, hijo mío. Haz las cosas poco a poco, por favor. Habla mucho antes de actuar; las personas deben ser preparadas cuidadosamente para un cambio para que no sientan como si se les hubiese impuesto sin aviso. ¿Por favor?

El rostro de Cesarión se relajó; ahora sonrió.

—De acuerdo, mamá, he comprendido tus propósitos.

—¿Me darás tu solemne palabra, Cesarión?

—Mi solemne palabra. —Él se rio con un claro y atractivo sonido—. Al menos no me pides que jure por los dioses.

—¿Crees en nuestros dioses lo bastante como para considerar un juramento tomado en su nombre como algo sagrado que liga hasta la muerte?

—Oh, sí.

—Te veo como a un hombre de palabra, a un hombre que no necesita verse ligado por juramentos.

Él se bajó de la roca, se acercó a ella para abrazarla, besarla.

—Oh, gracias, mamá, gracias. Haré como tú dices.

«Ésta es la manera —pensó ella al verlo saltar de roca en roca con la misma gracia de un bailarín— de manejarlo. Ofrécele una fracción de lo que quiere y convéncelo de que es suficiente. Por una vez ha actuado sabiamente, he visto mi camino sin errores.»

Un mes más tarde, Cleopatra comprendió que se estaba tocando constantemente la garganta para comprobar aquella hinchazón. No tenía el aspecto ni se sentía como un bulto, pero cuando Iras le comentó su nuevo hábito e inspeccionó la hinchazón por sí misma insistió en que su ama debía consultar a un médico.

—¡No a una sabandija charlatana griega! Manda llamar a Hapd’efan’e —dijo Iras—. ¡Te lo digo de verdad, Cleopatra! Si no lo llamas, lo haré yo.

Los años habían sido bondadosos con Hapd’efan’e; estaba igual que cuando había seguido a César de Egipto a Asia Menor, a África, a Hispania, a Roma, siempre con un ojo atento a las «epilepsias» de César, que había comprendido que sólo ocurrían si César se olvidaba de comer por largos períodos, algo que su caprichoso y difícil paciente tenía la tendencia de hacer. Tras la muerte de César había regresado a su patria a bordo del barco de Cesarión; luego, después de un año como médico real en Alejandría, consiguió permiso para volver al recinto de Ptah en Menfís. La orden de los médicos estaba bajo el patronazgo de la esposa de Ptah, Sejmet; sus miembros se afeitaban la cabeza, llevaban una túnica de lino blanco que comenzaba debajo de los pezones y caía suavemente hasta un dobladillo por debajo de las rodillas, y exigía el celibato. Los viajes habían aumentado sus conocimientos, como hombre y como médico; ahora era reconocido como el mejor diagnosticador de Egipto.

En primer lugar examinó a Cleopatra cuidadosamente, le buscó el pulso, olió su aliento, apretó sus huesos, le bajó los Párpados inferiores, le hizo abrir las manos con los brazos extendidos, la observo caminar en línea recta. Sólo entonces se concentro en el problema: palpó debajo de la mandíbula y bajó por la garganta y el cuello.

—Sí, faraón, es una inflamación, no un bulto —dijo—. La causa de la inflamación no está encapsulada como una vejiga; los bordes simplemente se funden con el tejido muy inflamado a su alrededor. He visto como éstos entre aquellos que viven en las regiones de Egipto alrededor del río, pero pocas veces en Alejandría, el Delta y Pelusium. Se llama bocio.

—¿Es maligno? —preguntó ella con la boca seca.

—No, majestad. Eso no significa que no vaya a crecer más. La mayoría de los bocios se hacen más grandes, pero muy lentamente, con el transcurso de los años. El tuyo es nuevo y, por lo tanto, siempre cabe la posibilidad de que su crecimiento sea rápido. Si es así, entonces tus ojos comenzarán a sobresalir de sus órbitas como los ojos de una rana. ¡No, no, no te asustes! Dudo de que este bocio te vaya a producir ojos saltones, pero un médico que no atiende a su paciente de todas las posibilidades no es un buen practicante de las artes médicas. Sin embargo, no estás del todo libre de los síntomas, majestad. Tienes una débil insinuación de temblor en las manos, y tu corazón late un poco demasiado rápido. Quiero que Iras te tome el pulso antes de que te levantes de tu cama cada mañana —le dirigió a ella y a Charmian su más dulce sonrisa— porque Charmian es demasiado dramática. Después de un mes, Iras sabrá lo rápido que late tu corazón, y estará en condiciones de controlarlo. El corazón está ligado al interior de tu pecho por recipientes que contienen la sangre, y es por eso que puedes valorarlo a través de encontrar el pulso en la muñeca. Si estos recipientes no existiesen, los corazones vagarían de la manera que los griegos creen que hace un útero.

—¿Hay alguna poción que pueda tomar? ¿A un dios a quien hacer ofrendas?

—No, faraón. —Hizo una pausa y tosió con delicadeza-Tus humores, majestad. ¿Estás más nerviosa de lo que solías estar? ¿Tiendes a irritarte por cosas insignificantes?

—Sí, Hapd’efan’e, pero sólo porque mi vida ha sido muy fácil estos dos últimos años.

—Quizá —fue todo lo que dijo, y se prosternó.

Retrocedió hasta salir de la habitación sobre las manos las rodillas…

—Es un alivio saber que no es algo verdaderamente maligno —les dijo Cleopatra a Iras y a Charmian.

—Sí, desde luego, pero si crece te desfigurará —manifestó Iras.

—¡Muérdete la lengua! —gritó Charmian, que se volvió furiosa hacia Iras.

—¿No fue dicho sin pensarlo, ridícula solterona? Estás demasiado preocupada por perder tu buen aspecto y todas tus esperanzas de encontrar a un marido como para ver que la reina debe estar preparada antes de que ocurra algo, así eres tú.

Charmian permaneció con los labios temblorosos, incapaz de soltar su réplica, mientras Cleopatra se reía, el primer sonido de genuina diversión que había soltado desde que había llegado a casa.

—¡Vamos, vamos! —dijo cuando fue capaz—. Tenéis treinta y cuatro, no catorce, y ambas sois solteronas. —Una expresión ceñuda reemplazó a la sonrisa—. Os he robado la juventud y las oportunidades de casamiento, soy muy consciente de ello. ¿A quién podéis esperar encontrar excepto a eunucos y a viejos, sirviéndome?

Charmian se olvidó del insulto, y se echó a reír.

—He escuchado que César tenía algo que decir sobre los eunucos.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cómo no podríamos saberlo, dirás? Apolodoro está castrado.

—¡Oh, ese condenado muchacho!