XIX

Tengo un encargo para ti, querida —le dijo Octavio a su hermana durante la cena.

Ella dejó de masticar la pequeña chuleta de cordero que tenía en su mano, con su fina pero deliciosa capa de grasa untada con mostaza y pimienta. Su comentario interrumpió sus pensamientos, que se centraban en el cambio de los menús de las cenas de Octavio desde que se había casado con Livia Drusilia. ¡Las más deliciosas y elaboradas cenas! Sin embargo, ella tenía una buena razón para saber que nada se desperdiciaba, desde el exorbitante salario del cocinero hasta el dinero gastado en comprar ingredientes y viandas; Livia Drusilia hacía ella misma las compras, y discutía los precios. Tampoco el cocinero sufría de dolores de cabeza, ni se llevaba algunos de los productos para los favoritos de su propia cocina; Livia Drusilia lo vigilaba como un halcón.

—¿Un encargo, César? —preguntó Octavia, que mordió una mayor cantidad de carne que de grasa; de esa manera, la grasa duraba más.

—Sí. ¿Qué me dices: hacer un viaje a Atenas para ver a tu esposo?

El rostro de Octavia se iluminó.

—¡Oh, César, sí, por favor!

—Estaba seguro de que no objetarías nada. —Le hizo un guiño a Mecenas—. Tengo un encargo para ti que podrás hacer mejor que nadie.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Un encargo? ¿Es eso una comisión?

—Algunas veces —dijo Octavio con voz solemne.

—¿Qué debo hacer?

—Llevarle a Antonio dos mil soldados escogidos (los mejores de los mejores), además de setenta nuevas naves de guerra, un ariete de asedio gigante, tres arietes más pequeños, doscientas ballestas, doscientas grandes catapultas y doscientos escorpiones.

—¡Qué los dioses me protejan! ¿Debo de ser el oficial al mando de todo ese botín? —preguntó ella con los ojos brillantes.

—No hay nada que me guste más que verte tan feliz, pero no. Cayo Fonteio está ansioso por reunirse con Antonio, así que él será el oficial al mando —respondió Octavio, y masticó un trozo de apio—. Tú puedes llevarle una carta mía a Antonio.

—Estoy seguro de que él apreciará mucho los regalos.

—No tanto como una visita tuya, estoy seguro —dijo Octavio, y levantó un dedo.

Su mirada pasó de Octavia al diván que Mecenas compartía con Agripa, y se posó en éste con tristeza. No era algo frecuente que sus planes saliesen mal, pero aquél sí que había fracasado, pensó. ¿Dónde se había equivocado?

Fue por la soltería de Agripa, por la que Livia Drusilia había decidido que no podía continuar; si ella consideraba que la expresión de sus ojos era demasiado cariñosa cuando la miraba, se lo guardaba para sí, y sólo informaba a Octavio de que era hora de que Agripa se casase.

Sin sospechar nada pensó en su comentario y concluyó que ella, como siempre, tenía razón. Ahora que estaba cargado con riquezas, tierras y propiedades, ningún padre amante podía considerar a Agripa como un cazafortunas; era, además, muy atractivo. Eran pocas las mujeres de los quince a los cincuenta que no se volvían mimosas o coqueteaban con Agripa. Mientras que él nunca se daba cuenta. Nada de charlas, pocas gracias sociales, así era Agripa. Las mujeres babeaban y él bostezaba o, todavía peor, huía de la habitación.

Cuando Octavio sacó el tema de su soltería, él parpadeó y luego pareció molesto.

—¿Estás insinuando que debo casarme? —preguntó.

—En realidad, sí. Eres el hombre más importante de Roma después de mí, y, sin embargo, vives como uno de esos ermitaños orientales. Un catre por cama, más armaduras que togas, ni siquiera una sirvienta —dijo Octavio—. Cada vez que te pica —soltó una risita y se mostró avergonzado—, te rascas con alguna campesina con la que no es posible que formes una unión permanente. No estoy diciendo que debas dejar de rascarte con las campesinas, ya me entiendes, Agripa. Sólo estoy diciendo que deberías casarte.

—Nadie querría —dijo Agripa con un tono brusco.

—¡Ah, es ahí donde te equivocas! Mi querido Agripa, tienes la figura, la riqueza y la condición. ¡Eres consular!

—Sí, pero no tengo la sangre, César, y no me gusta ninguna de esas muchachas altaneras llamadas Claudia, Emilia, Sempronia o Domitia. Si dicen que sí, sólo sería por mi amistad contigo. La idea de una esposa que me mire por encima del hombro no me atrae.

—Entonces mira un poco más abajo, pero no demasiado abajo —insistió Octavio—. Tengo la esposa ideal para ti.

Agripa lo miró con una expresión de sospecha.

—¿Esto es cosa de Livia Drusilia?

—No, palabra de honor, no lo es. Todo esto es idea mía.

—Entonces, ¿quién es?

Octavio respiró profundamente.

—La hija de Ático —dijo con una expresión triunfante—. ¡Perfecto, Agripa, de verdad! No es de rango senatorial, aunque admito que eso es porque su tataprefiere hacer dinero por medios no senatoriales. Está vinculada por sangre con los Caecilio Metelli, por lo tanto, es de nacimiento elevado. Además, es heredera de una de las más grandes fortunas de Roma.

—Ella es demasiado joven. ¿Por lo menos sabes qué aspecto tiene?

—Tiene diecisiete, casi dieciocho, y sí, la he visto. Elegante más que bonita, una buena figura y extremadamente bien educada, como se podía esperar de la hija de Ático.

—¿Es lectora o compradora?

—Lectora.

El rostro duro se relajó un poco.

—Bueno, eso ya es algo bueno. ¿Es morena o rubia?

—Mitad y mitad.

—Oh.

—Mira, si yo tuviese un familiar femenino con esa edad, podrías tenerla con mis bendiciones —gritó Octavio, y agitó las manos.

—¿Lo harías? ¿Lo harías de verdad, César?

—Sí, por supuesto que lo haría. Pero como no lo tengo, depende de ti aceptar o no a Caecilia Ática.

—Nunca tendré el valor de pedírselo.

—Yo se lo pediré. ¿Lo harás?

—No parece que tenga más alternativas, así que sí, lo haré.

Y así se hizo, aunque Octavio no se había dado cuenta de la renuencia del novio. Agripa se había fijado sus objetivos a los toce; a los veintisiete se había dedicado al cemento, con el que tanto le gustaba experimentar. Excepto en la compañía de Antonio —y hasta cierto punto en la de Livia Drusilia—, era silencioso, severo y siempre vigilante. Todo esto no había influido para la novia, porque estaba, como todas sus amigas, enamorada del magnífico e inalcanzable Marco Vipsanio Agripa.

Un mes después del matrimonio, la alta y graciosa azucena (como Livia Drusilia la había bautizado) se había marchitado y oscurecido. Ella vertía sus quejas al oído compasivo de Livia Drusilia y ésta a su vez, a los oídos de Octavio.

—¡Es un desastre! —se quejó—. La pobre Ática cree que a él no le interesa lo más mínimo. ¡Nunca le habla! Su idea de hacer el amor es… es… perdóname por ser tan vulgar, amor mío, se parece al de un semental con una yegua. La muerde en el cuello y… y… bueno, lo dejo a tu imaginación. Afortunadamente —continuó con un tono lúgubre—, no se aprovecha de los placeres conyugales muy a menudo.

Éste era un aspecto de Agripa que nunca había esperado conocer, ni tampoco quería saberlo ahora. Octavio enrojeció y deseó estar en cualquier otra parte menos allí, sentado con su esposa. Que su propio talento para hacer el amor dejaba algo que desear lo sabía, pero también sabía que el entusiasmo de Livia Drusilia venía del poder, y por este lado podía descansar tranquilo. Era una pena que Ática no tuviese las mismas inclinaciones; claro que ella no había estado seis años casada con Claudio Nerón para transformar sus sueños infantiles en los propósitos férreos de una mujer.

—Entonces confiemos en que Agripa la embarace —dijo—. Un bebé le dará a ella alguien en quien interesarse.

—Un bebé no es sustituto de un marido satisfactorio —dijo Livia Drusilia, muy satisfecha consigo misma. Frunció el entrecejo—. El problema es que ella tiene un confidente.

—¿A qué te refieres? ¿Qué los asuntos matrimoniales de Agripa son del conocimiento público?

—Sí fuese así de sencillo, no me preocuparía tanto. No, su confidente es su viejo tutor, el liberto de Ático, Quinto Caecilio Epirota. Según ella, el hombre más agradable que conoce.

—¿Epirota? ¡Conozco ese nombre! —exclamó Octavio—. Un eminente erudito. Según Mecenas, una autoridad en Virgilio.

—Hum… estoy segura de que tienes razón, César, pero no creo que él le ofrezca consuelos poéticos. ¡Oh, ella es virtuosa! Pero ¿durante cuánto tiempo, si te llevas a Agripa a Illyricum?

—Eso está en las manos de los dioses, querida, y yo no tengo la intención de meter la nariz en el matrimonio de Agripa Debemos confiar en que llegue un bebé para mantenerla ocupada. —Exhaló un suspiro—. Quizá una muchacha muy joven no es lo más adecuado para Agripa. Quizá debería haber sugerido a Escribonia.

Fuera como fuese, para el momento en que Octavia fue a cenar con Mecenas y su Terencia y Agripa y su Ática, la mayoría de la clase alta sabía que el matrimonio de Agripa no prosperaba. Al ver la triste expresión de Agripa, su viejo amigo ansió ofrecerle palabras de consuelo, pero no pudo. Al menos, pensó, Ática estaba embarazada. Y él había tenido la necesaria fortaleza para insinuarle al oído de Ático que su muy amado Epirota debía mantenerse bien apartado de su muy amada hija. Las mujeres que veía, pensó, eran tan vulnerables como las que compraba.

Octavia casi voló hasta el palacio de Carinae, tan feliz estaba. ¡Ver a Antonio al fin! Habían pasado dos años desde que él la había dejado en Corcira; la pequeña Antonia Menor, conocida como Tonilla, ya caminaba y hablaba. Era una preciosa niña con el cabello rojo oscuro de su padre y sus ojos rojizos, pero, afortunadamente, sin su barbilla ni —por lo menos hasta ahora— su nariz. ¡Oh, qué temperamento! Antonia era más hija de su madre, mientras que Tonilla era toda de su padre. «¡Basta, Octavia, basta! Deja de pensar en tus hijos y piensa más en tu marido, a quien verás muy pronto. ¡Tanta alegría!, ¡tanto placer!» Fue a buscar a su modista, una mujer muy competente que estimaba mucho su posición en la casa de los Antonio y era, además, muy amiga de Octavia.

Estaban discutiendo sobre qué vestidos debía llevarse Octavia con ella a Atenas, y cuántos nuevos vestidos tenía que hacerse para deleitar a su marido, cuando vino el mayordomo para decirle que Cayo Fonteio Capito había venido a la casa.

Ella apenas lo conocía; había estado con ellos cuando ella y Antonio habían zarpado, pero el mareo la había tenido encerrada en el camarote y su viaje había sido interrumpido en Corcira. Así que recibió al alto, apuesto e impecablemente vestido Fonteio con cierta reserva, sin saber muy bien por qué había venido.

—El imperator César dice que tú y yo debemos llevar sus regalos a Marco Antonio en Atenas —dijo él sin intentar sentarse—, y me pareció que debía venir para saber si hay algo que necesites especialmente, ya sea en el viaje o como carga para Atenas; algún mueble o alguna comida no perecedera, quizá.

«Sus ojos —pensó él al mirar cómo las expresiones pasaban por ellos— son los más hermosos que he visto, aunque no es el color inusual lo que los hace tan hermosos; es la dulzura, el amor envolvente. ¿Cómo puede engañarla Antonio? Si fuese mía, me acostaría con ella para siempre. Otra contradicción: ¿cómo puede ser hermana de Octavio? Y otra: ¿cómo puede amar a Antonio y a Octavio?»

—Gracias, Cayo Fonteio —dijo ella con una sonrisa—. No se me ocurre en realidad nada, excepto —pareció temerosa— el mar, y eso está más allá de la capacidad de cualquiera para arreglarlo.

Él se rio, le cogió la mano y la besó suavemente.

—Señora, haré todo lo que pueda. El padre Neptuno, Vulcano el Terremoto y los lares Permarini de los viajes tendrán todas las mejores ofrendas para que los mares estén llanos, los vientos sean propicios y nuestro viaje rápido.

Se marchó, dejando i Octavia, que lo miró marchar con un peculiar sentimiento de alivio. «¡Qué hombre tan agradable! Con él al mando, las cosas irían bien, no importa cómo se comportase el mar.»

Se comportó tal como había ordenado Fonteio al hacer sus ofrendas; incluso rodear el cabo Taenarum no representó ningún peligro. Pero mientras Octavia creía que su preocupación por su bienestar era sólo eso, Fonteio sabía cuánto de él había en sus esperanzas; quería la compañía de aquella adorable mujer durante el viaje, lo que significaba que, para ello, desgraciadamente debería padecer mareos. No podía fallarle, incluido el atraque en El Pireo. Agradable, ingeniosa, fácil de conversación, nunca mojigata o lo que él llamaba «matrona romana» en su actitud. ¡Divina! No era de extrañar que Octavio erigiese estatuas en su honor, y tampoco era de extrañar que las personas comunes la respetasen, la honrasen y la amasen. Los dos nundinae que había pasado en compañía de Octavia desde Tarentum hasta Atenas permanecerían en su memoria por el resto de su vida. ¿Amor? ¿Era amor? Quizá, pero él se imaginaba que no contenía ninguno de los bajos instintos que él asociaba con esa palabra cuando se refería a la relación entre un hombre y una mujer. De haberse aparecido ella en mitad de la noche para reclamar el acto de amor, él no se hubiera negado, pero ella no apareció; Octavia pertenecía a un escalón social superior, tanto como diosa y como mujer.

Lo peor era que sabía que Antonio no estaría en Atenas para recibirla, sabía que Antonio estaba en las firmes garras de la reina Cleopatra, en Antioquía. El hermano de Octavia también lo sabía.

—Te confío a mi hermana a tu cuidado, Cayo Fonteio —le había dicho Octavio poco antes de que la cabalgada se pusiese en marcha de Capua a Tarentum—, porque creo que eres más sincero que el resto de las criaturas de Antonio, y también creo que eres un hombre de honor. Por supuesto, tu tarea principal es escoltar estos equipos militares hasta Antonio, pero requiero algo más de ti, si estás dispuesto.

Era el típico cumplido de Octavio —él era una de las criaturas de Antonio—; no obstante, Fonteio no se sintió ofendido, porque intuyó que aquélla era simplemente la introducción a algo muchísimo más importante que Octavio deseaba de él. Y ahí lo tenía:

—Tú sabes qué hace Antonio, con quién lo hace, dónde lo hace, y probablemente por qué lo hace —dijo Octavio con una vena retórica—. Desdichadamente, mi hermana tiene poca idea de lo que está pasando en Antioquía, y yo no se lo he dicho porque es posible que Antonio sólo esté… ehhh… llenando el tiempo, llenando a Cleopatra. Es posible que regrese a mi hermana en el momento que sepa que ella está en Atenas. Lo dudo, pero es posible. Lo que pido es que permanezcas en Atenas en estrecho contacto con Octavia en caso de que Antonio no venga. Si no lo hace, Fonteio, la pobre Octavia necesitará a un amigo. La noticia de que la infidelidad de Antonio es grave la destrozará. Confío en que no seas más que un amigo, pero uno que se interesa por ella. Mi hermana es parte de la suerte de Roma, una Vestal figurativa. Si Antonio la desilusiona, ella debe regresar a casa, pero no traída a la carrera. ¿Lo comprendes?

—Completamente, César —manifestó Fonteio sin vacilar—. No debe abandonar Atenas hasta que haya desaparecido toda esperanza.

Al recordar aquella conversación, Fonteio sintió que su rostro hacía una mueca; sabía que la dama estaba ahora mucho mejor de lo que había estado él entonces, y descubrió que se preocupaba desesperadamente por su destino.

Bueno, aquello era Grecia; ahora, sus ofrendas debían ser para los dioses griegos: Deméter, la madre; Perséfone, la hija destrozada; Hermes, el mensajero; Poseidón, señor de los mares, y Hera, la reina. «Enviad a Antonio a Atenas, dejad que rompa sus vínculos con Cleopatra.» ¿Cómo podía preferir a la esquelética, fea y pequeña mujer y no a la hermosa Octavia? Él no podría, sencillamente no podría.

Octavia ocultó su desilusión al recibir la noticia de que Antonio estaba en Antioquía, pero se enteró lo suficiente de la desastrosa campaña en Fraaspa para comprender por qué probablemente prefería estar con sus tropas en ese momento. Así que le escribió de inmediato para comunicarle su llegada a Atenas, junto con el botín, en su tren, desde los soldados hasta los arietes y la artillería. La carta estaba repleta de noticias de sus hijos, de los otros ocupantes de la guardería, la familia, y acontecimientos en Roma, y sugería sin ningún tipo de sutileza que, si él no venía a Atenas, podía pedirle que viajase a Antioquía.

Entre escribir la carta y la respuesta de Antonio —alrededor de un mes—, Octavia tuvo que soportar la visita de amistades y conocidos de su anterior estada, la mayoría, irrelevantes. No obstante, cuando el mayordomo le anunció la llegada de Perdita, a Octavia se le hundió el corazón. Aquella madura matrona romana era la esposa de un mercader plutócrata inmensamente rico y peligrosamente ocioso. Perdita era su apodo, que mostraba con orgullo. No significaba tanto que ella misma estuviese arruinada como que sí contribuía a la ruina de otros. Perdita era una destructora, una portadora de malas noticias.

—¡Oh, mi pobre y dulce querida! —exclamó, y entró en la sala vestida con gasas del más novedoso color, un deslumbrante magenta, la plétora de collares, brazaletes, esclavas y pendientes entrechocando como las cadenas de un prisionero.

—Perdita. Qué alegría verte —dijo Octavia mecánicamente, mientras soportaba los besos en las mejillas, los apretones en sus manos.

—Creo que es una desgracia, y espero que se lo digas cuando lo veas —exclamó Perdita, y se sentó en una silla.

—¿Qué es una desgracia? —preguntó Octavia.

—¡Vaya, la desvergonzada aventura de Antonio con Cleopatra!

Una sonrisa hurgó los labios de Octavia.

—¿Es desvergonzada? —preguntó.

—¡Querida, se casó con ella!

—¿Eso hizo?

—Claro que sí. Se casaron en Antioquía, en el momento en que llegaron allí desde Leuke Kome.

—¿Cómo lo sabes?

—Peregrino tiene las cartas de Gneo Cinna, Escauro, Titio y Poplicola —respondió Perdita—. Peregrino era su marido. Es la más absoluta verdad. Ella le dio otro hijo el año pasado.

Perdita estuvo una media hora de visita, sin moverse de su silla a pesar de los ruegos de su anfitriona, ofreciéndole algún tipo de refresco. Durante ese tiempo le relató toda la historia tal como ella la sabía, desde los meses de borrachera de Antonio a la espera de que llegase Cleopatra hasta todos los detalles del matrimonio. Algunos detalles, Octavia ya los sabía, aunque no de la manera que Perdita le pintaba los acontecimientos; escuchó con atención, sin revelar su rostro ninguna emoción, y se levantó tan rápido como pudo para acabar con la desagradable visita. Ni una palabra de la tendencia de los hombres a tomar amantes cuando estaban separados de sus esposas pasó por sus labios, ni ningún otro comentario que pudiese animar a Perdita a repetir el trabajo de aquella mañana. Por supuesto, la mujer mentiría, pero aquellos a quienes les mintiera no encontrarían confirmación de la versión de Perdita cuando se encontrasen con Octavia. Ella cerró su sala a la admisión incluso de los sirvientes durante una hora después de que Perdita se hubiese marchado bajo el sol de Ática. Cleopatra, la reina de Egipto. ¿Era por esto por lo que su hermano había hablado de Cleopatra a lo largo de la cena? ¿Cuánto sabían los demás, mientras ella no sabía prácticamente nada? Ella tenía conocimiento de los hijos que su marido había tenido con Cleopatra, incluido el niño nacido el año pasado, pero eso no la había molestado; sencillamente había asumido que la reina de Egipto era una mujer fértil que, como ella, no tomaba precauciones contra los embarazos. Sus propias impresiones habían sido las de una mujer que había amado a Divus Julius apasionadamente, con todo el corazón, y buscaba solaz en su primo para proveerle con más hijos para proteger su trono en la próxima generación. A Octavia, desde luego, nunca se le había ocurrido que Antonio no frecuentase a otras mujeres, tal era su naturaleza. Y ¿cómo podía cambiar eso?

Pero ¡Perdita hablaba de un amor eterno! Oh, ella exudaba malicia y rencor, ¿entonces por qué creerla? Sin embargo, el parásito había sido insertado bajo su piel y comenzaba a moverse a través de sus órganos vitales hacia su corazón, sus esperanzas, sus sueños. Ella no podía negar que su marido había buscado la ayuda de Cleopatra, ni que tampoco aún estaba en los brazos de aquella fabulosa monarca. Pero no, en el momento en que él se enterase de la presencia de Octavia en Atenas, él enviaría a Cleopatra de regreso a Egipto y vendría a por ella. Estaba segura de que sería así, absolutamente segura.

Incluso así, durante la hora que estuvo sola se paseó por la habitación, luchó contra el gusano que le había dejado Perdita, razonó su camino de vuelta a la sensatez, recurrió a sus formidables recursos del sentido común. Porque no tenía sentido que Antonio se hubiese enamorado de una mujo: cuyo principal reclamo a la fama era su seducción de Divus Julius, un intelectual, un esteta, un hombre de gustos inusuales, tan parecido a Antonio como la tiza lo era al queso. Aquélla era una metáfora habitual y, sin embargo, no los distinguía apropiadamente… ¿No, no, por qué estaba perdiendo su tiempo en metáforas ridículas? La única cosa que Obús Julius y Antonio tenían en común era la sangre de la gemís Julia, y, por lo que su hermano César decía, sólo era esto lo que había animado a Cleopatra a buscar a Antonio. Ella, según le había revelado su hermano, se le había propuesto debido a su sangre Julia; sus hijos debían tener la misma sangre. Acostarse con una reina regente con el objetivo de proveerla de hijos hubiese atraído enormemente a Antonio; y eso consideró Octavia cuando se enteró de la aventura. Pero ¿amor? ¡No, nunca! ¡Imposible!

Cuando Fonteio llegó para hacer su rápida visita diaria, se encontró con Octavia sutilmente afligida; había una cierta sombra debajo de aquellos maravillosos ojos, la sonrisa tenía tendencia a desaparecer y sus manos se movían sin objetivo. Él decidió ser brusco.

—¿Quién te ha estado parloteando? —preguntó. Ella se estremeció, se mostró afligida.

—¿Se nota? —preguntó ella.

—Nadie salvo yo. Tu hermano me encargó que me ocupase de tu bienestar, y yo he tomado ese encargo de todo corazón. ¿Quién?

—Perdita.

—¡Mujer abominable! ¿Qué te dijo?

—Nada que no supiese, excepto lo del matrimonio.

—Pero no es lo que dijo, es cómo lo dijo, ¿verdad?

—Sí.

Él se animó a coger aquellas manos que se movían sin propósito, frotó con los pulgares los dorsos en lo que se podría entender como un consuelo o amor.

—¡Octavia, escúchame! —dijo muy serio—. No pienses lo peor, por favor. Es demasiado pronto y demasiado efímero para ti (¡o para cualquiera!) para llegar a conclusiones. Soy un buen amigo de Antonio, lo conozco. Quizá no tan bien como tú, su esposa, pero de otra manera. A lo mejor podría ser que un matrimonio con Egipto pudiese ser algo que él considerase necesario para su propio gobierno como triunviro en Oriente. No te puede afectar; tú eres su esposa lega1, Esta unión ilegal es un síntoma de sus problemas en Oriente, donde nada ha salido como él esperaba. Es, creo, una manera de contener el dolor de sus desilusiones. —Él le soltó las manos antes de que ella pudiese encontrar el contacto íntimo—. ¿Lo entiendes?

Ella pareció recuperar los ánimos, más relajada.

—Sí, Fonteio, lo comprendo. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.

—De ahora en adelante no estarás en casa para Perdita. ¡Ella vendrá corriendo la próxima vez que Peregrino reciba una carta de sus compañeros! Pero tú no la verás. ¿Prometido?

—Prometido —dijo ella con una sonrisa.

—Entonces tengo buenas noticias. Esta tarde hay una representación de Edipo Rey. Te daré unos momentos para que te arregles, después iremos a ver sí son buenos esos actores. El rumor dice que sí, que son fantásticos.

Un mes después que la carta de Octavia llegara a Antioquía se produjo la respuesta de Antonio.

¿Qué estás haciendo en Atenas sin los veinte mil hombres que me debe tu hermano? Aquí estoy, preparándome para una expedición de nuevo a la Media Partía, sorprendentemente escaso de buenas tropas romanas, ¿y Octavio tiene la pretensión de enviarme sólo dos mil? Eso es demasiado, Octavia, demasiado. Octavio sabe muy bien que no puedo regresar a Italia en este momento para reclutar legionarios en persona, y fue parte de nuestro acuerdo que él reclutaría para mí cuatro legiones. Legiones que necesito con urgencia.

Ahora recibo una ridícula carta tuya donde hablas de este y de aquel niño; ¿crees que la guardería y sus ocupantes me preocupan un ardite en un momento como éste? Lo que me preocupa es el acuerdo no cumplido de Octavio. ¡Cuatro legiones, no cuatro cohortes! ¡Esto es lo último! ¿Y por qué cree tu hermano que necesito un enorme ariete, cuando estoy sentado no muy lejos de los cedros del Líbano?

¡Qué la plaga se lo lleve, a él y a todos sus partidarios!

Ella dejó la carta, bañada en sudor frío. Ni una sola palabra de amor, ni un solo término de cariño, ninguna referencia de su llegada, más allá de una diatriba dirigida contra César.

—Ni siquiera me dice lo que quiere que haga con los hombres y los pertrechos que he traído —le dijo a Fonteio.

Él notó el rostro endurecido, la piel rasposa como si hubiese sido alcanzada por un puñado de arena en una tormenta de tierra. Los grandes ojos fijos en él, tan transparentes que eran ventanas de sus pensamientos más íntimos, llenos con lágrimas que comenzaban a rodar por sus mejillas como si ella no supiese qué ocurría. Fonteio buscó en el seno de su toga, sacó un pañuelo y se lo dio.

—Anímate, Octavia —dijo casi sin poder controlar la voz—. Creo dos cosas al leer la carta. La primera, refleja un lado de Antonio que ambos conocemos: furioso, impaciente. Veo y lo escucho pasearse por la habitación y acabar con esta típica reacción inicial ante lo que él ve como un insulto de César. Tú sólo eres el intermediario, el mensajero que él mata para dar salida a su cólera. Pero la segunda es más seria. Creo que Cleopatra estaba escuchando, tomaba notas y ella misma dictaba esta respuesta. De haber respondido Antonio, él al menos hubiese indicado qué quería hacer con la donación de pertrechos y máquinas de guerra, además de soldados, que él necesita con urgencia. Mientras que Cleopatra no se preocuparía en dar unas directrices. La escribió ella, no Antonio.

Una respuesta que tenía sentido; Octavia se enjugó las lágrimas, se sopló la nariz, miró con preocupación el pañuelo sucio de Fonteio y sonrió.

—Lo he ensuciado y ahora habrá que lavarlo —dijo—. Gracias, querido Fonteio. Pero ¿qué debo hacer?

—Venir a la representación de Nubes de Aristófanes conmigo y luego escribirle a Antonio como si esta carta nunca hubiese sido enviada. Pregúntale qué quiere hacer con los regalos de César.

—¿Puedo preguntarle si piensa venir a Atenas? ¿Puedo hacerlo?

—Por supuesto, él debe venir.

Pasó otro mes de tragedias, comedias, conferencias, excursiones, cualquier cosa que Fonteio podía inventar para ayudar a su querida a pasar el tiempo antes de que llegase la réplica de Antonio. Resultaba interesante que ni siquiera Perdita pudiera hacer un escándalo de las atenciones de Fonteio a la hermana del imperatum César. Sencillamente, nadie podría —o querría— creer que Octavia pudiese ser una esposa infiel. Fonteio era su guardián; César no había hecho ningún secreto de ello, y se había asegurado de que sus deseos fuesen conocidos incluso en la propia Atenas.

Ahora, todos hablaban de la continuada pasión de Antonio por la mujer que Octavio había llamado la Reina de las Bestias. Fonteio se encontraba atrapado en un dilema; la mitad de él deseaba salir en defensa de Antonio, pero la otra mitad, ahora profundamente enamorada de Octavia, se preocupaba sólo por su bienestar.

La carta no fue una sorpresa tan grande como la primera.

¡Vuelve a Roma, Octavia! No tengo nada que hacer en Atenas en el futuro próximo, así que es inútil que me esperes allí cuando deberías estar cuidando de tus hijos en Roma. ¡Te lo repito, vuelve a Roma!

En cuanto a los hombres y los pertrechos, envíalos a Antioquía de inmediato. Fonteio puede venir con ellos, o no, como le plazca. Por lo que he escuchado, parece que tú lo necesitas más que yo.

Te ruego que los envíes a Antioquía, ¿está claro? Ve a Roma, no a Antioquia.

Quizá fue la sorpresa la que la dejó sin lágrimas; Octavia no estaba segura. El dolor era terrible, pero él tenía una vida propia que de alguna manera no estaba relacionada con ella, Octavia, hermana del imperatum César y esposa de Marco Antonio. La destrozaba, la dejaba seca, mientras que su mente sólo pensaba en sus dos pequeñas hijas. Flotaban en un espacio absolutamente oscuro delante de sus ojos: Antonia, alta y serena; mamá Atia decía que era la imagen de la tía Julia de Divus Julius, que había sido la esposa de Cayo Mario. Ahora tenía cinco años, y ya estaba imbuida del sentido del deber, de compasión y bondad. Mientras que Tonilla era de ojos y cabellos rojos, imperiosa, impaciente, implacable, apasionada. Antonia apenas si conocía a su tata, mientras que Tonilla nunca lo había visto.

—¡Eres igual que tu padre! —gritaba Alvia Atia, agotada más allá de cualquier tolerancia por una rabieta o un torrente de sentimientos.

—Eres igual que tu padre —susurraba Octavia con mucha ternura, que amaba todavía más al pequeño volcán por ello.

Ahora, lo sabía, todo se había acabado. Había llegado el día que una vez ella había previsto; durante el resto de su vida lo amaría, pero tendría que existir sin él. Lo que fuese que lo unía a la reina de Egipto era muy fuerte, quizá irrompible. Sin embargo, en algún lugar de su interior, Octavia sabía que la suya no era una unión feliz, que Antonio la aceptaba pero también la odiaba. «Conmigo —pensó—, él tenía paz y alegría. Yo lo calmaba. Con Cleopatra tiene incertidumbre y tumulto. Ella lo inflama, lo incordia, lo atormenta.»

—Esa clase de matrimonio lo enloquecerá —le dijo a Fonteio, y le mostró también la carta.

—Sí, lo hará —consiguió decir Fonteio, que tenía un tremendo nudo en la garganta—. ¡Pobre Antonio! Cleopatra lo moldeará a placer.

—¿Cuál es su placer? —preguntó Octavia, que pareció intrigada.

—Desearía saberlo, pero no lo sé. —¿Por qué no se divorcia de mí?

Fonteio la miró asombrado y, después, mortificado. «Edepol! Por qué no se me ocurrió a mí preguntarme eso. ¿Sí, por qué no se divorcia de ti? Su carta casi exige que lo haga.»

—¡Venga, Fonteio, piensa! Tú debes de saberlo. La razón que sea tiene que ser política.

—Esta segunda carta no ha sido una sorpresa, ¿verdad? Esperabas que dijese lo que pone.

—¡Sí, sí! Pero ¿por qué no un divorcio? —insistió ella.

—Creo que eso significa que él no ha quemado todavía todas sus naves —manifestó Fonteio con voz pausada—. Todavía hay una necesidad en él de sentirse un romano con una esposa romana. Tú eres una protección, Octavia. Puede ser también que, al no divorciarse de ti, esté buscando recuperar la independencia. Esa mujer lo atrapó en sus garras en un momento de desesperación, cuando él se hubo vuelto hacia cualquiera en busca de consuelo, ella estaba a mano.

—Ella se aseguró de eso.

—Sí, obviamente.

—Pero ¿por qué, Fonteio? ¿Qué quiere de él? —Territorios. Poder. Ella es una monarca oriental, nieta de Mitrídates el Grande. No hay una gota de Ptolomeo en ella, ellos siempre han sido lentos y de poca ambición durante generaciones, más preocupados por robarse el trono de Egipto los unos a los otros que por mirar hacia adelante. Cleopatra está hambrienta de expansión; son los apetitos mitridáticos y seléucidas.

—¿Cómo es que sabes tanto de ella? —preguntó Octavia con curiosidad.

—Hablé con la gente cuando estuve en Alejandría y Antioquía.

—¿Qué impresión tuviste de ella cuando la conociste? —Dos cosas sobre todo. Una, es que estaba absolutamente obsesionada con el hijo que tuvo con Divus Julius. La segunda, que ella es un poco como Tetis, capaz de transformarse en lo que cree necesario para conseguir sus fines.

—Tiburón, calamar, no recuerdo el resto, sólo que Peleo se aferró a Tetis sin importarle en qué se convertía. —Se estremeció—. ¡Pobre Antonio! Está decidido a aferrarse a ella.

Él decidió cambiar de tema, aunque no se le ocurrió nada que pudiese animarla.

—¿Regresarás a casa? —le preguntó.

—Oh, sí. Lamento importunarte, pero ¿podrías buscarme un barco?

—Haré algo mejor que eso —respondió él con toda naturalidad—. Tu hermano me encomendó tu bienestar, y eso significa que regresaré contigo.

Aquello fue un alivio, aunque no una alegría; Fonteio vio cómo su rostro se relajaba un poco, y deseó con todo su anhelo que él, Cayo Fonteio Capito, pudiese convencerla para que lo amase. Muchas mujeres habían dicho que podían amarlo, y desde luego dos esposas lo habían hecho, pero no eran nada. Bastante después de lo que había esperado había encontrado a la mujer de su corazón, de sus sueños. Pero ella amaba a otro, y seguiría haciéndolo. De la misma manera que él continuaría amándola.

—En qué mundo extraño vivimos —dijo, y consiguió soltar una carcajada—. ¿Aceptarías ver Las troyanas esta tarde? Admito que el tema está muy cerca de nuestra actual vida (mujeres que han perdido a sus hombres), pero Eurípides es un verdadero maestro y el reparto es espléndido. Demetrio de Corinto interpreta a Hekabe, Dorisco interpreta a Andrómaco (dicen que está fabuloso en el papel), Aristógenes es Helena. ¿Vendrás?

—Sí, por favor —respondió ella, y le sonrió, incluso con los ojos—. ¿Qué son mis penares comparados con los de ellas? Al menos yo tengo mi casa, mis hijos y mi libertad. Me hará bien presenciar el sufrimiento de las mujeres troyanas, sobre todo porque nunca he visto la obra. He escuchado decir que desgarra el corazón, así que podré llorar por los problemas de los demás.

Octavio lloró por los sufrimientos de su hermana cuando ella llegó a Roma un mes más tarde. Era septiembre, y él estaba a punto de embarcarse para su primera campaña contra las tribus de Illyricum. Contuvo las lágrimas, y arrojó sobre la mesa las dos cartas que Fonteio le había dado y luchó para recuperar la compostura. Una vez la batalla ganada, apretó los dientes, furioso, pero no con Fonteio.

—Gracias por venir a verme antes de que fuese a ver a Octavia —le dijo a Fonteio, y le tendió la mano—. Te has comportado con honor y bondad con mi hermana, y no necesito que ella me lo diga. ¿Está… está muy deprimida?

—No, César, ella no es así. El comportamiento de Antonio la ha aplastado, pero no la ha derrotado.

Un veredicto con el que Octavio estuvo de acuerdo cuando la vio.

—Debes venir y vivir aquí conmigo —dijo, con un brazo sobre sus hombros—. Trae a los niños, por supuesto. Livia Drusilia está ansiosa porque tengas compañía, y Carinae está demasiado lejos.

—No, César, no puedo hacer eso —replicó Octavia con firmeza—. Soy la esposa de Antonio, y viviré en su casa hasta que él me ordene marcharme. ¡Por favor, no insistas ni me fuerces a ello! No cambiaré de opinión.

Con un suspiro, él la sentó en una silla, acercó la otra y le sujetó las manos.

—Octavia, él no vendrá a casa contigo.

—Eso lo sé, pequeño Cayo, pero no importa. Todavía soy su esposa, y eso significa que él espera que cuide de sus hijos y de su casa como debe hacer una esposa cuando su marido está en el extranjero.

—¿Qué me dices del dinero? Él no te mantendrá.

—Tengo mi propio dinero. Eso lo enojó, aunque su enojo estaba reservado a la dureza emocional de Antonio.

—¡Tu dinero es tuyo, Octavia! Haré que el Senado te proporcione lo suficiente de los estipendios de Antonio para cuidar de su propiedad aquí en Roma y también de sus villas.

—¡No, te lo ruego, no hagas eso! Llevaré una fiel contabilidad de lo que gaste, y él podrá devolvérmelo cuando regrese a casa.

—¡Octavia, él no regresará a casa!

—No puedes decir eso con seguridad, César. No puedo afirmar que comprendo las pasiones de los hombres, pero conozco a Antonio. Esta mujer egipcia puede ser otra Glafira, incluso otra Fulvia. Se cansa de las mujeres cuando se vuelven inoportunas.

—Se ha cansado de ti, querida.

—No, no lo ha hecho —afirmó ella con valentía—. Todavía soy su esposa, no se ha divorciado de mí.

—Eso lo hace para mantener a sus senadores y caballeros en su bando. Así nadie podrá decir que está permanentemente en las garras de la reina de Egipto, si no se ha divorciado de ti, su verdadera esposa.

—¿Nadie podrá decir? ¡Oh, vamos, César! ¡Tú no podrás, a eso te refieres! ¡No estoy ciega! Quieres que Antonio parezca un traidor; por tus propios fines, no por los míos.

—Cree eso si quieres, pero no es la verdad.

—Aquí me quedo —fue todo lo que dijo ella.

Octavio la dejó, sin sentir sorpresa o algo más que una leve irritación; él la conocía sólo como podía hacerlo un hermano menor, tras seguir a alguien cuatro años mayor como si estuviese atado a una correa, conocedor de pensamientos expresados en voz alta, conversaciones de chicas con sus amigos, amores y tonterías de adolescentes. Antonio había inspirado estos amores mucho antes de que ella tuviese la edad suficiente para amarlo como una mujer. Cuando Marcelo había pedido casarse con ella, Octavia había ido a su destino sin un murmullo de protesta porque ella conocía su deber y nunca había soñado con casarse con Antonio. Él estaba tan atrapado en las garras de Fulvia en aquel momento, que una muchacha de dieciocho años tan sensible como Octavia abandonó aquella esperanza de haberla tenido alguna vez.

—¿No vendrá aquí? —preguntó Livia Drusilia cuando él regresó.

—No.

Livia Drusilia chasqueó la lengua.

—¡Qué pena!

Él se rio y le pasó la mano por la mejilla afectuosamente.

—¡Qué tontería! Te alegras profundamente. No te gustan los niños, esposa, y eres muy consciente de que aquellos niños indisciplinados y mimados correrían por todas partes si viviesen aquí, por mucho que nosotros intentásemos contenerlos.

—¡Es verdad! —admitió ella con una risita—. Aunque, César, no soy yo quien se comporta de manera anormal, sino Octavia. Es muy deseable tener hijos y yo me regocijaría si quedase embarazada. Pero Octavia hace que una gata parezca descuidada. Me sorprende que consintiese en ir a Atenas sin ellos.

—Ella fue sin ellos porque (manteniendo la metáfora felina) sabe que Antonio es un gato macho y se siente como tú respecto a los chicos. ¡Pobre Octavia!

—Compadécete de ella, César, pero, de todas maneras, no Pierdas de vista el hecho de que es mejor que su dolor llegue ahora y no más tarde.