XVIII

Para mayo, las últimas tropas de Antonio llegaron a Leuke Kome, al cuidado de los centenares de esclavos de Cleopatra; no enterados de los motivos políticos que anidaban bajo su apariencia noble al lado de Antonio, los soldados le estaban muy agradecidos. La mayoría de las víctimas del congelamiento estaban más allá de la salvación, pero algunos aún retenían sus dedos ennegrecidos, y la medicina egipcia era mejor que la romana o la griega. Así y todo, unos diez mil legionarios nunca volverían a sostener una espada o a realizar una larga marcha. Para sorpresa de Antonio, su flota ateniense llegó a Seleucia Pieria a principios de aquel mes para entregarle cuarenta y tres mil cofres de roble (tres barcos se habían hundido durante una galerna frente al cabo Taenarum) que contenían su parte del botín de Sexto Pompeyo. Fue recibida con alivio ya que Cleopatra no había traído dinero con ella, y juraba que nunca más daría fondos para campañas inútiles contra los partos. Antonio pudo darle a sus soldados heridos grandes pensiones y los cargó a bordo de las galeras que retornaban a Grecia, aparte de licenciarlos; sus años de servicio marítimo se habían acabado. También esto le permitió comenzar a reunir un nuevo ejército con abundancia de veteranos, amargamente desilusionados.

—¿Por qué Octavio hizo eso? —preguntó Cleopatra.

—¿Hacer qué, amor mío?

—Enviarte tu parte del tesoro de Sexto.

—Porque ha hecho toda una carrera de deslumbrante honestidad. Queda bien con el Senado, ¿y para qué necesita dinero? Él es el triunviro de Roma, tiene el tesoro a su disposición.

—Debe de estar lleno hasta el techo —dijo ella en un tono pensativo.

—Así lo entiendo por la carta que envió Octavio.

—Que tú no me has dejado leer.

—No tenías derecho a leerla.

—No estoy de acuerdo. ¿Quién te ha traído ayuda a este perdido lugar? Yo, no Octavio. Dámela, Antonio.

—Di por favor.

—¡No, no lo haré! ¡Tengo derecho a leerla! Dámela.

Antonio sirvió un vaso de vino y bebió abundantemente.

—Te estás volviendo demasiado grande para tus zapatos —dijo él, y eructó—. ¿Qué quieres, un par de botas militares?

—Quizá —dijo ella, y chasqueó los dedos—. Estás en deuda conmigo, Antonio, así que dámela.

Con un gesto agrio le dio la única hoja de papel fannio, que ella leyó, como había podido hacer César, de una ojeada.

—¡Bah! —exclamó ella, que hizo una bola con el papel y lo arrojó a un rincón de la tienda—. ¡En el mejor de los casos es semiletrado!

—¿Satisfecha de que no contenga nada?

—Nunca pensé lo contrario, pero soy tu igual en poder, en rango y en riqueza. Tu socio en nuestra empresa oriental. Se me debe mostrar todo, de la misma manera que debo estar presente en todos tus consejos y reuniones. Algo que Canidio comprende, pero no don nadies como Titio y Ahenobarbo.

—Titio, te lo concedo, pero ¿Ahenobarbo? Está muy lejos de ser un don nadie. ¡Venga, Cleopatra, deja de ser tan quisquillosa! Muéstrale a mis consortes aquel lado de ti que sólo parezco ver yo: amable, cariñosa, considerada.

Su pequeño pie, calzado con una sandalia dorada, golpeó el suelo de tierra de la tienda, y su rostro adoptó una expresión todavía más seria.

—Estoy muy cansada de Leuke Kome, ése es el problema —respondió ella, y se mordió el labio inferior—. ¿Por qué no podemos ir a Antioquía, donde los aposentos no chirrían ni gimen cada vez que el viento sopla?

Antonio parpadeó.

—En realidad no hay ninguna razón para no ir —contestó Marco Antonio, y su tono mostraba su gran sorpresa—. Vayamos a Antioquía. Canidio puede continuar aquí preparando las tropas. —Exhaló un suspiro—. Antes del nuevo año no creo que pueda llevarlas a Fraaspa. ¡Maldito perro traidor de Monaeses! Le cortaré la cabeza, lo juro.

—¿Si tienes su cabeza, beberás menos?

—Probablemente —respondió él, y dejó el vaso como si contuviese lava—. ¿Oh, no lo comprendes? —gritó, y se estremeció—. ¡He perdido mi suerte! Si es que alguna vez la tuve. Sí, tuve suerte en Filipos. Y me parece que sólo en Filipos.

Antes y después, ni la más mínima suerte. Por eso he de continuar luchando contra los partos. Monaeses se llevó mi suerte junto con mis dos águilas. Cuatro, si incluyes las dos que robó Pacoro. Tengo que recuperarlas, mi suerte y mis águilas.

«Da vueltas y vueltas —pensó ella—, siempre la misma vieja conversación sobre la fortuna perdida y el triunfo de Filipos. Los borrachos hablan en círculo, siempre el mismo tema una y otra vez, como si en ellos hubiese alguna perla de sabiduría con el poder de curar todas las desdichas o maldades en el mundo. Dos meses en Leuke Kome escuchando a Antonio dar vueltas y vueltas, persiguiéndose su propia cola. Quizá cuando vayamos a un lugar nuevo y diferente mejorará. Aunque él no tiene nombre para lo que le aflige, yo lo llamaría una profunda depresión. No tiene cambios de humor, duerme demasiado, como si no quisiese levantarse y poner los ojos en su vida, incluso conmigo en ella. ¿Cree que debería haberse suicidado aquella noche de la amenaza del motín? Los romanos son extraños, tienen esta cosa del honor que los lleva a abalanzarse sobre sus espadas. Para ellos, la vida no tiene precio, sólo un punto de corte que involucra la dignidad, y no tienen miedo de morir como la mayoría de las personas, incluidos los egipcios. Por lo tanto, he de arrancar de raíz la depresión de Antonio o lo estrangulará. Debo devolverle su dignidad. ¡Lo necesito, lo necesito! Sano y entero, el viejo Antonio. Capaz de derrotar a Octavio y de poner a mi hijo en el trono de Roma, que ha estado vacante durante quinientos años, a la espera de Cesarión. ¡Oh, cuánto echo de menos a Cesarión! Si conseguimos llegara Antioquía, llevaré a Antonio a Alejandría. Una vez allí se recuperará.»

Pero Antioquía deparaba nuevas sorpresas, ninguna de ellas agradable. Antonio se encontró con una pila de cartas de Poplicola en Roma, cada una con la fecha en el exterior para que pudiese leerlas por orden.

Las cartas detallaban la campaña de Octavio contra Sexto Pompeyo en términos gráficos, aunque dejaban claro que la principal queja de Poplicola era su exclusión de lo que él llamaba una operación muy bien hecha. No es que Octavio se hubiese escondido en el equivalente italiano de un pantano, incluso durante las fuertes batallas después de haber desembarcado finalmente en Tauromenium. Los jadeos, decía alegremente, habían desaparecido del todo desde su casamiento. «Vaya —pensó Antonio—, los peces fríos navegan muy bien juntos.»

Las noticias del destino de Lépido le enfurecieron; de acuerdo con los términos de su pacto tenía derecho a votar en un tema como la expulsión de Lépido de todos sus cargos públicos y provincias, pero Octavio no se había molestado en comunicarse con él, alegando la excusa del aislamiento de Antonio en Media. ¡Treinta legiones! ¿Cómo había podido Lépido acumular la mitad de esas legiones en un lugar apartado como la provincia de África? ¡El Senado, incluidos los suyos, los partidarios de Antonio, había votado exiliar al pobre Lépido de la propia Roma! Estaba encerrado en su villa, en Circes.

Había una carta de él también llena de excusas y lamentaciones. Su esposa, la hermana de Bruto, Junia Menor (Junia Mayor era la esposa de Servilio Vatia), no siempre le había sido fiel, y ahora le estaba haciendo la vida difícil porque no podía escapar de él. Quejas, quejas, quejas. Antonio se cansó de las quejas de Lépido, y rompió la carta a medio leer. Quizá Antonio tenía parte de razón; desde luego, el pequeño gusano había tratado correctamente a las tropas de Lépido. ¡Qué bien actuaba aquel dulce muchacho! La versión de Octavio del incidente de Lépido era un tanto diferente, aunque tenía cosas que decir también sobre alistar las legiones del enemigo en las de Roma, como había hecho Lépido con las de Sexto Pompeyo. La carta de Octavio decía:

Creo que es hora de que el Senado y el pueblo de Roma vean claro como el agua que los días en que las tropas enemigas eran tratadas con bondad se han acabado; la bondad no puede ayudar sino incordiar, sobre todo cuando los legionarios de Roma tienen que soportar la presencia junto a ellos de los hombres contra los que han luchado el último nundinum. Saber que estos hombres detestados recibirán tierras cuando se retiren, como si nunca hubiesen levantado sus espadas contra Roma. He cambiado eso. Los soldados, marinos y remeros de Sexto Pompeyo han sido castigados con mucha dureza. No es costumbre romana hacer prisioneros, pero sí es costumbre romana liberar al enemigo conquistado como si fuesen romanos. Sexto Pompeyo tenía pocos romanos en sus legiones o tripulaciones. Aquéllos que tenía fueron declarados hostis. En otras condiciones podría haberlos vendido como esclavos, pero en cambio preferí hacer un ejemplo de ellos.

Sexto Pompeyo escapó, junto con Libo y dos de los asesinos de mi divino padre, Décimo Turullio y Casio Parmensis. Han escapado hacia el este y, por lo tanto, se han convertido en tu problema, no en el mío. Se rumorea que han buscado asilo en Mitilene.

Octavio aún tenía que decir algo más. Continuaba con palabras seguras y fuertes; éste era el nuevo Octavio, victorioso, con mucha suerte y consciente de ello. No era una carta a la que Antonio podía escupir y romper.

Recibirás tu parte del botín de Sexto Pompeyo junto con mi carta, y tomo la licencia de decirte que esta enorme suma de dinero, pagada en moneda de la República, cancela cualquier obligación que tenga de enviarte veinte mil soldados. Eres, por supuesto, libre de venir a Italia para reclutarlos, pero no tengo el tiempo ni la inclinación para hacer el trabajo sucio por ti. Lo que sí he hecho es escoger dos mil de los mejores hombres, todos dispuestos a servir contigo en Oriente, y los embarcaré rumbo a Atenas dentro de poco. Como vi por mí mismo que setenta de tus galeras de guerra estaban en la costa cubiertas de crustáceos y podredumbre, te donaré setenta quinquerremes nuevos de mis propias flotas, además de una excelente artillería y el equipo de asedio para ayudarte a reemplazar a los que perdiste en Media. No se reconocerá ningún triunfo por la campaña contra Sexto Pompeyo, que debe ser clasificada como romana. Sin embargo, recomiendo a Marco Agripa, que demostró ser tan brillante almirante como es general en tierra. Lucio Comificio, cónsul menor este año, fue bravo e inteligente en el mando, como lo fueron Sabino, Estatilio Tauro y Messala Corvino. Sicilia está en paz, entregada permanentemente a Marco Agripa, el único que ha recibido un latifundio al viejo estilo allí. Tauro ha viajado para gobernar la provincia de África; viajé con él hasta Útica y supervisé el comienzo de su mandato, y te puedo asegurar que no se excederá. De hecho, nadie se excederá de sus atributos, desde los cónsules hasta los pretores, los gobernadores y los magistrados menores. También he comunicado a las legiones de Roma que no se pagarán más gratificaciones. En el futuro lucharán por Roma, y no por ningún hombre.

Y así en estos términos hasta el final. En cuanto acabó de leer el largo pergamino, Antonio se lo arrojó a Cleopatra.

—¡Ten, lee esto! —dijo con voz tajante—. El cachorro se cree un lobo y líder de la manada.

Cleopatra lo leyó en la décima parte de tiempo que había empleado Antonio, y lo dejó con dedos temblorosos para, a continuación, mirar el rostro de Antonio con sus ojos dorados.

¡Nada bueno, nada bueno! Mientras Antonio fracasaba en Oriente, Octavio había triunfado en Occidente. Tampoco nada de medias tintas; una victoria sorprendente y completa que había volcado riquezas al tesoro, y eso significaba que Octavio tenía los fondos para equipar y entrenar nuevas legiones a medida que las necesitaba y también mantener flotas.

—Es paciente —fue su comentario—. Muy paciente. Esperó seis años para hacerlo, pero cuando lo hizo, lo hizo del todo. Creo que este Marco Agripa debe de ser un hombre extraordinario.

—Octavio está soldado a él —gruñó Antonio.

—El rumor dice que son amantes.

—Eso no me sorprendería. —Antonio se encogió de hombros y recogió la siguiente carta, mucho más corta—. Es de Furnio, en la provincia de Asia.

Tampoco llegaban buenas noticias de la provincia de Asia. Furnio escribía que Sexto Pompeyo, Libo, Décimo Turullio y Casio Parmensis habían llegado al puerto de Mitilene en la isla de Lesbos a finales del pasado noviembre, y no habían estado ociosos. Su estada no había sido larga; para enero estaban en Éfeso, y reclutaban voluntarios entre los veteranos que, a lo largo de los años, habían recibido tierras en la provincia de Asia. Para marzo tenían tres legiones completas, y se preparaban para intentar conquistar Anatolia. Un asustado Amintas, rey de Galacia, había unido sus fuerzas con Fumio. Para el momento en que Antonio recibió esta carta, Furnio esperaba que la guerra ya hubiese estallado.

—Tendrías que haber acabado con Sexto Pompeyo años atrás —manifestó Cleopatra, y reabrió la vieja herida.

—¿Cómo podía hacerlo si mantenía a Octavio ocupado y no lo tenía nunca a mano? —replicó Antonio, y buscó la jarra de vino.

—¡No lo hagas! —le gritó ella—. Todavía no has leído la última carta de Poplicola. Si debes beber, Antonio, hazlo después de acabar tus ocupaciones.

Obedeció como un niño, algo que la satisfizo ya que necesitaba de su opinión más de lo que necesitaba el vino. ¿Cuándo iba a comprender que él necesitaba más al vino que a ella? En la mente de Cleopatra surgió un pensamiento: ¡una amatista! Las amatistas tenían poderes mágicos sobre el vino, evitaban la dependencia. Le encargaría al joyero real de Alejandra que hiciese el más espléndido anillo de amatista del mundo. Cuando lo llevase, superaría su necesidad del vino.

Por supuesto, Poplicola siempre había sabido que la campaña de Antonio contra los partos había fracasado; había sido él quien había propagado la historia a todo lo ancho y largo de Roma de que Antonio había conseguido una gran victoria, con la teoría de que cualquiera que pudiese desparramar primero una versión de los acontecimientos triunfaría. Había escrito con un humor jubiloso para decirle a Antonio que Roma y el Senado habían creído su versión, y se había reído del hecho que nada menos que el propio Octavio había propuesto un agradecimiento a Antonio por su «victoria». La última de las cartas era muy diferente. El grueso del texto informaba del discurso de Octavio en el Senado, describiendo la campaña de Antonio como un terrible fracaso; los agentes que Octavio había enviado a Oriente habían encontrado hasta el más pequeño detalle.

Para el momento en que acabó de leer todo el pergamino, las lágrimas rodaban por el rostro de Antonio; Cleopatra lo observó con creciente desilusión, le arrebató el pergamino y leyó aquella intensa política diatriba. ¡Oh, cómo se atrevía Octavio a recuperar su propia parte en aquellos acontecimientos como algo maligno! ¡La Reina de las Bestias! ¡Quiero a mi mamá! Una brillante difamación. ¿Cómo haría ahora para curar a Antonio?

«Te maldigo, Octavio, te maldigo. Que Sobek y Tawaret te chupen por sus narices y te ahoguen, mastiquen y pisoteen.»

Luego ella vio su camino, se preguntó cómo no había pensado en eso antes. Antonio tendría que ser apartado de Roma, hacerle comprender que su destino y su suerte estaban en Egipto, no en Roma. Ella haría un nido para él en Alejandría tan cómodo y halagador, tan lleno de diversiones que nunca querría estar en ninguna otra parte. Él se casaría con ella; qué suerte que los monógamos romanos no consideraban los matrimonios extranjeros como ilegales. Por el momento, Antonio tenía que acostarse con Octavia; eso no importaba. En realidad, su unión egipcia contaría mucho más para aquellos que sus relaciones privadas tenían importancia: sus clientes-reyes, sus príncipes menores.

Se sentó con la cabeza de Antonio en su regazo y fijó la mirada en un busto de César, el compañero perfecto que le habían arrebatado. Era de Afrodisias, que no tenía rivales entre los escultores y los pintores; todo era perfecto, desde el tono del pelo, de un color pálido oro, hasta los penetrantes ojos, del azul más pálido, rodeados por anillos oscuros como la tinta. El dolor que la dominó fue reprimido sin piedad.

«Haz lo que debas con lo que tienes, Cleopatra, no lamentes lo que pudo haber sido.

»Habrá una guerra, tiene que haber una guerra. La única pregunta es, ¿cuándo? Octavio miente al decir que no habrá más guerras civiles; tendrá que luchar contra Antonio o perder lo que tiene. Pero todavía no por aquel discurso. Tiene el plan de preparar sus legiones hasta el máximo mediante el sometimiento de las tribus de Illyricum, y habla de tres años de campaña. Eso significa que tenemos tres años para prepararnos, y entonces invadiremos Occidente, invadiremos Italia. Dejaré que Antonio acabe con los partos dentro de su mente, de manera que utilizará sus legiones sin destruirlas. Porque Antonio no tiene la clase de César como general de tropas. Siempre he debido de saberlo, pero creía que, con César muerto, nadie podría rivalizar con Antonio. Pero ahora que lo conozco mejor comprendo que los fallos que demuestra como hombre también afectan a su capacidad para mandar tropas. Ventidio era mejor; también, creo, que lo es Canidio. Que Canidio haga el trabajo de verdad mientras Antonio disfruta de la reputación y deslumbra al mundo con los trucos ilusorios de un mago.

»Primero, el casamiento. Lo haremos tan pronto como pueda enviar a llamar a Cha’em. Apartar a Canidio de la primera parte de esta ridícula campaña, ver a Armenia aplastada y a Media demasiado intimidada para moverse. Mantener a Antonio fuera del reino de los partos. Y convenceré a Antonio de que, al conquistar Armenia y Media Atropatene, también habrá conquistado a los partos. Lo confundiré con vino, dirigiré las cosas yo misma. ¿Por qué no puedo ser yo capaz de dirigir una campaña tan bien como cualquier hombre? ¿Oh, Antonio, por qué no has podido ser tú como César? ¡Qué fácil hubiese sido todo!

»Un día, no mucho más allá de diez años, Cesarión debe ser rey de Roma, porque quien es rey de Roma es rey del mundo. Haré que él destruya los templos en el Capitolio y construya su palacio allí, con una sala dorada donde se sentará a emitir sus juicios. Los dioses bestias de Egipto se convertirán en los dioses de Roma. Júpiter Óptimo Máximo se postrará a sí mismo delante de Amón-Ra. He hecho mi deber con Egipto: tres hijos y una hija. El Nilo continuará inundando. Tendré tiempo para centrar mi atención en la conquista de Roma, y Antonio será mi socio en la empresa.

Las lágrimas de Antonio habían cesado; ella le levantó la cabeza, le sonrió con ternura y le limpió el rostro con un suave pañuelo de lino.

—¿Mejor, mi amor? —preguntó ella, y le besó la frente.

—Mejor-respondió él, humillado.

—Bebe una copa de vino, te hará bien. Tienes cosas que hacer, un ejército que organizar. ¡No hagas caso de Octavio! ¿Qué sabe él de ejércitos? Apuesto mil talentos a que fracasará en Illyricum.

Antonio bebió hasta vaciar la copa.

—Bebe un poco más —lo invitó Cleopatra con voz dulce.

Se casaron a finales de junio según el rito egipcio; Antonio recibió el título de faraón consorte, cosa que pareció complacerlo. Ahora que ella había abandonado la idea de un Antonio sobrio para compartir su trono, a pesar de que sólo fuera como consorte, se relajó un poco, y después comprendió lo duro que había sido intentar mantener a Antonio apartado del vino desde su regreso de Carana. Un trabajo inútil.

Ella volvió su atención a Canidio, e hizo que Antonio lo convocase a un consejo donde estaban los tres y nadie más. Pero se aseguró de que Antonio estuviese sobrio; no era parte de sus planes exponer su debilidad a sus comandantes, aunque algún día estaba destinado a suceder. El único que podría haber puesto objeciones a tan pequeña reunión, Ahenobarbo, había regresado a Bitinia y ahora estaba involucrado en la guerra de Furnio contra Sexto Pompeyo, que había decidido que Bitinia era un lugar ideal para matar al intratable Ahenobarbo antes de tomarlo. Ahenobarbo no tenía ninguna intención de que esto sucediese.

Bien aleccionado de antemano por Cleopatra, Antonio comenzó a trazar sus planes para la próxima campaña de manera que no traicionase su cuidadosa preparación.

—Tengo veinticinco legiones a mi disposición —le dijo a Publio Canidio con una voz que no tenía el menor rastro de chapurreo—, que están en Siria y muy debilitadas, como tú sabes. ¿Exactamente hasta qué punto están debilitadas, Canidio?

—Si hacemos el promedio, sólo disponen de tres mil hombres. Cinco cohortes, aunque algunas tienen ocho, y otras sólo dos. Las he llamado legiones, trece en total.

—De las cuales, la de Jerusalén, está concretamente formada. Hay otras siete más en Macedonia, con todas las fuerzas, dos en Bitinia, también completas, y tres que pertenecen a Sexto Pompeyo, completas. —Antonio sonrió, parecía el mismo de antes—. Muy amable de su parte reclutarlas en mi nombre, ¿no crees? Será un hombre muerto para final de este año, y por ese motivo he sumado sus legiones y las de Ahenobarbo a mi total. Sin embargo, creo que debo de tener treinta legiones, sin que todas estén a su máxima capacidad o experiencia. Lo que me propongo hacer es mandar a las legiones menos numerosas de Siria a Macedonia, y traer aquí a las tropas de Macedonia para mi campaña.

Canidio pareció tener dudas.

—Comprendo tus razones, Marco Antonio, pero te recomiendo vivamente que dejes una de las legiones de Macedonia donde está. Manda a buscar seis, pero no envíes a ninguno de tus hombres sirios allí. Espera hasta haber reclutado otras cinco legiones, y después envíalos. Estoy de acuerdo en que los soldados nuevos sin experiencia estarán bien en Macedonia; los dardanios y los besios no se han recuperado todavía de Pollio y Censorino. Tendrás tus treinta legiones.

—¡Bien! —dijo Antonio, que se sintió mucho más animado que durante los últimos meses—. Necesitaré a diez mil soldados de caballería gálata y tracia. Ya no puedo reclutar más caballería de los galos. Octavio tiene el control y no está dispuesto a cooperar. ¡El malnacido me niega las cuatro legiones que me debe!

—¿Cuántas legiones te llevarás a Oriente?

—Veintitrés, todas bien equipadas y con hombres experimentados; ciento treinta y ocho mil, incluidos los no combatientes. Nada de auxiliares esta vez, son un incordio insoportable. Al menos, la caballería puede marchar al paso de las legiones. Iremos en cuadro todo el camino, con el tren de equipajes en el medio. Allí donde el terreno sea lo bastante llano, marcharemos en agmen quadratum.

—Estoy de acuerdo, Antonio.

—Sin embargo, creo que tenemos que hacer algo este año, aunque deba quedarme aquí hasta ver qué ocurre con Sexto Pompeyo. Este año te tocará a ti mandar, Canidio. ¿Cuántas legiones puedes reunir para comenzar ahora?

—Siete completas si reúno las cohortes.

—Son suficientes. No será una campaña larga; ocurra lo que ocurra, no te dejes pillar por el invierno a menos que tengas unos alojamientos calientes. Amintas te puede dar dos mil soldados de caballería inmediatamente; por su carta, deben de estar casi aquí. Sospecho que, de no ser así, él hubiese preferido tenerlos para enfrentarse con Sexto.

—Tienes razón, Sexto no durará —afirmo Canidio, complacido.

—Entra en Armenia desde Carana. Es importante que le demos una pequeña lección a Artavasdes de Armenia este año. Entonces estará maduro para el año que viene.

—Como tú quieras, Antonio.

Cleopatra carraspeó; los dos hombres la miraron sorprendidos porque hablan olvidado su presencia. Con Canidio intentó mostrarse, si no humilde, al menos amena, sensible.

—Sugiero que comencemos a construir flotas —dijo.

Asombrado, Canidio no pudo ocultar su reacción.

—¿Para qué? —preguntó—. No estamos planeando ninguna expedición marítima.

—Ahora no, lo admito —dijo ella con gran compostura, sin mostrar su desagrado—. Sin embargo, quizá podamos necesitarlas en el futuro. Los barcos tardan mucho en ser construidos, sobre todo en las cantidades que necesitaremos, o quizá, mejor dicho, podríamos necesitar.

—¿Necesitar para qué? —preguntó Antonio, tan intrigado como Canidio.

—Publio Canidio no ha leído la transcripción del discurso de Octavio al Senado, así que queda libre de todo movimiento obstruccionista. Pero tú lo has hecho, Antonio, y yo diría que el mensaje es claro: algún día navegará hacia el este para aplastarte.

Por un momento ninguno de los dos hombres dijo una palabra. Consciente de un peso en su estómago, ¿qué pretendía aquella mujer?

—He leído el discurso, su majestad —dijo—. Me fue enviado por Pollio, con quien me carteo cuando puedo. Pero no veo ninguna amenaza a Marco Antonio en ella, más allá de las críticas que Octavio no está calificado para formular. De hecho, reitera que no irá a la guerra contra un compañero romano, y yo le creo.

El rostro de Cleopatra adoptó una expresión pétrea; cuando habló, su voz era helada.

—Permíteme decir, Canidio, que tengo muchísima más experiencia política que tú. Lo que Octavio dice es una cosa. Lo que hace es otra muy distinta. Te aseguro que pretende aplastar a Marco Antonio. Por lo tanto, nos prepararemos, y comenzaremos a hacerlo ahora, no el año próximo, o el otro. Mientras vosotros vais a vuestra odisea parta, yo haré un buen trabajo en las costas del Mare Nostrum al encargar los mayores barcos de guerra posible.

—Conténtate con quinquerremes —dijo Canidio—. Cualquier cosa más grande es demasiado lenta y torpe.

—Quinquerremes era lo que tenía pensado —replicó ella con altivez.

Canidio exhaló un suspiro y se dio una palmada en los muslos.

—Bueno, me atrevería a decir que no pueden hacer ningún daño.

—¿Quién las va a pagar? —preguntó Antonio con suspicacia.

—Yo, por supuesto —contestó Cleopatra—. Debemos tener por lo menos quinientas galeras de guerra y el mismo número de transporte de tropas.

—¿Transporte de tropas? —exclamó Canidio—. ¿Para qué? —El nombre lo dice todo.

Con la boca abierta para replicar, Canidio la cerró, asintió, y se marchó.

—Lo confundes —dijo Antonio.

—Soy consciente de ello, pero no entiendo por qué.

—Él no te conoce, querida —señaló Antonio, un tanto cansado.

—¿Tú te opones? —preguntó ella, y apretó los dientes. Los pequeños ojos rojos se abrieron como platos.

—¿Yo? Edepol, no! Es tu dinero, Cleopatra. Gástalo en lo que se te ocurra.

—¡Bebe a tragos! —replicó ella; luego, recuperó el control y le dedicó la más encantadora de las sonrisa—. Por una vez beberé contigo. Mi mayordomo dice que el vino que trajo el viejo Asander, el mercader de vinos, es especialmente bueno. ¿Sabes que Asander es una degeneración de Alejandro?

—No es un esfuerzo muy inteligente para cambiar de tema, pero aceptaré la invitación. —Antonio sonrió—. Aunque si crees que vas a emborracharme, tendrás que emborracharte tú sola. —¿Cómo dices?

—Mi recuperación es completa, he acabado con el vino.

Ella lo miró boquiabierta.

—¿Qué?

—Me has escuchado, Cleopatra, te quiero hasta la locura, pero ¿de verdad has creído que no me daría cuenta de tu plan para mantenerme borracho? —Exhaló un suspiro, se inclinó hacia adelante con ansia—. Aunque crees saber lo que pasó mi ejército en Media, lo cierto es que no lo sabes. Tampoco sabes lo que yo pasé. Para saberlo, tendrías que haber estado allí, y no estabas. Yo, el comandante de mi ejército, no mantuve a mis hombres fuera de peligro porque me lancé a las tierras del enemigo como un jabalí furioso. Creí en los susurros de un agente parto y, sin embargo, no creí en las advertencias de mis legados. Julio César siempre me reprochó mi impetuosidad, y tenía razón. El fracaso de mi campaña media no puede ser atribuido a nadie más que a mí, y lo sé. No soy un palurdo o un borracho perdido. ¡Sólo tú crees que lo soy! Era necesario para mí borrar mi mala conciencia de Media bebiendo hasta el olvido. ¡Estoy hecho de esa manera! Y ahora, bueno, ha pasado. Te lo diré de nuevo, te quiero más que a mi vida; nunca dejaré de amarte. Pero tú no estás enamorada de mí, pese a todas tus protestas, y tu cabeza está llena de planes y maquinaciones destinados a asegurar que los dioses sepan que es por Cesarión. ¿Todo Oriente? ¿El Occidente también? ¿Está destinado a ser rey de Roma? Sueñas con eso perpetuamente, ¿verdad? Descargas tus propias ambiciones en los hombros de ese pobre chico…

—¡Yo te quiero! —gritó ella para interrumpirlo—. ¡Antonio, nunca pienses que no es así! Y Cesarión, Cesarión…

Se calló, demasiado sorprendida ante aquel Antonio como para buscar argumentos. Él le cogió las manos y se las acarició.

—Está bien, Cleopatra. Lo comprendo —dijo amablemente, con una sonrisa. Las lágrimas aparecieron en sus ojos, y sus labios temblaron—. Y yo, pobre tonto, haré lo quieras. Ése es el destino de cualquier hombre enamorado de una gran mujer. Sólo concédeme el derecho de hacerlo de forma lúcida. —Las lágrimas habían desaparecido. Se rio—. ¡Lo que no equivale a decir que no volveré a beber vino! No puedo dominar mi tendencia al hedonismo, pero bebo a rachas. Puedo pasar sin el vino, y lo hago cuando más se me necesita. Estaré allí; por ti, por Ahenobarbo o Poplicola y por Octavia.

Ella parpadeó, sacudió la cabeza.

—Me has sorprendido —admitió—. ¿Qué más has advertido?

—Ése es mi secreto. Le he ordenado a Planeo que gobierne Siria —dijo, y se fue a otra parte—. Sosio quiere regresar a Roma. Titio llevará mi flota a Siria y a Mileto con un imperium proconsular. Tendrá que ocuparse de Sexto Pompeyo —se rio—. ¿Ves como siempre estás acertada, mi amor? Ya necesito las flotas.

—¿Cuáles son las órdenes de Titio? —preguntó ella con suspicacia.

—Traer a Sexto aquí a Antioquía.

—¿Para una gran ejecución?

—¡Qué aficionados sois los monarcas orientales a las ejecuciones!

—Puede ser —manifestó Antonio astutamente—; dado que tú estás tan dispuesta a construir barcos, quizá lo necesite como almirante. No lo hay mejor.