XVII

Portus Julius se acabó a tiempo para que Agripa entrenase a los remeros y marineros durante todo el suave invierno que vio a Lucio Gelio Poplicola y Marco Cocceio Nerva asumir el consulado el día de Año Nuevo. Como siempre, el partidismo ganó sobre la neutralidad; la tercera persona imparcial en las negociaciones para el pacto de Brundisium, Lucio Nerva, se perdió en favor de la causa de su hermano, partidario de Octavio. Destinado a Roma por Antonio para mantener una acción vigilante, Poplicola decidió ostentar el cargo de gobernador de Roma; Octavio no quería verle reclamando ninguna victoria sobre Sexto Pompeyo para la facción de Antonio, todavía demasiado grande y vocinglera.

Sabino había sido un buen supervisor de la construcción de Portus Julius y quería asumir el mando, pero su tendencia a ser una persona de trato difícil lo hacía inadecuado a los ojos de Octavio; mientras Agripa estaba ocupado en Portus Julius, Octavio se dirigió al Senado con sus propuestas.

—Después de haber sido cónsul, estás en el mismo nivel que Sabino —le dijo Agripa cuando éste volvió a Roma para informar—, así que el Senado y el pueblo de Roma han dispuesto que tú, y no Sabino, serás comandante en jefe en la tierra y almirante en el agua. Bajo mi mando, por supuesto.

Dos años de gobernador en la Galia Transalpina, un consulado y la confianza de Octavio en su iniciativa habían obrado maravillas en Agripa. Cuando antes se habría ruborizado y habría rechazado cualquier alabanza, ahora simplemente se enorgullecía un poco y parecía complacido. Su grado de importancia —ninguno— no se había alterado, pero la confianza en si mismo había florecido sin manifestar ninguno de los tremendos fallos de Antonio; no había en él ningún signo de ociosidad de atención errática al detalle o de renuencia a ocuparse de la correspondencia de Marco Agripa. Cuando éste recibía una carta, la respondía de inmediato, y de forma tan sucinta que su receptor no experimentaba ninguna duda sobre la naturaleza de su contenido.

Todo lo que dijo Agripa en respuesta a la noticia de su enorme trabajo fue:

—Como tú quieras, César.

—Sin embargo —continuó Octavio—, te pediría humildemente que me buscases una pequeña flota o un par de legiones para comandar. Quiero servir en esta guerra personalmente. Desde que me casé con Livia Drusilia parece que he perdido el asma para siempre, incluso en contacto con los caballos, así que debería sobrevivir sin incurrir en otro nuevo montón de críticas y comentarios sobre mi cobardía. —Lo dijo con un tono natural, pero con una mirada vidriosa que desmentía su determinación de borrar cualquier marca de Filipos para siempre.

—Había pensado hacerlo de todas maneras, César —respondió Agripa con una sonrisa—. Si tienes tiempo, me gustaría hablar de los planes de guerra.

—Livia Drusilia tendría que estar aquí.

—Estoy de acuerdo. ¿Está en casa o comprando prendas?

La esposa de Octavio tenía pocas faltas, pero desde luego su amor por las prendas era una. Insistía en vestir bien, tenía un gusto impecable, y sus joyas —aumentadas por su marido regularmente— eran la envidia de todas las mujeres de Roma. Que el habitualmente parsimonioso Octavio no objetase nada a sus extravagancias residía en el hecho de que él quería que su esposa estuviese por encima de todas las demás en todos los sentidos; debía parecer y comportarse como, una reina sin corona, y de esa manera establecer su ascendencia sobre las demás mujeres. Algún día eso sería muy importante.

—En casa, creo. —Octavio dio unas palmadas y le dijo al hombre que respondió a la llamada que fuese a buscar a la dama Livia Drusilia.

Ella entró un momento más tarde, vestida con unas prendas de un azul muy oscuro, con algún zafiro que destellaba cuando reflejaba la luz. El collar, los pendientes y los brazaletes eran de zafiros y perlas y los botones que cerraban sus mangas también.

Agripa parpadeó, deslumbrado.

—Precioso, querida —dijo Octavio con una voz que parecía la de un hombre de setenta años; ella tenía ese efecto sobre él.

—Sí, no puedo comprender por qué los zafiros son tan poco populares —dijo ella, y se acomodó en una silla—. Encuentro su oscuridad muy sutil.

Octavio le hizo un gesto a los escribas y empleados, que permanecían con los oídos bien abiertos.

—Iba a comer o a contar los peces en algún estanque que los germanos no hayan saqueado —les dijo.

Y después se dirigió a Agripa:

—¡Oh, qué fastidio tener que vivir detrás de muros fortificados! ¡Dime que este año podré derribarlos, Agripa!

—Este año, sin duda, César.

—Habla, Agripa.

Pero, primero, Agripa desplegó un gran mapa sobre la mesa que servía como depósito para la miríada de papeles que un triunviro muy atareado coleccionaba en el curso de sus obligaciones: Italia desde el Adriático hasta el mar Tirreno, Sicilia y la provincia de África.

—Acabo de hacer un recuento y te puedo decir que disponemos de cuatrocientos once barcos —dijo Agripa—. Todos menos ciento cuarenta están en Portus Julius, preparados y a la espera.

—Antonio tiene ciento veinte más los veinte de Octavia en Tarentum —dijo Octavio.

—Así es. Si pretendiesen navegar a través del estrecho de Messana, serían vulnerables, pero no se acercarán a los estrechos. Tomarán rumbo al sur y llegarán a Sicilia por el cabo de Pachino, y después se dirigirán hacia el norte por la costa para atacar Siracusa. Esta flota va a Tauro, que también tendrá cuatro legiones de tropas terrestres. Después de tomar Siracusa habrá de desplazarse por las faldas del Etna para conquistar el territorio a medida que avancen, y llevar a sus legiones a Messana, donde es muy posible que esté concentrada la mayor resistencia. Pero Tauro necesitará ayuda, tanto en la toma de Siracusa como en su marcha posterior. —Los ojos castaños debajo de la frente sobresaliente de Agripa brillaron súbitamente con un tono verde—. La tarea más difícil de todas será el cebo, que consistirá en sesenta grandes quinquerremes especialmente elegidos para soportar una dura batalla marítima; preferiría no perderlos, si es posible, aunque sean el cebo. Esta flota navegará desde Portus Julius a través de los estrechos para reforzar Tauro. Sexto Pompeyo hará lo que hace siempre: acechar en los estrechos.

Se lanzará sobre nuestro cebo como un león sobre un venado. El objetivo es mantener la atención de Sexto firme en los estrechos y, por supuesto, Siracusa. ¿Por qué sino una flota de grandes quinquerremes estaría navegando al sur si no es para atacar Siracusa? Con un poco de suerte, mi propia flota, que seguirá a la flota cebo, le ganará la mano a Sexto y conseguirá desembarcar las legiones en Mylae.

—Yo estaré al mando del cebo —dijo Octavio, ansioso—. Dame esa tarea, Agripa, por favor. Llevaré a Sabino conmigo para que no sienta que ha sido dejado de lado en una tarea importante.

—Si quieres la flota cebo, César, es tuya.

—A partir de allí se producirá un ataque por los dos frentes dirigido al extremo oriental de la isla —señaló Livia Drusilia—. Tú avanzarás desde el oeste hacia Messana, Agripa, mientras el contingente de Tauro se acerca a Messana por el sur. Pero ¿qué hay del extremo occidental de Sicilia?

En el rostro apareció una expresión de desdicha.

—En cuanto a eso, señora, me temo que tendremos que utilizar a Marco Lépido y a algunas de las muchas legiones que ha acumulado en la provincia de África. Es una breve navegación desde África hasta Agrigentum y Lilybaeum, que es mejor que la haga Lépido. Sexto puede que tenga su cuartel general en Agrigentum, pero no permanecerá mucho tiempo por allí con tantas cosas que pasan alrededor de Siracusa y Messana, nunca creí que se fuese a quedar allí, pero sí estarán sus bóvedas —manifestó Livia Drusilia con una expresión acerada—. Hagamos lo que hagamos, no podemos permitir que Lépido se marche con el botín de Sexto Pompeyo. Cosa que intentará hacer.

—Absolutamente —dijo Octavio—. Por desdicha tiene conocimiento de nuestros contactos con Antonio, así que sabe perfectamente bien que Agrigentum es vital. Y también que militarmente no es el primer objetivo. Tendremos que batir a Sexto alrededor de Messana, separarlo de Agrigentum, que está situada en el otro lado de la isla y separada por varias cadenas montañosas. Pero veo Agrigentum como otro cebo. Lépido no puede permitirse confinar sus actividades en el extremo occidental si quiere preservar su estatus como triunviro y mayor contribuyente a la victoria. Así que lo que hará será proteger Agrigentum con varias legiones hasta que pueda regresar para vaciar las arcas. Por lo tanto, no podemos permitirle regresar.

—¿Cómo piensas hacer eso, César? —preguntó Agripa.

—Todavía no estoy seguro. Sólo acepta mi palabra de que es lo que le sucederá a Lépido.

—Te creo —dijo Livia Drusilia con una expresión oronda.

—Yo también —afirmó Agripa con una expresión leal y devota.

Poco dispuesto a enfrentarse al riesgo de las tempestades equinocciales, Agripa no montó su ataque hasta principios del verano, después de recibir aviso de África de que Lépido estaba Preparado y navegaría con los idus de julio. Estatilio Tauro, que de lejos tenía que hacer el viaje más largo, debía navegar desde Tarentum trece días antes, en las calendas, mientras que Octavio, Messala Corvino y Sabino salieron de Portus Julius el día anterior a los idus y Agripa el día posterior.

Se había acordado que Octavio desembarcaría en Sicilia, al sur del talón de la bota italiana, en Tauromenium, y tendría el grueso de las legiones a su cargo. Tauro se uniría a él allí después de cruzar el monte Etna. El amigo de Octavio, Messala Corvino, marcharía con las legiones a través de Lucania hasta Vibo, desde cuyo puerto cruzarían a Tauromenium. Todo eso hubiese estado muy bien de no haber sido por una imprevista tormenta que causó más daños a la flota de Octavio que las que le produjo Sexto Pompeyo. Octavio se encontró varado en el lado italiano de los estrechos junto con la mitad de las legiones; la otra mitad, tras haber desembarcado en Tauromenium, esperó a que llegasen Tauro y Octavio. Una larga espera. Incluso después de que la tormenta se disipase dos nundinae más tarde, Octavio y Messala Corvino estaban frustrados por los daños sufridos por los transportes de tropa. Para el momento en que estuvieron reparados ya estaban bien adentrados en Sixtilis y toda la isla estaba involucrada en la lucha terrestre.

Lépido no tuvo ninguna dificultad. Recaló en Lilybaeum y Agrigentum a la vez, desembarcó doce legiones y atacó por el norte y el este a través de las montañas, en dirección a Messana. Tal como Octavio había dicho, dejó una guarnición en Agrigentum con otras cuatro legiones, seguro de que él y nadie más regresaría para hacerse con el contenido de las arcas de Sexto Pompeyo.

Pero fue Agripa quien ganó la campaña. Como sabía el tamaño de la flota de Tauro en Tarentum y al sobreestimar el tamaño de la flota de Octavio, Sexto Pompeyo trajo todos los barcos que poseía y los concentró en el estrecho, decidido a retener Messana y, por lo tanto, el extremo oriental de la isla. Con el resultado de que los doscientos once quinquerremes y trirremes de Agripa enviaron una pequeña flota pompeyana al fondo de Mylae, y desembarcaron a cuatro legiones allí, sanas y salvas. Luego, Agripa siguió por la costa norte en dirección al oeste antes de reunir a sus barcos de guerra y disponerlos frente a la costa, en Naulochus.

Al parecer no había entrado en la mente de Sexto Pompeyo, que despreciaba a Octavio, que pudiese reunir tantos barcos y tropas contra él. Las malas noticias siguieron a las malas noticias: Lépido se estaba haciendo con el extremo occidental de Sicilia, Agripa se había apoderado de la costa norte y Octavio había conseguido finalmente cruzar el estrecho. Sicilia estaba abarrotada de soldados, pero pocos de ellos pertenecían a Sexto Pompeyo. Dominado por el miedo y la desesperación, el hijo menor de Pompeyo Magno decidió jugárselo todo a una gran batalla naval, y salió al encuentro de Agripa.

Las dos flotas se encontraron en Naulochus, Sexto convencido de que, además de la superioridad numérica, también tenía la capacidad. Más de trescientas galeras mandadas y tripuladas soberbiamente, con él al mando. ¿Qué se creía un palurdo de Apulia como Marco Agripa que estaba haciendo para enfrentarse a Sexto Pompeyo, siempre victorioso en el mar durante diez años? Pero los barcos de Agripa eran más agresivos y estaban armados con su arma secreta. Había tomado un vulgar garfio y lo había convertido en algo que se podía disparar desde una catapulta a mucha mayor distancia que la que se podía conseguir lanzándolo con el brazo. Después, la nave enemiga era arrastrada, al tiempo que se la bombardeaba con dardos, piedras y flechas incendiarias. Mientras ocurría esto, el barco de Agripa miraba de proa y corría a lo largo de la banda del barco enemigo para cortarle los remos. Hecho esto, los marineros saltaban a través de las pasarelas y acababan el proceso matando a todos los que no habían saltado al agua para morir ahogados o ser pescados como prisioneros de guerra. De acuerdo con la manera de pensar de Agripa, los espolones estaban muy bien, pero pocas veces conseguían hundir un barco, y la mayoría conseguía escapar. El harpax cortaba los remos y luego a los marinos, sin duda significaba un pasaporte a la muerte.

Con el rostro bañado en lágrimas, Sexto Pompeyo vio cómo sus flotas combinadas acababan destruidas. En el último momento hizo virar su nave insignia hacia el sur y huyó, dispuesto a no ser llevado en cadenas a través del foro romano para ser juzgado en secreto por traición en el Senado, como Salvidieno. Porque sabía muy bien que su estatus lo protegería del destino habitual de alguien declarado hostis: ser muerto por el primer hombre que lo viese. Eso lo podría soportar.

Se escondió en una cala y después cruzó el estrecho al amparo de la oscuridad, luego puso rumbo al este para rodear el Peloponeso y buscar refugio con Antonio, que sabía que estaba ausente en su campaña; desembarcaría en algún lugar amigo hasta que Antonio regresase. Mitylene, en la isla de Lesbos, le había dado asilo a su padre; haría lo mismo por su hijo, Sexto estaba seguro.

La resistencia terrestre fue mínima, especialmente después del tercer día de septiembre, el día que Agripa ganó en Naulochus. Las «legiones» de Sexto estaban formadas por esclavos, libertos y ladrones mal entrenados y nada valientes. Sexto sólo los había utilizado para aterrorizar a la población local; enfrentados a legiones romanas de verdad no tenían ninguna posibilidad de triunfo. La mayoría se rindió e imploró misericordia.

Lépido disfrutó con su superioridad, y se tomó su tiempo para cruzar la isla. Incluso así, llegó a Messana antes que Octavio, que encontró una decidida resistencia en la costa norte de Tauromenium. Cuando Lépido llegó a Messana, el gobernador pompeyano, Plinio Rufo, se rendía a Agripa. Un insulto que Lépido no podía tolerar. Mandó a llamar a Plinio Rufo de inmediato y exigió que se rindiese a él y no a Agripa, aquel don nadie de baja estofa. No pasó así porque Agripa aceptó la rendición en su propio nombre y no en el de Octavio.

Cuando Octavio llegó al campamento de Agripa, se lo encontró rabioso: ¡toda una nueva experiencia! En todos sus años juntos no recordaba a Agripa con una furia tan monumental.

—¿Sabes lo que ha hecho ese cunnus? —gritó Agripa, que descargó un latigazo metafórico—. Dijo que él es el vencedor de Sicilia, no tú, el triunviro de Roma, de Italia y de las islas. Dijo, dijo, oh, no puedo recordar, estoy tan furioso.

—Venga, vayamos a verlo —dijo Octavio con voz más tranquila—, le hablaremos de nuestras diferencias, y recibiremos unas disculpas. ¿Qué te parece?

—Nada que no sea su cabeza me satisfará —protestó Agripa.

Lépido, sin embargo, no estaba de muy buen humor. Recibió a Octavio y a Agripa vestido con su paludamentum escarlata y una armadura de oro, la coraza trabajada que mostró a Emilio Paulo en el campo de batalla de Pydna, una famosa victoria. A los cincuenta y cinco años, Lépido no era joven, y se sentía eclipsado por los jóvenes. Era ahora o nunca, en lo que a él concernía; tiempo de hacer la jugada para obtener el poder, que aparentemente siempre lo eludía. Su rango era el mismo que el de Antonio y Octavio, y, sin embargo, nadie lo tomaba en serio, y eso tenía que cambiar. Incorporó a su propio ejército todas las «legiones» de las tropas de Sexto, con el resultado de que en Messana tenía veintidós legiones, sin incluir las cuatro que tenía en Agrigentum y las que había dejado para vigilar la provincia de África. Sí, era el momento de actuar.

—¿Qué quieres, Octavio? —preguntó con altivez.

—Lo que me corresponde —respondió Octavio con voz tranquila.

—No te mereces nada. Yo derroté a Sexto Pompeyo, y no tus sirvientes de baja estofa.

—Qué extraño, Lépido. ¿Por qué creo que fue Marco Agripa quien derrotó a Sexto Pompeyo? Se lo jugó todo en una batalla naval en la que tú no estuviste presente.

—Te puedes quedar con los mares. Octavio, pero no tendrás esta isla —replicó Lépido, y se irguió—. Como triunviro con los mismos poderes que los tuyos, declaro que de aquí en adelante Sicilia es parte de África, y yo la gobernaré desde África. África es mía, y se me dio en el pacto de Tarentum por otros cinco años. Excepto —añadió Lépido con una sonrisa de burla— que cinco años no son suficientes. Me tomo África, incluida Sicilia, a perpetuidad.

—El Senado y el pueblo te privarán de ambas si no vas con cuidado, Lépido.

—¡Entonces que el Senado y el pueblo vayan a la guerra contra mí! Tengo treinta legiones bajo mi mando. Te ordeno que tú y tus sirvientes regreséis a Italia, Octavio. ¡Márchate de mi provincia ahora!

—¿Es tu última palabra? —preguntó Octavio, con la mano bien sujeta en el antebrazo de Agripa para asegurarse de que no desenvainase la espada.

—Lo es.

—¿Estás de verdad preparado para otra guerra civil?

—Lo estoy.

—Estás convencido de que Marco Antonio te respaldará cuando regrese del reino de los partos. Pero no lo hará, Lépido. Créeme, no lo hará.

—No me importa si lo hace o no. Vete ahora que todavía hay vida en tu cuerpo, Octavio.

—Llevo algunos años siendo César, pero tú sigues siendo Lépido el ignominioso.

Octavio se volvió y salió de la mejor mansión de Messana, con su mano todavía sujetando el brazo de Agripa bien lejos de la espada.

—¡César, cómo se atreve! ¡No me digas que tendremos que luchar contra él! —gritó Agripa, que se quitó por fin la mano de Octavio del brazo.

En los labios de Octavio apareció su más hermosa sonrisa; los ojos que miraban a Agripa eran luminosos, inocentes, encantadoramente jóvenes.

—¡Querido Agripa! No, no tendremos que luchar, te lo prometo.

Agripa no pudo adivinar más que eso.

Octavio sencillamente dijo que no habría guerra civil, ni siquiera una escaramuza, un duelo, una maniobra.

A la mañana siguiente, con el alba, Octavio desapareció; para el momento en que un frenético Agripa lo encontró, todo se había acabado. Solo y vestido con su toga, había entrado en el enorme campamento de Lépido y se había paseado entre los miles de soldados con una sonrisa, los había felicitado y se los había hecho suyos. Juraron con entusiasmo a Telio, Sol Indiges y Liber Pater que César era su único comandante, que César era su querido, su mascota de cabellos rubios, divi filius.

Las ocho legiones de variados reclutas de Sexto Pompeyo fueron desmanteladas aquel mismo día, y permanecieron bajo una fuerte custodia mientras pensaban en su destino con bastante humor; Lépido les había prometido la libertad, y como conocían muy poco a Octavio, esperaban con gran confianza recibir el mismo trato.

—Ya has corrido tu carrera, Lépido —dijo Octavio cuando el asombrado Lépido entró en tromba en su tienda—. Sólo porque estás emparentado por sangre con mi divino padre, te perdonaré la vida y no te someteré a un juicio por traición en el Senado. Pero haré que ese mismo cuerpo te prive de tu triunvirato y de todas tus provincias. Te retirarás a la vida privada y nunca más la abandonarás, ni siquiera para buscar el cargo de censor. Sin embargo, podrás mantener tu cargo de pontífice máximo. Te lo han dado de por vida, y seguirá siendo tuyo mientras vivas. Te requiero que viajes a bordo de mi barco conmigo, pero te dejaremos en Circeii, donde tienes una casa. No entrarás en Roma bajo ninguna razón, ni tampoco se te permitirá vivir en la Domus Publica.

Con el rostro tenso, Lépido escuchó, la garganta cada vez más cerrada. Cuando no encontró nada que decir en respuesta, se desplomó en una silla y se cubrió el rostro con un pliegue de la toga.

Octavio fue fiel a su palabra. Por mucho que el Senado estuviese lleno de clientes de Antonio, promulgaron los decretos que se les pedía sobre Lépido sin un murmullo. A Lépido se le prohibió entrar en Roma, se le despojó de todos sus deberes y honores públicos y de las provincias.

Aquel año la cosecha se vendió a diez sextercios el modius, e Italia se alegró. Cuando Octavio y Agripa abrieron las arcas en Agrigentum, encontraron la increíble suma de ciento diez mil talentos. El cuarenta por ciento de Antonio, cuarenta y cuatro mil talentos, se separó y se le envió a Antioquía en el momento en que su flota ateniense estuvo libre para navegar. Para prevenir los robos fueron guardados en cofres de roble con flejes de metal cada uno clavado y sellado con un sello de plomo que llevaba una réplica del sello de esfinge de Octavio, IMP. CAES. DIV. FIL. TRI. Cada barco llevaba seiscientos sesenta y seis cofres, cada uno con cincuenta y seis talentos.

—Esto debería complacerlo —comentó Agripa—, aunque no le gustará que te quedes con las veinte galeras de Octavia.

—Oh, irán a Atenas el año que viene, con dos mil tropas escogidas a bordo, y Octavia como regalo añadido. Ella lo echa de menos.

Pero la parte de Roma, el sesenta por ciento ahora que Lépido estaba eliminado de la ecuación, llegó a Roma intacta después de todo. Los sesenta y seis mil cofres fueron cargados a bordo de los transportes de tropas que primero llegaron a Portus Julius, donde descargaron las veinte legiones que Octavio traía a casa, algunas para el retiro, la mayoría para quedarse bajo las águilas por razones que nadie, salvo Octavio, sabía.

La voz del enorme tesoro se había corrido. Los representantes de las legiones, al final de la campaña de Sicilia, no eran un grupo admirable, ni tampoco estaban imbuidos de patriotismo. Cuando Octavio y Agripa los llevaron a Capua y los instalaron en un campamento en las afueras, veinte representantes de las legiones se presentaron como una delegación ante Octavio para hablar de amotinamiento a menos que les pagase a cada uno un sustancioso premio.

Lo decían de verdad, algo que Octavio veía con claridad. Escuchó a su portavoz con rostro imperturbable, y después preguntó:

—¿Cuánto?

—Mil denarios (cuatro mil sextercios) para cada uno —dijo Lucio Desidio—. De lo contrario, las veinte legiones se declararán en rebeldía.

—¿Eso incluye a los no combatientes?

Era obvio que no; los rostros reflejaron desconcierto. Sin embargo, Desidio pensaba rápido.

—Para ellos, cien denarios para cada uno.

—Por favor, disculpadme mientras me siento con mi ábaco y calculo a cuánto asciende —dijo Octavio, al parecer muy tranquilo.

Procedió a hacerlo; las cuentas de marfil volaban en ida y vuelta por sus delgadas varillas tan rápido que ninguno de los representantes de las legiones daba crédito a lo que veía. ¡Oh, el joven César era muy amable!

—Son quince mil setecientos cuarenta y cuatro talentos de plata —dijo al cabo de unos momentos—. En otras palabras, el contenido habitual del tesoro de Roma, hasta el último denario.

Gerrae!, no lo es —exclamó Desidio, que sabía leer y escribir, pero no sabía nada de suma—. ¡Eres un estafador y un mentiroso!

—Te aseguro, Desidio, que no soy ninguna de las dos cosas. Sólo digo la verdad. Para probarlo, cuando te pague (sí, te pagaré) pondré el dinero en cien mil bolsas de mil para los hombres y en veinte mil bolsas de cien para los no combatientes. Denarios, no sextercios. Apilaré los sacos en el campo de asambleas, y te sugiero que busques los suficientes legionarios que sepan contar para que verifiquen que cada saco contiene exactamente la cantidad de dinero solicitada. Aunque es más rápido pesar que contar —añadió con expresión plácida.

—Ah, me olvidé decir que hay cuatro mil denarios para cada uno de los centuriones —añadió Desidio.

—¡Demasiado tarde, Desidio! Los centuriones recibirán lo mismo que los soldados rasos. Acepté tu primer pedido y rehúso alterarlo después, ¿está claro? Voy a ir un poco más allá (porque soy triunviro y se me permite ese privilegio) al decirte que no podrás tener esta recompensa ni esperes tierras. Ésta es tu paga de retiro, y nos dejas a nosotros libres de todo cargo. Si consigues tierras, será por mi consentimiento. Llévate lo que debería estar en el tesoro con mis buenos deseos, pero no pidas más, ahora o en el futuro. Porque Roma no pagará más grandes recompensas. En el futuro, las legiones de Roma lucharán por Roma, no por un general ni en una guerra civil. En el futuro, las legiones de Roma recibirán su paga, sus ahorros, y una pequeña gratificación cuando se retiren. No más tierras, nada que el Senado y el pueblo no sancionen. Estoy instituyendo un ejército de veinticinco legiones, y todos los hombres servirán durante veinte años sin licencia. Una carrera, no un trabajo. Una antorcha que se llevará por Roma, no un tizón por un general. ¿Me he expresado con claridad? Se ha acabado, Desidio, hoy mismo.

Los veinte representantes lo escucharon con creciente horror, porque había algo en aquel hermoso rostro joven de César que ahora no era hermoso ni joven como solía ser. Sabían que les decía la verdad. Como representantes, eran los más militantes y los más venales de su clase, pero incluso los más militantes y los más venales de los hombres podían escuchar cómo se cerraba una puerta, y una se cerró aquel día. Quizá el futuro también contendría motines, pero César estaba diciendo que significaría la pena de muerte para todos los involucrados.

—No puedes ejecutar a cien mil de nosotros —dijo Desisio.

—¿Oh, no puedo? —Los ojos de Octavio se hicieron más grandes, más luminosos—. ¿Cuánto crees que durarías si le digo a los tres millones de habitantes de Italia que los tienes como rehenes y que les robas el dinero de sus bolsas? ¿Por qué llevas una cota de malla y una espada? No es bastante razón, Desidio. Si el pueblo de Italia lo supiera, os haría trocitos a los cien mil. —Hizo un gesto con la mano—. ¡Venga, marchaos! Mirad el tamaño de vuestras recompensas cuando apile mis bolsas en el campo de asambleas. Entonces sabréis cuánto habéis pedido.

Se marcharon con aire contrito pero decididos.

—¿Tienes sus nombres, Agripa?

—Sí, hasta el último de ellos, y unos cuantos más.

—Dispérsalos y mézclalos con otras tropas. Creo que es mejor que cada uno sufra un accidente, ¿no crees?

—La fortuna es caprichosa, César, pero la muerte es más fácil de preparar. Es una pena que la campaña se haya terminado.

—¡En absoluto! —dijo Octavio con su voz más cordial—. El año que viene iremos a Illyricum. Si no lo hacemos. Agripa, las tribus se unirán con los besios y los dardanios y pasarán por los Alpes Cárnicos a la Galia Cisalpina. Es la forma más fácil y que evita tener que hacerlo a mayor altura para entrar en Italia. La única razón para que no lo hayan utilizado para invadirnos es la falta de unidad entre las tribus, que se están romanizando de forma equivocada. Los representantes de las legiones se comportarán de manera heroica, y muchos morirán en el proceso de ganar una corona al valor. Por cierto, voy a otorgarte la corona naval —se rio—. Te quedará muy bien, Agripa, todo ese oro.

—Gracias, César, es muy amable de tu parte. Pero ¿e Illyricum?

—No habrá amotinamiento. Pasará de moda, o sino mi nombre no es César y no soy hijo de un dios. ¡Bah! Acabo de perder casi dieciséis mil talentos por una triste campaña que ha visto morir más hombres ahogados que mediante la punta de una espada. Vale la pena pagar las exorbitantes gratificaciones simplemente para que no haya más guerra civiles. Las legiones irán a luchar a Illyricum por Roma, sólo por Roma. Será una campaña en toda regla, sin elementos de adoración al mando o dependencia para que otorgue gratificaciones. Aunque iré también a combatir, es tu campaña. Agripa. Confío en ti.

—Eres sorprendente, César.

Octavio pareció verdaderamente sorprendido.

—¿Por qué? —preguntó.

—Te has enfrentado a ellos y has derrotado a toda esa roñosa pandilla de villanos. Han venido aquí esta mañana a intimidarte, y tú has vuelto las tornas y los has intimidado. Se marcharon como hombres muy asustados.

Apareció la sonrisa que —o al menos así creía Livia Drusilia— podía fundir a una estatua de bronce.

—Oh, Agripa, puede que sean unos absolutos villanos, pero son como niños. Sé que al menos uno de cada ocho legionarios sabe leer y escribir, pero en el futuro, cuando pertenezcan a un ejército permanente, todos tendrán que saber leer, escribir y contar. El campamento de invierno va a estar lleno de maestros. Si tienen alguna idea de lo mucho que su codicia le acaba de costar a Roma, se lo pensarán de nuevo. Es por eso que las lecciones comienzan ahora, con esas bolsas. —Exhaló un suspiro, pareció entristecido—. Tendré que enviar a pedir toda una corte de empleados del tesoro. Aquí estaré hasta que esté hecho. Agripa, delante de mis propios ojos. Nada de malversaciones, fraudes o estafas en el lejano horizonte.

—¿Les pagarás con cistóforos? Había muchos en el botín de Sexto, y recuerdo la historia del hermano del gran Cicerón, a quien le pagaron con cistóforos.

—Los cistóforos serán fundidos y acuñados como sextercios y denarios. Mis empedernidos villanos y los hombres a los que representan cobrarán en denarios como exigieron. —En sus ojos apareció una mirada soñadora—. Estoy intentando visualizar la altura que alcanzarán las pilas de sacos, pero incluso mi imaginación naufraga.

Acabada su tarea, Octavio no pudo regresar a Roma hasta enero. Convirtió el acontecimiento en algo así como un circo, y obligó a cada uno de los ciento veinte mil hombres a desfilar por el campo de asambleas para que contemplasen las pequeñas montañas de bolsas; luego, hizo un discurso más al estilo del difunto César que del suyo propio. Su manera de transmitir lo que decía fue una novedad; él mismo estaba en lo alto de una tribuna y se dirigía a aquellos centuriones que, según sus agentes le informaron, eran los hombres de verdad influyentes, mientras cada uno de estos agentes repetía el mismo discurso a una centuria de tropas. Y no lo leían de un papel, sino que lo recitaban de corrido. Aquello asombró a Agripa, que lo sabía todo de los agentes de Octavio menos cuántos eran. Una centuria estaba formada por ochenta soldados y veinte no sirvientes no combatientes, y allí reunidas había veinte legiones, con sesenta centurias cada una, para contemplar las bolsas y escuchar el discurso. ¡Y mil doscientos agentes! No era de extrañar que él supiese todo lo que había que saber. Podía decir que era hijo de César, pero la verdad era que Octavio no se parecía a nadie, ni siquiera a su divino padre. Era algo absolutamente nuevo, tal como hombres tan perspicaces como el difunto Aulio Hirtio habían comprendido al principio de su carrera.

En cuanto a sus agentes, eran hombres que no servían para ser empleados en ninguna otra cosa; la clase de haraganes y charlatanes que disfrutaban con el solo hecho de rondar por los mercados y hablar, hablar y hablar mientras les pagasen un pequeño estipendio. Cuando uno comunicaba alguna información valiosa a su superior a lo largo de una muy bien estructurada cadena, recibía unos pocos denarios como recompensa, pero solamente si la información era correcta. Octavio también tenía agentes en las legiones, que cobraban por facilitar información; Roma pagaba sus sueldos.

Para el momento en que se acabó el espectáculo, las legiones sabían que sólo los veteranos de Mutina y Filipos se retirarían; que al año siguiente el grueso de ellos estaría luchando en Myricum, y que no se tolerarían amotinamientos por ninguna razón, y mucho menos por las gratificaciones. Al menor indicio de amotinamiento serían desnudadas las espaldas para el látigo y, después, rodarían las cabezas.

Por fin, Agripa tuvo su triunfo por las victorias en la Galia Transalpina; Calvino, cargado con el botín de Hispania y una temible reputación por tratar a los soldados amotinados con crueldad, cubrió la deteriorada y pequeña Regia, el templo más viejo de Roma, con costosos mármoles y adornó su exterior con estatuas; Estatilio Tauro recibió el encargo de gobernar África y de reducir sus legiones a dos; el trigo fluía como debía fluir, y al precio antiguo, y un feliz Octavio ordenó que demoren las fortificaciones alrededor de la domus Livia Drusilia. Construyó un cómodo barracón para sus germanos al final del latino, en una esquina donde la Vía Triunfal se encontraba con el Circo Máximo, y los nombró guardaespaldas especiales. Aunque caminaba detrás de dos lictores, como era la costumbre, él y los lictores estaban rodeados por germanos con armadura. Aquél era un nuevo fenómeno para Roma, nada acostumbrada a ver tropas armadas dentro del sagrado recinto de la ciudad salvo en tiempos de emergencia. Aunque las legiones pertenecían a Roma, los germanos estaban a las órdenes de Octavio, y sólo de Octavio. Aquel cuerpo estaba compuesto por seiscientos hombres, los cohors praetorii, oficialmente designados como protectores de magistrados, senadores y triunviros, pero ningún magistrado o senador se hacía ninguna ilusión; cuando fuera necesario, sólo responderían a Octavio, que de pronto se había convertido en especial de una manera que ni siquiera César lo había hecho. Los ricos y poderosos senadores y caballeros siempre habían contratado guardaespaldas, pero eran ex gladiadores que nunca tenían un verdadero aspecto militar. Octavio había vestido a los germanos con un equipo espectacular, y los mantenía descansados y al Censo por Cabezas entretenido ya que realizaba sus ejercicios dentro del Circo Máximo todos los días.

A Octavio ya nadie le gritaba, silbaba o escupía cuando caminaba por las calles de la ciudad o aparecía en el foro romano; había salvado a Roma y a Italia del hambre sin la ayuda de Marco Antonio, cuya flota prestada de alguna manera nunca se mencionó. El trabajo de organizar Italia se le encomendó a Sabino. Este trabajo, consistente en confirmar las escrituras de tierras, valorar las tierras públicas de las diversas ciudades y municipios, realizar el censo de veteranos, de los cultivadores de maíz o de cualquiera que Octavio considerase digno de tener en cuenta y en reparar carreteras, puentes, edificios públicos, puertos y graneros, le entusiasmaba. Sabino también contaba con un equipo de pretores que escuchaban los juicios de quejas, bastante abundantes; los romanos de todas las clases eran litigosos.

Veinte días después de la batalla de Naulochus, Octavio había cumplido los veintisiete; llevaba en el corazón de la política y la guerra romanas nueve años. Más que incluso César o Sila, que habían estado ausentes de Roma durante años. Octavio era algo fijo en Roma. Esto se veía de muchas maneras, pero particularmente en su porte.

Delgado, no alto, su forma togada se movía con gracia, dignidad y una extraña aureola de poder; el poder de alguien que había sobrevivido contra todo pronóstico y había emergido triunfante. La gente de Roma, desde los más altos hasta los más bajos, se había acostumbrado a verlo, y, como Julio César, nunca era demasiado grande como para no hablar con cualquiera. Eso, a pesar de sus guardaespaldas germanos, que sabían que no debían intervenir cuando se abría paso entre sus filas para hablar con un ciudadano. Si sus espadas estaban flojas en las vainas, habían aprendido a ocultar la ansiedad, a intercambiar comentarios en un latín horroroso con aquellos en la multitud que no intentaban llegar hasta César. Tenía un aspecto magnífico.

Para el Año Nuevo, cuando aquel pompeyano con el mismo nombre, Sexto Pompeyo, había asumido el consulado junto con Lucio Cornificio, comenzaron a llegar las noticias de grandes victorias en Oriente, propagadas por los agentes de Antonio a instancias de Poplicola. Antonio había conquistado a los partos, ganado inmensas extensiones para Roma, acumulado extraordinarios tesoros… Sus partidarios estaban exultantes y sus enemigos confundidos. Octavio, el más importante de los incrédulos, envió agentes especiales a Oriente para averiguar si esos rumores eran ciertos. En las calendas de marzo llamó al Senado, algo que no era muy habitual. Cada vez que lo hacía, los senadores se presentaban hasta el último hombre, llevados por la curiosidad y un profundo respeto. Aún no lo había conseguido del todo, aún había senadores que lo llamaban Octavio, que se negaban a darle el título de César, pero su número iba disminuyendo. Su supervivencia durante nueve peligrosos años había añadido un elemento de temor. Si su poder continuaba creciendo y Marco Antonio no regresaba a casa pronto, nada le impediría convertirse en lo que quisiese. De allí era de donde venía el temor.

Como triunviro a cargo de Roma e Italia, ocupaba una silla curul de marfil en la tarima de los magistrados, al final de la nueva Curia que su divino padre había construido, un proceso tan largo que aún no había sido acabado hasta la derrota de Sexto Pompeyo. Como su imperio era maius, superaba en autoridad a los cónsules, cuyas sillas curules de marfil estaban a cada lado de la suya pero un poco más atrás.

Se levantó para hablar, sin notas, la espalda recta, sus cabezas una aureola dorada en un edificio cuyo tamaño hacía que fuese un tanto apagado. La luz entraba por las ventanas del triforio, muy alto, y era engullida por la penumbra de un interior bastante grande como para albergar a mil hombres en dos bancadas de tres gradas, una a cada lado de la tarima. Estaban senados en taburetes; aquellos que habían sido magistrados superiores en la primera grada, los magistrados menores en la grada del medio y los pedarii, que tenían prohibido hablar, en la última grada. Como no había sistema de partido, si un hombre escogía sentarse a la izquierda o a la derecha de la tarima no era algo significativo, aunque aquellos que pertenecían a una facción tendían a agruparse. Algunos tomaban notas en taquigrafía para sus propios archivos, pero había seis escribas que tomaban notas para el Senado como cuerpo, que después eran copiadas, impresas con los sellos de los cónsules y guardadas en los archivos que estaban en la puerta vecina, en las salas de negociaciones del Senado.

—Honorables cónsules, consulares, pretores, ex pretores, ediles, ex ediles, tribunos de la plebe, ex tribunos de la plebe y senadores, estoy aquí para informar lo que se ha hecho. Lamento no haber podido hacer este informe antes, pero tuve que viajar ineludiblemente a la provincia de África para instalar a Tito Estatilio Tauro como gobernador y para ver por mí mismo el estado de confusión que el ex triunviro Lépido ha creado. Un desaguisado considerable, consistente principalmente en la acumulación de un sorprendente número de legiones que más tarde utilizó en un intento para tomar el gobierno de Roma. Una situación que resolví, como ustedes saben. Pero nunca más a ningún promagistrado de cualquier rango o imperio se le permitirá reclutar, armar y entrenar legiones en su provincia o importar legiones a su provincia sin el expreso consentimiento del Senado y el pueblo de Roma.

»Muy bien, prosigamos. Mis legiones más antiguas, los veteranos de Mutina y Filipos, serán licenciados y recibirán tierras en África y en Sicilia, esta última todavía más desordenada que África, con una desesperada necesidad de un buen gobierno, una adecuada agricultura y una población próspera. Estos veteranos se acomodarán entre uno o dos centenares de iugera de tierra, que deberán cultivar trigo alternado con legumbres cada cuatro años. Los viejos latifundios de Sicilia serán subdivididos, salvo uno, dado al imperator Marco Agripa. Él actuará como supervisor general de los agricultores veteranos, y de esta manera los aliviará de la carga de vender la cosecha, que él hará en su nombre y pagará justamente. Los representantes de las legiones de estas tropas están satisfechos con mis arreglos, y ansiosos por ser licenciados.

»Su marcha dejará a Roma con veinticinco buenas legiones, un número de hombres suficientes para enfrentarse con cualquier guerra que Roma se vea obligada a afrontar. Muy pronto servirán en Illyricum, que pretendo someter durante este año, al siguiente o quizá al posterior. Ya es hora de que las gentes de la Galia Cisalpina oriental estén protegidas contra las incursiones de los iapudes, los dálmatas y otras tribus de ilirias, Si mi divino padre hubiese vivido, esto es lo que hubiese hecho. Así que ahora me corresponde a mí, y lo haré en conjunción con Marco Agripa. Porque yo mismo no puedo y no dejaré Roma aunque sea una cuestión de meses. El buen gobierno se hace de primera mano, y la mía es la mano que el Senado y el pueblo de Roma han honrado con la tarea de establecer un buen gobierno.

Octavio bajó de la tarima curul, hizo un recorrido alrededor de los largos bancos de madera que acomodaban a los diez tribunos de la plebe y caminó hasta el centro del suelo a cuadros. Allí habló girándose en muy lentos círculos para que cada senador pudiese verlo bien, tanto su cara como la nuca.

El nimbo de luz dorada lo siguió e imbuyó a su delgada figura una aureola sobrenatural.

—Hemos tenido alborotos y algaradas desde que Sexto Pompeyo comenzó a interferir en el suministro de trigo —continuó con voz calma—. El tesoro estaba vacío, la gente moría de hambre, los precios subieron hasta un punto en que nadie sin medios podía vivir como todos los romanos deben vivir: con dignidad y un mínimo de confort. Aquellos que no podían permitirse tener un esclavo se multiplicaron. Los capite censi que no tenían el ingreso de la paga de un soldado estaban en verdaderos apuros y había momentos en que ningún comercio de Roma se atrevía a abrir. ¡No era culpa suya, senadores! Era culpa nuestra, por no habernos enfrentado a Sexto Pompeyo. No teníamos las flotas ni el dinero para enfrentarnos a él, como todos ustedes bien saben. Tardamos cuatro años en ahorrar para reunir los barcos que necesitábamos, pero el año pasado se hizo, y Marco Agripa barrió a Sexto Pompeyo de los mares para siempre.

Su voz cambió y tomó un tono acerado.

—Me he ocupado de las tropas de tierra de Sexto Pompeyo con la misma dureza que hice con sus marineros y remeros. Aquéllos que eran esclavos fueron devueltos a sus amos con la petición de que nunca fuesen liberados. Si sus antiguos amos no pudieron ser encontrados porque Sexto Pompeyo los mató, dichos esclavos fueron empalados. ¡Sí, un verdadero empalamiento! Una estaca metida a través del recto hasta los órganos vitales. Los libertos y extranjeros fueron azotados y marcados en la frente. Los almirantes han sido ejecutados. El ex triunviro Marco Lépido quería agruparlos en sus legiones, pero Roma no necesita ni tolera a tal escoria. Han muerto o se enfrentan a una vida de esclavitud, como es justo y correcto.

»Los cónsules romanos, pretores, ediles, cuestores y tribunos de los soldados tienen ciertos deberes que deben cumplir con celo y eficiencia. Los cónsules redactan leyes y autorizan empresas. Los pretores escuchan los pleitos civiles y criminales. Los cuestores tienen a su cargo el dinero de Roma, ya esté en el tesoro o en las oficinas de algún gobernador, puerto u otro. Los ediles atienden a la propia Roma al ocuparse del suministro de agua, de las cloacas, de los mercados, de los edificios y de los templos. Como triunviro a cargo de Roma e Italia, vigilaré atentamente a estos magistrados, y espero que ellos sean buenos magistrados.

Sonrió, mostrando sus dientes blancos fugazmente, y pareció un poco travieso.

—Aprecio la estatua dorada colocada en el foro que dice que yo he restaurado el orden en mar y tierra, pero aprecio más el buen gobierno. Tampoco es Roma todavía lo bastante rica para permitirse dedicar estatuas de sus ingresos. Gastad con sabiduría, senadores.

Recorrió el piso, luego volvió a la tarima, permaneció de pie para que todos lo vieran y esperó a ver cómo reaccionaban a su perorata, aliviados de que fuese breve aunque un tanto terrorífica.

—En último lugar, pero no por ello menos importante, senadores: ha llegado a mis oídos que el imperator Marco Antonio ha obtenido grandes victorias en Oriente, que su frente está coronada con laureles y su botín es inmenso. Entró en las tierras del rey parto hasta Fraaspa, a menos de doscientas millas de Ecbatana, y en todas partes triunfó. Armenia y Media están bajo su pie, y sus reyes son sus vasallos. Por lo tanto, votemos una gracia de veinte días por sus valerosos actos. Todos los que estén de acuerdo que digan sí.

El rugido de aprobación fue ahogado por los gritos y los golpes con los pies; los ojos de Octavio recorrieron las bancadas, contando. Sí, todavía había unos setecientos senadores fieles a Octavio.

—Yo llegué primero —le dijo, complaciente, a Livia Drusilia cuando regresó a casa—, y no le di a sus criaturas ninguna oportunidad de gritar las nuevas de los triunfos de Antonio desde los bancos.

—¿Nadie sabe todavía del fracaso de Antonio? —preguntó ella.

Al parecer, no. Al proponer que se le diese un premio, evité discusiones.

—También evitaste cualquier moción para que se votasen unos juegos de victoria en su honor o alguna historia que hubiera trascendido al pueblo, incluso hasta el Censo por Cabezas —dijo ella, satisfecha—. Excelente, amor mío, excelente.

Él la atrajo a su lado del diván y le besó los párpados, las mejillas, su deliciosa boca.

—Siento deseos de hacer el amor —le murmuró al oído.

—Entonces hagámoslo —susurró ella, y le tomó de la mano.

Dejaron la sala de Livia Drusilia del brazo para entrar en su dormitorio. «¡Ahora, que él está encendido de placer! ¡Ahora, ahora! —pensó ella mientras se quitaban las ropas y se tendían en la cama voluptuosamente—. Besa mis pechos, besa mi vientre, besa lo que queda debajo, cúbreme de besos, lléname con tu simiente.»

Seis nundinae más tarde, Octavio volvió a convocar al Senado, provisto con una montaña de pruebas que sabía que no necesitaría, pero que debía tener a mano por si acaso. Esta vez comenzó con el anuncio de que había suficiente en el tesoro como para eliminar algunos impuestos y reducir otros, y siguió con la declaración de que el gobierno de la República regresaría tan pronto como la campaña en Illyricum hubiese concluido. Ya no serían necesarios los triunviros, los candidatos a cónsules podrían proponer sus nombres sin la aprobación de los triunviros, el Senado reinaría supremo, las asambleas se reunirían con regularidad. Todo eso fue recibido con vivas y fuertes aplausos.

—Sin embargo —le dijo al Senado con tono imperioso—, antes de concluir debo hablar de los asuntos en Oriente. Esto es, del tema del imperator Marco Antonio. En primer lugar, Roma ha recibido muy poco en tributos de las provincias de Marco Antonio desde que asumió el triunvirato en Oriente Poco después de Filipos, aproximadamente hace seis años y medio. Que yo, triunviro de Roma, Italia y las islas, acabe de Poder reducir algunos impuestos y cancelar otros es mi propio trabajo, sin contribución o ayuda de Marco Antonio. Y antes de que alguien en los bancos de delante o del medio salte para decirme que Marco Antonio donó ciento veinte barcos para la campaña contra Sexto Pompeyo, debo decirles a todos que cobró a Roma por el uso de dichos barcos. ¡Sí, cobró a Roma! ¡Escucho que preguntáis, ¿cuánto? Cuarenta y cuatro mil talentos, padres conscriptos! Una suma que representa el cuarenta por ciento del botín de las arcas de Sexto Pompeyo. Los otros sesenta y seis mil talentos vinieron a Roma, no a mí. Repito, no a mí. Fueron destinados a pagar las enormes deudas públicas y a regularizar la provisión de trigo. ¡Soy el sirviente de Roma y no tengo el deseo de ser el amo de Roma! ¡Me beneficio de aquello donde el beneficio es una costumbre honrada por el tiempo! Aquellos ciento veinte barcos costaron trescientos sesenta y seis talentos cada uno, y fueron prestados por Antonio, no dados. Un quinquerreme nuevo cuesta cien talentos, pero tuvimos que alquilar la flota de Marco Antonio. No había dinero en el tesoro, y no podíamos permitirnos posponer nuestra campaña contra Sexto Pompeyo otro año más. Así que, en nombre de Roma, acepté este chantaje, porque es un chantaje.

Esta vez se desató el tumulto en las bancadas, sus ocupantes gritaban insultos o alabanzas, los setecientos dóciles senadores de Antonio —conscientes de que estaban a la defensiva— gritaban el doble de fuerte que los otros. Con el rostro descompuesto, Octavio esperó a que pasase el furor.

—¿Ah, pero el tesoro recibió los sesenta y seis mil talentos de plata? —preguntó Poplicola—. ¡No! ¡Sólo fueron depositados cincuenta mil talentos! ¿Qué pasó con los otros dieciséis mil? ¿Acabaron en tus bóvedas, Octavio?

—No —dijo Octavio con voz amable—. Fueron pagados a las legiones romanas para evitar un grave motín. Un tema que tengo la intención de discutir con los miembros de esta cámara en otra ocasión, porque es algo que debe cesar. Hoy, la cámara discute la administración de Marco Antonio en Oriente. ¡Es un fraude, padres conscriptos! ¡Un fraude! ¡Los magistrados de Roma de mí para abajo no tienen ninguna noticia de las actividades de Antonio en Oriente, como tampoco el tesoro de Roma recibe tributo de Oriente!

Hizo una pausa para mirar las gradas, primero a la derecha, luego a la izquierda, su mirada posándose más tiempo en los partidarios de Antonio, que estaban comenzando a recelar. «Sí —pensó—, lo saben. ¿Creían que yo no lo iba a averiguar? ¿Me creyeron sincero cuando les hice votar para Antonio una muestra de agradecimiento por parte del Senado?»

—Todo en Oriente es un fraude —dijo con voz sonora—, incluidas las victorias de Marco Antonio contra los partos. No ha habido ninguna victoria, padres conscriptos. Ninguna en absoluto. En cambio, Antonio ha caído derrotado. Antes de asumir el triunvirato, el palacio de verano del rey de los partos en Ecbatana tenía siete águilas romanas, perdidas cuando Marco Craso y siete legiones fueron exterminadas en Carrhae. ¡Una vergüenza que todos los verdaderos romanos deploran! La pérdida de una águila significa la pérdida de una legión; en estas circunstancias, el enemigo controla el campo de batalla al acabarse la contienda. Estas siete águilas están allí para vergüenza de Roma, porque eran las únicas que tenía el enemigo. ¡Sí, utilizo el pasado! ¡Con toda intención! Porque en estos seis años y medio durante los cuales Marco Antonio ha gobernado Oriente, otras cuatro de nuestras águilas han ido al palacio de verano en Ecbatana. ¡Perdidas por Marco Antonio! Las dos primeras pertenecían a las dos legiones que Cayo Casio dejó en Siria, a quien Antonio confió la defensa de Siria cuando se marchó a Atenas después de la invasión de los partos. Pero ¿cuál era su deber? Pues permanecer en Siria y expulsar al enemigo. No lo hizo y escapó a Atenas para continuar su disoluto estilo de vida. Mataron a su gobernador, Saxa, y también al hermano de Saxa. ¿Regresó Antonio para vengarlos? ¡No, no lo hizo! Gobernó lo que le quedaba de Oriente desde Atenas, y cuando los partos fueron expulsados, su conquistador, Publio Ventidio, tuvo los honores de un vulgar mulero. Un buen hombre, un soberbio general, un hombre del que Roma puede estar completamente orgullosa. Mientras su jefe descansaba en Atenas y hacía pequeños viajes a través del Adriático para atormentarme, a mí, un compañero, por no conseguir mis objetivos, como habíamos acordado. Pero los he conseguido, y cuando llegó el momento estuve allí en persona. Que confiase el mando de mi campaña a Marco Agripa era puro sentido común. Es mucho mejor general que yo y, sospecho, de lo que es Marco Antonio. Porque yo le di a Marco Agripa vía libre, mientras que Antonio ató a Ventidio de pies y manos. Se le ordenó que mantuviese a los partos contenidos para su jefe para cuando a éste le viniese de gusto mover su pesado culo, ya fuese dentro de cinco meses o cinco años. Por fortuna para Roma, Ventidio no hizo caso de las órdenes y expulsó a los partos. Pero no puedo evitar Pensar, padres conscriptos, que si Ventidio hubiese obedecido p órdenes, Antonio habría dirigido las legiones al desastre, como ahora.

Dejó de hablar, sin razón aparente, sólo para disfrutar con el profundo silencio de ochocientos hombres, la mayoría de ellos partidarios de Antonio, asombrados, que se preguntaban cuánto sabría Octavio, temiéndose la denuncia que se aproximaba. Ni un solo grito de protesta, ninguno.

—El pasado mayo —dijo Octavio con voz normal—. Antonio dirigió a una poderosa fuerza desde Carana, en la Pequeña Armenia, hacia el este en una larga marcha. Dieciséis legiones romanas (noventa y seis mil hombres) y una fuerza auxiliar de caballería e infantería de sus provincias (otros cincuenta mil) hicieron una pausa en Artaxata, la capital de Armenia, antes de embarcarse en un viaje a través de territorio desconocido guiados por unos armenios en los que confiaba Antonio. Una de las tragedias de mi relato, padres conscriptos, es que Marco Antonio ha demostrado una increíble capacidad para confiar en los hombres equivocados. Sus consejeros protestaron hasta lo indecible, pero Antonio no quiso escuchar sus sabios consejos. Confió en aquellos que no debía confiar, comenzando por el rey de Armenia y luego el rey de Media. Los dos Artavasdes, primero, le taparon los ojos y, después, lo esquilaron. Nuestra pobre oveja Antonio perdió su tren de equipajes, el más grande reunido nunca por un comandante romano, y en el proceso también perdió dos excelentes legiones comandadas por Cayo Oppio Estatiano, de la eminente familia de los banqueros. A Ecbatana fueron otras dos águilas de plata, que sumaron en total cuatro las perdidas por Antonio y once las que adornan el palacio de verano del rey Fraates. ¿Una tragedia? Sí, por supuesto. Pero fue más que eso, padres conscriptos, ¡fue una calamidad! ¿Qué enemigo extranjero va a temer al poder de Roma cuando sus tropas pierden las águilas?

Esta vez el silencio fue roto por suaves sollozos; no todos los senadores conocían la historia, incluso la mayoría de los que la sabían no habían escuchado los detalles.

—Sin su equipo de asedio —continuó Octavio—, robado por el rey Artavasdes de Media junto con el resto del equipaje, Marco Antonio permaneció acampado fútilmente delante de la ciudad de Fraaspa durante más de cien días, incapaz de tomarla. Sus grupos forrajeros estaban a merced de los partos que lo acechaban, dirigidos por un tal Monaeses, el parto en quien había confiado totalmente. Cuando llegó el otoño, Antonio no tuvo más alternativa que retirarse. Quinientas millas hasta Artaxata, acosado por Monaeses y su horda parta, que mataban a los retrasados por miles, la mayoría, tropas auxiliares, que no podían marchar al ritmo de una legión romana. Pero un gobernador romano que emplea tropas auxiliares está ligado por el honor a protegerlos como si fuesen romanos, y Antonio los abandonó deliberadamente para salvar a sus legiones.

Quizá yo o Marco Agripa hubiésemos hecho lo mismo en similares circunstancias, pero dudo de que cualquiera de los dos hubiese perdido un tren de equipajes al permitir que se retrasara centenares de millas detrás del ejército.

»Se acabó la retirada y el ejército se quedó en un campamento temporal en Carana a finales de noviembre. Antonio, entonces, escapó a un pequeño puerto sirio, Leuke Kome, y dejó a Publio Canidio el encargo de traer las tropas, que estaban necesitadas de auxilio. Algunos perecieron en aquella última marcha debido al terrible frío, muchos perdieron los dedos de las manos y los pies por congelación. De sus ciento cuarenta y cinco mil hombres murieron más de la tercera parte, la mayoría de ellos auxiliares. El honor de Roma quedó manchado, padres conscriptos. Menciono la pérdida de un hombre en particular, un rey nombrado por Marco Antonio: Polemón de Pontus, que contribuyó en gran medida a las victorias de Publio Ventidio y generosamente dio fuerzas a Antonio, incluida su propia persona. Añado que yo, en nombre de Roma, decidí que una pequeña parte del botín de Sexto Pompeyo fuera destinado a rescatar al rey Polemón, que no se merece morir cautivo de los partos. Le costará al tesoro una minucia: veinte talentos.

Los lloros ahora eran bien audibles, muchos de los senadores estaban sentados con los pliegues de la toga por encima de sus cabellos. Un día negro para Roma.

—Dije que el ejército de Antonio necesitaba ayuda con desesperación. Pero ¿a quién se volvió Antonio en busca de auxilio? ¿Dónde fue a buscar ayuda? ¿Os la pidió a vosotros, padres conscriptos? ¿Acaso a mí? ¡No, no lo hizo! ¡Acudió a Cleopatra de Egipto! Una extranjera, una mujer que adora a dioses bestias, una no romana. Sí, envió a buscarla. Y mientras esperaba, ¿informó al Senado y al pueblo de esta desastrosa campaña? ¡No, no lo hizo! Se emborrachó hasta quedar inconsciente durante dos meses, sólo para hacer pausas dornas de veces cada día para correr fuera de su tienda y preguntar: «¿Ya viene?», como un niño pequeño que llama a su mamá. «Quiero a mi mamá», es lo que dijo realmente una y otra vez. «Quiero a mi mamá, quiero a mi mamá.» El pequeño Marco Antonio, triunviro de Oriente.

»Y finalmente vino, padres conscriptos del Senado. La Reina de las Bestias vino con comida, vino, médicos, hierbas dadoras, vendas, frutas exóticas, toda la abundancia de Egipto. Y mientras los soldados llegaban a duras penas a Leuke Kome ella los atendió. ¡No en nombre de Roma, sino en el nombre de Egipto! Mientras, Marco Antonio, borracho, ponía su cabeza y lloraba. Sí, lloraba.

Poplicola se levantó de un salto.

—¡Eso no es verdad! —gritó—. ¡Mientes, Octavio!

Octavio esperó de nuevo con paciencia a que cesase el tumulto, con una débil sonrisa en los labios mientras la luz del sol se reflejaba en el agua. Era un principio; sí, claramente, era un principio. Algunos de los menos entusiastas senadores partidarios de Antonio estaban lo bastante furiosos como para abandonarlos a él y a su causa. Lo único que había hecho falta era la palabra sollozar.

—¿Tienes alguna moción que presentar? —preguntó Quinto Laronio, uno de los seguidores de Octavio.

—No, Laronio, no la tengo —respondió Octavio con firmeza—. He venido hoy a la Curia Hostilia de mi divino padre para relatar una historia, para dejar las cosas bien claras. Lo he dicho muchas veces antes, y lo repito ahora, ¡nunca iré a la guerra contra un romano! Por ninguna razón, ni siquiera por ésta, nunca se me ocurriría pensar en una guerra contra el triunviro Marco Antonio. Que se las componga. Que continúe cometiendo error tras error, hasta que esta cámara decida que, como Marco Lépido, tendría que ser apartado de sus magistraturas y sus provincias. No presentaré ninguna moción al respecto, padres conscriptos, ahora o en el futuro. —Hizo una pausa y adoptó una expresión de pena—. A menos, claro está, que Marco Antonio rechace su ciudadanía y su tierra natal. Roguemos a Quirinoya Sol Indiges que Marco Antonio nunca haga eso. Hoy no habrá debate. Esta reunión se ha acabado.

Bajó del estrado y caminó por las losas blancas y negras del suelo hasta las grandes puertas de bronce al final, donde los lictores y los germanos lo rodearon. Las puertas no se habían cerrado, una astuta jugada, y, sin sospechar nada, los cónsules no habían insistido en que las cerrasen; los oyentes, en el exterior, que también frecuentaban el foro, lo habían escuchado todo. Dentro de una hora, la mayoría de Roma sabría que Marco Antonio no era ningún héroe.

—Veo un destello de esperanza —le dijo a Livia Drusilia, Agripa y Mecenas durante la cena aquella tarde.

—¿Esperanza? —preguntó su esposa—. ¿Esperanzas de qué, César?

—¿Te lo imaginas? —le preguntó él a Mecenas.

—No, César. Por favor, explícanos.

—¿Y tú. Agripa, te lo imaginas?

—Quizá.

—Sí, tú sí. Tú estabas conmigo en Filipos, escuchaste mucho de lo que no le dije a nadie más.

Octavio guardó silencio.

—¡Por favor, César! —gritó Mecenas.

—Se me ocurrió de pronto, mientras hablaba en el Senado. Improvisé, dado el tema. Es divertido relatar historias que no se deberían relatar. Por supuesto, he conocido a Marco Antonio toda mi vida, y hubo un momento en que me gustaba mucho, de verdad. Era mi antítesis: grande, amistoso, burlón. La clase de tipo que mi salud me decía que yo nunca podía ser. Pero entonces, supongo que a la par con mi divino padre, me desilusioné. Sobre todo, después de que Antonio matara a ochocientos ciudadanos en el foro y sobornara a las legiones de mi divino padre. ¡Tantas desilusiones! No se le podía permitir que heredase. Lo peor de todo era que él estaba absolutamente convencido de que heredaría, así que sufrí el más rudo golpe de mi vida. Él se dedicó a buscar mi ruina; pero vosotros ya sabéis todo esto, así que pasaré al presente.

Seleccionó una aceituna con mucho cuidado, se la metió en la boca, la masticó y se la tragó, mientras los demás lo observaban con el aliento contenido.

—Fue el trozo aquel donde comparé a Antonio con un niño pequeño que llama a su madre: ¡quiero a mi mamá! De pronto tuve la visión del futuro, pero vagamente, como a través de un trozo de ámbar. Todo depende de dos cosas. La primera es la serie de terribles desilusiones de Antonio, que no vienen de la expedición parta. No puede enfrentarse a la desilusión, lo destruye. Acaba con su capacidad para pensar claramente, exacerba su temperamento, hace que se apoye mucho en quienes lo elogian, y trae como consecuencia las borracheras.

Se sentó erguido en su diván y levantó una de sus pequeñas y feas manos.

—La segunda es la reina Cleopatra de Egipto. Es sobre ella donde gira todo, desde mi destino hasta su destino. Si ella llega a representar a su madre para Antonio en el sentido literal, él obedecerá todos sus caprichos, dictados y peticiones. Ésa es su naturaleza, quizá porque su verdadera madre es tal desilusión. Cleopatra reina, y ha nacido para reinar. Desde la muerte de Divus Julius, ella ha sido su consejera o asistente. También tiene una pequeña historia con Antonio: convivieron un invierno en Alejandría, y ella le dio un niño y una niña. El pasado invierno ella estuvo con él en Antioquía, y le dio otro hijo. En circunstancias normales, yo siempre la hubiese situado en la lista de una de las numerosas conquistas reales de Antonio, pero su comportamiento en Leuke Kome sugiere que ve en ella a alguien del que no puede despegarse, como su madre.

—¿Qué es exactamente lo que ves de una forma vaga, como a través del ámbar? —le preguntó Livia Drusilia con los ojos brillantes.

—Un compromiso. De Antonio a Cleopatra. Un no romano que no se contentará con los relativamente modestos regalos que Antonio ya le ha hecho: Chipre, Fenicia, Filistea, Cilicia Tracheia, y las concesiones del bálsamo y el bitumen. Se excluían la Siria tiria, Sidón y Cilicia Seleuceia, los importantes lugares donde está el dinero de verdad. Aunque iré de nuevo al Senado dentro de aproximadamente un mes para quejarme de estos regalos a la Reina de las Bestias. ¿No creéis que es un buen nombre para ella? A partir de ahora voy a ligar su nombre con el de Antonio constantemente. Insistiré en su calidad de extranjera, en su forma de sujetar a Divus Julius. Sus tremendas ambiciones. Sus designios sobre Roma a través de la persona de su hijo mayor, a la que él llama hijo de César cuando todo el mundo sabe que el niño es de clase baja, el hijo de algún esclavo egipcio que utilizó para calmar sus voraces apetitos sexuales.

—¡Júpiter, César eso es genial! —gritó Mecenas, que se frotó las manos alegremente. Luego frunció el entrecejo—. Pero ¿será bastante? No veo a Antonio renunciando a su ciudadanía, ni siquiera a Cleopatra animándolo a que lo haga. Para ella es más útil como triunviro.

—No puedo responder a eso, Mecenas, el futuro está demasiado oscuro. Sin embargo, no es necesario que abjure de la ciudadanía formalmente. Lo que debemos hacer es que parezca que lo ha hecho. —Octavio bajó las piernas del diván y esperó hasta que una palmada hizo que viniese un sirviente a atarle los zapatos—. Mandaré a mi gente que comience a hablar —dijo, y le tendió la mano a Livia Drusilia—. Ven, cariño, vamos a mirar el nuevo pez.

—¡Oh, César, éste es puro oro! —exclamó ella con una expresión de asombro—. ¡Ni un fallo!

—Una hembra, y embarazada. —Él le apretó los dedo ¿Cuál es su nombre? ¿Alguna sugerencia?

Cleopatra. Y aquel enorme que está allí es Antonio.

Junto a Cleopatra nadaba una carpa mucho más pequeña, de un negro aterciopelado, con las rayas de un tiburón.

—Aquél es Cesarión —dijo Octavio, y señaló—. ¿Lo ves? Nada por debajo, sin llamar la atención; todavía es una cría, pero peligrosa.

—Aquél otro —dijo Livia Drusilia, y señaló a un pez dorado claro— es Imperator César Divi Filius. El más hermoso de todos.