Cleopatra y Cesarión entraron en Antioquía en las nonas de enero y atrapados por las garras de un invierno especialmente duro. Con la doble corona y en su litera, la reina iba sentada como la muñeca que había visto Fonteio: el rostro pintado, con un vestido de lino blanco plisado, el cuello, los brazos, los hombros, la cintura y los pies resplandecientes debido al oro y las joyas. Con la versión militar de la doble corona, Cesarión montaba un brioso caballo rojo —por ser el rojo el color de Montu, el dios de la guerra—, el rostro pintado de rojo, su cuerpo cubierto con la armadura faraónica egipcia de lino y escamas doradas. Las túnicas rojas, las armaduras plateadas de los mil guardias reales, el resplandor de los caballos enjaezados de los oficiales y los burócratas y la litera real, con Cesarión cabalgando a un lado, ofrecían a Antioquía un desfile que no veía desde que Tigranes fue proclamado rey de Siria.
Antonio había estado ocupado con algún propósito. Consciente de la verdad de la opinión de Fonteio de que el palacio del gobernador había sido una caravanera, había demolido varias manzanas de edificios cercanos y construido un anexo que consideró adecuado para albergar a la reina de Egipto.
—No es un palacio alejandrino —comentó mientras escoltaba a Cleopatra y a su hijo por las habitaciones—, pero es mucho más confortable que la vieja residencia.
Cesarión estaba que se salía de gozo, y sólo lamentaba haber crecido tanto que ya no podía cabalgar en el muslo de Antonio. Se obligó a sí mismo a no saltar, y caminaba con solemnidad e intentaba mostrarse regio. No era difícil, debajo de toda aquella odiosa pintura.
—Espero que haya un baño —dijo.
—Preparado y esperándote, joven César —respondió Antojo con una sonrisa.
Los tres no volvieron a encontrarse hasta media tarde, cuando Antonio sirvió una cena en el triclinium tan nuevo que aún olía a yeso y a los diversos pigmentos utilizados para adornar las tristes paredes con frescos de Alejandro Magno y sus generales más cercanos todos montados en airosos corceles. Dado que hacía mucho frío para abrir las persianas, quemaban incienso para disimular el olor. Cleopatra era demasiado cortés y distante para hacer comentarios, pero Cesarión no se sentía coartado.
—Este lugar apesta —dijo mientras se subía a un diván.
—Sí, es insoportable, podemos volver al viejo palacio.
—No, en unos minutos no lo notaréis, y los humos habrán perdido su capacidad para envenenar. —Cesarión se rio—. Catulo César se suicidó encerrándose en una habitación acabada de enyesar con una docena de braseros y todas las aberturas cerradas para impedir la entrada del aire. Era el primo hermano de mi bisabuelo.
—Has estado estudiando historia romana.
—Por supuesto.
—¿Qué hay de la historia de Egipto?
—Hasta los registros orales, antes de los jeroglíficos.
—Cha’em es su tutor —dijo Cleopatra, que habló por primera vez—. Cesarión será un rey con una educación superior al resto.
Este intercambio marcó el tenor de la cena; Cesarión habló de continuo, su madre hizo algún comentario ocasional para reafirmar algunas de sus declaraciones y Antonio permaneció en el diván y fingió escuchar cuando no respondía a una de las preguntas de Cesarión. Aunque apreciaba al chico, vio la verdad de la observación de Fonteio; Cleopatra no le había dado a Cesarión ningún sentido real de sus limitaciones, y se sentía lo bastante seguro como para participar como un adulto en todas las conversaciones. Eso se podía tolerar, de no haber sido por el hábito de interrumpir. Su padre tendría que haberle puesto fin a esa conducta. ¡Antonio lo recordaba muy bien cuando había tenido la edad de Cesarión! En cambio, Cleopatra era una madre complaciente enfrentada a un hijo imperioso y con una fuerte voluntad. Nada bueno.
Cuando hubieron acabado de comer los postres, Antonio intervino.
—Es hora de marcharse, joven Cesarión —dijo, sin más—. Quiero hablar con tu madre en privado.
El muchacho lo miró con la boca abierta para protestar, entonces vio la chispa roja en los ojos de Antonio. Su resistencia se hundió como una vejiga pinchada. Un encogimiento de hombros en señal de resignación, y se marchó.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Cleopatra, aliviada.
—Hablé y actué como un padre. Le das mucha cuerda al muchacho, Cleopatra, y no te lo agradecerá más adelante.
Ella no respondió, demasiado ocupada en tratar de evaluar a aquel particular Marco Antonio. No parecía envejecer como los otros hombres, ni tampoco mostraba ninguna señal exterior de dispersión. Su vientre era plano, los músculos de sus brazos por encima de los codos no mostraban ningún indicio de flacidez de la mediana edad y su cabello era tan castaño como siempre, sin una cana. Los cambios estaban en sus ojos, los ojos de un hombre preocupado. ¿Qué le preocupaba? Llevaría algún tiempo averiguarlo.
¿Era Octavio el responsable? Desde Filipos había tenido que enfrentarse con Octavio en una guerra que no era una guerra. Un duelo de ingenio y voluntades, que se libraba sin desenvainar una espada o sin intercambiar golpes. Tenía claro que Sexto Pompeyo era su mejor arma, pero cuando llegó la oportunidad perfecta para unirse con Sexto y llevar a sus propios generales Pollio y Ventidio no lo había aprovechado. En aquel momento podría haber aplastado a Octavio. Ahora nunca lo haría, y comenzaba a comprenderlo. Mientras había creído que había una oportunidad para aplastar a Octavio, permaneció en Occidente. Que estuviera allí, en Antioquía, significaba que había renunciado a la lucha. Fonteio lo vio, pero ¿cómo? ¿Antonio había confiado en él?
—Te he echado de menos —declaró Antonio.
—¿Lo has hecho? —replicó ella como si no estuviese muy interesada.
—Sí, muchísimo. Es curioso. Siempre creí que echar de menos a una persona era algo que se curaba a medida que pasaba el tiempo, pero mi anhelo ha empeorado. No podía esperar mucho más para verte.
Una táctica femenina.
—¿Cómo está tu esposa?
—¿Octavia? Dulce como siempre. La persona más encantadora.
—No deberías decir eso de una mujer a otra mujer.
—¿Por qué no? ¿Desde cuándo Marco Antonio ha estado enamorado de la virtud, la bondad o la generosidad en una mujer?, siento compasión por ella.
—Eso significa que crees que está enamorada de ti.
—No tengo ninguna duda. No pasa un día sin que ella me diga que me quiere, en una carta, si no estamos juntos. Tengo todo un casillero lleno de cartas, aquí en Antioquía. —Hizo una mueca grotesca—. Me cuenta cómo están los niños, qué hace su hermano Octavio, por lo menos hasta donde sabe, y todo lo que ella cree que me parece divertido. Aunque nunca menciona a Livia Drusilia. No aprueba la conducta de la mujer de Octavio hacia la hija que tuvo con Escribonia.
—¿Livia Drusilia ya ha dado a luz a un hijo? No tengo noticias.
—No. Es estéril como el desierto de Libia.
—Entonces quizá la falta es de Octavio.
—¡No me importa de quién es la falta! —exclamó él, tajante.
—Deberías, Antonio.
En respuesta, se acercó a su diván y la atrajo hacia él.
—Quiero hacerte el amor.
¡Ah, ella había olvidado su olor, cómo la estimulaba! El beso fue puro como el sol, libre del más leve aroma oriental. Bueno, él comía las comidas de su propia gente y no había sucumbido a los cardamomos y a las canelas tan preferidas en Oriente. Por lo tanto, su piel no olía con los aceites residuales.
Una mirada a su alrededor le dijo que los sirvientes se habían marchado y que nadie, ni siquiera Cesarión, podría atravesarlas puertas. Su mano cubrió el dorso de la suya y se la acercó a un pecho, más lleno desde el nacimiento de los mellizos.
—Yo también te he echado de menos —mintió, y sintió cómo el deseo aumentaba y se extendía dentro de ella. Sí, la había complacido como amante, y Cesarión se beneficiaría de un segundo hermano. «¡Amón-Ra, Isis, Hator, dadme un hijo. Tengo treinta y tres años, no soy lo bastante mayor como para que el nacimiento sea un peligro para un Ptolomeo!»—. Yo también te he echado de menos —volvió a decir ella en un susurro—. ¡Oh, esto es precioso!
Vulnerable, consumido por las dudas, inseguro de cuál seria su futuro en Roma, Antonio estaba preparado para caer las manos de Cleopatra, y cayó por propia voluntad en la palma de su mano. Había alcanzado una edad que se veía en la desesperada necesidad de algo más que el puro sexo en una mujer; ansiaba una compañera de verdad, y no la podía encontrar entre sus amigas, amantes o, sobre todo, en su esposa romana. Esta reina entre las mujeres —por cierto, este los hombres— era su igual en todos los sentidos: poder, y ambición la calaban hasta la médula.
Ella, consciente de todo eso, se tomaba su tiempo para obtener sus necesidades, que no eran de la carne y el espíritu. Cayo Fonteio, Poplicola, Sosio, Tito y el joven Marco Emilio Escauro estaban en Antioquía, pero ese nuevo Marco Antonio apenas si se fijó en ellos más de lo que lo hizo en Gneo Domitio Ahenobarbo cuando se presentó, su gobernación de Bitinia demasiado lejos de los entresijos para un hombre tan entremetido. Cleopatra siempre le había caído mal, y lo que vio en Antioquía sólo reforzó su desagrado. Antonio era su esclavo.
—No como un hijo con su madre —le comentó Ahenobarbo a Fonteio, en quien intuyó un aliado—, sino como un perro con su amo.
—Lo superará —señaló Fonteio, seguro de que Antonio lo haría—. Está más cerca de los cincuenta, ha sido cónsul, imperator, triunviro, todo excepto el indisputado Primer Hombre de Roma. Desde su desperdiciada juventud con Curio y Clodio ha sido un mujeriego, sin dar nunca su esencia a una mujer. Ahora eso ya ha pasado, y, por ese motivo, ahí está Cleopatra. ¡Afróntalo, Ahenobarbo! Ella es la mujer más poderosa del mundo, y fabulosamente rica. Ha de poseerla y conservarla contra viento y marea.
—Cacat! —replicó él intolerante—. ¡Ella lo guía, no él a ella! ¡Se está volviendo tan blando como un pastel esponjoso!
—Una vez que salga de Antioquía y esté en el campo de batalla, el viejo Marco Antonio volverá —manifestó Fonteio, seguro de estar en lo cierto.
Para gran sorpresa de Cleopatra, cuando Antonio le dijo a Cesarión que era hora de marchar a Alejandría para gobernar como rey y faraón, el chico se marchó sin un murmullo de protesta. No había pasado tanto tiempo con Antonio como había deseado, pero había conseguido salir de Antioquía varias veces, en una de las cuales pasó todo un día dedicado a cazar lobos y leones, que hibernaban en Siria antes de regresar a las estepas de Escitia. Tampoco se había dejado engañar.
—No soy un idiota, sabes —le dijo a Antonio después de abatir su primera pieza, un león macho.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Antonio, sorprendido.
—Éste es un país poblado, demasiado para que haya leones. Lo has traído aquí desde las regiones selváticas para que pudiéramos cazarlo.
—Eres un monstruo, Cesarión.
—¿Gorgona o cíclope?
—Una raza nueva.
Las últimas palabras que le dijo Antonio antes de marchar a Egipto fueron más serias.
—Cuando tu madre regrese, asegúrate de ocuparte mejor de ella. Ahora mismo tú te impones a sus opiniones y deseos. Ése es el padre que está en ti. Pero de lo que careces es de su percepción de la realidad, que él comprendía que era algo más allá de su propio ser. Cultiva esa cualidad, joven César, y, cuando crezcas, nada te detendrá.
«Y yo —pensó Antonio— seré demasiado viejo para que me importe lo que haces con tu vida. Aunque he sido más que un padre para ti de lo que he sido para mis propios hijos. Claro que tu madre me importa muchísimo, y tú eres el centro de su mundo.»
Ella esperó cinco nundinae para atacar. Para entonces, casi todos los nuevos reyes y potentados habían visitado Antioquía para presentar sus respetos a Antonio. Ella no. ¿Quién era ella, excepto otro rey cliente? Amintas, Polemón, Pitodoro, Tarcondimoto, Arquelao Sisenes y, por supuesto, Herodes. ¡Tan pagado de sí mismo!
Ella comenzó con Herodes.
—No me ha pagado el dinero que me debe, ni mi parte de las ganancias del bálsamo —se quejó a Antonio.
—No sabía que te debiese dinero o los beneficios del bálsamo.
—¡Claro que sí! Le presté cien talentos para que llevase su caso a Roma. El bálsamo era parte del pago.
—Se lo recordaré por carta mañana.
—¡Recordarle, nada! No se ha olvidado; sencillamente no pretende hacer honor a sus deudas. Aunque hay una manera de forzar el pago.
—¿De verdad? ¿Cuál? —preguntó Antonio con desconfianza.
—Cédeme a mí los jardines de bálsamo de Jericó y los yacimientos de bitumen en el Palus Asphaltites. Limpio y claro, todo mío.
—¡Por Júpiter! ¡Eso equivale a la mitad de las ganancias de todo el reino de Herodes! Déjalos a él y al bálsamo en paz, amor mío.
—¡No, no lo haré! No necesito el dinero y él sí, eso es verdad, pero no se merece que lo dejen en paz. ¡Es un gusano rechoncho!
Un pensamiento momentáneo provocó su diversión; los ojos de Antonio comenzaron a brillar.
—¿Hay alguna otra cosa que quieras, mi pequeño gorrión?
—La absoluta soberanía sobre Chipre, que siempre perteneció a Egipto hasta que Catón lo anexó a Roma. Cyrenaica, otra posesión egipcia robada por Roma. Cilicia Tracheia. La costa siria hasta el río Eleutero ha sido casi siempre egipcia. Calcis. De hecho, todo el extremo sur de la Siria egipcia me vendría muy bien, así que lo mejor que puedes hacer sería cederme toda Judea. Creta no me vendría mal. También Rodas.
Él la miró boquiabierto y con los pequeños ojos como platos, sin saber muy bien si reírse o rugir de furia.
—Bromeas —acabó por decir.
—¿Bromeo? ¿Bromeo? ¿Quiénes son tus nuevos aliados, Antonio? ¡Tus aliados, no Roma! Le has dado la mayor parte de Anatolia y una buena parte de Siria a un grupo de rufianes traidores y bergantes. ¡De hecho, Tarcondimoto es un bergante! ¡Le has dado las Puertas Sirias y todo el Amanus! Le has regalado al hijo de tu amante la Capadocia y entregado Galacia a un vulgar escribiente. ¡Has entregado a tu hija con una doble dosis de sangre juliana a un gordo usurero griego asiático! ¡Has puesto a un liberto a gobernar Chipre! ¡Oh, cuánta gloria has desparramado a lo largo y a lo ancho a tan maravilloso grupo de aliados! —Ella estaba montando en cólera con una precisión magistral; los ojos habían adquirido el resplandor fiero de un gato, los labios entreabiertos, el rostro, una máscara de puro veneno—. ¿Dónde está Egipto en todas estas brillantes disposiciones? —siseó—. ¡La has pasado por alto! ¡Ni siquiera la has mencionado! ¡Cómo se debe de estar riendo Tarcondimoto! En cuanto a Herodes, ese sapo repugnante, ese rapaz hijo de una pareja de nulidades.
¿Qué se había hecho de su cólera? ¿Dónde estaba su fiel herramienta, el martillo con el que había aplastado las pretensiones de oponentes más poderosos que Cleopatra? Ni una chispa del viejo fuego calentaba sus venas, convertidas en hielo bajo su mirada de Medusa. Confuso y asombrado como estaba, aún conservaba un poco de su astucia.
—¡Me hieres hasta la médula! —jadeó él, y agitó las manos como alguien que se ahoga—. No pretendía insultarte.
Ella permitió que su aparente furia se calmase, pero no con piedad.
—Oh, sé lo que debo hacer para conseguir los territorios que he pedido —continuó ella con un tono normal—. Tus paniaguados han conseguido sus tierras gratis, pero Egipto tiene Pagar. ¿Cuántos talentos de oro vale Cilicia Tracheia? El bálsamo y el bitumen son deudas, me niego a pagar por ellas.
Pero ¿Caléis? ¿Fenicia? ¿Filistea? ¿Chipre? ¿Cyrenaica? ¿Creta? ¿Rodas? ¿Judea? Las bóvedas de mi tesoro están a rebosar querido Antonio, como bien sabes. Ésa ha sido tu intención desde el primer momento, ¿no es así? ¡Hacer que Egipto pague miles sobre miles de talentos de oro por cada plethron de tierra! ¡Lo que otros paniaguados menos merecedores han recibido a cambio de nada, Egipto lo tendrá que comprar! ¡Eres un hipócrita! ¡Un miserable y mezquino intrigante!
Él se vino abajo y lloró, siempre una buena herramienta política.
—¡Oh, deja de llorar! —exclamó ella, y le arrojó una servilleta como un plutócrata podría arrojarle una moneda a alguien que acaba de hacerle un enorme servicio—. ¡Sécate los ojos! Es hora de ponerse a negociar.
—No creía que Egipto desease más territorios —dijo Antonio, carente de cualquier argumento razonable.
—¿De verdad? ¿Qué te ha llevado a esa suposición?
El dolor estaba comenzando: ella no lo amaba en absoluto.
—Egipto es tan autónomo. —La miró con lágrimas en los ojos. «Piensa, Antonio, piensa»—. ¿Qué harías con Cilicia Tracheia? ¿Creta? ¿Rodas? ¿Incluso Cyrenaica? Gobiernas una tierra que tiene grandes dificultades para mantener un ejército que defienda sus propias fronteras. —Hablar contuvo sus lágrimas, lo ayudó a encontrar cierta compostura. Pero no su autoestima, perdida para siempre.
—Añadiré esas tierras al reino que heredará mi hijo, las usaré como su campo de entrenamiento. Las leyes de Egipto están escritas en piedra, pero en otros lugares claman por tener las manos de un sabio gobernante, y Cesarión será el más sabio de los sabios.
¿Cómo responder a eso?
—Chipre lo comprendo, Cleopatra. Tienes toda la razón. Siempre ha pertenecido a Egipto. César te la dio de nuevo, pero cuando él murió volvió a Roma. Me sentiré feliz cediéndote Chipre. En realidad, tenía la intención de hacerlo. ¿No has visto que lo retuve de todas mis otras concesiones?
—Muy amable de tu parte —replicó ella con tono cáustico—. ¿Qué pasa con Cyrenaica?
—Cyrenaica es parte del suministro de trigo de Roma. Ni hablar.
—Rehúso regresar a casa con menos que tus alcahuetes y serviles.
—No son alcahuetes ni serviles, son hombres decentes.
—¿Qué pides por Fenicia y Filistea?
¡Vaya con la codiciosa meretriz! Una vez que había comprendido que sus cuarenta mil talentos de plata del botín de Sexto Pompeyo tardarían años en llegar se había inquietado. Mientras que allí tenía a la reina de Egipto, preparada y capaz de pagar. Ella no lo amaba ni un ápice; ¡qué pena! Pero ella podía darle aquel espléndido ejército en ese momento. Bien, ahora se sentía un poco mejor, al menos de la cabeza.
—Hablemos de los pagos. Tú quieres la completa soberanía y todos los beneficios. A lo largo del tiempo, cien mil talentos de oro cada una. Pero aceptaré el uno por ciento como anticipo. Mil talentos de oro por Fenicia, Filistea, Cilicia Pedía, Calcis, Mesa, el río Eleutero y Chipre. No entran Creta, Cyrenaica o Judea. El bálsamo y el bitumen, gratis.
—Un total de siete mil talentos de oro. —Ella se desperezó y soltó un suave ronroneo—. Trato hecho, Antonio.
—Quiero los siete mil ahora, Cleopatra. —A cambio de los títulos oficiales, firmados y sellados por ti en tu función como triunviro a cargo de Oriente.
—Cuando tenga el oro y lo haya contado, tendrás tus títulos. Con el sello de Roma, además de mi sello de triunviro, incluso pondré mi sello personal.
—Eso es satisfactorio. Enviaré un correo rápido a Mentís por la mañana. —¿Mentís?
—Es más rápido, créeme.
Esto los dejó sin más ideas de qué hacer a continuación. Ella había venido a conseguir lo que pudiese, y había conseguido más de lo que esperaba; él había necesitado de su fuerza y guía con desesperación y no había conseguido nada. El vínculo físico era frágil; el mental, inexistente. Pasó un largo momento mientras se miraban el uno al otro sin encontrar nada más que decir. Entonces, Antonio suspiró.
—No me amas en absoluto. Has venido a Antioquía como cualquier otra mujer a comprar.
—Es verdad que he venido a conseguir la parte del botín que le toca a Cesarión —respondió, sus ojos ahora lo bastante humanos para parecer un poco tristes—. Sin embargo, debo amarte. Si no lo hiciera, hubiese continuado con mi tarea de manera diferente. No lo ves, pero te he perdonado.
—¡Los dioses me preserven de una Cleopatra que no me haya perdonado!
—Oh, lloras, y eso significa para ti que te he emasculado, nadie puede emascularte, Antonio, excepto tú mismo. Hasta que Cesarión crezca (como mínimo diez años más).
Egipto necesita un consorte, y sólo tengo un nombre en mi mente: Marco Antonio. No eres débil, pero careces de objetivos. Lo veo con tanta claridad como Fonteio debió de verlo.
Marco Antonio frunció el entrecejo.
—¿Fonteio? ¿Habéis estado comparando notas?
—No, en absoluto. Sólo intuí que estaba preocupado por ti. Ahora veo por qué. Veo que no amas Roma como lo hizo César, y tu rival en Roma es veinte años más joven que tú. A menos que lo maten, debe de vivir más que tú, y no veo a Octavio muriendo joven, a pesar del asma. ¿Asesinato? Una respuesta ideal, si se pudiera hacer, pero no se puede. Entre Agripa y los guardias germanos es invulnerable. ¿Octavio despedir a sus lictores como hizo César? ¿No? Ni siquiera si le ofrecen a Sexto Pompeyo en una bandeja de oro. Si fueses mayor, te sería más fácil para ti, pero veinte años no son suficientes, aunque parezcan demasiados. Octavio hará veintiséis este año. Mis agentes me dicen que es más hombre ahora que se le ha pasado el rubor de la juventud. Tú tienes cuarenta y seis y yo he cumplido treinta y dos. Tú y yo estamos mejor emparejados por la edad, y haré que Egipto recupere su viejo poder. A diferencia del reino de los partos, Egipto pertenece a tu Mare Nostrum. Contigo como mi consorte, Antonio, piensa en lo que podríamos hacer en los próximos diez años.
¿Lo que ella proponía era factible? No era romano, pero Roma estaba escapándose de su mano, hilillos de humo en el perfumado aire oriental. Sí, él estaba confuso, pero no tanto como para no comprender lo que ella le proponía y cuáles eran los problemas. Estaba perdiendo el poder sobre sus partidarios en Roma: Pollio se había marchado, y Ventidio, Salustio y todos los grandes generales, excepto Ahenobarbo. ¿Durante cuánto tiempo más podría contar con sus setecientos clientes-senadores, a menos que hiciese largas visitas a Roma a intervalos frecuentes? ¿Valía la pena el esfuerzo? ¿Podía aceptar más esfuerzos cuando Cleopatra no lo amaba? Como era un hombre poco racional, no podía entender lo que ella le había hecho; sólo que la amaba. Desde el día que ella había llegado a Antioquía, estaba derrotado, y ése era un misterio que superaba su capacidad para resolverlo.
Ella hablaba de nuevo.
—Con Sexto Pompeyo por derrotar, pasarán algunos años antes de que Octavio y Roma estén en condiciones de mirar lo que está pasando en Oriente. El Senado no es más que un grupo de viejas gallinas cluecas, impotentes de arrebatarle el gobierno a Octavio, o a ti; a Lépido no lo tomo en cuenta.
Ella se levantó de su diván y fue a tenderse junto a él, su mejilla apoyada en uno de sus musculosos antebrazos.
—No estoy abogando por la sedición, Antonio —dijo con una voz suave y almibarada—. Ni por asomo. Lo único que digo es que, en concierto conmigo, podrás hacer de Oriente un lugar mejor y más fuerte. ¿Cómo puede ser eso injurioso para Roma? ¿Cómo puede disminuir a Roma? Todo lo contrario. Por ejemplo, evitará la aparición de otro Mitrídates o Tigranes.
—Sería tu consorte en un abrir y cerrar de ojos, Cleopatra, si de verdad creyese que algo de todo esto era por mí. ¿Hasta la última mota ha de ser para Cesarión? —preguntó con la boca contra su hombro—. Por fin he llegado a comprender que, antes de morir, quiero estar solo como un coloso al pleno resplandor del sol. ¡Sin sombras de ninguna clase! Sin la sombra de Roma, ni la sombra de Cesarión. Quiero acabar mi vida como Marco Antonio, ni romano ni egipcio. Quiero ser alguien verdaderamente singular. Quiero ser Antonio Magno. Tú no me lo ofreces.
—¡Sí que te ofrezco la grandeza! No puedes ser egipcio, eso por descontado. Si eres romano sólo tú puedes quitártelo. Es sólo una piel que se quita con la misma facilidad que una serpiente quita la suya. —Su boca rozó un costado de su rostro—. ¡Antonio, lo comprendo! Ansias ser más grande que Julio César, y eso significa conquistar nuevos mundos. Pero con los partos estás mirando al mundo equivocado. Vuelve tu cabeza hacia el oeste, no vayas más lejos hacia el este. César nunca conquistó en realidad Roma, sucumbió ante Roma. Antonio puede ganarse el nombre de Magno sólo con la conquista de Roma.
Aquél no fue más que el primer asalto de una incesante batalla que duró hasta marzo, primavera en Antioquía. Una lucha titánica librada en la oscuridad de sus emociones mezcladas, en el silencio de sus dudas y desconfianzas no dichas. El secreto era urgente y completo: si Ahenobarbo, Poplicola, Fonteio, Furnio, Sosio o cualquier otro romano en Antioquía hubiese adivinado que Antonio estaba vendiendo para siempre y sin tributo lo que pertenecía a Roma a perpetuidad y sólo era alquilado a los clientes-reyes a cambio de tributos, entonces hubiese habido una convulsión tan grande que Antonio quizá se hubiese visto encadenado y enviado de regreso a Roma. Los textorios recibidos por Cleopatra tenían que parecer cedidos sin segundas hasta que el poder de Antonio fuese mucho más fuerte. De forma tal que lo que era de conocimiento público de una manera, sólo era conocido para Antonio y Cleopatra de otra. Para sus compañeros romanos tenían que parecer como simples cesiones para conseguir el oro destinado a financiar su ejército. Una vez que fuese invencible en Oriente ya no importaría que se supiese. Había intentado convencer a César que se hiciese rey de Roma, y había fracasado. Antonio era mucho más maleable, sobre todo en su actual estado mental. Oriente ansiaba un rey fuerte. ¿Quién mejor que un romano, formado en las leyes y el gobierno y no dado a los caprichos o a las locuras asesinas? Antonio Magno convertiría Oriente en algo formidable capaz de enfrentarse a Roma por la supremacía mundial. Ése era el sueño de Cleopatra, muy consciente de que aún tenía un largo camino por recorrer, y más todavía antes de que pudiese aplastar a Antonio Magno en favor de Cesarión, Rey de Reyes.
Antonio consiguió engañar a sus colegas. Ahenobarbo y Poplicola fueron testigos de los documentos de Cleopatra, pero sin leer su contenido, y se burlaron de su ingenuidad. ¡Tanto oro!
Pero el peor conflicto de Antonio no se lo confió a nadie. La reina se oponía férreamente a su campaña parta, y se quejaba de que su oro sirviese para financiarla. Temía ver al ejército reducido por los ataques partos, temía ver a su ejército demasiado debilitado para hacer lo que ella pretendía hacer: ir a la guerra contra Roma y Octavio. Unos planes que sólo había revelado a Antonio en parte, pero que estaban siempre presentes en su mente. Cesarión debía reinar el mundo de César, además de Egipto y Oriente, y nada, incluido Marco Antonio, iba a impedirlo. Para horror de Antonio, se enteró de que Cleopatra terna la intención de marchar con él a la campaña, y esperaba tener voz y voto en los consejos de guerra. Canidio lo esperaba en Carana, después de un exitoso golpe en el norte, en el Cáucaso, y ella miraba con ansia encontrarse con él, y no dejaba de repetirlo. Por mucho que lo intentó, Antonio no pudo convencerla de que no sería bien recibida, que sus legados no la tolerarían.
Así pues, en el espacio de un nundinum se libró de los hombres que, probablemente, se rebelarían contra su presencia. Envió a Poplicola a Roma para animar a sus setecientos senadores y a Furnio a gobernar la provincia de Asia. Ahenobarbo fue de nuevo a gobernar Bitinia y Sosio debía continuar en Siria. Entonces, el más natural e inevitable de los acontecimientos lo salvó: un embarazo. Aliviado a más no poder, pudo decirle a sus legados que la reina viajaba con la legiones sólo hasta Zeugma, en el Eufrates, y de allí regresaría a Egipto.
Admirados y divertidos, los legados asumieron que el amor de la reina por Antonio era tan grande que apenas si podía soportar verse alejada de él.
En esas circunstancias, una satisfecha Cleopatra le dio un beso de despedida a Marco Antonio en Zeugma al comenzar el largo viaje por tierra a Egipto; aunque podía haber navegado, tenía una razón para no hacerlo: Herodes, el rey de los judíos. Cuando se enteró de la pérdida del bálsamo y el bitumen, había acudido a todo galope desde Jerusalén hasta Antioquía. Nada más ver a Cleopatra sentada junto a Antonio en la sala de audiencias, se dio media vuelta y regresó a casa. Una acción que enseñó a Cleopatra que Herodes prefería esperar hasta conseguir ver a Antonio a solas. También significaba que Herodes había visto aquello que no habían visto los romanos: que ella dominaba al triunviro al mando en Oriente, como una arcilla en sus manos ocupadas y entremetidas.
Sin embargo, pese sus sentimientos privados, Herodes no tuvo más elección que darle la bienvenida a la reina de Egipto a su capital y albergarla con todo lujo en su nuevo palacio, un magnífico edificio.
—La verdad es que veo edificios nuevos que se levantan por todas partes —le comentó Cleopatra a su anfitrión durante la cena, mientras pensaba que la comida era espantosa y que la reina Mariamne era fea y aburrida. Pero, sin embargo, era fecunda, ya que tenía dos hijos—. Uno se parece sospechosamente a una fortaleza.
—Oh, eso es una fortaleza —dijo Herodes, imperturbable—. La llamaré Antonia en honor a nuestro triunviro. También estoy construyendo un nuevo templo.
—También he escuchado decir que hay algunas nuevas estructuras en Masada.
—Fue un cruel exilio para mi familia, pero un lugar muy conveniente. Estoy construyendo nuevas casas, más graneros, depósitos de alimentación y cisternas de agua.
—Es una pena que no lo pueda ver. La carretera de la costa es más cómoda.
—Sobre todo para una dama embarazada. —Le hizo un gesto a Mariamne, que se levantó y se marchó en el acto.
—Tienes un ojo muy agudo, Herodes.
—Y tú un insaciable apetito de territorios, según los informes de Antioquía. ¡Cilicia Tracheia! ¿Para qué quieres ese rocoso trozo de costa?
—Entre otras cosas, para devolverle Olbia a la reina Aba y a la dinastía de los Teucro. Sin embargo, no recibí la ciudad.
—Cilicia Seleucia es demasiado importante estratégicamente para los romanos, mi querida y ambiciosa reina. De paso, no puedes disponer de mis ingresos por el bálsamo y el bitumen. Los necesito mucho.
—Ya tengo el bálsamo y el bitumen, Herodes, y aquí —añadió, y sacó un papel del bolso de redecilla de oro con recamado de joyas— están las indicaciones de Marco Antonio que te ordenan recoger los beneficios en mi nombre.
—¡Antonio no puede hacerme esto a mí! —gritó Herodes mientras leía.
—Antonio puede y lo ha hecho. Aunque fue mi idea que tú te encargases del cobro. Tendrías que pagar tus deudas, Herodes.
—Yo duraré más que tú, Cleopatra.
—Tonterías. Eres demasiado codicioso y demasiado gordo. Los gordos mueren antes.
—¿Con eso quieres decir que las mujeres esqueléticas viven para siempre? No en tu caso, reina. Mi codicia no es nada comparada con la tuya. No estarás contenta con menos de todo el mundo. Pero Antonio no es el hombre que lo conseguirá para ti. Está perdiendo el control sobre la parte del mundo que ya tiene, ¿no lo has visto?
—¡Bah! Si te refieres a su campaña contra el rey de los partos, eso es algo que sólo necesita sacarse de dentro antes de que dedique sus energías hacia objetivos más accesibles.
—¡Objetivos que tú has inventado para él!
—¡Tonterías! Él es muy capaz de verlo por sí mismo.
Herodes se echó hacia atrás en su diván y entrelazó los gordos dedos enjoyados sobre la barriga.
—¿Cuánto tiempo llevas planeando lo que creo que estás planeando?
Los ojos dorados se abrieron como platos, lo miraron con ingenuidad.
—¡Herodes! ¿Yo urdiendo complots? A veces tu imaginación se desborda. Lo próximo que harás será delirar. ¿Qué complots podría preparar?
—Con Antonio con un anillo en la nariz y con un gran número de legiones detrás, mi querida Cleopatra, creo que lo que intentas es derrocar Roma en favor de Egipto. ¿Qué mejor momento para atacar mientras Octavio es débil y las provincias occidentales necesitan a sus mejores hombres? No hay límite para tus ambiciones, para tus deseos. Lo que me sorprende es que nadie parezca despertar a tus designios excepto yo. ¡Pobre Antonio cuando lo haga!
—Si eres prudente, Herodes, te guardarás tus pensamientos para ti, y no dejarás que lleguen a la punta de tu lengua. Son una locura sin ninguna base.
—Dame el bálsamo y el bitumen, y guardaré silencio.
Ella se levantó del diván y se puso las chinelas.
—¡No te daré ni el olor de un trapo sucio, ser abominable!
Y se marchó, sus prendas haciendo ruidos sibilantes como suaves voces que susurran hechizos.