Había un nuevo Quinto Delio en la vida de Antonio, un senador alto y muy elegante de una familia bastante antigua de la que había salido una virgen vestal alrededor de hacía un siglo. Los Fonteio Capito eran auténticos aristocráticos plebeyos romanos. Su nombre era Cayo Fonteio Capito, y era tan apuesto como cualquier Memmio y tan bien educado como cualquier Mucio Escévola. Fonteio no era un adulador; disfrutaba de la compañía de Antonio, sacaba lo mejor de Antonio y, como leal cliente, se complacía en hacerle un servicio a Antonio.
Cuando Antonio dejó Roma e Italia a principios de septiembre y se embarcó con Octavia en su nave insignia en Tarentum, se llevó a Fonteio con él. Los ciento cincuenta barcos de su flota tenían ahora veinte quinquerremes que Octavia había donado a su hermano de su fortuna privada; los ciento cuarenta aún estaban anclados en Tarentum, ocupados en construir cobertizos para que los navíos pudiesen ser sacados del agua antes del invierno.
Todavía era un poco pronto para las tormentas equinocciales, y por lo tanto Antonio estaba ansioso por zarpar, con la esperanza de navegar con un viento a favor y un buen mar todo el camino alrededor del cabo Taenarum, al pie del Peloponeso, y de esta manera llegar a Atenas y anclar en El Pireo.
Pero a los tres días de navegación se encontraron con una tormenta que los obligó a buscar refugio en Corcira, una hermosa isla delante de la costa griega. El mar alborotado había perjudicado a Octavia, a punto de acabar el séptimo mes de embarazo, así que agradeció estar en tierra firme.
—Detesto verte demorado —le dijo a Antonio—, pero confieso que deseo permanecer aquí unos cuantos días. Mi bebé debe ser un soldado, no un marinero.
Él no sonrió ante su pequeña broma, demasiado impaciente por seguir su camino como para sentirse conmovido por el sufrimiento de su esposa o sus valientes intentos por no ser una molestia.
—Tan pronto como el capitán diga que podemos zarpar, volveremos a la mar —replicó con un tono brusco.
—Por supuesto. Estaré preparada.
Aquella noche no se presentó a cenar, con la excusa de que aún tenía mal el estómago por la travesía marítima, y Antonio estaba cansado del grupo habitual que lo rodeaba, siempre buscando su atención, forzándole a adoptar una bonhomía que no sentía. De hecho, el único por el que se sentía atraído era Fonteio, a quien invitó a cenar, los dos solos.
Astuto a la manera de un diplomático natural y porque sentía más aprecio por Antonio que por sí mismo, Fonteio aceptó agradecido. Hacía tiempo que había adivinado que Antonio no era feliz, y quizá esa noche tendría la oportunidad para sondear en la herida de Antonio, a ver si podía encontrar el dardo envenenado.
Era una noche ideal para una conversación íntima; las llamas de las velas se movían como tentáculos con el viento que soplaba en el exterior, la lluvia golpeaba contra las persianas, un pequeño torrente gorgoteaba mientras bajaba por la colina. Las brasas resplandecían con fuerza en los varios braseros que quitaban el frío de la habitación, y los sirvientes se movían como lémures entrando y saliendo de las sombras.
Quizá por la atmósfera o quizá porque Fonteio sabía cómo buscar las respuestas correctas, Antonio se descubrió a sí mismo descargando sus temores, horrores, dilemas, ansiedades con poco orden o lógica.
—¿Dónde está mi lugar? —le preguntó a Fonteio—. ¿Qué quiero? ¿Soy un verdadero romano o algo me ha pasado para hacerme menos romano de lo que era? Todo está en las puntas de mis dedos, un gran poder, y, sin embargo, parece que no tengo ningún lugar que pueda llamar propio. ¿O es «lugar» la palabra equivocada? No lo sé.
—Podría ser que cuando dices lugar te refieres a función —manifestó Fonteio, que buscó su camino con cautela—. Te gusta divertirte, estar con hombres a los que consideras tus amigos y con las mujeres que deseas. El rostro que muestras al mundo es atrevido, descarado, sin complicaciones. Pero yo veo muchas complicaciones detrás de ese exterior. Uno de ellos te llevó a una participación periférica en el asesinato de César. ¡No lo niegues! No te culpo, culpo a César. Él también te mato al hacer a Octavio su heredero; sólo puedo imaginar lo profundo que te hirió. Habías pasado tu vida hasta ese momento al servicio de César, y un hombre de tu temperamento no podría ver por qué César condenó algunas de tus acciones. Después dejó un testamento donde ni siquiera te mencionaba. Un golpe cruel que destruyó del todo tu dignitas. Porque los hombres se preguntaron por qué César dejó su nombre, sus legiones, su dinero y su poder a un niño bonito más que a ti, su primo y un hombre en su plenitud. Ellos interpretaron el testamento de César como una señal de su colosal desagrado por tu conducta. Eso no hubiese importado de no haber sido César, el ídolo del pueblo; ellos lo han hecho un dios, y los dioses no toman decisiones equivocadas. Por lo tanto, tú no eras digno de ser el heredero de César. Tú nunca podrías convertirte en otro César. César hizo que eso fuese imposible, no Octavio. Te despojó de tu dignitas.
—Sí, lo veo —dijo Antonio con voz pausada y los puños apretados—. El viejo me escupió.
—Tú no eres por naturaleza introvertido, Antonio. Te gusta tratar con hechos concretos, y eres propenso, como Alejandro Magno, a utilizar la espada en los problemas difíciles. No tienes la habilidad de Octavio para meterte debajo de la piel de la sociedad, para susurrar difamaciones como verdades de una manera que la gente llega a creerlas. La fuente de tu dilema es la mancha en tu reputación que César puso allí. ¿Por qué, por ejemplo, escogiste Oriente como parte de tu triunvirato? Sin duda crees que lo hiciste por las riquezas y por las guerras que podías llevar a cabo allí. Pero yo no creo que sea eso en absoluto. Creo que era una manera honorable de salir de Roma e Italia, donde tendrías que haberte mostrado a ti mismo ante las personas que sabían que César te despreciaba. ¡Busca dentro de ti mismo, Antonio! ¡Busca la herida y descubre a qué se debe!
—¡Suerte! —replicó Antonio para asombro de Fonteio. Después más fuerte—: ¡Suerte! La suerte de César era proverbial, era parte de su leyenda. Pero cuando me dejó fuera de su testamento, le pasó su suerte a Octavio. ¿Cómo sino hubiese sobrevivido el pequeño gusano? ¡Tiene la suerte de César, por eso! Mientras que yo he perdido la mía. ¡La he perdido! Y ahí está el núcleo del problema, Fonteio. Todo lo que hago es desafortunado. ¿Cómo se puede enfrentar alguien a eso? Sé que no puedo.
—Pero ¡tú puedes, Antonio! —gritó Fonteio, que se recuperó de aquella extraordinaria exposición que había desarrollado—. Si escoges considerar tu presente melancolía como una pérdida de suerte, entonces haz tu propia suerte en Oriente. No es una tarea que te supere. Recupera tu reputación con los caballeros creando un Oriente perfecto para las oportunidades comerciales. Llévate un consejero oriental, alguien de Oriente y para Oriente. —Hizo una pausa y pensó en Pitodoro de Tralles, ligado a Antonio por vínculos matrimoniales. Un consejero con poder, influencia, riqueza—. Tienes cinco años más como triunviro gracias al pacto de Tarentum; úsalos. Crea un pozo de suerte sin fondo.
Antonio sufrió unos temblores de excitación que acabaron con su melancolía. De pronto vio su camino claro, cómo recuperar su buena fortuna.
—¿Considerarías emprender un largo viaje por mí en los mares invernales? —le preguntó a Fonteio.
—Lo que tú quieras, Antonio. Estoy preocupado de todo corazón por tu futuro, que no está en armonía con la Roma de Octavio. Ése es otro factor que causa la melancolía: que la Roma que Octavio pretende hacer es ajena a los hombres romanos que valoran Roma como era. César comenzó a manipular con los derechos y las prerrogativas de la primera clase, y Octavio está decidido a continuar con ese trabajo. Creo que, cuando encuentres tu suerte, tendrías que llevar a Roma de nuevo a lo que solía ser. —Fonteio levantó la cabeza, escuchó los sonidos del viento y la lluvia y sonrió—. La tempestad se agota. ¿Adónde quieres que vaya? —Era una pregunta que no pedía respuestas: sabía que era a Tralles y con Pitodoro.
—A Egipto. Quiero que veas a Cleopatra y la convenzas para que se encuentre conmigo en Antioquía antes de que acabe el invierno. ¿Podrás hacerlo?
—Es mi placer, Antonio —respondió Fonteio, que disimuló su desilusión—. Hay un barco anclado aquí en Corcira que puede navegar por el océano Libio. Iré de inmediato. —Una mirada triste apareció en su rostro—. Sin embargo, mi bolsa no es abundante. Necesitaré dinero.
—¡Tendrás el dinero que necesites, Fonteio! —afirmó Antonio, su rostro transfigurado por la felicidad—. ¡Oh, Fonteio, gracias por enseñarme lo que debo hacer! ¡Debo utilizar Oriente para forzar a Roma a que rechace las maquinaciones de César y al heredero de César!
Cuando Antonio pasó junto a la puerta de la habitación de Octavia camino a la suya, aún estaba rebosante de excitación y Heno de una nueva urgencia para llegar a Antioquía. ¡No, no se detendría en Atenas! Navegaría sin escalas a Antioquía. Tomada la decisión, abrió la puerta de Octavia y al entrar la encontró acomodada en la cama. Se sentó en el borde del lecho y apartó un mechón de cabello de su frente con una sonrisa.
—¡Mi pobre muchacha! —dijo con ternura—. Tendría que haberte dejado en Roma y no someterte al mar Jónico cerca del equinoccio.
—Estaré mejor por la mañana, Antonio.
—Posiblemente, pero te quedarás aquí hasta que puedas conseguir un pasaje a Italia. ¡No, no protestes! No quiero ninguna discusión, Octavia. Regresa a Roma y ten a nuestro hijo allí. Echas de menos a los niños que están en Roma. No voy a Atenas, voy directamente a Antioquía, que no es lugar para ti.
La tristeza apareció en el rostro de la mujer; miró a aquellos ojos enrojecidos con dolor en los propios. Cómo lo sabía, no tenía idea, pero esa vez sería la última vez que vería a Marco Antonio, su amado marido. Adiós en la isla de Corcira. ¿Quién podría haberlo adivinado?
—Haré lo que tú creas mejor —contestó ella con un nudo en la garganta.
—¡Bien! —Se levantó y se inclinó para besarla.
—Pero ¿te veré por la mañana?
—Me verás, claro que sí. Cuando se marchó, ella se giró en la cama y hundió el rostro en la almohada. No para llorar; la agonía era demasiado grande para las lágrimas. Lo que ella miraba era la soledad.
Fonteio emprendió la marcha el primero. Un buque de carga sirio también había entrado para esperar a que pasase la tempestad, y dado que su capitán tenía que enfrentarse al océano Libio de todas maneras, dijo que no se oponía a hacer otra escala en Alejandría por una bonita suma. Sus bodegas estaban cargadas con ruedas de carros con flejes de hierro galo, potes de cobre de la Hispania Citerior, algunos barriles de garum y, para llenar los espacios, cañamazo de las tierras de los petrocoríos. Eso significaba que su barco iba cargado hasta la línea de flotación, pero se asentaba bien en el agua, y estaba dispuesto a ceder su camarote en la popa a aquel atildado senador con sus siete sirvientes.
Fonteio se despidió de Antonio, todavía asombrado. ¡Qué terrible que todo hubiese salido mal! ¡Qué presuntuoso había sido al creer que podría leer la mente de Antonio, y mucho menos manipularla! ¿Por qué el hombre se había fijado en la suerte, entre todas las cosas? Un fantasma, una ficción. Fonteio no creía que la suerte existiese como una entidad en sí misma, sin importar lo que la gente dijese de la suerte de César. Sin embargo, Antonio había volado por encima de la verdad que debía ver para fijarse en la suerte. ¡La suerte! ¿En cuanto a Cleopatra? ¿Dioses, en qué estaba pensando cuando la escogió a ella como su consejero oriental? Ella retorcería y complicaría todavía más su confusión. La sangre del rey Mitrídates el Grande fluía por sus venas, junto con un montón de asesinos y amorales Ptolomeo y, para completarlo, unos cuantos partos. Para Fonteio, ella destilaba todo lo malo de Oriente.
Fonteio quería la guerra civil, si era la guerra civil lo necesario para librarse de Octavio. El único hombre que podía derrotar a Octavio era Marco Antonio. Y no el Antonio que Fonteio había visto emerger a lo largo de los últimos años, sino el Antonio de Filipos. ¿Cleopatra? ¡Oh, Antonio, qué mala elección! Había sido amigo de la viuda de César, Calpurnia, antes de que ella se quitase la vida, y Calpurnia le había dado un boceto bastante completo de la Cleopatra que ella y otras mujeres habían conocido en Roma, un boceto que no llenaba de esperanza al embajador de Antonio.
Llegó a Alejandría después de un mes de viaje debido a una tormenta que lo había obligado a pasar seis días en Paratonium. ¡Qué lugar! Pero el capitán había encontrado laserpicium, por lo que arrojó por la borda el cañamazo suficiente para alojarlo en veinte ánforas.
—¡He hecho mi fortuna! —dijo a Fonteio, jubiloso—. Con Marco Antonio, que viene a vivir a Antioquía, habrá tanta indulgencia que podré pedir una fortuna por una dosis. Y hay varios miles de cucharadas por ánfora. ¡Ah, qué bendición!
Aunque no había estado en Alejandría antes, Fonteio no se mostró muy impresionado por la innegable belleza de la ciudad, su disposición en amplias calles. Mecenas, se dijo, lo hubiese llamado un desierto de ángulos rectos. Sin embargo, gracias a la pasión de cada uno de los Ptolomeo por erigir un nuevo palacio, el recinto real tenía encanto. Dos docenas de palacios, como mínimo, más una sala de audiencias.
Allí, en medio de un resplandor de oro que había impresionado a todos los romanos que lo habían visto, lo recibieron dos marionetas —era la única palabra con que podía describirlos, ya que estaban tan tiesos, rígidos y pintados que parecían un Par de muñecas hechas en Saturnia o Florentia manipuladas, a través de los hilos, por un amo invisible—. La audiencia fue breve; no le habían preguntado por el asunto que lo traía allí, sólo les transmitió los saludos del triunviro Marco Antonio.
—Puedes retirarte. Cayo Fonteio Capito —dijo la muñeca de rostro blanco, sentada en el trono superior.
—Te damos las gracias por venir —añadió la muñeca de rostro rojo, sentada, a su vez, en el trono inferior.
—Un sirviente te acompañará para que cenes con nosotros esta tarde.
Sin el maquillaje y toda la parafernalia, lo que quedó a la vista fueron dos pequeñas personas, aunque el chico no iba camino de ser un hombre pequeño. Fonteio sabía su edad: diez años; no obstante, parecía tener trece o catorce, si no fuera porque aún estaba en la pubertad. ¡Era la imagen de César! Otro intérprete en el escenario del futuro, y una inesperada pero muy imperiosa razón por la que Antonio no debería asociarse con esa mujer. Cesarión era el único objeto de su afecto, así lo testimoniaban sus magníficos ojos dorados cada vez que se posaban en él. Por su parte, Cleopatra era esquelética, pequeña, casi fea. Los ojos y la magnífica piel la salvaban; también tenía una voz baja y melodiosa que usaba con mucha habilidad. Ambos le hablaron en un latín que él no podía reprochar.
—¿Marco Antonio te envió aquí para avisarnos de que vendría? —preguntó el chico, ansioso—. ¡Lo he echado mucho de menos!
—No, su majestad, no viene aquí.
Desapareció la alegría del rostro, y los vividos ojos azules desviaron la mirada.
—Oh.
—Una desilusión —comentó la madre—. ¿Entonces, por qué estás aquí?
—En este momento, Marco Antonio ya tendría que estar en Antioquía —respondió Fonteio mientras pensaba que el langostino de agua dulce que comía carecía de sabor. Con el Mare Nostrum al pie de la escalinata de su palacio, ¿por qué no enviaba a sus flotas pesqueras a pescar los de agua salada? Mientras su mente se ocupaba de este misterio, sus labios continuaron hablando—. Tiene el deseo de hacer su estada allí permanente por dos razones.
—Una de las cuales —intervino el chico— es la proximidad a la tierra de los partos. Se lanzará desde Antioquía.
«Vaya con el pequeño monstruo maleducado —pensó Fonteio—. ¡Entremetiéndose en la conversación de los adultos! Lo que es más, su madre cree que es normal además de maravilloso. ¡Muy bien, pequeño monstruo, veamos lo listo que eres de verdad!»
—¿Cuál es la segunda razón? —preguntó Fonteio.
—El verdadero Oriente, que no se puede decir que sea la provincia de Asia, y desde luego no Grecia o Macedonia. Si Antonio tiene que gobernar Oriente, debería situarse en algún lugar verdaderamente al este, y Antioquía o Damasco es lo ideal —respondió Cesarión, sin arredrarse.
—Entonces, ¿por qué no Damasco?
—Tiene mejor clima, pero está muy lejos del mar.
—Lo mismo que dijo Antonio —manifestó Fonteio, demasiado diplomático para dejar que se viese su desagrado.
—¿Por qué estás aquí, Cayo Fonteio? —preguntó la reina.
—Para invitarte a ti, majestad, a Antioquía. Marco Antonio está más que ansioso por verte. Necesita el consejo de alguien que sea oriental por nacimiento y cultura, y cree que eres, de lejos, el mejor candidato.
—¿Consideró también a otras personas? —preguntó ella con viveza, el entrecejo fruncido.
—No. Yo sí —admitió Fonteio en voz baja—. Mencioné varios nombres, pero Antonio sólo uno, el tuyo.
—¡Ah! —Ella se reclinó en su diván y sonrió como el gato que tenía a su lado. Una mano delgada acarició el lomo de la criatura, y el animal se volvió para sonreírle.
—Te agradan los gatos —comentó.
—Los gatos son sagrados, Cayo Fonteio. Una vez, hace veinticinco años, un mercader romano en Alejandría mató a un gato. La gente lo hizo pedazos.
—Brrr —exclamó él con un temblor—. Estoy acostumbrado a los gatos grises con rayas o manchas, pero nunca he visto uno de este color.
—Es egipcia. La llamo Bastela; llamarla Bast sería un sacrilegio, aunque recibí muy buenos augurios del diminutivo latino, —Cleopatra se volvió hacia el gato y buscó un dátil para dárselo—. Entonces, ¿Marco Antonio me ordena que vaya a Antioquía?
—No ordena, su majestad. Solicita.
—¡Y un cuerno! —dijo Cesarión con una risita—. Ordena.
—Puedes decirle que iré.
—¡Y yo! —se apresuró a decir el chico.
Entre madre e hijo surgió una curiosa escena muda; no se Pronunció ni una palabra, aunque ella deseaba hablar. Una lucha de voluntades. Que el niño ganase no fue ninguna sorpresa para Fonteio. Cleopatra no había nacido autócrata, las circunstancias la habían hecho así. Mientras que Cesarión era un autócrata formado en el vientre. Como su tata. Fonteio experimentó una oleada de temor que se extendió por su espalda e hizo que se le erizasen los cabellos de la nuca. Imaginó cómo sería Cesarión cuando fuese mayor. La sangre de Cayo Julio César y la sangre de los tiranos orientales. No habría manera de detenerlo. «Es porque Cleopatra sabe que hará de puta y alcahueta del pobre Antonio. Sin importarle nada de Antonio y su destino. Dispuesta a que su hijo con César gobierne el mundo.»
A Fonteio le aconsejaron que viajase por tierra, acompañado por una guardia egipcia que Cleopatra dijo que era necesaria; Siria estaba llena de ladrones y asesinos desde que varios principados desaparecieron durante la ocupación parta.
—Te seguiré tan pronto como pueda —le informó a Fonteio—, pero no creo que sea antes del Año Nuevo. Si Cesarión insiste en venir, tendré que buscar un regente y un consejo, aunque Cesarión no se quedará en Antioquía más que unos pocos días.
—¿Él lo sabe? —preguntó Fonteio astutamente.
—Desde luego —replicó Cleopatra.
—¿Qué hay de los hijos de Antonio?
—Para verlos, Antonio debe venir a Alejandría.
Un mes más tarde encontró a Antonio instalado en Antioquía y trabajando muy duro. Lucilio corría para obedecer una orden tras otra, mientras Antonio, sentado a su mesa, repasaba pilas de documentos y muy pocos pergaminos. Su único entretenimiento era hacer desfilar sus tropas, que estaban de nuevo en los cuarteles de invierno tras una dura campaña en Armenia que Publio Canidio había dirigido con tanta eficacia como Ventidio las campañas anteriores. El propio Canidio se había quedado en el norte con diez de las legiones, a la espera de la primavera; el resto de las legiones y la caballería estaban con Marco Antonio. La única cosa que Canidio había hecho mal a los ojos de Antonio era avisarle en cada carta de que no se podía confiar en el rey Artavasdes de Armenia, pese a todas sus afirmaciones de lealtad a Roma y de enemistad hacia los partos. Una profecía a la que Antonio optó por no hacer caso, más desconfiado de otro Artavasdes, rey de Media. Él también hacía propuestas de amistad.
—Veo que la ciudad se está llenando con potentados y futuros potentados —comentó Fonteio mientras se dejaba caer en una silla.
—Sí, ya los tengo a todos clasificados, así que los he llamado para que escuchen sus destinos —dijo Antonio con una sonrisa—. ¿Ella… ella vendrá? —añadió, y la ansiedad reemplazó al tono divertido.
—Tan pronto como pueda. Aquel insolente mocoso de Cesarión ha insistido en venir con ella; por consiguiente, Cleopatra tendrá que buscar un regente.
—¿Un mocoso insolente? —preguntó Antonio, y frunció el entrecejo.
—Así lo consideré. En realidad, insoportable.
—Verás, participa en la monarquía al mismo nivel que su madre; ambos son faraones.
—¿Faraones? —preguntó Fonteio.
—Sí, supremos gobernantes del río Nílo, el verdadero reino de Egipto. Alejandría no es considerada egipcia.
—En cualquier caso, estoy de acuerdo con eso. Es muy griega, desde luego.
—Oh, no dentro del recinto real. —Antonio intentó mostrarse desinteresado—. ¿Cuándo dijo que vendrá?
—A principios del año que viene.
Desilusionado, Antonio hizo un vago gesto con la mano.
—Mañana voy a mostrar la grandeza de Roma a todos los potentados y futuros potentados —manifestó—. En el ágora. La costumbre y la tradición dicen que debo vestir una toga, pero detesto esas prendas. Vestiré la armadura de oro. ¿Tienes alguna prenda adecuada?
Fonteio parpadeó.
—No, Antonio, ni siquiera unas prendas de trabajo.
—Entonces, Sosio puede prestarte alguna.
—¿La armadura… es legal?
—Fuera de Italia, cualquier cosa que el triunviro decida es legal. Creía que eso lo sabías, Fonteio.
—Confieso que no.
Antonio había montado un tribunal en el ágora, el mayor de los espacios abiertos en Antioquía, y se había sentado allí con todo el esplendor militar, con Sosio, el gobernador y sus lerdos sentados también, pero en una posición menos prominente y el pobre Fonteio, ya bastante incómodo con la armadura prestada, solo. ¿En qué momento Antonio había comenzado a utilizar veinticuatro lictores?, se preguntó. El único magistrado con derecho a tantos era el dictador, y el propio Antonio había abolido la dictadura. ¡Sin embargo, allí estaba, con un número de lictores dictatorial! Algo que Octavio en Roma no se había atrevido a hacer, pese a su título de Divi Filius.
Era una reunión cerrada; los presentes tenían invitaciones formales. Los guardias impedían el paso en las numerosas entradas, para gran enojo de los ciudadanos de Antioquía, nada acostumbrados a verse excluidos de sus propios espacios públicos.
No se dijeron oraciones ni se hicieron augurios, una interesante y curiosa omisión. Antonio comenzó su discurso sin más, y utilizó su voz aguda, que llegaba más lejos.
—Después de muchas lunas de profunda reflexión, cuidadosa consideración, muchas entrevistas y lecturas de documentos, yo, imperator y triunviro Marco Antonio, he llegado a una decisión respecto a Oriente.
»Primero, ¿qué es Oriente? No incluyo Macedonia y sus prefecturas, que abarcan la propia Grecia, el Peloponeso, Cyrenaica y Creta, como parte de Oriente. Aunque el triunvirato las incluye, pertenecen geográfica y físicamente al mundo del Mare Nostrum. Oriente es Asia; esto es, toda la tierra al este del Helesponto, la Propóntide y el Bósforo tracio.
«Vaya —pensó Fonteio—, ¡esto promete ser interesante! Comienzo a comprender por qué escogió mostrar el poder armado de Roma más que su gobierno civil.»
—Habrá tres provincias romanas en Oriente, cada una bajo el control directo de Roma a través de un gobernador. La primera, la provincia de Bitinia, que incluirá Tróade y Misia, y que tendrá el límite oriental en el río Sangario. La segunda, la provincia de Asia, que incorpora a Lidia, Caria y Licia. La tercera, la provincia de Siria, limitada por la cordillera Amanus, la orilla occidental del río Éufrates y los desiertos de Idumea y Arabia Pétrea. Sin embargo, el sur de Siria también incorporará los reinos, satrapías y principados, además de la orilla occidental del Éufrates.
La pequeña multitud se movió, algunos rostros ansiosos, otros desilusionados. A un lado, y fuertemente custodiados, había varios hombres de aspecto oriental encadenados.
«¿Quiénes son? —se preguntó Fonteio—. No importa, no tardaré en enterarme.»
—¡Amintas, adelántate! —gritó Antonio.
Un joven con atuendo griego salió de la multitud.
—¡Amintas, hijo de Demetrio de Ancira, en nombre de Roma te designo rey de Galacia! ¡Tu reino incluye las cuatro tetrarquías gálatas, Pisidia, Licaonia y todas las regiones desde la orilla sur del río Halys hasta la costa de Pamfilia!
Se escuchó una sonora exclamación; Antonio acababa de darle a Amintas un reino mayor que aquel que el ambicioso Deiotaro había regido.
—¡Polemón, hijo de Zenón de Laodiceia, en nombre de Roma te designo rey de Pontus y Armenia Parva, incluidas todas las tierras en la ribera norte del río Halys!
El rostro de Polemón era conocido; había bailado de muchacho al son de la música de Antonio en Atenas. Ahora tenía su recompensa, una muy grande.
—Arquelao Sisenes, hijo de Glafira, sacerdote-rey de Ma, en nombre de Roma te designo rey de Capadocia, que comienza al este del gran meandro del río Halys e incorpora todas las tierras de la orilla sur desde aquel punto hasta la costa tarsia y de Cilicia Pedia. Tu límite oriental es el río Éufrates por encima de Samosata. Puedo designar algunas pequeñas zonas dentro de tu reino que estarán mejor gobernadas por algún otro, pero a todos los efectos son tuyas.
«Otro joven muy complacido —pensó Fonteio—, ¡y mira a su madre! Los rumores decían que ella había succionado a Antonio con la vagina. Era muy astuto escoger hombres jóvenes. Clientes durante décadas.»
A continuación vinieron los nombramientos menores: Tarcondimoto y otros. Pero de inmediato aparecieron las ejecuciones, algo con lo que Fonteio no había contado. Lisanias de Calcis, Antígono de los judíos, Ariarates de Capadocia. «¡Oh, no soy un guerrero!», gritó Fonteio para sí mismo, y contuvo el contenido de su estómago mientras el hedor de la sangre ascendía en el sol ardiente y las pegajosas moscas venían como nubes. Antonio presenció la carnicería, indiferente; Sosio se desmayó. «Me niego a hacer eso», pensó Fonteio, y agradeció a todos los dioses que había cuando finalmente pudo salir del palacio del gobernador. Por supuesto, Antonio se quedó atrás. Ofrecía una fiesta a los nuevos reyes y a sus hordas de seguidores allí mismo en el ágora, porque el palacio no tenía grandes habitaciones o espaciosos patios. Si Fonteio no hubiese estado enterado, hubiese dicho que el palacio del gobernador en Antioquía había sido una vez una caravanera especialmente vil, no el hogar de reyes como Antíoco o Tigranes.
Por la mañana conoció al primer parto auténtico, un refundo llamado Monaeses, de la corte del nuevo rey, Fraates. Llevaba rizos, una barba postiza sujeta con hilos de oro enganchados por detrás de las orejas, una falda con volantes, una chaqueta a rayas y enormes cantidades de oro.
—Estoy pensando en hacerlo rey de los árabes esquenitas —dijo Antonio, complacido con sus disposiciones. Al ver la expresión de Fonteio, pareció sorprenderse—. ¿A qué viene la desaprobación? ¿Porque es un parto? ¡Me gusta! Fraates asesinó a toda su familia excepto a Monaeses, que fue lo bastante listo como para escapar.
—¿No será que lo ayudaron a escapar? —preguntó Fonteio.
—¿Por qué lo iban a ayudar? —preguntó a su vez Antonio.
—Porque todo el mundo sabe que estás planeando invadir el reino de los partos. Por eso. No importa lo obsesionado que un rey pueda estar ante la posibilidad de que su propia carne y su sangre lo depongan, sería estúpido si no salvase a un heredero. Creo que Monaeses está aquí como un espía parto. Además, es muy orgulloso y altivo. No puedo creer que le entusiasme reinar sobre un puñado de árabes del desierto.
—Gerrae! —exclamó Antonio, poco impresionado con esta información—. Creo que Monaeses es un buen hombre, y te apuesto lo que quieras a que tengo razón. ¿Un millar de denarios?
—¡Hecho! —dijo Fonteio.
La principal razón por la que Cleopatra se había tomado su tiempo para viajar a Antioquía no tenía nada que ver con buscar a un regente o a un consejo; aquella alternativa siempre estaba preparada. Quería tiempo para pensar y tiempo para llegar en el momento adecuado. Ni demasiado pronto, ni demasiado tarde. ¿Qué iba a pedir cuando llegase a Antioquía? Aquella llamada había venido de un hombre muy diferente a Quinto Delio; Fonteio era un aristócrata y estaba dedicado a Antonio; no estaba en esto por dinero. Demasiado sofisticado para ser pillado, y sin embargo transmitía la impresión de estar asustado; no, preocupado. ¡Eso era, preocupado! Aunque la vida durante los últimos cuatro años había pasado sin incidentes, el faraón no había relajado su vigilancia ni un ápice. Sus agentes en Oriente y Occidente informaban con regularidad; había muy poco que ella no supiese, incluido quién esperaba conseguir qué de Antonio cuando llegase el momento de tomar sus disposiciones. En el momento en que Fonteio dijo que Antonio ya estaba en Antioquía comprendió por qué desea que estuviese allí a toda prisa: pretendía tener a la reina Egipto al pie de su estrado junto con un montón de sucios campesinos y no recibir nada. Sólo quería estar allí como una confirmación de que Egipto también estaba debajo del paraguas romano. A la sombra.
La furia la dominó. Se estremeció de ira, apenas si podía respirar. «¿Me quiere allí para ser testigo de sus actos de señor? Bueno, por Serapis, no lo haré. Que me mate si quiere, pero no lo haré. ¿Ver cómo nombra a este palurdo rey y a aquel patán príncipe? ¡Nunca! ¡Nunca, nunca, nunca! Cuando llegue a Antioquía, Marco Antonio, te pediré más de lo que puedes darme. Pero ¡me lo darás, tengas poder o no de dármelo! Fonteio está preocupado por ti, por lo tanto has desarrollado un punto débil lo bastante peligroso para hacer que Fonteio crea que te pone en peligro.»
A medida que transcurrían finales de noviembre, la reina ya sabía todas las disposiciones de Antonio en Antioquía. Parecían lógicas, sensatas, incluso previsoras. Excepto, claro está, su última decisión: hacer a Monaeses el Parto el nuevo rey de los árabes esquenitas. «¡Antonio, Antonio, Antonio, tonto! ¡Idiota! No importa si el hombre es un verdadero refugiado del hacha de su tío, nunca hagas a un ariano arsácida rey de ningún árabe. Está por debajo de él. Es un insulto. Un insulto mortal. Si resulta que es un agente del tío Fraates, lo reforzará en su enemistad. Puedes gobernar Oriente, pero eres de Occidente. No sabes ni por dónde empezar a comprender a los orientales, cómo sienten, cómo piensan.»
Decidió que no se podía permitir una guerra con los partos. ¿Sólo tenía que averiguar cómo convencer a Antonio de eso? No iba a Antioquía por ninguna otra razón. Roma era una amenaza para su trono, pero si ganaban los partos, lo perdería, y Cesarión sufriría el mismo destino que todos los jóvenes prometedores: la ejecución. Antonio estaba removiendo un avispero.
En esa época del año tendría que viajar por tierra, un complicado proceso porque Egipto debía asombrar a los pueblos de todas las tierras por las que ella y Cesarión atravesasen. Pesados carretones de suministros y parafernalia real, un millar de soldados de la guardia real, carros de mulas, caballos y, Para la reina, su litera con los porteadores negros. Un mes en la hetera; saldría en las nonas de diciembre, ni un día antes.
En todo este proceso, Marco Antonio el hombre, el amante, nunca apareció en los pensamientos superficiales de Cleopatra, demasiado ocupada en urdir complots y tramas para conseguir lo que quería y cómo conseguirlo. En algún lugar muy profundo tenía algunos vagos recuerdos de que él había sido una agradable diversión, pero, al final, un tanto aburrido; nunca había llegado a amarlo. Lo había descartado como un medio: se había quedado embarazada, el Nilo había inundado las tierras, Cesarión tenía una hermana para casarse y un hermano para darle apoyo. En esa etapa, todo lo que Antonio podía darle era poder, algo que ella necesitaba arrebatarle al menos un poco. Una tarea muy difícil para Cleopatra.