XIII

Cuando Agripa regresó después de dos años en la Galia Transalpina cubierto de gloria, él y las dos legiones que había traído acamparon en el Campo de Marte, fuera del pomerium; el Senado le había rechazado un triunfo, cosa que le prohibía entrar en la propia Roma. No era necesario decir que esperaba que César le estuviese aguardando en la entrada de la espléndida tienda roja erigida para albergar al general en su exilio temporal, pero no había ni rastro de César. Tampoco de los senadores. Bueno, quizá había llegado pronto, pensó Agripa mientras le indicaba a su ordenanza que trajese sus cosas al interior; estaba demasiado ansioso por ver a César aunque fuera en la distancia como para buscar refugio. Sus ojos eran capaces de percibir el destello del metal a una distancia de dos millas o el casi invisible rasguño en algo sujeto en una mano, razón por la cual soltó un suspiro de alivio cuando vio a una gran guardia armada de germanos salir por la Puerta Fontinalis y bajar por la colina hacia la Vía Recta. Entonces frunció el entrecejo; en el centro de la comitiva había una litera. ¿César en una litera? ¿Estaba enfermo?

Ansioso e impaciente, se obligó a esperar donde estaba, a no correr hacia la litera, que acabó por detenerse delante de la tienda, acompañada por un aluvión de jubilosas felicitaciones de los germanos.

Cuando Mecenas salió de la litera, Agripa soltó una exclamación.

—Adentro —dijo el archimanipulador, y se dirigió hacia la tienda.

—¿Qué pasa? ¿César está enfermo?

—No, no está enfermo, sólo metido en un buen lío —respondió Mecenas, que parecía tenso—. Su casa está rodeada con guardias, y no se atreve a salir al exterior. Ha tenido que fortificarse, ¿te lo puedes creer? ¡Un muro y una trinchera en el Palatino!

—¿Por qué? —preguntó Agripa, asombrado.

—¿No lo sabes? ¿No lo adivinas? ¿Qué puede ser aparte del ministro de trigo? ¿Los impuestos? ¿Los altos precios?

Con los labios apretados, Agripa miró los estandartes de las águilas plantados en el suelo, fuera de su tienda, cada una envuelta en los laureles de la victoria.

—Tienes razón, tendría que haberlo sabido. ¿Cuál es el último capítulo en esta eterna épica? Dioses, comienza a ser tan insoportable como leer a Tucídides.

—Aquel gusano conspirador de Lépido (¡con dieciséis legiones bajo su mando!) dejó que Sexto Pompeyo se fuese con todo el cargamento de trigo de África. Luego aquel asqueroso traidor de Menodoro tuvo una pelea con Sabino (no le gustaba estar bajo su mando) y desertó para irse con Sexto. No se llevó más que seis galeras de guerra con él, pero le dijo a Sexto la ruta de la cosecha de Cerdeña, así que ésa también se perdió. El Senado no tiene alternativa. Debe comprarle el trigo a Sexto, que está cobrando cuarenta sestercios el modius. Eso significa que el trigo del Estado costará cincuenta sestercios el modius, mientras que los vendedores particulares están hablando de cobrar sesenta. Si el Estado compra el trigo suficiente para el reparto gratuito, tendrá que cobrarle cincuenta a aquellos que lo paguen. Cuando las clases bajas y el Censo de Cabezas se enteraron, se pusieron furiosos. Disturbios, guerras de bandas; César tuvo que traer una legión de Capua para vigilar los graneros estatales, por lo que el vicus Portae Trigeminae está lleno de soldados, y el puerto de Roma, desierto. —Mecenas tomó aliento y extendió las manos temblorosas—. Es una crisis, una verdadera crisis.

—¿Qué hay del botín que trajo Ventidio en su triunfo? —preguntó Agripa—. ¿No puede manipular los balances de los iros y mantener el precio a cuarenta para el pueblo?

—Podría haberlo hecho, pero Antonio insistió en que se le diera a mitad a él como triunviro y comandante en jefe en Oriente. Dado que el Senado aún está lleno de sus criaturas, votó que debería recibir cinco mil talentos —manifestó Mecenas con un tono lúgubre, agotada la pasión—. Añade la parte de las legiones, y todo lo que quedan son dos mil. Nada más que cincuenta millones de sestercios, contra una factura de trigo de Sexto de casi quinientos millones de sestercios. César peguntó si podía pagar la factura en cuotas, pero Sexto dijo que no. Dinero en mano, o ni un grano. Un mes más verán los graneros vacíos.

—¡Y ningún dinero para pagar los costes de una guerra total contra el méntula! —dijo Agripa con un tono feroz—. Bueno, yo traigo otros dos mil en botín; eso son cien millones de la factura del trigo cuando se añadan a lo que queda de Ventidio. ¡Lo que deberíamos hacer es llevar el Senado al centro del foro y dejar que la turba apedree a cada miembro hasta la muerte! Pero, por supuesto, todos han huido de Roma, ¿no es así?

—Sí. Escondidos en sus villas. No sólo Roma está revuelta, toda Italia se levanta. No es culpa suya, dicen, y culpan de todo al mal gobierno de César. ¡Los maldigo!

Agripa se acercó a la puerta de la tienda.

—Tenemos que detenerlo. Mecenas. Ven, vayamos a ver a César.

Mecenas lo miró, atónito.

—¡Agripa! ¡No puedes! ¡Si cruzas el pomerium para entrar en Roma, perderás el triunfo!

—¿Oh, que es un triunfo cuando César me necesita? Ya celebraré un triunfo por alguna otra guerra.

Agripa se alejó, sin compañía, aún con la armadura; sus largas piernas se tragaban la distancia. Su mente corría en círculos, porque sabía que no había ninguna respuesta, mientras su espíritu insistía en que debía haberla. «¡César, César, no puedes permitir que un vulgar pirata te tenga a ti y al pueblo romano como rehenes! Te maldigo, Sexto Pompeyo, pero maldigo a Antonio todavía más.»

Todo lo que Mecenas pudo hacer fue meterse de nuevo en la litera con la ilusión de estar en la domus Livia Drusilia una hora más tarde, escoltado por su guardia armada. ¡Agripa, solo! La turba lo haría pedazos.

La ciudad estaba en rebeldía, todas las persianas de las tiendas, bajadas y cerradas, las paredes, cubiertas de pintadas, algunas protestaban por el precio del trigo, pero la mayoría insultaban a César, advirtió Agripa mientras bajaba por la Colina de los Banqueros. Las bandas caminaban armadas con piedras, garrotes, alguna espada, pero nadie le desafió; hasta el más agresivo de entre ellos se daba cuenta de que era un guerrero. Los restos de huevos podridos y verduras chorreaban por las fachadas de venerables bancos y pórticos; en el aire flotaba el hedor de los excrementos en los bacines que nadie tenía el coraje de llevar hasta la letrina pública más cercana para vaciarlos; nunca en sus más mórbidos sueños había pensado Agripa ver Roma tan degradada, tan sucia, tan marcada. La única cosa que faltaba era el hedor del humo; hasta entonces, la locura aún no dominaba del todo. Sin importarle su seguridad, Agripa se abrió paso a codazos entre las soliviantadas multitudes en el foro, donde habían tumbado las estatuas y los brillantes colores de los templos aparecían casi borrados con las pintadas y la suciedad. Cuando llegó a las Escaleras de los Orfebres las bajó de cuatro en cuatro, apartando a quien se cruzaba en su camino. Atravesó el Palatino, y allí delante de él se alzaba el muro levantado a toda prisa, en lo alto del cual había una fila de guardias germanos.

—¡Marco Agripa! —gritó uno cuando él levantó un brazo; cayó el puente levadizo a través de una amplia trinchera y levantaron el rastrillo.

Para ese momento, al sonoro coro de «¡Marco Agripa!» se sumaron los gritos y los vivas. Entró rodeado por los entusiastas ubios.

—¡Mantened la guardia, muchachos! —gritó por encima del hombro, y les dedicó una sonrisa. Entró en un patio desolado, con los estanques de peces sucios, y con hierbajos por todas partes, un jardín abandonado que ahora servía de campamento para los germanos, que no eran melindrosos.

En el interior de la domus Livia Drusilia vio que la nueva esposa había dejado su marca. El lugar había cambiado hasta el punto de ser irreconocible. Entró en una habitación amueblada con un gusto exquisito, las paredes iluminadas con frescos, los plintos y las hornacinas de preciosos mármoles. Burgundino apareció con su rostro furioso, que se transformó en una pura sonrisa tan pronto como descubrió quién estaba marcando el valiosísimo suelo con sus botas de clavos.

—¿Dónde está, Burgundino?

—En su sala de negociaciones. ¡Oh, Marco Agripa, qué alegría verte! Sí, estaba en su sala de negociaciones, pero no sentado a la desvencijada mesa sostenida por cajones de libros y estanterías llenas hasta los topes. Aquella mesa era enorme y estaba hecha de malaquita verde; el desorden de los archivos había quedado reducido a la misma pulcritud que la mesa de César siempre había mostrado, y los dos escribas ocupaban mesas menos ornadas pero muy presentables, mientras un empleado se movía archivando los rollos de pergamino. El rostro que se levantó irritado para ver quién lo molestaba había envejecido, parecía estar a punto de llegar a la cuarentena, no por las líneas o las amigas, sino por las marcas negras alrededor de unos ojos gastados, surcos en la frente, una boca casi sin labios.

—¡César!

El tintero de malaquita salió volando; de repente Octavio se levantó en medio de papeles que flotaban y cruzó de un salto la habitación para sujetar a Agripa en un extraordinario abrazo. Entonces llegó la comprensión. Retrocedió, horrorizado.

—¡Oh, no! ¡Tu triunfo!

Agripa lo abrazó, lo besó en las mejillas.

—Habrá otros triunfos, César. ¿Crees de verdad que podía permanecer afuera cuando Roma está en semejante tumulto que te impide salir? Si un civil ve mi rostro, no lo reconocería, así que vine a ti.

—¿Dónde está Mecenas?

—Regresa en la litera —respondió Agripa con una sonrisa.

—¿Quieres decir que has venido sin escolta?

—No hay chusma que se pueda enfrentar a un centurión totalmente armado, y eso es lo que creyeron que era. Mecenas necesitaba la guardia más que yo.

Octavio se enjugó las lágrimas, cerró los ojos.

—Agripa, mi querido Agripa. Oh, éste será el punto de inflexión, lo sé.

—¿César? —preguntó una nueva voz, baja y ligeramente ronca.

Octavio se volvió en los brazos de Agripa, pero sin apartarse.

—¡Livia Drusilia, mi vida vuelve a ser completa! Marco ha regresado a casa.

Agripa contempló el pequeño rostro oval, la piel de un marfil impecable, la boca de labios llenos, los grandes ojos oscuros brillantes. Si ella encontraba la situación extraña, nada de eso se reflejó, ni siquiera en la profundidad de aquellos ojos tan expresivos. En su rostro apareció una sonrisa de auténtico deleite, y apoyó su mano suavemente en el brazo de Agripa, y lo acarició con la ternura de una amante.

—Marco Agripa, qué maravilloso —dijo, y después frunció el entrecejo—. ¡Pero tu triunfo!

—Renunció a él para verme —manifestó Octavio, y cogió a su esposa por una mano y puso el otro brazo sobre los hombros de Agripa—. Ven, vamos a sentarnos en algún lugar más privado y cómodo. Livia Drusilia me ha dado la fuerza de trabajo más eficiente, pero he perdido mi aislamiento.

—¿Es este nuevo aspecto de la casa de César obra tuya, señora? —preguntó Agripa, que se sentó en una silla dorada tapizada con un suave brocado púrpura y aceptó una copa de cristal de vino sin agua. Bebió un sorbo, y se rio—. ¡Una cosecha mucho mejor de la que acostumbrabas a servir, César!

¿Supongo que beber sin agua significa que esto es una celebración?

—Ninguna más importante que tu regreso. Es una maravilla, mi Livia Drusilia.

Para sorpresa de Agripa, Livia Drusilia no se ausentó, como debía hacer una esposa. Escogió una gran silla púrpura y se sentó con los pies debajo de las nalgas, y aceptó una copa de Octavio con un gesto de gracias. «¡Vaya! ¡La señora asiste a los consejos!»

—De alguna manera tengo que sobrevivir un año más a esto —dijo Octavio, y dejó la copa después de aquel brindis—. A menos que tú creas que podamos movernos el próximo año.

—No, César, no podemos. Portus Julius no estará preparado hasta el verano, por lo tanto, Sabino dijo en su última carta que me da ocho meses para armarme y entrenarme. La derrota de Sexto Pompeyo ha de ser completa, absoluta para que no pueda levantarse de nuevo. Aunque de alguna parte tendremos que encontrar por lo menos ciento cincuenta barcos de guerra. Los astilleros de Italia no pueden darnos tanto.

—Sólo hay una fuente capaz de proveerlos, y ésa es nuestro querido Antonio —dijo Octavio con un tono amargo—. ¡Él y únicamente él es la causa de todo esto! Tiene al Senado comiendo de su mano, ningún dios puede decirme por qué. ¿Creerías que esos locos actuarían mejor si no vivieran en medio de tanta agonía? ¡Pues no! La lealtad a Marco Antonio cuenta más que los vientres hambrientos.

—Eso no ha cambiado desde los días de Catulo y Escauro —señaló Agripa—. ¿Le estás escribiendo?

—Lo estaba cuando tú apareciste en la puerta, desperdiciando una hoja de papel tras otra en un intento de encontrar las palabras adecuadas.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que lo viste? —Más de un año, cuando se llevó a Octavia y a los niños a Atenas. Le escribí la primavera pasada y le solicité que se reuniese conmigo en Brundisium, pero me engañó al presentarse sin las legiones y con tal velocidad después de mi llamada que yo todavía estaba en Roma esperando su respuesta. Lo que hizo entonces fue regresar a Atenas y me envió una desagradable carta, con la amenaza de cortarme la cabeza si no me presentaba en nuestro próximo encuentro. Luego se marchó a Samosata, por consiguiente, nada de reunión. Ni siquiera estoy seguro de que haya regresado a Atenas.

—Dejemos eso de lado, César. ¿Qué podemos hacer con el abastecimiento de trigo? De alguna manera tenemos que alimentar a Italia, y más barato de lo que dice Mecenas que podemos.

—Livia Drusilia dice que debo pedir prestado todo lo que necesite de los plutócratas, pero me repugna hacerlo.

«¡Bueno, bueno, un buen consejo del gorrión negro!»

—Tiene razón, César. Pedir en préstamo en lugar de implantar impuestos.

Los ojos de ella volaron al rostro de Agripa, asombrados; el de aquel día era un encuentro que temía, convencida de que el más amado amigo de César sería su enemigo. ¿Por qué no iba a serio? Los hombres no daban la bienvenida a las mujeres en los consejos, y mientras ella sabía que sus ideas eran las correctas, los hombres como Estatilio Tauro, Calvisio Sabino, Apio Claudio y Cornelio Gallo detestaban ver cómo subía su estrella. Tener a Agripa de su lado era un regalo mayor que el hijo que hasta ahora no había tenido.

—Me exprimirán.

—Más que una esponja de primera calidad —dijo Agripa con una sonrisa—. Sin embargo, el dinero está allí, y hasta que Antonio no mueva el culo de Oriente, no están obteniendo ninguna ganancia del este, su mayor fuente de beneficios.

—Sí, lo entiendo —admitió Octavio, un tanto envarado, sin tener muy claro si deseaba verse abrumado por los buenos consejos sobre cosas que había deducido por sí mismo—. Lo que me desagrada es pagar un interés que será del veinte por ciento compuesto.

Hora de retirarse; Agripa pareció desconcertado.

—¿Compuesto?

—Sí, intereses sobre los intereses. Eso hará que Roma sea su deudora durante los treinta o cuarenta años próximos —señaló Octavio.

—Dudas de ti mismo, querido César, y no debes —intervino Livia Drusilia—. ¡Venga, piensa! Tú conoces la respuesta.

Apareció la vieja sonrisa, se rio.

—Te refieres a las arcas de Sexto Pompeyo, llenas de ganancias poco recomendables.

—A eso se refiere —señaló Agripa, y le dirigió a ella una mirada de gratitud.

—Eso ya se me ha ocurrido, pero lo que me desagrada todavía más que pedirle a los plutócratas es darle el contenido de los cofres de Sexto a ellos cuando todo se acabe. —De pronto se mostró astuto—. Les ofreceré el veinte por ciento compuesto, y echaré mi red lo bastante grande como para atrapar en ella a unos cuantos senadores de Antonio. Dudo de que nadie me vaya a rechazar en estos términos, ¿no? Incluso quizá tenga que pagar más de un año de las ganancias de Sexto, pero una vez que me deshaga de Antonio y haga mío al Senado, podré hacer lo que quiera. Reducir la tasa de interés con leyes; los únicos que protestarán serán los grandes peces en nuestro mar de dinero.

—No ha estado ocioso en otros aspectos —manifestó Livia Drusilia.

Octavio pareció desconcertado por un momento, y después se rio.

—¡Oh, la campaña de cultivar más trigo en Italia! Sí, me he endeudado todavía más en nombre de Roma. Mis cálculos revelan que un campesino con una gran familia necesita doscientos modii de trigo al año para alimentarlos a todos. Pero una iugerum da mucho más que eso, y por supuesto el campesino vende el sobrante a menos que las criaturas del campo y los otros augurios en los que cree le digan que vendrá una sequía o una inundación. En cuyo caso ensila más trigo. Sin embargo, las señales dicen que no tendremos inundación o sequía el próximo año. Por lo tanto, les estoy ofreciendo a los agricultores treinta sestercios el modius por el sobrante. Una suma que los compradores privados a los que normalmente les venden no están preparados para igualar. Lo que espero es que algunos de nuestros veteranos cultiven algo en sus parcelas. La mayoría de ellos alquilan sus tierras a los cultivadores de uvas porque les gusta beber vino; a mí me parece que así es como funciona la mente de un soldado retirado.

—Cualquier cosa que signifique comprarle menos trigo a Sexto en la próxima cosecha es bueno, César —afirmó Agripa—, ¿pero bastará? ¿Cuánto piensas comprar?

—La mitad de nuestras necesidades —respondió Octavio con voz tranquila.

—Será caro, pero no tanto como lo que pediría Sexto. Mecenas dijo que Lépido no ha hecho nada para preservar el suministro africano. ¿Qué está pasando allí? —preguntó Agripa.

—Se cree demasiado importante —contestó Livia Drusilia, que arrojó aquella piedra para ver si Agripa miraba a su esposo en busca de confirmación. Pero no lo hizo, aceptó sus palabras (y a ella) como un igual a Octavio. «¡Oh, Agripa, yo también te quiero!»

La armadura de Agripa crujió cuando intentó ponerse más cómodo; había demasiadas sillas de campo sin respaldo.

—Él no lo sabe, César —añadió Livia Drusilia, con los ojos resplandecientes—. Díselo, y después deja que el pobre hombre se quite esa terrible coraza.

Edepol! ¡Me olvidé! —exclamó Octavio, y se sacudió de deleite—. En menos de un mes, Marco, serás primer cónsul de Roma.

—¡César! —dijo Agripa, asombrado. Una ola de alegría inundó su cuerpo y transfiguró su rostro severo—. ¡César, no soy… no soy digno!

—Nadie en el mundo es más digno, Marco. Todo lo que he hecho es darte una Roma golpeada y sangrante, hambrienta pero no derrotada. He tenido que darle el segundo consulado a Caninio por la única razón que es el primo de Antonio, pero cuando cumpla el plazo será reemplazado por Estatilio Tauro como cónsul elegido por Divus Julius. El Senado tiembla porque tú mostraste tu acero cuando eras pretor urbano para hacerles comprender que no tendrás piedad.

—Lo que no has dicho, César, es cuánto detestarán este nombramiento los hombres de sangre noble. La mía es corriente.

—¿Nombramiento? —preguntó Octavio, que abrió mucho sus ojos grises—. Mi querido Agripa, fuiste elegido en ausencia, un premio que no quisieron conceder a Divus Julius. Tu sangre no es corriente, es una buena y legítima sangre romana. Yo sé la espada de quién prefiero tener a mi lado, y no pertenece a un Fabio, a un Valerio o a un Julio.

—¡Oh, esto es fantástico! Significa que podré trabajar en Portus Julius con autoridad consular. Sólo tú o Antonio podéis impedírmelo, y tú no lo harás, y él no puede. ¡Gracias, César, gracias!

—Cuánto desearía que todas mis decisiones fuesen recibidas con tanto placer —dijo Octavio, y sus ojos se cruzaron con los de su esposa—. Livia Drusilia tiene razón, debes ponerte ropas más cómodas. En cuanto a mí, tengo que seguir escribiéndole aquella carta a Antonio.

—No, no lo hagas —le pidió Agripa, que se levantó a medias de la silla.

—¿No?

—No. —Agripa consiguió levantarse—. Ve más allá de las cartas. Envía a Mecenas.

—La rueda que sigue la huella —manifestó Livia Drusilia, que se acercó para apoyar su mejilla contra la de Agripa—. Nos hemos convertido en la rueda que sigue la huella, César. Agripa tiene razón. Envía a Mecenas.

Luego se marchó a sus propias habitaciones, que consistían en una gran sala amueblada con el estilo más lujoso, pero sin ninguna ostentación. Había un gran armario, porque a Livia Drusilia le encantaba la ropa, pero, con diferencia, la habitación más grande era su tablinum privado, su estudio, que no imitaba al de un hombre, sino que era el de un hombre. Dado que había venido a César sin dote o un sirviente, los libertos que servían como sus secretarios le pertenecían a su esposo y ella había tenido la astuta idea de rotarlos entre las salas, de tal forma que todos sabían lo que estaba pasando y podían actuar en una crisis.

Fue al oratorio, otra de sus ideas, con altares a Vesta, Juno Lucina, Opsinconsiva y la Bona Dea. Sí su teología era un tanto confusa, se debía a que no había sido educada en la religión estatal como un varón; sencillamente, ella tenía esas cuatro fuerzas divinas a las que rezaba. Vesta para que le diese un buen hogar; Juno Lucina, para un niño; Opsinconsiva, para aumentar la riqueza y el poder de Roma, y la Bona Dea, porque sabía que la Bona Dea la había llevado al lado de César para ser su colaboradora además de su esposa.

Una jaula dorada de palomas blancas colgaba de una percha; con arrullos amorosos, llevó una a cada altar, para ofrecerla. Pero no para matarla; en el momento en que cada ave se apoyaba en el altar, la llevaba a la ventana y la lanzaba al aire, para observarla volar con las manos cruzadas sobre el pecho, el rostro alzado con una expresión de embeleso.

Durante meses había escuchado a su marido hablar de su amado Marco Agripa —escuchado no con escepticismo, pero con desesperación—. ¿Cómo podría ella competir con ese parangón? ¿Quién había acunado la cabeza de César en su regazo en aquel terrible viaje desde Apolonia hasta Barium después del asesinato de Divus Julius; quién lo había cuidado cuando el asma amenazaba matarlo; quién siempre había estado allí hasta que la defección de Salvidieno lo había exiliado a la Galia Transalpina? Marco Agripa, nacido el mismo día, aunque no en el mismo mes. Agripa había nacido el vigésimo tercer día de julio, Octavio el vigésimo tercer día de septiembre, ambos el mismo año. Ahora tenían veinticinco, y habían estado juntos durante nueve.

Cualquier otra mujer hubiese intentado meter una cuña entre ellos, pero Livia Drusilia no era tan estúpida ni tan crédula. Compartían un vínculo que ella sabía por instinto que nadie podría romper. Entonces ¿para qué gastar su esencia en el intento? No, lo que debía hacer era congraciarse ella misma con Marco Agripa, ponerlo de su parte; o, al menos, intentar hacerle ver que su lado era el lado de César. En su mente había imaginado una lucha titánica; era de esperar que él la mirase con celos y desconfianza. Ni por un momento había creído lo que el rumor decía: que eran amantes en todos los sentidos. Quizá la semilla de eso yacía en César, pero había sido apartada decididamente todo el tiempo, él mismo se lo había dicho. Sin admitir que existía, pero dándole a ella el resumen de una conversación que había tenido con Divus Julius en un carro en un viaje por la Hispania Ulterior. Diecisiete. Había sido un contubernalis sin experiencia y enfermo con el privilegio de servir con el más grande romano que hubiese existido. Divus Julius le había advertido de que su belleza, aliada con su delicada mirada, llevaría a las alegaciones que se acostaba con hombres; en la homofóbica Roma, una siniestra desventaja para una carrera pública. No, él y Agripa no eran amantes. Lo que tenían era un vínculo más profundo que la carne, una única fusión de sus espíritus. Al comprender esto, ella se había sentido aterrorizada de Marco Agripa, el único al que no conseguiría tener como su aliado. Que su sangre fuese despreciada por Claudio Nerón ya no tenía importancia; si Agripa era una parte intrínseca de la milagrosa supervivencia de César, entonces para la nueva Livia Drusilia su sangre era tan buena como la suya. Incluso mejor.

El encuentro ese día había llegado y pasado, y la había dejado con el corazón tan ligero como la visión de una mariposa en el viento, porque había aprendido que Marco Agripa realmente amaba como pocos eran capaces o deseaban amar, sin condiciones, sin miedo a rivales, sin deseo de favores o distinción.

«Ahora somos tres —pensó mientras miraba a la paloma de Opsinconsiva elevarse por encima de los pinos, tan alto que las puntas de sus alas resplandecieron doradas con el sol del ocaso—. Ahora somos tres para cuidar de Roma, y tres es un número afortunado.»

La última paloma pertenecía a la Bona Dea, su oferta privada que sólo le concernía a ella. Pero mientras se elevaba, una águila bajó del cielo para cogerla, llevársela. Una águila… «Roma ha aceptado mi ofrenda, y ella es una diosa más grande que la Bona Dea. ¿Qué podría significar? ¡No preguntes, Livia Drusilia! No, no preguntes.»

A Mecenas nunca le importaba que lo enviasen a negociara lugares como Atenas, donde disponía de una pequeña residencia que no tenía ninguna intención de compartir nunca con su esposa, una típica Terencia Varrone; altiva, orgullosa, muy consciente de su estatus. Allí, como Ático, podía complacer su lado homosexual discreta y deliciosamente. Pero eso podía esperar; primero, tenía que ver a Marco Antonio, que se decía que estaba en Atenas, aunque Atenas no lo había visto. Al parecer, no estaba de humor para filosofía o conferencias.

Cuando Mecenas salió para presentar sus respetos al gran hombre, no lo halló porque estaba ausente; fue Octavia quien lo recibió, quien lo sentó en una silla ática que él no encontró hermosa.

—¿Por qué será que los griegos, tan brillantes en todo, nunca han aprendido a apreciar de verdad la curva? —le comentó a Octavia mientras aceptaba la copa de vino—. Si hay algo que me desagrada de Atenas, es la matemática rigidez de sus ángulos rectos.

—Oh, sí que tienen cierto afecto por la curva, Mecenas. No hay capitel de columna ni la mitad de hermoso para mí como el jónico. Como un pergamino desenrollado, cada extremo curvándose hacia arriba. Sé que las hojas de acanto corintias se han hecho más populares en los capiteles, pero son un exceso. Para mí, reflejan una cierta decadencia —manifestó Octavia con una sonrisa.

«Parece —pensó Mecenas— un tanto agobiada, aunque todavía no ha cumplido los treinta. Como su hermano, ha desarrollado unas manchas oscuras alrededor de sus luminosos ojos aguamarina y su boca. Su sonrisa muestra una curva triste. Hablando de curvas… ¿El matrimonio tiene problemas? ¡Sin duda, no! Incluso un lujurioso como Marco Antonio no podía encontrar falta alguna a Octavia, como esposa o mujer.»

—¿Dónde está?

Sus ojos se nublaron, se encogió de hombros.

—No tengo idea. Regresó hace un nunditium, pero apenas si lo he visto. Glafira está en la ciudad, escoltada por sus dos hijos menores.

—¡No, Octavia, es imposible que te sea infiel delante de tus narices!

—Yo misma me lo dije, y creo que me lo creí. El archimanipulador se inclinó hacia adelante en la silla angular.

—Vamos, querida, no es Glafira lo que te preocupa. Tienes demasiado sentido común para eso. ¿Cuál es en realidad el problema?

Sus ojos se velaron, sus manos se movieron indefensas.

—Estoy desconcertada, Mecenas. Lo único que te puedo decir es que Antonio ha cambiado de alguna manera que no puedo explicar. Esperaba que regresase lleno de buena salud y gritando de diversión; le encanta visitar escenarios de guerra, le rejuvenece. Pero ha vuelto; oh, no lo sé, marchito. ¿Ésa es la palabra correcta? Es como si el viaje le hubiese privado de algo que necesita desesperadamente para mantener la buena opinión de sí mismo. Ha habido otros cambios; se ha enemistado con Quinto Delio, a quien despachó. No quiere ver a Planeo, que vino de visita desde la provincia de Asia. Sólo aceptó el tributo que éste le trajo y le ordenó que regresase a Éfeso. Planeo está furioso, pero lo más que pude sacarle a Antonio es que no confía en ninguno de sus amigos. Que todos ellos le mienten. Pollio quería hablar con él aquí sobre las dificultades de César en Italia; tiene problemas para mantener a la facción senatorial de Antonio en la brecha, ve a saber lo que significa. Pero ¡no se le ha permitido venir!

—He escuchado que su más serio disgusto fue con Publio Ventidio —señaló Mecenas.

—Bueno, toda Roma debe saberlo ya —dijo ella con amargura—. Cometió un terrible error al creer que Ventidio había aceptado un soborno.

—Quizá ése es el problema.

—Quizá —asintió ella, y después volvió la cabeza—. ¡Ah, Antonio!

Él entró con toda la agilidad y la gracia que siempre asombraba a Mecenas; los hombres grandes y musculosos se suponía que se movían torpemente. El rostro de piel suave se estaba aflojando, pero no por algún estado de ánimo transitorio, pensó Mecenas. Ésa era su expresión habitual en esos días, adivinó. Cuando Antonio vio a Mecenas frunció el entrecejo.

—¡Oh, tú! —dijo, y se dejó caer en una silla pero no buscó el vino—. Supongo que tu llegada era inevitable, aunque prefería creer que tu baboso amo continuaría escribiéndome cartas de súplica.

—No, consideró que ya era hora de enviar al suplicante Mecenas.

Octavia se levantó.

—Os dejaré solos —dijo, y alborotó los cobrizos rubios cuando pasó junto a la silla de Antonio—. Comportaos.

Mecenas se rio, Antonio no.

—¿Qué quiere Octavio?

—Lo que siempre quiere, Antonio. Barcos de guerra.

—No tengo ninguno.

Gerrae! El Pireo está lleno. —Mecenas dejó su copa de vino a un lado y unió los dedos para formar una pirámide—• Antonio, no puedes continuar evitando una reunión con César Octavio.

—¡Ja! No fui yo quien no se presentó en Brundisium. —No enviaste palabra de tu llegada, y te moviste con tanta rapidez que pillaste a César Octavio con el pie todavía en Roma. Luego no esperaste hasta que pudo hacer el viaje.

—No tenía ninguna intención de hacer el viaje. Sólo quería verme saltar a su orden. —No, él no haría eso.

La discusión continuó y continuó durante varias horas, que emplearon para hacer una comida sin intención de disfrutar de las exquisiteces que los cocineros de Octavia habían preparado y durante la cual Mecenas observó a su presa como un gato a un ratón. Aunque tembloroso con la perspectiva de la caza. «Octavia, tú estás más cerca de la diana de lo que crees —pensó—. Marchito es la palabra correcta para describir a este nuevo Antonio.»

Finalmente dio una palmada en los muslos y soltó un ruido de enfado, la primera señal que había hecho de impaciencia.

—Antonio, admite que, sin tu ayuda, César Octavio no puede derrotar a Sexto Pompeyo. Antonio le mostró los dientes. —Lo admito sin tapujos.

—¿Entonces no se te ha ocurrido que todo el dinero que necesitas para dominar Oriente e invadir el reino de los partos está en las bóvedas de Sexto? —Bueno, sí… se me ha ocurrido.

—Entonces, si es así, ¿por qué no comienzas a redistribuir la riqueza de la manera correcta, la manera romana? ¿Realmente importa que César Octavio vea desaparecer sus problemas si Sexto es derrotado? Tus problemas son los que te preocupan, Antonio, y, como los de César Octavio, se esfumarán una vez que las bóvedas de Sexto queden abiertas. ¿No es eso mucho más importante para ti que el destino de César Octavio? Si vuelves de Oriente con una brillante campaña en tu haber, ¿quién podrá ser tu rival?

—No confío en tu amo, Mecenas. Pensará la manera de quedarse con el contenido de las bóvedas de Sexto.

—Eso podría ser cierto si Sexto tuviese menos en ellas. Creo que admitirás que César Octavio tiene una buena cabeza Páralos números, para las minucias de la contabilidad. Antonio se rio.

—La aritmética siempre ha sido su mejor tema.

—Entonces piensa en esto. Da lo mismo que crezca en Sicilia, en sus tierras, o lo robe de las flotas de África y Cerdeña, Sexto no paga por el trigo que vende a Roma y a ti. Éste es un hecho que viene sucediendo desde mucho antes de Filipos. En un cálculo conservador, la cantidad de trigo que ha robado durante los últimos seis años se aproxima, en números redondos, a unos ochenta millones de modii. Si le concedemos unos cuantos almirantes y supervisores codiciosos —pero de ninguna manera tantos gastos como los que tienen Roma y tú—, César Octavio y su ábaco han llegado a un promedio de veinte sestercios el modius de beneficio neto. No es ninguna exageración. Su precio para Roma ese año fue de cuarenta, y nunca ha sido menos de veinticinco. Bueno, eso significa que las bóvedas de Sexto deben de contener alrededor de mil ochocientos millones de sestercios. Divídelo por veinticinco mil y eso son nada menos que setenta y dos mil talentos. Con la mitad de eso, César Octavio puede alimentar a Italia, comprar tierras para instalar a los veteranos y reducir los impuestos. Mientras que tu mitad permitirá a tus legionarios vestir cotas de malla de plata y ponerse plumas de avestruz en los cascos. El tesoro de Roma nunca ha sido tan rico como Sexto Pompeyo es ahora mismo, incluso después de que su padre dobló el contenido.

Antonio lo escuchó con arrobada fascinación, su espíritu animado. Podría haber sido muy malo en aritmética en sus años de escolar (él y sus hermanos habían rehuido las lecciones la mayor parte de las veces), pero no tuvo problemas en seguir la lección de Mecenas, y sabía que ésta debía de ser una acertada estimación de la actual riqueza de Sexto. ¡Júpiter, qué cunnus! ¿Por qué no se había sentado con su ábaco para obtener este resultado? Octavio tenía razón, Sexto Pompeyo había sangrado Roma de toda su riqueza. ¡El dinero no había desaparecido sin más! ¡Lo tenía Sexto!

—Te comprendo —admitió escuetamente.

—¿Entonces vendrás en persona a ver a César Octavio en primavera?

—Siempre que el lugar no sea Brundisium.

—Ah, ¿qué tal Tarentum? Un viaje más largo, pero no tan arduo como Ostia o Puteoli. Está en la Vía Apia, muy conveniente para hacer después una visita a Roma.

Eso no le convenía a Antonio.

—No, el encuentro tiene que ser a principios de primavera, y corto. Nada de discusiones y demoras. Tengo que estar en Siria para el verano para iniciar mi invasión.

«Esto no va a ocurrir, Antonio —pensó Mecenas—. He abierto tu apetito al mencionarte sumas que un glotón como tú no puede resistir. En el momento en que llegues a Tarentum te habrás dando cuenta de lo enorme que es el pastel, y tú querrás |a porción del león. Nacido en el mes de Sextilis, León. Mientras que César es un niño nacido en el límite, una mitad el frío y meticuloso Virgo y la otra mitad el equilibrio de Libra. Tu Marte también está en León, pero el Marte de César está en una constelación mucho más fuerte, Escorpión. Y su Júpiter está en Carnero, junto con su ascendente. Riquezas y éxito. Sí, he escogido al amo correcto. Claro que yo también tengo la astucia de Escorpión y la ambivalencia de Piscis.»

Sacado de su análisis astrológico, Mecenas dio un respingo al oír a Antonio preguntarle:

—¿Te parece aceptable?

—Sí. Tarentum en las nonas de abril.

—Se ha tragado el anzuelo —les informó Mecenas a Octavio, a Livia Drusilia y a Agripa cuando llegó de regreso a Roma justo a tiempo para el Año Nuevo y para la inauguración del período de Agripa como primer cónsul.

—Sabía que lo haría —manifestó Octavio, complacido.

—¿Cuánto tiempo llevabas escondiendo el anzuelo en el seno de tu toga, César? —preguntó Agripa.

—Desde el principio, antes de ser triunviro. Sólo era cuestión de añadir un año a los anteriores.

—Ático, Oppio y los Balbo han dicho que están dispuestos a prestar dinero de nuevo para comprar la próxima cosecha —dijo Livia Drusilia con una sonrisa un tanto maliciosa—. Mientras estabas ausente, Mecenas, Agripa los llevó a ver Portus Julius. Por fin comienzan a creer que podremos derrotar a Sexto.

—Bueno, saben sumar mejor que César —señaló Mecenas—. Ahora son conscientes de que su dinero está seguro.

La toma del cargo por Agripa se desarrolló sin inconvenientes. Octavio observó el cielo nocturno con él durante la vigilia, y su buey blanco como la nieve aceptó el martillo y el puñal del popa y el cultrarius con tanta tranquilidad que los senadores presentes no sufrieron estremecimientos de aprehensión; un año de Marco Vipsanio Agripa era un año más que suficiente. Dado que el buey blanco de Cayo Caninio Gallo eludió el martillo y casi escapó antes de que le administrasen el golpe que lo paralizaría, no pareció probable que Caninio pudiese tener la capacidad de enfrentarse a este tipo vulgar y de baja cuna.

Roma continuaba alborotada, pero fue un invierno crudo; el Tíber se heló, cayó nieve y no se fundió, un terrible viento del norte sopló sin cesar. Nada de eso animaba a que se reuniesen grandes multitudes en el foro y en las plazas, lo que permitió a Octavio aventurarse más allá de sus paredes, aunque Agripa le prohibió que las derribase. El trigo estatal se vendió a cuarenta sestercios el modius —gracias a los préstamos de los plutócratas y a unos asombrosos intereses— y la cada vez más intensa actividad de Agripa en Portus Julius significó que había trabajo para cualquier hombre dispuesto a salir de Roma para ir a Campania. La crisis no se había superado, pero al menos se había aminorado.

Los agentes de Octavio comenzaron a hablar de la conferencia que tendría lugar en Tarentum en las nonas de abril y a predecir que los días de Sexto estaban contados. Volverían los buenos tiempos, entonaban.

Esta vez Octavio no llegaría tarde; él y su esposa llegaron a Tarentum mucho antes de las nonas, junto con Mecenas y su cuñado, Varro Murena. Dispuesto a que la conferencia tuviese el aire de una fiesta. Octavio decoró la ciudad portuaria con coronas y guirnaldas, contrató a todos los mimos, magos, acróbatas, músicos y actores que había en Italia, y levantó un teatro de madera para las representaciones de los mimos y las farsas, los espectáculos favoritos de la plebe. ¡El gran Marco Antonio venía para divertirse con César Divi Filius! Incluso Tarentum había sufrido a manos de Antonio en el pasado; pero todos los sentimientos habían sido olvidados. Una fiesta de primavera y prosperidad, era así como lo veía el pueblo.

Cuando Antonio llegó el día anterior a las nonas, todo Tarentum estaba alineado en el muelle para saludarlo a gritos, máxime cuando la gente vio que había traído con él los ciento veinte barcos de guerra de su flota ateniense.

—Maravillosos, ¿verdad? —le preguntó Octavio a Agripa cuando estaban en la entrada de la bahía, atentos a la presencia de la nave capitana, que no había entrado la primera—. Hasta ahora he contado cuatro almirantes, pero ningún Antonio. Debe de estar moviendo la cola en el fondo. Aquél es el estandarte de Ahenobarbo, un jabalí negro.

—Muy apropiado —respondió Agripa, mucho más interesado en los barcos—. Cada uno de ellos tiene cinco cubiertas de remeros, César. Espolones de bronce, muchos, dobles, bastan te lugar para la artillería y los marineros. ¡Oh, lo que daría por una flota como ésta!

—Mis agentes me aseguran que tiene más en Thasos, Ambracia y Lesbos. Todavía en buenas condiciones, pero dentro de cinco años no lo estarán. ¡Ah, aquí viene Antonio!

Octavio señaló a una magnífica galera con una alta popa que permitía un amplio camarote debajo, la cubierta erizada con catapultas. Su estandarte era un león de oro sobre un fondo escarlata, la boca abierta en un rugido, la melena negra, una cola con la punta negra.

—Muy adecuado —dijo Octavio.

Comenzaron a caminar de regreso hacia el espigón elegido para recibir a la nave capitana, que el práctico dirigía desde un bote. Ninguna prisa; llegarían mucho antes.

—Tú debes tener tu propio estandarte, Agripa —manifestó Octavio mientras observaba la ciudad extendida a lo largo de la costa, las casas blancas, los edificios públicos pintados de brillantes colores, los pinos y los cipreses en las plazas adornados con faroles y lazos.

—Supongo que debería —respondió Agripa, sorprendido—. ¿Qué recomiendas, César?

—Un fondo azul claro con la palabra «Fides» escrita en rojo —respondió Octavio de inmediato.

—¿Y tu estandarte naval, César?

—No tendré ninguno. Ondearé la bandera con las letras SPQR rodeadas por una corona de laureles.

—¿Qué me dices de los almirantes como Tauro y Cornificio?

—Ellos también ondearán el SPQR de Roma como yo. El tuyo será el único estandarte personal, Agripa. Una marca de distinción. Eres tú quien ganará por nosotros sobre Sexto. Lo presiento.

—Al menos sus barcos no se pueden confundir, porque ondean las tibias cruzadas.

—Muy evidente —fue la réplica de Octavio—. ¿Oh, qué maldito ha hecho eso? ¡Vergonzoso!

Se refería a la alfombra roja que algún oficial perteneciente a los duumviros había extendido a todo lo largo del espigón, una señal de realeza que horrorizó a Octavio. Pero nadie más parecía inquieto; era el rojo de un general, no el púrpura de un rey. Y allí estaba él, saltando del barco a la alfombra roja, con el aspecto ágil y saludable de siempre. Octavio y Agripa esperaron juntos debajo de la marquesina al pie del muelle, con Caninio, el segundo cónsul, un paso más atrás, y detrás de él, setecientos senadores, todos hombres de Marco Antonio. El duumviro y otros funcionarios de la ciudad tuvieron que contentarse con una posición todavía más apartada.

Por supuesto, Antonio vestía su armadura dorada; la toga no le quedaba muy bien sobre su corpachón, porque lo hacía parecer gordo, A Agripa, que era también un hombre musculoso pero más delgado, no le importaba en lo más mínimo su apariencia, así que vestía la toga con ribetes rojos. Octavio y él se adelantaron para saludar a Antonio, Octavio parecía un niño frágil y delicado entre aquellos dos espléndidos guerreros. Sin embargo, era Octavio quien dominaba, quizá por eso, quizá por su belleza, su abundante cabellera dorada. En aquella ciudad del sur de Italia donde los griegos se habían asentado siglos antes que tos primeros romanos entrasen en la península, el brillante pelo rubio era una rareza, y muy admirado.

«¡Está hecho! —pensó Octavio—. He conseguido traer a Antonio a suelo italiano, y no se marchará hasta que me dé lo que quiero, lo que Roma debe tener.»

Entre una lluvia de pétalos primaverales arrojados por niñas desfilaron hasta el complejo de edificios preparados para ellos, con grandes sonrisas y saludos a las entusiastas multitudes.

—Una tarde y una noche para acomodarnos —dijo Octavio en la puerta de la residencia de Antonio—. ¿Debemos ponernos manos a la obra de inmediato (comprendo que tienes prisa) o complacemos a la gente de Tarentum y mañana vamos al teatro? Interpretarán una farsa de Atella.

—No es Sófocles, pero sí algo más del gusto popular —respondió Antonio, con aspecto relajado—. Sí, ¿por qué no? He traído a Octavia y a los niños conmigo; estaba desesperada por ver a su hermano pequeño.

—No más desesperado que yo por verla. No ha conocido a mi esposa; sí, también he traído a la mía —manifestó Octavio—. ¿Entonces mañana por la mañana vamos al teatro y a un banquete por la tarde? Después de eso, nos ponemos a trabajar.

Cuando llegó a su propia residencia, Octavio se encontró a Mecenas, que se partía de la risa.

—¡Nunca lo adivinarás! —consiguió decir Mecenas, que se enjugaba las lágrimas, para echarse a reír de nuevo—. ¡Oh, es tan divertido!

—¿Qué? —preguntó Octavio mientras dejaba que un sirviente le quitase la toga—. ¿Dónde están los poetas?

—Eso es precisamente, César. ¡Los poetas! —Mecenas consiguió controlarse, aunque de vez en cuando tragaba, con los ojos llenos de lágrimas—. Horacio, Virgilio, el compañero de Virgilio, Plotio Tucca, Vario Rufo y varías luminarias menores salieron de Roma hace un nundinum para elevar el tono intelectual de este festival de Tarentum, pero —se ahogó, se rio, se controló— en cambio fueron a Brundisium. ¿Qué pasó? Pues que Brundisium no los dejó marchar, decidido a tener su propio festival. —Aulló de risa.

Octavio mostró una sonrisa, Agripa soltó una breve carcajada, pero ninguno de los dos podía apreciar la situación como Mecenas, porque carecían de su conocimiento de lo despistados que eran los poetas.

Cuando se enteró Antonio, se rio con tanta fuerza como Mecenas, después envió un correo a Brundisium con una bolsa de oro para ellos.

Octavio, que no se esperaba la presencia de Octavia y los niños, no había puesto a Antonio en una casa lo bastante grande como para acomodarlos a todos sin que lo molestase el ruido del cuarto de los niños, pero Livia Drusilia encontró una nuera solución.

—Me han hablado de una casa cercana cuyo propietario está dispuesto a cederla durante la duración de la conferencia. ¿Por qué no me voy allí con Octavia y los niños? Si yo también estoy, entonces Antonio no podrá quejarse de un tratamiento de segunda clase para su esposa.

Octavio le besó la mano y le sonrió a aquellos maravillosos ojos rasgados.

—¡Brillante, amor mío! Hazlo ahora mismo.

—Si no te importa, no asistiremos a la función de mañana. Ni siquiera los triunviros pueden tener a sus esposas sentadas con ellos, y yo nunca escucho bien desde las filas de las mujeres, en el fondo, y, además, no creo que a Octavia le gusten mucho más las farsas que a mí.

—Pídele a Burgundino que te dé una bolsa, y sal de compras por la ciudad. Sé que tienes una debilidad por los vestidos bonitos, y puedes encontrar algo que te guste. Si no recuerdo mal, a Octavia le gusta comprar.

—No te preocupes por nosotras —dijo Livia Drusilia, muy complacida—. Quizá no encontremos nada que nos guste, pero será una ocasión para conocernos la una a la otra.

Octavia sentía curiosidad por Livia Drusilia; como toda la clase superior de Roma, había escuchado la historia de la peculiar pasión de su hermano por la esposa de otro hombre, embarazada con su segundo lujo, divorciada por motivos religiosos, el puro misterio que lo rodeaba a él, a ella, a la pasión. ¿Era mutua? ¿No existía en absoluto?

La Livia Drusilia con la que se encontró Octavia era muy diferente de la muchacha que había sido cuando se casó con Octavio. «Ésta no es una esposa tímida como un ratón», pensó Octavia al recordar los informes. Se encontró con una joven matrona vestida con gran elegancia, los cabellos peinados a la última moda y que llevaba el número correcto de alhajas de oro, sencillas pero sólidas. Comparada con ella, Octavia se sintió como una provinciana bien vestida; algo nada sorprendente después de una relativamente larga estadía en Atenas, donde, en general, las mujeres no se mezclaban con la sociedad. Por supuesto, las esposas romanas insistían en asistir a las cenas dadas por los hombres romanos, pero aquellas ofrecidas por los griegos les estaban vedadas: sólo los maridos. Con estas premisas, el centro de la moda femenino era Roma, y nunca lo había visto más claro Octavia que ahora, al mirar a su nueva cuñada.

—Una idea muy inteligente ponernos a las dos en la misma casa —comentó Octavia cuando se habían sentado para beber vino dulce aguado y pasteles de miel todavía calientes del horno, una exquisitez de la región.

—Bueno, les da espacio a nuestros maridos —dijo Livia Drusilia con una sonrisa—. Imagino que Antonio hubiese preferido venir sin ti.

—Tu imaginación acierta de lleno —manifestó Octavia con un tono irónico. Se inclinó hacia adelante en un gesto impulsivo—. Pero ¡a mí no me importa! Cuéntamelo todo acerca de ti y… —Tuvo en la punta de la lengua decir el «pequeño Cayo», pero algo la detuvo, le advirtió que sería un error. Fuera lo que fuese, Livia Drusilia no era una sentimental ni femenina, eso estaba claro—. Tú y Cayo —corrigió—. Una escucha tantos relatos tontos, y me gustaría saber la verdad.

—Nos conocimos en las ruinas de Fregellae y nos enamoramos —explicó Livia Drusilia con tono normal—. Aquél fue el único encuentro hasta que nos casamos confarreatio. Para entonces yo estaba de siete meses de mi segundo hijo, Tiberio Claudio Ñero Druso, que César envió a su padre para que lo criase.

—¡Oh, pobre! —exclamó Octavia—. Debió de partirte el corazón.

—En absoluto. —La esposa de Octavio mordisqueó una pasta

—Me desagradan mis hijos porque me desagrada su padre.

—¿Te desagradan los niños?

—¿Por qué no? Se convierten en los mismos adultos que nos desagradan.

—¿Lo has visto? Especialmente a tu segundo. ¿Cuál es el nombre abreviado?

—Su padre escogió Druso. Y no, no lo he visto. Ahora tiene trece meses.

—Sin duda, lo debes de echar de menos.

—Sólo cuando me duelen los pechos por Ja leche.

—Yo… Yo… —tartamudeó Octavia y guardó silencio. Sabía lo que la gente decía del pequeño Cayo; que era adusto. Bueno, se había casado con otra adusta. Sin embargo, ambos ardían, y no sólo por las cosas que ella, Octavia, consideraba importantes—. ¿Eres feliz? —preguntó, en un intento por encontrar algún terreno común.

—Sí, mucho. Mi vida en estos días es muy interesante. César es un genio, la calidad de su mente me fascina. Es un gran privilegio ser su esposa. También su colaboradora. Escucha mis consejos.

—¿Lo hace de verdad?

—Todo el tiempo. Siempre esperamos con ansia nuestras charlas de cama.

—¿Charlas de cama?

—Sí. Se reserva todas las preocupaciones del día para discutirlas conmigo en privado.

Las imágenes de esa extraña unión aparecieron ante los ojos de Octavia: dos personas jóvenes y muy atractivas acurrucadas en su cama hablando. ¿Alguna vez…? ¿Alguna vez…? Quizá después de que la conversación terminase, concluyó, y luego salió de su ensimismamiento con un respingo cuando Livia Drusilia se rio, con un sonido de campanillas.

—En el momento que ha aclarado sus problemas, se queda dormido —añadió con ternura—. Afirma que nunca ha dormido tan bien en toda su vida. ¿No es eso espléndido?

«¡Oh, todavía eres una niña! —pensó Octavia, que lo comprendió—. Un pececillo atrapado en la red de mi hermano. Te está moldeando para lo que él necesita, y el matrimonio no es una de sus necesidades. ¿Habrá consumado tu matrimonio confarreatio? Estás tan orgullosa de ello, cuando la verdad es que te ata a él como una condena. Si se ha consumado no es solo que tú ansiabas, pobre pececillo. Qué perceptivo debe de ser para haberte conocido una vez y visto lo que yo veo ahora el ansia de poder que se equipara sólo con la suya. ¡Livia Drusilia, Livia Drusilia! Perderás tu juventud, pero nunca conocerás la verdadera felicidad de una mujer como la he conocido yo, como la conozco ahora… La primera pareja de Roma, que presenta un rostro de hierra al mundo, que lucha uno al lado del otro para controlar a todas las personas y todas las situaciones con las que se encuentra. Por supuesto, has embaucado a Agripa. Supongo que él está tan prendado contigo como lo está mi hermano.»

—¿Qué sabes de Escribonia? —preguntó, para cambiar de tema.

—Está bien, aunque no es feliz —respondió Livia Drusilia, que emitió un suspiro—. La visito una vez a la semana ahora que la ciudad está un poco más tranquila; es difícil salir cuando las bandas callejeras provocan disturbios. César puso guardias también en su casa.

—¿Y Julia?

Por un momento, Livia Drusilia pareció desconcertada; luego, su rostro se despejó.

—¡Oh, aquella Julia! Curioso, siempre pienso en la hija de Divus Julius cada vez que escucho su nombre. Es muy bonita.

—Tiene dos años, así que ya debe de caminar y hablar. ¿Es despierta?

—En realidad no lo sé. Escribonia la mima.

De pronto, Octavia sintió que estaba a punto de echarse a llorar, y se levantó.

—Estoy muy cansada, querida. ¿Te importa si voy a echar una siesta? Tenemos tiempo de sobra para ver a los niños; estaremos aquí unos cuantos días.

—Lo más probable: varias nundinae —dijo Livia Drusilia, que era obvio que no estaba muy entusiasmada ante la perspectiva de encontrarse con toda una tribu de niños.

La predicción privada de Mecenas resultó correcta; después de haber pasado el invierno en Atenas calculando el tamaño de la suma en las arcas de Sexto Pompeyo, Antonio quería la parte del león.

—El ochenta por ciento es para mí —anunció.

—¿A cambio de qué? —preguntó Octavio con el rostro impasible.

—La flota que he traído a Tarentum y los servicios de tres almirantes con experiencia: Bíbulo, Oppio Capito y Atratino. Sesenta de las naves están al mando de Oppio, las otras sesenta al de Atratino, mientras que Bíbulo actúa como almirante supervisor.

—Por el veinte por ciento, yo debo proveer otros trescientos barcos como mínimo, además de un ejército terrestre para Ja invasión de Sicilia.

—Correcto —dijo Antonio, que se miró las uñas.

—¿No te parece que es una repartición un tanto desproporcionada?

Sonriente, Antonio se inclinó hacia adelante con un aire de sutil amenaza.

—Ponlo de esta manera, Octavio; sin mí, no puedes derrotar a Sexto. Por lo tanto, soy yo quien dicta los términos.

—Negocias desde una posición de poder. Sí, lo entiendo. Pero no estoy de acuerdo por dos motivos. Primero, que actuaremos en conjunto para eliminar un tábano de debajo de la silla de Roma, no de la tuya o de la mía. Lo segundo es que necesito más del veinte por ciento para reparar los daños de Sexto y para pagar deudas de Roma.

—¡Me importa una mierda lo que tú quieras o necesitas! Si voy a participar, recibo el ochenta por ciento.

—¿Eso significa que estarás presente en Agrigentum cuando abramos las bóvedas de Sexto? —preguntó Lépido.

Su llegada había sido una sorpresa para Antonio y Octavio, convencidos de que el tercer triunviro y sus dieciséis legiones estaban bien lejos del camino en África. Cómo se había enterado de la conferencia tan pronto como para ser partícipe era algo que Antonio no sabía, mientras que Octavio sospechaba que el que se lo había comunicado era el hijo mayor de Lépido, Marco, que estaba en Roma para casarse con la primera novia de Octavio, Servilia Vatia. Alguien había hablado, y Marco se había puesto en contacto con Lépido de inmediato. Si había grandes botines a mano, entonces los Emilio Lépido debían tener su justa parte.

—¡No, no estaré en Agrigentum! —replicó Antonio—. Estaré muy avanzado en mi camino para reducir a los partos.

—¿Entonces cómo esperas que la partición de lo que hay en las bóvedas de Sexto se haga según tu dictado? —preguntó Lépido.

—Porque si no se hace, pontífice máximo, tú estarás fuera de tu trabajo sacerdotal y de todo lo demás. ¿Me importan tus legiones? No, no me importan. Las únicas legiones que valen su pan me pertenecen, y no estaré en Oriente para siempre. El ochenta por ciento.

—El cincuenta por ciento —dijo Octavio, con el rostro todavía impasible. Miró a Lépido—. En cuanto a ti, pontífice máximo, no te toca nada. Tus servicios no serán requeridos.

—Tonterías, por supuesto que lo serán —dijo Lépido con un tono complaciente—. Sin embargo, no soy codicioso. Con el diez por ciento me conformo. Tú, Antonio, no haces lo suficiente para garantizar un cuarenta por ciento, pero estoy de acuerdo dado que eres tan glotón. Octavio tiene las mayores deudas debido a las actividades de Sexto, por lo tanto él debe recibir el cincuenta por ciento.

—El ochenta o me llevo mi flota de regreso a Atenas.

—Hazlo y no recibirás nada —manifestó Octavio, que se inclinó hacia adelante en una sutil amenaza, algo que hizo mejor que Antonio—. ¡No te equivoques conmigo, Antonio! Sexto Pompeyo caerá el año que viene, dones o no tu flota. Como un leal y obediente triunviro, te ofrezco la oportunidad de compartir el botín de su derrota. Te ofrezco. Tu guerra en Oriente, si tiene éxito, beneficiará a Roma y al tesoro, por lo tanto una parte ayudará a financiar esa guerra. No te la ofrezco por ninguna otra razón. Pero Lépido está en lo cierto. Si utilizo sus legiones y también las de Agripa para invadir una isla muy grande y montañosa una vez que las flotas de Sexto ya no estén, Sicilia caerá rápido, y con menos pérdidas de vida. Así pues, estoy dispuesto a conceder a nuestro pontífice máximo el diez por ciento del botín. Necesito el cincuenta por ciento. Eso te deja a ti con el cuarenta. El cuarenta por ciento de setenta y dos mil son veintinueve mil. Eso es más o menos lo que César terna en su cofre de guerra para su campaña contra los partos.

Antonio escuchó con lo que sin duda era una ira creciente, pero no dijo nada.

—Sin embargo —continuó Octavio—, para el momento en que acabemos de montar toda esta guerra total contra Sexto, él habrá añadido otros veinte mil talentos a su tesoro, el precio de la cosecha de este año. Eso significa que tendrá alrededor de noventa y dos mil talentos. El diez por ciento de eso es más de nueve mil talentos. Tu cuarenta, Antonio, subirá a unos treinta y siete mil. ¡Piensa en eso, hazlo! Un enorme beneficio para una inversión menor; sólo una flota, no importa lo buena que sea.

—Ochenta —repitió Antonio, pero no con la misma firmeza.

«¿Cuánto ha venido dispuesto a llevarse? —se preguntó Mecenas—. No el ochenta por ciento; él sabe que nunca conseguiría eso. Pero está claro que se ha olvidado de añadir otra cosecha al botín. Depende de cuánto haya gastado en su mente. En las viejas cifras, treinta y seis mil. Si acepta un diez por ciento menos de las nuevas cantidades, se queda un poco por delante de aquello si había contado llevarse el cincuenta por ciento.»

—Recuerda que lo que va a ti, Antonio, y a ti, Lépido, se paga en nombre de Roma —manifestó Octavio—. Ninguno de vosotros gastará su parte en Roma. Mientras que todo mi cincuenta por ciento irá directamente al tesoro. Sé que el general tiene derecho a un diez por ciento, pero no aceptaré nada. ¿Para qué me serviría si lo tuviese? Mí divino padre me dejó más que suficiente en propiedades para mis necesidades, y he comprado la única domus romana que necesitaré. Ya está amueblada. Por lo tanto, mis necesidades personales son casi mínimas. Mi parte va íntegra a Roma.

—El setenta por ciento —dijo Antonio—. Soy el socio principal.

—¿En qué? Desde luego no en la guerra contra Sexto Pompeyo —replicó Octavio—. El cuarenta por ciento, Antonio. Lo tomas o lo dejas.

El regateo continuó durante un mes, al final del cual Antonio ya tendría que haber estado camino de Siria. Que se quedase donde estaba se debía enteramente al botín de Sexto, porque estaba decidido a salir de las negociaciones con lo suficiente para equipar veinte legiones al máximo y a veinte mil soldados de caballería. Muchos centenares de piezas de artillería, un enorme tren de equipajes capaz de transportar toda la comida que necesitaría su inmenso ejército. Nadie como Octavio para insinuar qué quedaría del porcentaje para él. No lo haría, como bien sabía Octavio. Significaba el mejor ejército que Roma hubiese tenido nunca. ¡Oh, y el botín al final de la campaña! Haría que el botín de Sexto Pompeyo pareciese monedas.

Por fin se acordaron los porcentajes: cincuenta para Octavio y Roma, cuarenta para Antonio y Oriente, y el diez para Lépido, en África.

—Hay otras cosas —dijo Octavio—. Hay cosas que se deben resolver ahora, no más tarde.

—¡Oh, Júpiter! —protestó Antonio—. ¿Qué?

—El pacto de Puteoli o Misenum o como quieras llamarlo le dio a Sexto e] imperio proconsular sobre las islas además del Peloponeso, y será cónsul de aquí a dos años. Todas éstas son cosas que se deben detener de inmediato. El Senado debe modificar su decreto de hostis, prohibirle a Sexto el fuego y el agua en un radio de mil millas de Roma, despojarlo de sus así llamadas provincias, y retirar su nombre de los fasti, no puede ser cónsul, nunca.

—¿Cómo puede ser algo de esto inmediato? El Senado se reúne en Roma —objetó Antonio.

—¿Por qué cuándo el tema es la guerra? Cuando se discute la guerra, el Senado debe reunirse fuera del pomerium. Tarentum está claramente fuera del pomerium. Aquí ahora mismo hay más de setecientos de tus obedientes senadores, Antonio, que no dejan de lamerte el culo con tanta asiduidad que sus narices se han vuelto marrones —señaló Octavio con un tono agrio—. También tenemos aquí al pontífice máximo, tú eres un augur, y yo soy un sacerdote y augur. No hay ningún impedimento, Antonio, ninguno en absoluto.

—El Senado debe reunirse en un edificio consagrado.

—Estoy seguro de que Tarentum tiene alguno.

—Te has olvidado de una cosa, Octavio —dijo Lépido.

—Por favor, ilústrame.

—El nombre de Sexto Pompeyo ya está en los fasti, eso es lo que ocurre cuando escogemos los cónsules por años adelantados, y después sencillamente fingimos que han sido electos. Tacharlo sería nefas.

Octavio se rio.

—¿Por qué tacharlo, Lépido? No veo la necesidad. ¿Te has olvidado de que hay otro Sexto Pompeyo de la misma familia que se pasea por Roma? No hay razón para que él no sea cónsul de aquí a dos años; fue uno de los sesenta pretores que sirvieron el año pasado.

En los rostros de todos aparecieron grandes sonrisas.

—¡Brillante, Octavio! —exclamó Lépido—. Conozco al tipo; el nieto del hermano de Pompeyo Estrabo. Se morirá del orgullo.

—Esperemos que no sea para tanto, Lépido. —Octavio se desperezó, bostezó, consiguió parecer un gato ahíto—. ¿Supones que esto significa que podemos concluir el pacto de Tarentum y regresar a Roma para dar a conocer la feliz noticia de que el triunvirato ha sido renovado por otros cinco años y que los días de Sexto Pompeyo el pirata están contados? Debes venir, Antonio, ya es demasiado tarde para una campaña este año.

—¡Oh, Antonio, qué maravilla! —exclamó Octavia cuando él se lo dijo—. Podré ver a mamá y visitar a la pequeña Julia, Livia Drusilia es indiferente a su sufrimiento, no se esfuerza en lo más mínimo para convencer al pequeño… César Octavio, quiero decir, a mantenerse en contacto con su hija. Tengo miedo por la pequeña.

—Estás embarazada de nuevo —dijo Antonio, que al fin cayó en la cuenta.

—¡Lo has adivinado! ¡Qué sorprendente! Apenas si es un hecho, y estaba esperando a estar segura para decírtelo. Espero que sea un niño.

—Niño, niña, ¿qué más da? Tengo muchos de ambos.

—Así es —asintió Octavia—. Más que cualquier hombre distinguido, sobre todo si incluyes a los mellizos de Cleopatra.

Brilló una sonrisa.

—¿Molesta, querida?

Ecastor, no! Mejor dicho, orgullosa de tu virilidad, creo —dijo ella con una sonrisa—. Confieso que algunas veces me pregunto por ella, por Cleopatra. ¿Está bien? ¿Su vida es agradable? Se ha borrado de la conciencia de la mayoría de Roma, incluido mi hermano. Es una pena en cierta manera, dado que tiene un hijo de Divus Julius además de tus mellizos. Quizá algún día regrese a Roma. Me gustaría verla de nuevo.

Él le cogió la mano y se la besó.

En Roma, a Antonio le esperaban dos cartas, una de Herodes y otra de Cleopatra. Consideró la de Cleopatra como menos urgente, y rompió el sello de la de Herodes.

¡Mi querido Antonio, por fin soy rey de los judíos! No fue fácil, dada la ineptitud militar de Cayo Sosio. ¡No Silo, él! Un buen gobernador para la paz, pero no a la altura de la tarea de disciplinar a los judíos. Sin embargo, me hizo un gran humor al entregarme dos buenas legiones de tropas romanas y dejarme que las llevase al sur, a Judea. Antígono salió de Jerusalén para encontrarse conmigo en Jericó, y lo derroté.

Luego escapó a Jerusalén, que sufrió el asedio. Cayó cuando Sosio me envió otras dos buenas legiones. Vino con ellas. Cuando cayó la ciudad quiso saquearía, pero k convencí para que no lo hiciese. Lo que yo quería y Roma necesitaba, fe dije, era una Judea próspera, no un desierto arrasado. Al final, estuvo de acuerdo. Pusimos a Antígono con cadenas y lo enviamos a Antioquía. Una vez que estés tú en Antioquía puedes decidir qué hacer con él, pero yo recomiendo vigorosamente la ejecución.

He liberado a mi familia y a la familia de Hircano de Masada, y me he casado con Mariamne. Está embarazada de nuestro primer hijo. Dado que no soy judío, no me he nombrado a mi mismo sumo sacerdote. Ese honor le ha correspondido a un zadoquita, Ananeel, que hará todo lo que yo le diga. Por supuesto, tengo oposición, y hay algunos que conspiran para levantarse en armas contra mí, pero nada de eso prosperará. Mi pie está ahora bien firme en el cuello judío, y no se levantará nunca mientras haya vida en mi cuerpo.

¡Por favor, te lo ruego, Marco Antonio, devuélveme una Judea entera y contigua en lugar de estos cinco lugares separados! Necesito un puerto de mar, y me sentiría feliz con Joppa. Gaza está demasiado al sur. La mejor noticia es que he conseguido arrebatar los yacimientos de bitumen de Malcus de Nabatea, que se alió con los partos y me rechazó a mí, su propio sobrino, que fue a auxiliarle.

Acabo dándote las gracias más profundas por tu apoyo. Estate seguro de que Roma nunca lamentará haberme hecho rey de los judíos.

Antonio dejó que el pergamino se enrollase y permaneció sentado un momento con las manos detrás de la cabeza, sonriente al pensar en el sapo semítico. Mecenas con disfraz oriental, pero con un salvajismo y una crueldad que éste no tenía en absoluto. La cuestión era, ¿qué beneficiaría más los intereses de Roma en el sur de Siria? ¿Un reino judío reunido o uno fragmentado? Sin aumentar sus límites geográficos ni una milla, Herodes se había enriquecido muchísimo al adquirir los jardines de bálsamo de Jericó y los yacimientos de bitumen de Palus Asphaltites. Los judíos eran guerreros y excelentes soldados. ¿Roma necesitaba una Judea rica regida por un hombre muy inteligente? ¿Qué pasaría si Judea abarcaba toda Siria al sur del río Orontes? ¿Hacia dónde miraría después su rey? A Nabatea, que le daría una de sus grandes flotas que hacían el comercio con la India y Taprobane. Más riqueza. Después de eso miraría a Egipto, un riesgo menor que cualquier intento de expansión hacia el norte en una de las provincias romanas. Humm…

Recogió la carta de Cleopatra, rompió el sello y la leyó mucho más rápido que la de Herodes. No es que fuesen muy diferentes, Herodes y Cleopatra no tenían ni una pizca de sentimentalismo. Como siempre, ella había escrito una letanía de alabanzas a Cesarión, pero eso no era sentimentalismo, era la leona y su cachorro. Cesarión aparte, era la carta de una soberana más que de una ex amante. Glafira haría bien en emular a su contraparte egipcia.

El pequeño rostro afilado de Cleopatra apareció delante de su mirada interior, los ojos dorados brillantes cuando estaba feliz. ¿Era feliz? Una carta tan práctica, suavizada sólo por el amor por su hijo mayor. Bueno, ella era, primero, gobernante y, después, mujer. Pero por lo menos tenía más de qué hablar que con Octavia, preocupada con su embarazo y encantada de estar de nuevo en Roma, aunque no veía mucho a Livia Drusilia, a la que consideraba fría y calculadora. No es que lo hubiese dicho, pero ¿cuándo su actual esposa había cometido una incorrección social, incluso en privado, con su marido? Pero Antonio lo sabía porque él compartía el desagrado de Octavia; la muchacha era una criatura de Octavio. ¿Qué tenía Octavio, que podía coger y sujetar a unas personas escogidas con garras de acero? Agripa, Mecenas y ahora Livia Drusilia.

De pronto se sintió lleno de desprecio hacia Roma, de la cerrada clase gobernante de Roma, de la codicia de Roma, de las metas inexorables de Roma, del derecho divino de Roma a gobernar el mundo. Incluso los Sila y los César habían cedido sus propios deseos ante Roma y ofrecido todo lo que hicieron a los altares romanos, alimentaron a Roma con sus fuerzas, sus hechos, con el animus que los empujaba. ¿Qué había de malo en él? ¿Por qué era incapaz de esa clase de dedicación a algo abstracto, a una idea? Alejandro Magno no pensaba de Macedonia de la manera que César pensaba de Roma; pensaba primero en sí mismo, soñaba en su propia cabeza de dios, no en el poder de su país. Por supuesto, era por eso que su imperio se había deshecho tan pronto como él murió. El imperio de Roma nunca caería por la muerte de un hombre o por la muerte de muchos hombres. Un hombre romano tenía su lugar en un sol temporal, nunca pensaba en sí mismo como el sol. Alejandro Magno lo había hecho. Quizá Marco Antonio también. Sí. Marco Antonio quería un sol propio, y su sol no era el de Roma. No, no era el de Roma.

¿Por qué había dejado que aquel grupo de Tarentum rebajase su porcentaje? Todo lo que tenía que hacer era marcharse con su flota, pero no lo había hecho. Tenía la convicción de que se quedaba con el fin de asegurar la seguridad y el bienestar de sus tropas cuando invadiese el reino de los partos. ¡Verse apartado sólo con meras promesas! «Sí, prometo que te daré veinte legionarios bien entrenados —dijo Octavio, que mentía más que hablaba—. Te prometo que te enviaré tu cuarenta por ciento en el momento en que abramos las bóvedas de Sexto… Te prometo que serás cónsul… Te prometo que serás primer triunviro… Te prometo que cuidaré de tus intereses en Occidente… Te prometo esto, te prometo aquello.» ¡Mentiras, mentiras, todo eran mentiras!

«Piensa, Antonio, piensa. Tienes más de setecientos de los mil senadores. Puedes buscar votantes en las clases superiores y controlar las leyes, las elecciones. Pero de alguna manera nunca consigues pillar a César Octavio. Por eso él está aquí en Roma y tú no. Incluso en este interminable verano, mientras tú estás aquí físicamente, no puedes reunir a tus fuerzas para destruirlo. Los senadores están a la espera de ver cuánto recibirán de los cofres de Sexto Pompeyo; incluso hay algunos que han desaparecido para ir a pasar el verano a sus villas junto al mar, lejos de la apestosa y ardiente Roma. Y el pueblo te está perdiendo de vista. Ahora que estás aquí, muchos de ellos va no te reconocerían a primera vista, aunque sólo han pasado dos años desde la última vez que estuviste aquí. Quizá odian a Octavio, pero es un odio conocido y mucho más apreciado. Es la clase de hombre que todo hombre cree que necesita querer para odiarlo. Mientras que yo ni siquiera soy considerado en estos días como el salvador de Roma. Han esperado demasiado tiempo a que me afirme. Cinco años desde Filipos y no he conseguido hacer aquello que dije que haría en Oriente. Los caballeros me detestan más de lo que detestan a Octavio. Les debe millones sobre millones, lo que le hace ser de ellos. Yo no les debo nada, pero no he conseguido hacer de Oriente un lugar seguro para los negocios, eso no me lo perdonan.

»El mes de julio ha pasado. Sextilis desaparece a toda prisa, es algo que no comprendo. ¿Cómo es que el tiempo pasa tan rápido? El año que viene; tendrá que ser el año que viene. Si no lo es, seré el hombre de las promesas vanas, un fracasado. Mientras que aquella pequeña sabandija gana.

Octavia apareció en la puerta, titubeó con una sonrisa vacilante y luego entró cuando él la llamó.

—No tengas miedo —dijo él con la voz profunda—, no te comeré.

—No creo que lo hagas, querido. Sólo me preguntaba cuándo nos marchamos para Atenas.

—En las calendas de septiembre. —Se aclaró la garganta—. Te llevaré a ti, pero no a los niños. Para final de año estaré en Antioquía, y eso significa el exilio para ti en Atenas. Los chicos estarán mucho mejor en Roma, bajo la protección de tu hermano.

En su rostro se reflejó la desilusión, sus ojos se llenaron de lágrimas no derramadas.

—Oh, eso será duro —dijo ella con voz quebrada—. Me necesitan.

—Puedes quedarte aquí si lo prefieres —replicó él con un tono seco.

—No. Antonio, no puedo. Mi lugar está contigo, incluso si no estás en Atenas muy a menudo.

—Como tú quieras.