La vida en Atenas era agradable, sobre todo después de que Marco Antonio solucionase sus diferencias con Tito Pomponio Atico, el más apreciado romano en Atenas, según se podía deducir de su apellido, que significaba «ateniense de corazón». Amante de los chicos atenienses, hubiese sido más exacto, pero eso era discretamente omitido por todos los romanos, incluso por uno tan homofóbico como Antonio. En días anteriores, Ático había desarrollado la disciplina de no satisfacer nunca su gusto por los chicos en ningún otro lugar salvo en la homofílica Atenas, donde había construido una mansión y había sido muy bueno con la ciudad a lo largo de los años. Hombre de gran cultura y notable literato, Ático tenía un pasatiempo que finalmente le había permitido ganar una gran fortuna; publicaba las obras de famosos autores romanos de Catulo a Cicerón y César. Cada nueva obra era copiada en ediciones que iban desde las varias docenas hasta los varios miles. Un centenar de escribas escogidos por su actitud y legibilidad estaban ocupados esos días con la poesía de Virgilio y Horacio, cómodamente albergados en un edificio en el Argileto, cerca del Senado. Unidas al scriptorium había las salas que funcionaban como biblioteca de préstamo, un concepto que en realidad había sido inventado por los hermanos Sosio, sus editores rivales, que ocupaban las dependencias vecinas. Su carrera en la edición era anterior a la de Ático, pero carecían de su inmensa fortuna y habían tenido que progresar más lentamente; en los últimos tiempos, los hermanos Sosio habían producido algunos políticos con expectativas, uno de ellos estaba con Antonio como legado superior.
Ático se había casado a una edad madura con su prima, Caecilia Pilia, que le había dado una hija, Caecilia Ática, su única hija y heredera de su fortuna. Un ataque de parálisis había convertido a Pilia en una inválida; había muerto poco después de la batalla de Filipos, por lo que Ático tuvo que ocuparse de dar crianza a Ática. Nacida dos años antes que César cruzase el Rubicón, ahora tenía trece años, y estaba cuidada con amor y cariño por un padre sofisticado que nunca le había ocultado ninguna de sus actividades, convencido de que la ignorancia sólo la haría vulnerable a los cotilleos mal intencionados. A pesar de eso, Atico se preocupaba por su única hija ahora que estaba alcanzando la madurez. ¿Á quién escogería como su marido dentro de cinco años?
Una notable astucia y una incomparable habilidad para mantener buenas relaciones con todas las facciones de la clase superior de Roma le habían asegurado hasta ahora su supervivencia, pero después de la muerte de César, el mundo había cambiado de forma tan radical que temía tanto por su propia supervivencia como por el bienestar de su hija. Su única debilidad había sido la simpatía que sentía por la más dudosa de entre las matronas romanas; lo cual le había llevado a socorrer a Servilia, la madre de Bruto y amante de César; a Clodia, la hermana de Publio Clodio y una notoria devoradora de hombres, ya Fulvia, que había sido esposa nada menos que de tres demagogos: Clodio, Curio y Antonio.
Proteger a Fulvia casi le había significado la ruina, a pesar de su poder en el mundo del comercio romano regido por los caballeros; por un terrible momento había parecido como si todo desde sus importaciones de cereales hasta sus vastos latifundios en Epirus irían a parar a la subasta para beneficio de Antonio, pero al recibir la breve misiva de Antonio donde le ordenaba abandonar a Fulvia lo había hecho. Aunque en privado había llorado amargamente cuando ella se cortó las venas, el destino de Ática y de su fortuna importaban más.
Por consiguiente, cuando Antonio llegó a Atenas con Octavia y sus numerosos hijos, Ático se dedicó a congraciarse con el matrimonio. Encontró al triunviro mucho más calmo, y con acierto adjudicó el mérito a Octavia. Era obvio que eran muy felices juntos, pero no a la manera de los jóvenes recién casados, que nunca querían más compañía que la propia. Antonio y Octavia ansiaban compañía, asistían a todas las conferencias, simposios, y funciones que la capital de la cultura podía ofrecer y a menudo daban fiestas en su hogar. Sí, un año de matrimonio había mejorado a Antonio, de la misma manera que aquel famoso palurdo, Pompeyo Magno, había mejorado después de casarse con Julia, la encantadora hija de César.
Por supuesto, todavía existía el viejo Antonio que ocupaba aquel cuerpo hercúleo, atrevido, de carácter ardiente, agresivo hedonista y perezoso.
Era esto último, la pereza de Antonio, lo que ocupaba los pensamientos de Ático mientras caminaba por una angosta callejuela ateniense para ir a cenar con Antonio en la residencia del gobernador; era abril del año en que Apio Claudio Pulcher y Cayo Norbano Flaco eran cónsules, y (junto con el resto de Atenas) Ático sabía que los partos habían sido expulsados a sus propias tierras. No por Antonio, sino por Publio Ventidio. En Roma, la gente decía que las incursiones partas habían cesado sin más, interrumpidas tan bruscamente que Antonio no había tenido tiempo para reunirse con Ventidio en Cilicia o Siria. Pero Ático sabía que no era así; nada había evitado que Antonio estuviese donde se desarrollaban las acciones militares. Nada, excepto la más terrible debilidad de Antonio: una pereza que lo llevaba a una perpetúa demora. Parecía ciego al ritmo de los acontecimientos, y se decía a sí mismo que todo ocurriría cuando él lo quisiese. Mientras Julio César había estado vivo para empujarlo, la debilidad no había parecido tan evidente, pero después del asesinato de César, Octavio había empujado. No obstante, Filipos había sido una victoria tan grande para Antonio que la debilidad había florecido al máximo. De la misma manera que cuando Julio César lo había dejado a cargo de toda Italia mientras él iba por el mundo aplastando a sus enemigos. ¿Qué había hecho Antonio con esa inmensa responsabilidad? Había uncido cuatro leones a una carroza, reunido a una corte de magos, bailarines y payasos y se había divertido sin cesar. ¿Trabajo? ¿Qué era eso? Roma se gobernaba a sí misma; como hombre al mando, haría precisamente lo que quería, divertirse. Aunque no había ninguna base real, parecía creer que, dado que él era Marco Antonio, todo saldría de la manera que él creía que debía ser. Y cuando nada resultaba así, Antonio culpaba a todos menos a sí mismo.
Debajo de la tranquilizadora influencia de Octavia no había cambiado, en realidad. Siempre el placer por delante del trabajo. Pollio y Mecenas habían reorganizado los límites del triunvirato de una forma más sensata, un acto que debía librar completamente a Antonio para que se ocupase de dirigir a sus ejércitos. Pero al parecer aún no estaba preparado para hacerlo, y sus excusas eran huecas. Octavio no representaba una amenaza real y, a pesar de sus protestas, tenía dinero más que suficiente para ir a la guerra. Sus legiones ya existían, estaban bien equipadas y abastecidas con grano barato por Sexto Pompeyo. Por lo tanto, ¿qué le detenía?
Para la hora en que llegó a la residencia del gobernador, Ático sentía la amarga furia que sienten los viejos, y encontró, para su desagrado, que él y Antonio cenarían solos; con la excusa de una enfermedad de uno de los niños, Octavia no asistiría a la cena. Eso significaba que no podría convencer a Antonio para que estuviese de buen humor. Con el corazón en los pies, Atico comprendió que iba a ser una cena muy incómoda.
—¡Si Ventidio estuviese aquí, lo juzgaría por traición! —fue el primer comentario de Antonio.
Ático se rio.
—¡Pamplinas!
Antonio pareció sorprendido, luego arrepentido.
—Sí, sí, ya veo por qué dices que son pamplinas, ¡pero la guerra contra los partos era mía! Ventidio se excedió en sus órdenes.
—¡Tendrías que haber estado tú en la tienda de mando, mi querido Antonio! —replicó Ático con voz tajante—. Dado que tú no estabas, ¿de qué te quejas si tu delegado lo hizo tan bien que ni siquiera tuvo muchas bajas? Tendrías que estar haciendo ofrendas a Marte Invicto.
—Se suponía que debía esperarme —afirmó Antonio, tozudo.
—¡Tonterías! Tu problema es que quieres tener ambas caras de la vida en un mismo momento.
El rostro de Antonio delató su irritación ante esas claras palabras, pero los ojos carecían de la chispa roja que ardían como la advertencia de un inminente estallido.
—¿Las dos caras de la vida? —preguntó.
—Sí. El hombre más famoso de nuestros días se pasea por el escenario ateniense acompañado por un gran coro de admiración; ésa es una. El hombre más famoso de nuestros días dirige sus legiones a la victoria; ésa es la otra.
—¡Hay muchísimas cosas que hacer en Atenas! —protestó Antonio, indignado—. No soy yo quien hace las cosas mal, Ático, es Ventidio. Es como un peñasco que corre ladera abajo. Incluso ahora no está contento con descansar en sus laureles y se ha ido con siete legiones Éufrates arriba para darle una patada en el trasero al rey Antíoco.
—Lo sé. Tú me enseñaste su carta, ¿lo recuerdas? Lo que haga o deje de hacer Ventidio no es la cuestión. La cuestión es que tú estás en Atenas, no en Siria. ¿Por qué no lo admites, Antonio? Eres un perezoso.
En respuesta, Antonio se partió de risa.
—¡Oh, Atico! —jadeó cuanto pudo—. ¡Eres imposible! —De pronto recuperó la seriedad y frunció el entrecejo—. En el Senado tengo que enfrentarme a los generales de salón, pero esto no es el Senado y tú estás buscándome las cosquillas.
—No soy miembro del Senado —replicó Ático, lo bastante enfadado como para perderle el miedo a aquel hombre peligroso—. Una carrera pública está abierta a la crítica desde todos los flancos, incluido el de los simples comerciantes como yo. Te lo repito, Marco Antonio, eres un holgazán.
—Bueno, quizá lo sea, pero tengo una agenda. ¿Cómo puedo ir más lejos al este de Atenas cuando Octavio y Sexto Pompeyo todavía siguen con sus triquiñuelas?
—Podrías aplastar a esos jóvenes, y tú lo sabes. En realidad, tendrías que haber acabado con Sexto hace años y dejado a Octavio con sus propios recursos en Italia. Octavio no es ninguna amenaza real para ti, Antonio, pero Sexto es un grano que es necesario reventar.
—Sexto mantiene ocupado a Octavio.
Ático no pudo más, se levantó de un salto del diván y dio la vuelta para enfrentarse a su anfitrión a través de la larga y baja mesa cargada con comida, su rostro normalmente amable retorcido por la furia.
—¡Estoy harto de escucharte decir eso! ¡Crece, Antonio! ¡No puedes ser virtualmente el amo absoluto de medio mundo y pensar como un escolar! —Apretó los puños y los agitó—. He desperdiciado mucho de mi precioso tiempo intentando descubrir qué pasa contigo, por qué no actúas como un estadista. Ahora lo sé. Eres un tozudo, haragán y ni siquiera la mitad de inteligente como tú mismo crees que eres. ¡Un mundo mejor organizado nunca te tendría a ti como gobernante!
Boquiabierto, demasiado asombrado para hablar, Antonio lo miró mientras él recogía los zapatos y la toga y caminaba hacia la puerta. Entonces, él también saltó del diván y alcanzó a Ático a tiempo para detener su marcha.
—¡Por favor, Tito Ático! ¡Por favor, siéntate de nuevo! —La sombra de una sonrisa apartó los labios de sus dientes, pero consiguió mantener sujeto el brazo de Ático con gentileza.
Se apagó la furia; Ático pareció achicarse, luego se dejó llevar de nuevo al diván y una vez más se sentó en el locus consularis.
—Lo siento —murmuró.
—No, no, tienes derecho a dar tus opiniones —dijo Antonio con un tono bastante jovial—. Al menos ya sé lo que piensas de mí.
—Tú te lo has buscado. Cada vez que comienzas a utilizar a Octavio como excusa para quedarte al oeste de donde deberías estar, me sometes a una dura prueba —dijo Ático con un tono apaciguador.
—¡Pero Ático, el chico es un idiota! Me preocupa Italia, es la pura verdad.
—Entonces ayuda a Octavio en lugar de ponerle trabas.
—Ni en un millar de años.
—Está en graves apuros, Antonio. El grano de esta próxima cosecha parece que nunca llegará gracias a Sexto Pompeyo.
—Entonces, Octavio debería quedarse en Roma ocupándose de acariciar las faldas de Livia Drusilia en lugar de montar invasiones contra Sicilia con sesenta barcos. Sesenta barcos. No me extraña que haya sido apaleado. —Una enorme pero bien formada mano buscó un trozo de pollo. La comida pareció calmarlo; miró de reojo a Ático con una sonrisa—. Sólo concédeme una victoriosa campaña contra los partos el año siguiente y le daré a Octavio toda la ayuda que necesite cuando acabe. —Pareció sospechar—. No te agradará Octavio, ¿verdad?
—Me es indiferente —contestó Ático con un tono distante—. Tiene algunas extrañas ideas sobre cómo debe funcionar Roma; ideas que no me beneficiarán a mí ni a ningún otro plutócrata. Como Divus Julius, creo que pretende debilitar a la primera clase y a la parte superior de la segunda clase para fortalecer a las clases bajas. Oh, no del Censo por Cabezas, eso se lo reconozco. No es un demagogo. Si fuese sólo un cínico explotador de la credulidad popular, no me preocuparía. Pero me parece que él cree de verdad que César es un dios, y él, hijo de un dios.
—Su manera de insistir en la deificación de César es una marca de su locura —dijo Antonio, sintiéndose mucho mejor.
—No, Octavio no es un loco. De hecho, no creo haber visto a ningún hombre más cuerdo que él.
—Quizá yo sea un tardón, pero él tiene alucinaciones de grandeza.
—Tal vez, pero confío en que tengas la suficiente imparcialidad para ver que Octavio es algo nuevo para Roma. Tengo razones para creer que emplea a un pequeño ejército de agentes por toda Italia que trabajan con mucho empeño para perpetuar la ficción de que él es como César, como un guisante en la vaina. Como César, es un brillante orador con un gran atractivo para las masas. Su ambición no conoce límites, y por esa razón dentro de unos pocos años se tendrá que enfrentar con una situación muy grave —manifestó Ático sobriamente.
—¿A qué te refieres? —preguntó Antonio, perdido.
—Cuando el hijo egipcio de César sea mayor, vendrá a visitar Roma. Mis contactos egipcios me dicen que el chico es la viva imagen de César, y algo más que en el aspecto físico. Es un prodigio. Su madre insiste en que lo único que desea para Cesarión es un trono seguro y el estatus de amigo y aliado del pueblo romano, y puede que sea así. Pero si él es la imagen de César y Roma lo ve, muy bien podría quedarse con Roma, Italia y las legiones de Octavio, que en el mejor de los casos es un César de imitación. Tú no te verás afectado porque para entonces ya estarás en un retiro obligado; Cesarión sólo tiene nueve años. Pero dentro de trece o catorce será un hombre crecido. Las luchas de Octavio contigo y Sexto Pompeyo serán algo insignificante comparado con Cesarión.
—Mmm… —dijo Antonio, y cambió de tema.
Una cena inquietante que no perturbó la digestión de Antonio, que comió con su habitual entusiasmo. Algunas reflexiones le permitieron despreocuparse de las críticas de Ático a su propia conducta. ¿Cómo podía saber los problemas a los que se enfrentaba Antonio aparte de Octavio? Después de todo, él tenía setenta y cuatro años; a pesar de su apuesta y ágil figura y astucia comercial, debía de estar sufriendo los primeros síntomas de senilidad.
Eran los comentarios de Ático sobre César los que se le quedaron grabados. Con el entrecejo fruncido, pensó en aquel viaje de tres meses a Alejandría, hacía ahora más de dos años. ¿De verdad Cesarión ya casi tenía nueve años? Lo que él recordaba era a un chico apuesto, dispuesto a toda clase de aventuras, desde cazar hipopótamos a perseguir cocodrilos. Valiente sin límites. Bueno, también así había sido César. Cleopatra tendía a apoyarse en él, a pesar de la edad, aunque eso no había sorprendido a Antonio. Era una mujer emocional y no siempre sabía, mientras que su hijo era… ¿Era qué? Más duro, desde luego. Pero ¿qué más? Él no lo sabía.
¿Por qué no había tenido más paciencia con el fino arte de la correspondencia? Cleopatra le había escrito de vez en cuando, y a Antonio no se le había pasado por alto que sus cartas hablaban en su mayor parte de Cesarión, de su inteligencia y de su autoridad natural. Pero no había hecho mucho caso, al considerar sus comentarios como los habituales de una madre hechizada. Casado con Octavia, lo sabía todo de las madres hechizadas. Una vaga inquietud le incitó a pensar en un viaje a Alejandría para ver por sí mismo en qué se estaba convirtiendo Cesarión, pero de momento era imposible. Sin embargo, pensó sería para él un enorme placer descubrir que Octavio tenía mi primo rival que era más temible que Marco Antonio. Se sentó para escribirle a Cleopatra.
Querida mía:
He estado pensando en ti mientras estoy sentado aquí en Atenas metafóricamente impotente. El estado literal aún no me ha visitado, me apresuro a añadir, y siento a mi mejor amigo sujeto en mis ingles que comienza a moverse con tu recuerdo, con tus besos. Atenas, como verás, ha mejorado mi estilo literario; aquí hay poco más que hacer aparte de leer, patrocinar la academia y otros antros filosóficos y hablar con hombres como Tito Pomponio Ático, que vino a cenar.
¿Puede ser que Cesarión esté de verdad cerca de su noveno cumpleaños? Supongo que debe de ser así, pero me duele pensar que me he perdido dos preciosos años de su infancia. Créeme que intentaré solucionarlo lo antes que pueda, y cuando sea posible iré a por ti. Mis propios gemelos deben de estar cerca de los dos años. ¿Adónde se va el tiempo? Nunca los he visto. Sé que has llamado a mi hijo Ptolomeo y a mi hija Cleopatra, pero pienso en ellos como el Sol y la Luna, así que quizá cuando tengas en la residencia a Cha’em podrías llamar oficialmente a mi hijo Ptolomeo Alejandro Helios y a mi hija Cleopatra Selene. Él es el decimosexto Ptolomeo y ella la octava Cleopatra. Sí que sería bueno que tuviesen sus propios nombres, ¿no crees?
El año que viene estaré sin duda en Antioquía, aunque quizá no tenga tiempo para visitar Alejandría. Sin duda ya sabrás que Publio Ventidio se excedió en el mandato que le había dado para ir a la guerra y expulsar a los partos de Siria. En realidad no me complació, dado que apesta a soberbia. En lugar de poner a Herodes en el trono, se ha ido a Samosata, que, según me acaban de informar, ha cerrado sus puertas para soportar el asedio. Sin embargo, debe de tener el tamaño de una aldea, por lo que no podrá tardar más de un nundinum en rendirse.
Octavia está encantada, aunque algunas veces me encuentro a mí mismo deseando que tuviese algo más de su hermano. Hay algo intimidatorio en una mujer que no tiene faltas, y ella no las tiene, créeme. Si se quejase de vez en cuando, creo que pensaría mejor de ella, pues sé que cree que no paso bastante tiempo con los niños, de los cuales sólo tres son míos. En cuyo caso, ¿por qué no decirlo? Pero ¿lo hace? ¡Octavia, no! Sólo se muestra apenada. Así y todo, debo considerarme afortunado. No hay mujer en Roma más deseable; me envidian profundamente incluso mis enemigos. Escríbeme y dime cómo estás, y cómo está Cesarión. Ático hizo algunos comentarios sobre él y su relación con Octavio. Insinuó que puede haber un futuro peligro para él. Hagas lo que hagas, no lo envíes a Roma hasta que yo pueda acompañarlo. Es una orden, y no seas como Ventidio. Tu hijo se parece demasiado a César como para ser bien recibido por Octavio. Necesitará aliados en Roma, un fuerte apoyo.
A finales de mayo, Antonio recibió una carta de Octavio con los temas habituales: sus dificultades con Sexto Pompeyo y el abastecimiento de trigo, pero en ésta suplicaba a Antonio encontrarse con él en Brundisium de inmediato. Acompañado sólo por un escuadrón de guardias germanos, un rezongón Antonio salió de Atenas para ir a Corinto y de allí coger el barco hasta Patrae. Pero antes de partir repitió, enfadado, sus quejas a Delio, y comenzó por su resentimiento contra Ventidio.
—¡Todavía está sentado delante de Samosata para dirigir ese patético asedio con la lentitud de un caracol! ¡Lo pone en la liga de Cicerón! Toda Roma sabía que Cicerón era incapaz de mandar a un zorro a un gallinero, incluso con Pomptino, que fue quien combatió de verdad.
—¿Cicerón? —preguntó Delio, incrédulo, despistado; era demasiado joven para recordar las primeras hazañas de Cicerón—. ¿Cuándo demonios el Gran Abogado condujo un asedio? Es la primera vez que escucho de su participación en cualquier acto militar.
—Fue a gobernar Cilicia diez años después de haber sido cónsul, y se empantanó en un asedio en la Capadocia oriental, un lugar que era poco más que una aldea llamada Pindenissus. Cicerón y Pomptino tardaron una eternidad en conquistaría.
—Ya lo veo —dijo Delio, que de verdad lo veía, pero no los asedios dirigidos por el cónsul menos belicoso que Roma hubiese producido—: Creía que Cicerón era un buen gobernador.
—Oh, lo era, si apruebas a la clase de hombre que hace imposible que los empresarios romanos obtengan beneficios de las provincias. Pero Cicerón no es el tema, Delio. Ventidio sí que lo es. Espero que para el momento en que regrese de vera Octavio haya reducido a pedazos las puertas de Samosata y esté ocupado contando el botín.
Antonio no era ni de cerca tan complicado como Delio había esperado, pero tenía preparado un relato cuando el triunviro de Oriente llegó a su residencia de Atenas furioso por Octavio, que no se había presentado ni había enviado palabra excusándose. Para agregar mofa a la befa, de nuevo Brundisiuin se había negado a bajar la cadena de la bahía y a admitir al visitante. En lugar de ir a atracar a otro puerto, Antonio dio la vuelta y regresó a Atenas muy furioso.
Delio había escuchado a medias las quejas, demasiado acostumbrado al odio de Antonio hacia Octavio como para prestar mucha atención. Ésa era otra de las habituales rabietas no una de aquellas diatribas interminables que hubiesen aterrorizado a Héctor; por consiguiente, Delio esperó al período de calma que seguiría a tantas protestas. Una vez calmado, Antonio se dedicó de nuevo al trabajo como si encontrase beneficiosos aquellos estallidos.
La mayoría de su trabajo en aquel momento se refería a decisiones vitales que debía hacer sobre qué hombre gobernaría cada uno de los muchos reinos y principados dispersos por Oriente; lugares que Roma no administraba en persona como provincias. Antonio en particular estaba convencido de que los clientes-reyes eran la solución correcta, y no más provincias. Era una política astuta que ponía a los gobernantes locales como receptores del odio por el cobro de tasas y tributos.
Su mesa estaba llena de informes de todos los candidatos para cada trabajo. Cada hombre tenía un informe que había sido hecho a conciencia; Antonio, a menudo, tenía información adicional, y algunas veces ordenaba que este o aquel candidato se presentase en Atenas.
Sin embargo, no pasó mucho rato antes de que volviesen al tema de Samosata y el asedio; su desagrado no disminuyó ni un ápice.
—Estamos a finales de junio y seguimos sin saber ni una palabra —dijo Antonio con expresión ceñuda—. Allí están Ventidio y siete legiones delante de una ciudad del tamaño de Aricia o Tibur. ¡Es escandaloso!
Ahora era la oportunidad para devolverle a Ventidio la humillación que había sufrido en Tarsus. Delio atacó.
—Tienes razón, Antonio, es escandaloso. Por lo menos, por lo que he escuchado.
Antonio, atento, enfocó su mirada en el rostro dolido de Delio, y la irritación desapareció ante la curiosidad.
—¿A qué te refieres, Delio?
—A que el comportamiento de Ventidio en Samosata es un escándalo. Así, al menos, me lo ha dicho un corresponsal mío en la Sexta Legión en su última carta. Llegó ayer con una rapidez inusitada.
—¿Cuál es el nombre de este legado?
—Lo siento, Antonio, no te lo puedo decir. Le di mi palabra de que no divulgaría la fuente de información. —Delio habló con un tono suave, los párpados entornados—. Se me dijo en la más estricta confidencia.
—¿Estás en libertad de decirme la naturaleza del escándalo? —Desde luego. El asedio a Samosata no progresa porque Ventidio aceptó un soborno de mil talentos de Antíoco de Comagene. Si el asedio se prolonga lo suficiente, Antíoco confía en que tú le ordenarás a Ventidio y sus legiones que recojan los bártulos y se marchen.
Asombrado, Antonio no dijo nada por un largo momento. Luego su aliento silbó entre los dientes, los puños apretados.
—¿Ventidio aceptó un soborno? ¿Ventidio? ¡No! Tu informante está equivocado.
La pequeña cabeza se movió a un lado y a otro para insinuar un triste escepticismo.
—Comprendo tu renuencia a creer algo malo de un viejo compañero de armas, Antonio, pero dime esto: ¿por qué mi amigo en la Sexta iba a mentir? ¿Qué ganancia hay para él? Más que eso, al parecer, el soborno es de conocimiento común entre los legados de las siete legiones. Ventidio no ha hecho ningún secreto de ello. Está harto de Oriente y desea regresar a casa para celebrar su triunfo. También corre el rumor de que manipuló los libros de cuentas que envió al aerarium junto con el botín de toda su campaña. También que, de hecho, se guardó otros mil talentos del botín. Samosata es un lugar tan mísero que él sabe que no podrá sacar mucho de allí. Entonces ¿para qué intentar conquistarla?
Antonio se levantó de un salto, y llamó a gritos a su sirviente.
—¡Antonio! ¿Qué pretendes hacer? —preguntó Delio, pálido.
—¡Lo que cualquier comandante en jefe hace cuando su segundo al mando traiciona su confianza! —respondió Antonio escuetamente.
El sirviente se acercó, aprensivo.
—¿Sí, domine?
—Prepara mi cofre, incluida la armadura y las armas. ¿Dónde está Lucilio? Lo necesito.
El sirviente se marchó a la carrera. Antonio comenzó a pasearse como una fiera enjaulada.
—¿Qué vas a hacer? —repitió Delio, que ahora sudaba.
—Ir a Samosata, por supuesto. Puedes venir conmigo, Delio. Puedes estar seguro de que llegaré al fondo de todo esto.
Toda su vida pasó delante de los ojos de Delio; se tambaleó, jadeó, cayó al suelo y sufrió una convulsión. Al momento, Antonio estaba de rodillas a su lado, pidiendo a gritos un médico que tardó una hora en llegar, tiempo en el cual fue llevado a una cama en lo que parecía ser la agonía final.
Antonio no se quedó con él; tan pronto como se llevaron a Delio, ya estaba dándole órdenes a Lucilio y se aseguró de que los sirvientes supiesen cómo empacar para una campaña; una decisión tonta, no tener a su cuestor con él.
Octavia entró con el médico, con la alarma reflejada en su rostro.
—Mi querido Antonio, ¿qué pasa? —preguntó.
—Me voy a Samosata en menos de una hora. Lucilio ha encontrado un barco que puedo alquilar para que me lleve a Portae Alexandreia. Eso está en el golfo de Sinus Isicus, lo más cerca que puedo llegar. —Hizo una mueca, recordó besarle la mano—. A partir de allí tengo una cabalgada de trescientas millas, meum mel. Si sopla el austro, el viaje me llevará alrededor de un mes, pero si no lo hace, más de dos meses. Si le sumas la cabalgada, tardaré entre dos y tres meses sólo para llegar hasta allí. ¡Oh, maldito Ventidio! Me ha traicionado.
—Rehúso creerlo —dijo ella, que se puso de puntillas para besarle la mejilla—. Ventidio es un hombre de honor.
Los ojos de Antonio superaron su cabeza para fijarse en el médico, que estaba inclinado y al que le temblaban las rodillas.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Es Temistofanes —dijo Octavia—. Es el doctor que acaba de ver a Quinto Delio. Antonio, que se había olvidado del todo de Delio, parpadeó.
—¡Oh! ¡Oh, sí! ¿Cómo está? ¿Todavía vive?
—Sí, señor Antonio, vive. Creo que sufre un ataque de hígado. Consiguió decirme que debe ir contigo a Siria, pero no puede; de eso estoy seguro. Necesita cataplasmas de carbón, verdín, bitumen y aceite aplicados en el pecho varias veces al día, además de purgas y una flebotomía —respondió el médico, que parecía aterrorizado—. Un tratamiento muy caro.
—Es mejor entonces que se quede aquí —manifestó Antojo, enojado por no tener a Delio para señalarle al legado delator—. Ve a ver a mi secretario Lucilio para que te pague.
Otro beso y abrazo a Octavia y Antonio se marchó. Ella se quedó, con una expresión divertida, y luego se encogió de hornos y sonrió.
—Bueno, ahora no lo volveré a ver hasta el invierno —comentó—. Debo darle la noticia a los niños.
En la planta alta, muy cómodo en su cama, Delio dio gracias a los dioses por haberle dado la entereza de mente para desplomarse. Por lo que decía Temistofanes, lo pasaría mal, e incluso llegaría a tener fuertes dolores; un precio pequeño a pagar por la salvación. Que Antonio hubiese decidido salir para Samosata era la única cosa que no había buscado; ¿por qué iba a hacerlo cuando ni siquiera había movido un músculo para expulsar a los partos? Quizá, decidió Delio, sería una buena idea tener una milagrosa recuperación y pasar unos meses en Roma dedicado a congraciarse con Antonio.
El austro sopló, y el barco, que no llevaba más carga que a Antonio y su equipaje, soportó llevar dos hileras de remeros a bordo. Pero el viento del sur no era el ideal y al capitán le desagradaba el mar abierto, por lo que se mantuvo cerca de la costa todo el camino y fue haciendo escalas desde Licia hasta Portae Alexandreia. «Es una suerte —pensó el inquieto Antonio— que Pompeyo Magno hubiese barrido de estas costas a todos los piratas que se refugiaban en las cuevas y fortalezas a lo largo de Pamfilia y Cilicia Tracheia. De lo contrario hubiese sido capturado y retenido a la espera del pago de un rescate como muchos romanos, incluido Divus Julius.»
Incluso leer era difícil, porque el barco tenía tendencia a cabecear. El Mare Nostrum no tenía mareas oceánicas, pero estaba agitado y podía ser peligroso en tormentas. Éstas al menos se las evitó porque era verano, el mejor tiempo del año para navegar. La única manera que tenía para aliviar su impaciencia era jugar a los dados con los marineros por unos pocos sestercios, e incluso así, tenía mucho cuidado de no perder. También caminaba por la cubierta una y otra vez, y mantenía los músculos en forma levantando barricas de agua y haciendo otras demostraciones de fuerza delante de la tripulación. La mayoría de noches, y a instancias del capitán, entraban en un puerto o fondeaban frente a alguna playa desierta. Era un viaje de setecientas millas a un promedio de treinta millas al día en el mejor de los casos. Había momentos en los que Antonio creía que nunca llegaría.
Cuando todo lo demás fallaba, se apoyaba en la borda y miraba el agua, con la esperanza de ver algún gigantesco monstruo marino, pero lo más cerca que estuvo de eso fueron los grandes delfines que nadaban y retozaban alrededor del casco, metían entre los dos remos del timón y saltaban como liebres marinas.
Luego descubrió que mirar durante mucho tiempo le provocaba una oleada de soledad, una sensación de abandono, de cansancio y desencanto, y se preguntaba qué le estaría pasando.
Al final decidió que la defección de Ventidio había destrozado una parte de su interior, que no lo había hecho reaccionar con su rabia acostumbrada, que era una especie de espíritu combativo, sino que lo había llenado de negra desesperación. «Sí —pensó—, temo encontrarme con él. Temo encontrar la prueba de su perfidia aquí mismo debajo de mis narices. ¿Qué Ledo hacer? Despedirlo, por supuesto. Expulsarlo de Roma y que no tenga el maldito triunfo que tanto le interesa. Pero ¿con quién puedo reemplazarlo? ¿Con algún llorica como Sosio? ¿Quién más hay, aparte de Sosio? Canidio es un buen hombre, y mi primo Caninio. Sin embargo, si Ventidio pudo aceptar un soborno, ¿por qué no cualquiera de ellos, que no están ligados a mí por años en la Galia Transalpina y en la guerra civil de César? Tengo cuarenta y cinco años, y el resto son diez y quince años más jóvenes que yo. Calvino y Vatia están con Octavio, también, me dicen, Apio Claudio Pulcher, el cónsul más importante desde Calvino. ¿Quizá es el núcleo de todo esto? Infidelidad. Deslealtad.»
En exactamente un mes su barco amarró en Portae Alexandreia, y se dedicó a buscar monturas para sus sirvientes. Se había traído a Clemencia con él, su Caballo Público tordo gris con la alzada y la fuerza para soportarlo. Todavía con aquel humor lúgubre cabalgó hacia Samosata.
Al llegar al Éufrates, Samosata se alzaba como un ladrillo negro. Asombrado, Antonio descubrió que ésta era una ciudad pande con el mismo tipo de murallas que Amida, porque había pertenecido a los asirios cuando gobernaban esta parte del mundo. Basalto negro del tipo que los griegos llamaban ciclópeo; suave, inmensamente alto e invulnerable a los arietes y a las torres de asalto. A partir de aquel momento supo que Delio lo había engañado; lo que no sabía era si Delio lo había hecho adrede o sólo porque había sido engañado por su corresponsal f Sexta. Ésa no era una aldea de Capadocia en un acantilado de toba, sino una impresionante tarea incluso para un César experiencia de asedios había sido muy diferente. Nada que Ventidio hubiese visto en ninguna de las guerras de César podía haberlo preparado para esto.
Sin embargo, siempre estaba la posibilidad de que Ventidio hubiese aceptado un soborno; envarado y dolorido, Antonio se apeó de Clemencia en la zona de reunión del campamento, al lado mismo del alojamiento del general.
Ventidio salió para ver a qué venía tanto alboroto; un hombre fornido que aparentaba su edad, prietos rizos grises que convertían su cabeza en algo parecido al astracán. Su rostro se iluminó.
—¡Antonio! —gritó, y se acercó para abrazarlo—. En nombre de Júpiter, ¿qué es lo que te trae a Samosata?
—Quería saber cómo iba el asedio.
—¡Ah, eso! —Ventidio se rio, jubiloso—. Samosata puso término hace dos días. Las puertas están abiertas y Antíoco se ha largado, el astuto irrumator.
—Al lado de dar, ¿no?
—Bueno, en ese aspecto. En todos los demás, recibe.
Ventidio le dio a Antonio una silla de campaña y fue a buscar las bebidas.
—¿Horrible tinto, peor blanco o refrescante agua del Éufrates?
—Tinto, mitad y mitad con agua del Éufrates. Es buena, ¿verdad?
—Tiene sabor para ser agua. La ciudad no tiene un acueducto ni cloacas. Cavan pozos en lugar de traer el agua potable desde el río, luego también cavan letrinas junto a los pozos. —Hizo una mueca—. ¡Los muy locos! Las fiebres entéricas se propagan durante el verano y el invierno. He construido un acueducto para mis hombres y les he prohibido que entren en contacto con los habitantes de Samosata. El río es tan profundo y ancho que no he tenido más que meter las cloacas del campamento en él. Nuestros lugares de baño están corriente arriba, aunque ésta es peligrosa. —Atendida la hospitalidad, Ventidio se sentó en su silla curul y miró a Antonio astutamente—. Hay algo más que curiosidad por mi asedio, Antonio. ¿Qué pasa?
—Alguien en Atenas me dijo que habías aceptado un soborno de mil talentos de Antíoco para mantener el asedio.
—Cacat! —Ventidio se sentó muy erguido, y el placer desapareció de sus ojos—. Bueno, tu llegada muestra que has mordido el anzuelo. ¿Quién es? Creo que tengo derecho a saberlo.
—Primero, una pregunta: ¿tienes problemas con la cadena de mando en la Sexta?
Ventidio abrió mucho los ojos.
—¿La Sexta?
Sí, la Sexta.
—Antonio, no tengo aquí a la Sexta desde abril. Silo tuvo problemas para poner a Herodes en su trono, y me pidió otra legión. Le envié la Sexta.
Antonio se levantó, preso de un súbito malestar, y fue hasta ventana, en la pared de ladrillos. Eso lo respondía todo excepto porqué Delio se había inventado la historia. ¿Cómo lo había ofendido Ventidio?
—El informante fue Quinto Delio, que dijo que se escribía con un legado de la Sexta. Este legado le habló del soborno e insistió en que todo el ejército lo sabía. Ventidio empalideció.
—¡Oh, Antonio, eso duele! ¡Me has herido en lo más proteo! ¿Cómo has podido creer la palabra de un miserable gusano como Delio sin siquiera escribirme para preguntarme qué estaba pasando? ¡En cambio, aquí estás en persona! Eso demuestra que le crees. ¡Y a mí no! ¿Qué clase de prueba aportó? Antonio se esforzó al volverse desde la ventana. —No lo hizo. Dijo que su informante quería conservar el anonimato. Pero llegó más lejos que eso; me refiero al soborno. También te acusó de manipular los libros de cuentas para el tesoro.
Con las lágrimas corriendo por su rostro curtido, Ventidio volvió un hombro hacia Antonio.
—¡Quinto Delio! ¡Un lameculos, un miserable rastrero, un vil trepador! ¿Sólo con su palabra has hecho este viaje? ¡Podría escupirte! ¡Debería escupirte!
—No tengo excusas —dijo Antonio, lloroso, con el deseo de estar en alguna otra parte, en cualquiera menos allí—. Supongo que es la vida en Atenas. Tan lejos de la acción, metido hasta el cuello en montañas de papeles, alejado de todo. Ventidio, te pido perdón con todo mi corazón.
—Puedes clamar perdón desde aquí hasta tu pira y en tu vuelta a la vida, Antonio. No servirá de nada. —Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Tú y yo hemos acabado. Acabado. He tomado Samosata y arrojo mis libros de cuentas abiertos para cualquiera que tú escojas como auditor. No encontrarás ninguna discrepancia, ni siquiera en una lámpara de bronce. Te pido que me licencies, mi comandante, que me dejes regresar a Roma. Insisto en mi triunfo, pero he luchado mi última campaña para Roma. Una vez que haya depositado mis árales a los pies de Júpiter Óptimo Máximo me iré a casa, a Reata criar mulas. Casi me he roto la espalda luchando tus guerras por ti, y las únicas gracias que me has dado es una acusación de un tipejo como Delio. —Se levantó y fue hacia la puerta—. Aunque éstas son mis habitaciones, esta noche saldré de ellas. Puedes instalarte y tomar las disposiciones que quieras. ¡Tú confiabas en mí! Y ahora esto.
—¡Publio, por favor! ¡Por favor! ¡No podemos separarnos como enemigos!
—Tú no eres mi enemigo, Antonio. Tú peor enemigo eres tú mismo, no un mulero picentino que caminó en el triunfo de Strabo hace cincuenta años atrás. Tú eres el motivo por el que los italianos todavía estamos en el extremo corto del palo; después de todo, Delio es un romano. Eso hace que su palabra sea mejor que la mía, eso hace que sea mejor que yo. Estoy harto de Roma, harto de la guerra y de los campamentos, de sólo la compañía de hombres. Y no confíes en Silo, es otro italiano, podría aceptar un soborno. Regresará a casa conmigo. —Ventidio tomó aliento—. Buena suerte en Oriente, Antonio. Te va bien, de verdad. Corruptos lameculos, grasientos potentados orientales que se mienten incluso a sí mismos… —Su rostro se contorsionó en una muestra de dolor—. Eso me recuerda una cosa: Herodes está aquí. También está Polemón de Pontus y Amintas de Galacia. No te faltará compañía, incluso si Delio fue demasiado cobarde para venir.
Después de que Ventidio cerró la puerta al salir, Antonio vació su vino aguado a través de la ventana y se sirvió un vaso lleno del fuerte y ligeramente tóxico vino.
«No podría haber sido peor, ni podría haber llevado una conversación de forma más inepta. Ventidio tenía razón —pensó Antonio mientras bebía el vino hasta acabarlo. Cuando se levantó para llenar de nuevo su vulgar vaso de cerámica, se trajo la botella—. Sí, Ventidio tenía razón. En algún momento del camino me he perdido a mí mismo, mi dirección, mi autoestima. ¡Ni siquiera soy capaz de enfurecerme! Lo que dijo es la verdad. ¿Por qué creí a Delio? Es como si volviera atrás en el tiempo, aquel día en Atenas cuando Delio vertió su veneno en mi oreja ansiosa. ¿Quién es Delio? ¿Cómo he sido capaz de creer un relato del que no tenía ninguna prueba para respaldarlo ni ninguna evidencia? Quería creerlo, es lo único que se me ocurre. Quería ver desgraciado a mi viejo amigo, lo deseaba. ¿Por qué? Porque luchó en una guerra que me pertenecía, una guerra que no me molesté en luchar por mí mismo. Eso podía haber significado mucho trabajo. Se ha convertido en una tradición romana que el comandante en jefe se adjudique todo el mérito. Cayo Mario lo comenzó cuando se adjudicó el mérito de la captura de Yugurta. No tendría que haberlo hecho. Sila consiguió la hazaña de una forma experta, brillante. Pero Mario, sencillamente, no quería compartir los laureles, por lo que nunca lo mencionó ni siquiera en las negociaciones. Si Sila no hubiese publicado sus memorias, nadie hubiera sabido nunca la verdad.
«Quería acabar esta campaña contra los partos en la nieve, reservarme el encuentro final para mí mismo después de que un hombre mejor los hubiese ablandado. Luego Ventidio me robó mi trueno. Un Titán lo bastante osado para saber cómo hacerlo. ¡Crac, bum! Adiós a mi trueno. ¡Cuán furioso me sentí cuán frustrado! Lo subestimé a él y a Silo; nunca se me ocurrió pensar lo buenos que eran. Por eso creí a Delio. No puede haber otra razón. Quería destruirlos logros de Ventidio, quería verlo caído en desgracia, incluso matarlo como a Salvidieno. Aquello también fue obra mía, aunque Salvidieno era menos hombre, menos comandante. Estaba tan absorbido con Octavio que dejé que Oriente se escapase de mis manos, le di [as riendas a Ventidio, mi leal mulero.
Comenzó a llorar, y se balanceó atrás y adelante en un débil taburete de patas cruzadas con su asiento de cuero, y miró cómo las lágrimas caían en el vino, bebiendo su propio dolor como un perro se lame las heridas. ¡Oh, el pesar, el arrepentimiento! Nadie lo volvería a mirar de nuevo de la misma maneta. Su honor había sido manchado de una forma irremediable.
Cuando Herodes entró una hora más tarde, se encontró a Antonio tan borracho que no fue reconocido ni saludado.
Entró Ventidio, vio a Antonio y escupió en el suelo.
—Busca a sus sirvientes y diles que lo acuesten —ordenó Ventidio con rudeza—. Aquí, en mis habitaciones. En el momento en que se recupere, yo estaré ya a medio camino de Siria.
Herodes no pudo averiguar nada más que eso.
Antonio se lo dijo dos días más tarde, sobrio, pero contra todo pronóstico afectado por el vino.
—Creí a Delio —manifestó, dolido.
—Sí, eso fue poco sabio, Antonio. —Herodes intentó mostrarse animado—. Sin embargo, ya está hecho y acabado. Samosata ha caído, Antíoco ha huido a Persia y el botín sobrepasa todas las expectativas. Una buena conclusión para la guerra.
—¿Cómo conquistó Ventidio el lugar?
—Es un inventor, así que vio lo que debía hacer. Construyó gigantesca bola con trozos de hierro, la sujetó a una cadena y colgó ésta de una torre. Luego unció cincuenta bueyes y arrastró la bola todo lo lejos que pudo detrás de la torre. Cuando la cadena quedó bien tensa, cortó la unión entre la bola y las bestias. La bola se movió como un monstruoso puño y golpeó las murallas con un terrible sonido; me tapé los oídos. ¡Las murallas se cayeron sin más! En cuestión de un día había demolido lo suficiente para que sus soldados entrasen por miles. Los samosatas no tenían ninguna otra defensa más que sus fortificaciones. ¡Ni tropas buenas o malas, nada!
—He escuchado que también inventó un proyectil de plomo para las hondas.
—¡Una arma terrorífica! —exclamó Herodes. Puso una mano en el brazo de Antonio—. Ven, Antonio, tú estás al mando ahora que Ventidio se ha marchado. Por lo menos, tendrías que inspeccionar el lugar y ver lo que hizo la bola de hierro. Aquellas paredes se han mantenido durante quinientos años, pero nada puede detener a un ejército romano. No tienes aspecto de tener mucha hambre, y tus legados están dando vueltas por ahí, desconcertados, sin saber qué deben hacer. Por consiguiente he organizado una cena en mi casa. ¡Por favor, ven! Hará que todos se sientan mejor, incluido tú.
—Me duele la cabeza.
—No me sorprende, teniendo en cuenta la meada que bebiste. También tengo un vino decente, si es eso lo que quieres.
Antonio exhaló un suspiro, extendió las manos y las miró.
—Parecen capaces de sujetar cualquier cosa, ¿no? —preguntó con un estremecimiento—. Pero han perdido el control.
—¡Tonterías! Una buena comida de pan fresco y carne magra lo pondrá todo bien.
—¿Qué está pasando en Judea?
—Muy poco. Silo es un hombre excelente, pero dos legiones no eran bastantes, y en el momento en que llegó una tercera, Antígono se había instalado en Jerusalén. Es una ciudad muy difícil de tomar, más difícil que esta guarnición asiría. Por cierto, Ventidio fue muy bueno conmigo.
Antonio hizo una mueca.
—No metas el dedo en la llaga. ¿Cómo?
—Me dio dinero suficiente para ir a Egipto y reabastecer Masada, donde están Hircano y mi familia. Pero envejezco, Antonio, y los judíos necesitan, bueno, un tirano. Se están armando y se entrenan para el combate.
Puesto que ningún legado cometió la imprudencia de mencionar a Ventidio, para el final de su primer nundinum en Samosata, Antonio fue capaz de sentir que ostentaba de verdad el mando. Pero culpar a Ventidio conllevó que la ciudad sufriera atrozmente a manos de Antonio. Toda la población fue vendida como esclava en Nicephorium, donde un representante, el nuevo rey de los partos, Fraates, los compró como mano de obra. Estaba escaso de trabajadores porque había ejecutado a una significativa parte de su pueblo, desde los de categoría más alta hasta los de más baja. Sus propios hijos fueron los primeros en morir, pero no consiguió matar a un sobrino, un tal Monaeses, que escapó a Siria y desapareció. Algo muy molesto para Fraates, a quien le encantaba ser rey.
Las murallas de Samosata fueron derribadas. Antonio quería utilizar las piedras para hacer un puente en el Éufrates, pero descubrió que el río era demasiado profundo y la corriente tan fuerte que arrastraba las piedras como si fuesen hojas. Al final, acabó por desperdigar las piedras a lo largo y a lo ancho.
Cuando acabó con todo esto, un helor apareció en el aire nocturno. Antonio depuso a Antíoco, le hizo pagar una multa considerable y colocó a su hermano Mitrídates en el trono. Publio Canidio recibió el mando de las legiones, y fue a acampar cerca de Antioquía y Damasco; debía preparar la campaña para entrar en Armenia y en Media al año siguiente, bajo el mando personal de Antonio. Cayo Sosio fue nombrado gobernador de Siria, y recibió las órdenes de poner a Herodes en su trono tan pronto como acabase el período de inactividad de invierno.
En Portae Alexandreia, Antonio embarcó en una nave cuyo capitán estaba dispuesto a enfrentarse al mar abierto. La herida se curaba poco a poco. Podría volver a mirar a los ojos a sus colegas romanos sin preguntarse qué estarían pensando. Pero necesitaba un dulce pecho femenino para apoyar su cabeza. El único problema era que el dulce pecho femenino que le interesaba pertenecía a Cleopatra.