Publio Ventidio era un picentino de Asculum Picenum, una gran ciudad amurallada en la Vía Salaria, la vieja carretera de la sal que conectaba Firmum Picenum con Roma. Seiscientos años atrás las gentes de las llanuras latinas habían aprendido a extraer la sal de las llanuras de Ostia; la sal era un bien escaso de mucho valor. Con el tiempo, el comercio pasó a manos de los mercaderes que vivían en Roma, una pequeña ciudad en la orilla del río Tíber, quince millas corriente arriba de Ostia. Los historiadores como Fabio Pictor afirmaban categóricamente que había sido la sal lo que había hecho que Roma fuera la ciudad más grande de Italia, y a su gente, la más poderosa. Fuera como fuese, cuando Ventidio nació en el seno de una rica y aristocrática familia asculana el año anterior al que Marco Livio Druso fuese asesinado, Asculum Picenum se había convertido en el centro del Picenum sureño. Edificada en un valle entre las estribaciones y las altas cumbres de los Apeninos, bien protegida por sus altas murallas de los marrucinos y los paelignos, las vecinas tribus italianas, Asculum era el centro de una próspera región dedicada al cultivo de manzanas, peras y almendras, cosa que significaba también la venta de una excelente miel y, además, de la jalea hecha con la fruta no adecuada para enviarla al Forum Holitorium, en Roma. Sus mujeres se ocupaban de una industria casera de finas telas en un tono azul muy atractivo que se conseguía de una flor propia de la región.
Pero Asculum se hizo notorio por una razón totalmente diferente: fue allí donde se cometió la primera atrocidad de la guerra italiana, cuando los habitantes, hartos de ser discriminados por el pequeño grupo de residentes romanos, asesinaron a los doscientos ciudadanos y a un pretor que estaba de visita durante la representación de una obra de Plauto. Cuando las dos legiones al mando del tío de Divus Julius, Sexto César, llegaron para aplicar el castigo, cerró sus puertas y soportó un asedio de dos años. Sexto César murió de una pulmonía durante un frío invierno y fue sucedido por Gneo Pompeyo Strabo Carnifex. Aquel bizco señor de la guerra picentino estaba orgulloso de sus logros, debido a los cuales se había ganado el apodo de Carnicero, pero sería eclipsado por su hijo Pompeyo Magno. Acompañado por su hijo de diecisiete años y el amigo de su hijo, Marco Tulio Cicerón, Pompeyo Strabo procedió a demostrar que carecía totalmente de piedad. Diseñó la manera de desviar el suministro de agua de la ciudad, que se obtenía de un acuífero debajo del lecho del río Tronto. Pero la sumisión no llegó a satisfacer a Pompeyo Strabo, decidido a enseñarles a los asculanos que no podían asesinar a un pretor romano haciéndolo literalmente picadillo. Azotó y decapitó a todos los varones asculanos entre la edad de quince y setenta años, un ejercicio de logística que era difícil de resolver. Después de dejar cinco mil cuerpos decapitados para que se pudriesen en la plaza del mercado, Pompeyo Strabo llevó a trece mil mujeres, niños y ancianos fuera de la ciudad y los abandonó en las garras de un terrible invierno sin comida ni ropa de abrigo. Fue después de aquella brutal matanza cuando Cicerón, asqueado a más no poder, pidió pasar al servicio de Sila en el teatro sur de la guerra.
El pequeño Ventidio tenía cuatro años, y se salvó del destino de su madre, su abuela, sus tías y sus hermanas, que perecieron en las nieves de los Apeninos. Él fue uno de un reducido número de niños muy pequeños que Pompeyo Strabo salvó para que desfilasen en su triunfo; un triunfo que escandalizó a los hombres decentes de Roma. Se suponía que los triunfos se celebraban por victorias conseguidas sobre los enemigos extranjeros, no italianos. Delgado, hambriento, cubierto de llagas, el pequeño Ventidio fue empujado a lo largo de la marcha de dos millas desde el Campo de Marte hasta el foro romano y luego expulsado de Roma para que se las apañase por sí mismo. Tenía cinco años.
Pero los italianos, ya fuesen picentinos, marsos, marrucinos, frentanos, samnitas o lucanos, eran de la misma raza que los romanos, e igual de difíciles de matar. Ventidio, que robaba comida cuando no podía pedirla, llegó hasta Reate, que era territorio sabino. Allí, un criador de mulas llamado Considio le dio empleo: limpiar los establos de sus yeguas de cría. Aquellas resistentes yeguas de una raza especial eran apareadas con burros para engendrar las soberbias mulas que se vendían muy caras a las legiones romanas, que necesitaban mulas de primera calidad, a un promedio de seiscientas por legión. Que Reate fuese el centro de esa industria se debía a su situación en la Rosea Rura, un cuenco de la mejor hierba; si era un hecho real o una mera superstición, todos creían que las mulas criadas en la Rosea Rura eran mejores que las de cualquier otro lugar.
Él era un buen chico, nervudo y fuerte, y trabajaba hasta el agotamiento. Con sus rizos rubios y sus brillantes ojos azules, Ventidio descubrió, con el tiempo, que si miraba a las mujeres del establecimiento con una mezcla de añoranza y admiración conseguía más comida y mantas para taparse cuando dormía en un nido de aromática paja.
A los veinte años era un joven grande, musculoso gracias al trabajo duro y notablemente experto en la crianza de mulas. Considio, maldecido con un hijo juerguista, encargó a Ventidio la administración de su finca mientras su hijo se marchaba a Roma para dedicarse a beber, a jugar y a rodearse de cortesanas. Eso dejó a Considio con un solo descendiente, una hija que desde hacía tiempo estaba enamorada de Publio Ventidio y en aquellos momentos se atrevió a preguntarte a su padre si podía casarse con él. Considio dio su consentimiento, y cuando murió le dejó sus quinientas iugera de Rosea Rura a Ventidio.
El muchacho, que era tan inteligente como trabajador, tuvo más éxito en la cría de mulas que algunos de los sabinos que llevaban trabajando en esa industria durante siglos; incluso consiguió sobrevivir a aquellos terribles años cuando el lago que regaba la hierba de la Rosea Rura fue vaciado para alimentar un canal de riego utilizado por los cultivadores de fresas de Amiternum. Por fortuna, el Senado y el pueblo de Roma consideraban a las mulas más importantes que las fresas, por lo que el canal fue rellenado y la Rosea Rura recuperó su fertilidad.
Pero, en realidad, no quería pasar la vida como mulero. Cuando el banquero gaditano Lucio Cornelio Balbo se convirtió en el praefectus fabrum de César —el responsable de abastecer a sus legiones—, Ventidio frecuentó a Balbo y se aseguró una audiencia con César. A él le confió su ambición secreta: Ventidio quería entrar en la política romana, alcanzar el cargo de pretor y comandar ejércitos.
—Seré un político mediocre —le dijo a César—, pero sé que puedo comandar legiones.
César le creyó. Dejó la finca de la cría de mulas al cuidado de su hijo mayor y a Considia y se convirtió en uno de los legados de César, tras la muerte de éste transfirió su alianza a Marco Antonio. Allí estaba, por fin, el gran mando con el que había soñado.
—Pollio tiene once legiones, y no necesita más que siete —le dijo Antonio antes de dejar Roma—. Te puedo dar once y Pollio te cederá cuatro de las suyas. Quince legiones y la caballería que puedas reunir en Galacia tendrían que bastar para enfrentarte a Labieno y Pacoro. Elige a tus propios legados, Ventidio, y recuerda tus limitaciones. Debes realizar una campaña de contención contra los partos hasta que yo llegue al campo. Déjame el castigo a mí.
—Entonces, Antonio, con tu permiso me llevaré a Quinto Poppaedio Silo como mi legado jefe. —Ventidio sonrió, al tiempo que intentaba ocultar su entusiasmo—. Es un buen hombre que ha heredado la capacidad militar de su padre.
—Espléndido. Zarpa de Brundisium tan pronto como hayan cesado los vientos equinocciales; no puedes marchar por la Vía Egnatia, te llevará demasiado tiempo. Navega hasta Éfeso y comienza tu campaña expulsando a Quinto Labieno de Anatolia. Si llegas a Éfeso para el mes de mayo, tendrás tiempo más que suficiente.
Brundisium no tuvo ninguna objeción en bajar la pesada cadena de la bahía y permitir que Ventidio y Silo cargaran sus 66.000 hombres, 6.000 mulas, 600 carretas y 600 piezas de artillería a bordo de 500 transportes de tropas que habían aparecido como por arte de magia en la entrada de la bahía auspiciados por alguna fuente no revelada. Lo más probable, una parte del botín de Antonio.
—Los hombres estarán apretados como sardinas en una tinaja, pero no tendrán demasiadas ocasiones para quejarse de navegar a lo largo del camino —le dijo Silo a Ventidio—. Pueden remar. Debemos cargarlo todo, incluso la artillería.
—Bien. Una vez pasado el cabo Taenarum habremos dejado atrás lo peor.
Silo pareció preocupado.
—¿Qué hay de Sexto Pompeyo, que ahora es dueño del Peloponeso y el cabo Taenarum?
—Antonio me aseguró que no intentará detenernos.
—He oído que está de nuevo en el mar Tirreno.
—No me importa lo que haga en el mar Tirreno, mientras deje en paz el mar Jónico.
—¿De dónde consiguió Antonio tantos transportes? Aquí hay más de los que Pompeyo Magno o César consiguieron reunir.
—Los reunió después de Filipos y se aferró a ellos; los trajo a lo largo de la costa adriática de Macedonia y Epirus. Muchos estuvieron varados alrededor de la bahía de Ambracia, donde también tiene cien naves de guerra. En realidad, Antonio tiene más barcos de guerra que Sexto. Es una desdicha que estén lleudo al final de su vida útil, aunque estén en cobertizos. Tiene una enorme flota en Thasos y otra en Atenas. Finge que la de Atenas es la única, pero ahora sabemos que no es verdad. Congo en ti. Silo. No me traiciones.
—Mi boca está sellada, tienes mi juramento. Pero ¿por qué se aferra Antonio a ellas, y a qué viene el secreto?
Ventidio pareció sorprendido.
—Para el día en que vaya a la guerra contra Octavio.
—Ruego para que ese día nunca llegue —dijo Silo—. El secreto significa que no tiene la intención de derrotar a Sexto. —Pareció intrigado, furioso—. Cuando mi padre dirigió a los marsos y después a todos los pueblos italianos contra Roma, los transportes y las flotas de guerra pertenecían al Estado. Ahora que Italia y Roma están en pie de igualdad en cuanto a las propiedades, el Estado se sienta en los bancos de atrás mientras los comandantes se sientan en las primeras filas. Hay algo que no está bien cuando los hombres como Antonio consideran la propiedad del Estado como su propiedad privada. Soy leal a Antonio y seguiré siendo leal, pero no puedo aprobar la manera como están las cosas.
—Tampoco yo —declaró Ventidio con voz ronca.
—Son los inocentes los que sufrirán si se desata una guerra civil.
Ventidio pensó en su infancia e hizo una mueca.
—Supongo que los dioses están más dispuestos a proteger a aquellos lo bastante ricos como para ofrecerles los mejores sacrificios. ¿Qué es una paloma o un pollo comparado con un toro blanco? Además, es mejor ser un auténtico romano, Silo, ambos lo sabemos.
Silo, un hombre apuesto con los inquietantes ojos de color verde amarillo de su padre, asintió.
—Con los marsos en tus legiones, Ventidio, venceremos en Oriente. ¿Una campaña de contención? ¿Es eso lo que quieres?
—No. —Ventidio se mostró despectivo—. Ésta es mi mejor oportunidad para una campaña decente, así que pretendo llegar todo lo lejos y lo rápido que pueda. Si Antonio quiere la gloria, debería estar aquí en mi lugar, y no mantener un ojo puesto en Octavio y otro en Sexto. ¿Cree que todos nosotros, desde Pollio hasta mí, no lo sabemos?
—¿De verdad crees que podemos derrotar a los partos?
—Podemos intentarlo. Silo. He visto al Antonio general y no es mejor que yo, o ni siquiera como yo. ¡Desde luego no es César! —La nave pasó por encima de la cadena sumergida en la bahía y se dejó llevar por el viento del noroeste—. ¡Ah, me gusta el mar! ¡Adiós, Brundisium, adiós, Italia! —gritó Ventidio.
En Éfeso, las quince legiones se instalaron en varios inmensos campamentos alrededor de la ciudad portuaria, una de las más hermosas del mundo. Sus casas tenían fachadas de mármol, se enorgullecía de un inmenso teatro, tenía docenas de magníficos templos y el recinto de Artemisa, en su aspecto de diosa de la fertilidad, motivo por el cual sus estatuas la mostraban cargada desde los hombros hasta la cintura con testículos de toro.
Mientras Silo hacía las rondas de las quince legiones y mantenía un ojo severo a los entrenamientos y las maniobras, Ventidio encontró una roca con un asiento natural y se sentó a pensar en paz y tranquilidad. Había visto un destacamento de quinientos honderos enviados por Polemón, el hijo de Zenón, que intentaba gobernar el Pontus sin la sanción oficial de Antonio.
Después de haber hecho una pausa para verlos practicar, los honderos habían fascinado a Ventidio. Era asombroso cómo un hombre con una bolsa de cuero poco profunda sujeta a un flexible cordón de cuero podía lanzar una piedra.
Más que eso, la piedra volaba a través del aire a una velocidad asombrosa. ¿Lo bastante fuerte como para apartar a un arquero montado parto del campo de batalla? ¡Ésa sí que era una buena pregunta! Desde el primer día en que había comenzado a planear esa campaña, Ventidio había decidido que no se conformaría con nada que no fuese la victoria. Por lo tanto, había sufrido por el legendario arquero montado parto, que fingía escapar del campo y disparaba sus flechas de espaldas por encima de la grupa de su caballo. Con una lógica perfecta, Ventidio había asumido que el grueso de las tropas serían arqueros a caballo, que nunca se aventuraban lo bastante cerca como ponerse al alcance de la infantería. Pero quizá esos honderos…
Nadie le había dicho que Pacoro había basado su triunfo en los catafractarios, guerreros vestidos de pies a cabeza en cota de malla montados en grandes caballos acorazados desde la cabeza hasta la rodilla. Pacoro no tenía arqueros a caballo. Otro motivo para esta sorprendente falta de información sobre el enemigo se debía a que Marco Antonio no había pedido un informe de las fuerzas partas. Tampoco lo había hecho ningún otro romano. Como Ventidio, todos en el bando de Antonio habían asumido sencillamente que el ejército parto contaba con más arqueros a caballo que catafractarios. El ejército parto siempre había sido así. ¿Por qué este otro iba a ser diferente?
Por lo tanto, Ventidio se sentaba y pensaba en los honderos mientras planeaba una campaña dirigida sobre todo contra los piqueros montados, que ya no se quedaban sin flechas casi nunca, incluso en la más larga de las batallas.
¿Qué pasaría, se preguntó Ventidio, si reunía a todos los honderos que tenía Oriente y los entrenaba para lanzar sus misiles contra los arqueros montados? No servía convertir a un legionario en hondero; hubiera preferido ser azotado y decapitado antes que quitarse su cota de malla y recoger una honda en lugar de un gladio.
Sin embargo, una piedra no era un proyectil adecuado, para empezar, los honderos no podían lanzar cualquier piedra vieja; dedicaban una gran cantidad de tiempo precioso a buscaren los lechos de los ríos las piedras adecuadas: suaves, redondas, de unos cuatrocientos gramos. Y a menos que la piedra golpease en alguna parte frágil del cuerpo, en particular el cráneo, causaba unos atroces morados pero no un daño permanente. Un combatiente enemigo estaría fuera de la batalla, pero sanaría lo suficiente como para unirse al combate unos pocos días más tarde. Ése era el problema con las piedras y las flechas, eran armas limpias, y las armas limpias pocas veces mataban. La espada era una arma sucia, cubierta con la sangre década cuerpo que encontraba, y los legionarios veteranos enjugaban las hojas pero nunca las lavaban. Sus bordes eran lo bastante afilados como para cortar un cabello, y cuando se deslizaba en la carne llevaba venenos que hacían que la herida se infectase y quizá provocase la muerte.
Bueno, él no podía hacer un proyectil de honda sucio, pensó Publio Ventidio, pero podía hacer uno más letal. Por su experiencia con la artillería de campaña, sabía que las grandes piedras hacían mayor daño no tanto por su tamaño sino por su capacidad para destrozar aquello donde pegaban y enviar trozos volando. Si la catapulta o la ballesta eran realmente eficientes, enviaba proyectiles a mayor velocidad que un instrumento cuyo resorte de cuerda estaba húmedo o no había sido tensado todo lo posible. Plomo. Cuatrocientos gramos de plomo ocupaban mucho menos que una piedra del mismo peso. Por lo tanto, ganaría impulso dentro de la bolsa de la honda, que podría girar más rápido y así enviar más lejos el proyectil debido a su velocidad. Cuando impactase, cambiaría su forma, se aplastaría o incluso crearía una punta. Los proyectiles de plomo no eran desconocidos, pero estaban diseñados para ser lanzados desde pequeñas piezas de artillería por encima de las murallas, como en Perusia, y eso era un ejercicio a ciegas de una efectividad rebatible. Una bola de plomo lanzada por un hondero experto a un blanco específico desde unos sesenta metros podía resultar algo extremadamente útil.
Mandó a los fundidores de la legión que hicieran una pequeña cantidad de proyectiles de plomo de cuatrocientos gramos con la advertencia de que si su idea daba fruto tendrían que fundir miles y miles de proyectiles del mismo peso. El jefe de los fundidores replicó con la astuta sugerencia de que miles de miles de balas de plomo de cuatrocientos gramos sería mejor encargárselas a un proveedor privado.
—Un proveedor privado nos engañaría —afirmó Ventidio, que consiguió mantener virilmente el rostro impávido.
—No si envío a media docena de fundidores para que pesen cada bola y comprueben que no tengan bultos, grietas ni hendiduras, general.
Después de haber acordado este arreglo, siempre que el jefe fundidor también suministrase el plomo y se asegurase de que no fuese adulterado con la adicción de un metal más barato como el hierro, Ventidio llevó una bolsa de bolas de plomo al campo de práctica de los honderos, riéndose para sus adentros. Nunca podías aventajar a un astuto legionario, por mucho que lo intentases o por muy alto que fuese tu rango. Habían crecido de manera muy similar a la suya, viviendo al día, y no tenían miedo de los perros de tres cabezas.
Xenón, el jefe de los honderos, estaba en su puesto.
—Prueba una de éstas —le dijo Ventidio, y le dio las bolas.
Xenón balanceó el pequeño objeto en el cuero de la honda e hizo girar el arma hasta que silbó. Un experto movimiento de muñeca y la bola de plomo silbó a través del aire para estrellarse en la cintura de un muñeco. Juntos caminaron para inspeccionar el daño; Xenón soltó un gemido, demasiado asombrado para gritar.
—¡General, mira! —dijo cuando fue capaz.
—Ya estoy mirando.
El proyectil no había abierto un agujero en el cuero blando, había hecho una abertura irregular, y descansaba en el fondo de un relleno de tierra y paja.
—El problema con tus muñecos —señaló Ventidio— es que no tienen un esqueleto de verdad. Sospecho que estas bolas de plomo se comportarán de otra manera cuando impacten contra algo en un esqueleto. Por lo tanto, debemos probar el proyectil en una mula condenada.
Para el momento en que habían encontrado la mula, los quinientos honderos se habían reunido lo más cerca posible del campo de prueba; se había corrido la voz de que el comandante romano había inventado un nuevo proyectil.
—Colocadla con la grupa de cara a la trayectoria de la bala —ordenó Ventidio—. La usaremos contra caballos del tamaño de una mula que huyen. Un caballo caído es un arquero caído. Los partos quizá puedan mantener el suministro de flechas, ¿pero caballos? Dudo de que tengan muchos para reemplazarlos.
La mula quedó tan herida que tuvieron que sacrificarla en el acto, la piel desgarrada, los intestinos destrozados. Cuando lo sacaron de la carcasa, el proyectil ya no era una bola; parecía un plato aplastado con el perímetro rasgado, resultado, al parecer, de golpear contra el hueso en el camino de entrada.
—¡Honderos! —gritó Ventidio—. ¡Tenéis una nueva arma! Por todos lados resonaron los vivas.
—Envía aviso a Polemón de que necesito mil quinientos honderos más y un millar de talentos de plomo sobrantes de sus minas de plata —le dijo a Xenón—. Pontus acaba de convertirse en un aliado muy importante.
Por supuesto no fue algo tan sencillo. Algunos de los honderos encontraban que el misil más pequeño era difícil de lanzar, y otros, obstinados, rehusaron ver su excelencia. Pero gradualmente incluso los más recalcitrantes honderos se convirtieron en expertos en el lanzamiento del plomo, y aceptaron su nuevo tipo de arma. Las modificaciones en la bolsa de la honda también ayudaron porque el uso demostró que las bolas de plomo gastaban las finas tiras de cuero más rápido que la piedra.
Más o menos para el momento en que el contento entre los honderos era general llegaron otros mil quinientos honderos de Amaseia y Sinope y se esperaban más de Amisus, que estaba más lejos. Polemón, que no era ningún tonto, contaba que su generosidad y rapidez le diesen grandes dividendos más tarde.
Ventidio no perdía el tiempo mientras continuaba el entrenamiento de los honderos, ni tampoco estaba del todo complacido. El nuevo gobernador de la provincia de Asia, Lucio Munatio Planeo, se había instalado en Pergamum, bien al norte de las incursiones de Labieno, ubicado en Licia y Caria. Pero un pergamita a sueldo de Labieno buscó a Planeo y lo convenció de que Éfeso había caído y de que Pergamum era el siguiente objetivo parto. Agitado, poco valiente y dado a escuchar falsos consejos, Planeo, aterrorizado, había hecho el equipaje para escapar a la isla de Chíos, y desde allí había enviado aviso a Antonio, todavía en Roma, para advertirle de que nada podía detener a Labieno.
«Todo esto —le dijo Ventidio en una carta a Antonio—, mientras yo estaba desembarcando quince legiones en Éfeso. El hombre es un crédulo y un cobarde, y no se le deben facilitar tropas. No me he molestado en comunicarme con él por considerarlo una pérdida de tiempo.»
«Bien hecho, Ventidio —manifestó Antonio en su carta de respuesta, que llegó en el preciso momento en que Ventidio y su ejército estaban a punto de marchar—. Admito que le di a Planeo la gobernación para quitármelo de en medio; un poco como Ahenobarbo en Bitinia, excepto que Ahenobarbo no es un cobarde. Deja que Planeo se quede en Chíos, el vino es excelente.»
Cuando vio esta respuesta, Silo se rio.
—Excelente, Ventidio, excepto que dejaremos la provincia de Asia sin gobernador.
—Ya he pensado en eso —respondió Ventidio complaciente—. Dado que Pitodoro de Tralles es ahora el yerno de Antonio lo he llamado a Éfeso. Podrá cobrar los tributos e impuestos en nombre de Antonio, que es su tata político, y enviarlos a la tesorería en Roma.
—¡Oh! —dijo Silo, con sus extraños ojos muy abiertos—. ¡Dudo de que eso plazca a Antonio! Esas órdenes van directamente a él.
—No es una orden que me hayan dado a mí, Silo. Soy leal a Marco Antonio, pero más leal a Roma. Los tributos y los impuestos cobrados en su nombre deben ir a la tesorería. Lo mismo que con cualquier botín que podamos recoger. Si Antonio quiere quejarse, puede hacerlo, pero sólo después de que hayamos derrotado a los partos.
—Se pavonea, Ventidio, porque los señores de la guerra de Galacia sin líder han reunido a cuantos soldados de caballería han podido encontrar y han venido a Éfeso dispuestos a demostrarles al desconocido general romano lo que pueden hacer los buenos jinetes. Diez mil de ellos, todos demasiado jóvenes para haber muerto en Filipos, y ansiosos por preservar sus llanuras de las depredaciones de Quinto Labieno, demasiado cerca para sentirse cómodos.
—Cabalgaré con ellos, pero no todo el camino —le dijo Ventidio a Silo—. Es tu trabajo poner a la infantería en camino cuanto antes. Quiero que mis legiones recorran como mínimo treinta millas al día, y las quiero en la ruta más directa a las puertas Cilicias. Eso es, por el Maeander arriba y a través del norte de Pisidia hasta Iconium. Toma la ruta de caravanas desde allí hasta el sur de Capadocia, donde seguirás la carretera romana que lleva hasta las Puertas Cilicias. Es una marcha de quinientas millas, y tienes veinte días. ¿Comprendido?
—Absolutamente, Publio Ventidio —manifestó Silo.
No era hábito de un comandante romano montar a caballo; la mayoría prefería caminar por varías razones. Para empezar, la comodidad; un hombre a caballo no tenía alivio para el peso de las piernas, que colgaban sueltas. La segunda, a la infantería le gustaba ver caminar a sus comandantes; los ponía a su mismo nivel, literal y metafóricamente. La tercera, mantenía a la caballería en su lugar; los ejércitos romanos estaban compuestos en su mayor parte por la infantería, más apreciada que las tropas a caballo, que a lo largo de los siglos se habían convertido en no romanos, una fuerza auxiliar de galos, germanos y gálatas.
Sin embargo, Ventidio estaba más habituado a montar que la mayoría, debido a su carrera como criador de mulas. Le gustaba recordar a sus altivos colegas que el gran Sila siempre había cabalgado una mula, y que Sila había hecho que César el Dios cabalgase una mula cuando era un joven. Lo que él quería era mantener un ojo atento a su caballería, dirigida por un gálata llamado Amintas, que había sido secretario del viejo rey Deiotaro. Si Ventidio llevaba razón, Labieno se retiraría ante una fuerza de caballería tan numerosa hasta encontrar un lugar donde sus diez mil infantes entrenados por Roma pudiesen derrotar a diez mil caballos. En ningún lugar de Caria o de la Anatolia central; podía hacerlo en Licia y en el sur de Pisidia, pero si se retiraba en esa dirección significaba alargar demasiado sus comunicaciones con el ejército parto. Su instinto, y era correcto, lo llevaría a través del mismo terreno que Ventidio le había marcado a Silo como ruta de sus legiones, pero días por delante de las tropas. Diez mil caballos en sus talones le obligarían a escapar demasiado rápido como para conservar el tren de equipajes, cargado con un botín que sólo las carretas tiradas por bueyes podían llevar. Caería en manos de Silo; el trabajo de Ventidio era mantener a Labieno en retirada hacia Cilicia Pedia y al ejército parto en el extremo más lejano de la cordillera Amanus, la barrera geográfica entre Cilicia Pedia y el norte de Siria.
Había un único camino por donde Labieno podía pasar desde Capadocia hasta Cilicia, porque las altas y escarpadas montañas del Taurus aislaban a la Anatolia central de cualquier lugar al este de ellas; las nieves del Taurus nunca se derretían, y los pasos existentes se encontraban a una altura de tres mil y tres mil cuatrocientos metros, sobre todo en el segmento Antitaurus. Excepto en las Puertas Cilicias. Era en las Puertas Cilicias donde Ventidio esperaba alcanzar a Quinto Labieno.
Las jóvenes tropas gálatas tenían la edad precisa que produce a los mejores y más valientes guerreros: no lo bastante viejos como para tener esposas y familias, no lo bastante viejos como para creer que ir a la batalla contra el enemigo era algo a lo que tener miedo. Sólo Roma había conseguido convertir I hombres mayores de veinte en magníficos soldados, y ésa era la marca de la superioridad romana. Disciplina, entrenamiento, profesionalismo, un seguro conocimiento que cada hombre era parte de una vasta máquina invencible. Sin sus legiones, Ventidio sabía que no podía derrotar a Labieno; lo que debía hacer era retener al renegado en un punto, hacerle imposible cruzar las Puertas Cilicias y esperar a que llegasen las legiones. Al confiar en Silo, le estaba entregando la batalla.
Labieno hizo lo esperado. Su red de inteligencia le había informado de la enorme fuerza acampada en Éfeso; y cuando escuchó el nombre de su comandante, supo que debía retirarse a toda prisa de la Anatolia occidental. Su botín era considerable, porque había ido a lugares que Bruto y Casio no habían tocado; Pisidia, que estaba llena de templos a Kubaba Cibeles y su consorte Attis; Licaonia, que rebosaba de recintos dedicados a deidades olvidadas del resto del mundo desde que Agamenón había gobernado Grecia, e Iconium, una ciudad donde los dioses medos y armenios tenían templos. Por estos motivos intentó desesperadamente llevar su tren de equipajes con él; algo del todo inútil. Lo había abandonado a cincuenta millas al oeste de Iconium, ya que sus carreteros, demasiado aterrorizados de la horda romana que los perseguía, no estaban como para pensar en robar su contenido. Escaparon, y dejaron abandonado un tren de dos millas de bueyes que mugían sedientos. Ventidio sólo se detuvo para liberar a las bestias para que buscasen agua y seguir adelante. Cuando, pasado el tiempo, el botín llegó a la tesorería, equivalía a cinco mil talentos de plata. No había ninguna obra de arte valiosa, pero sí una gran cantidad de oro, plata y gemas. Sería, pensó mientras su trasero se levantaba y caía al paso de la mula, un adecuado adorno a su triunfo.
El terreno que había alrededor de las Puertas Cilicias no era bueno para los caballos; los bosques de diversas clases de pino crecían demasiado cerca y no permitían que creciera la hierba, por lo tanto, ningún caballo podía comer un follaje tan duro. Cada soldado cargaba todas las hierbas que podía, razón por la cual Ventidio no se había apresurado. Pero la tropa era hábil, recogía cada trozo de hierba tierna que podían encontrar, para Ventidio, tenían el aspecto del báculo de un augur, acabado en la punta con un rizo. Entre el forraje que su ejército aún tenía y los tallos de helecho calculaban que aún podían sobrevivir diez días. Lo suficiente si Silo era lo bastante duro para lograr que sus legiones marchasen treinta millas al día. César siempre conseguía más millas que las de sus legionarios, pero César era único. ¡Oh, aquella marcha desde Placentia para relevar a Trebonio y al resto en Agendicum! Y qué gratitud, matar al hombre que te había rescatado. Ventidio tosió y escupió a un imaginario Cayo Trebonio.
Labieno había llegado al alto del paso dos días antes y había conseguido talar los árboles suficientes para hacer un campamento según el correcto estilo romano: había utilizado los troncos para hacer empalizadas, cavado trincheras alrededor del perímetro y erigido torres a intervalos en la empalizada. Sin embargo, sus tropas tenían un entrenamiento romano, pero no eran romanas, y eso significaba que había errores en el diseño del campamento. Ventidio lo calificaba como buscar lo más fácil. Cuando él llegó, Labieno no hizo ningún intento de salir de detrás de sus fortificaciones y presentar batalla, pero Ventidio no esperaba que lo hiciese. De hecho, lo que esperaba era que llegasen Pacoro y los partos; eso era lo sensato. También era un arriesgado juego de espera. Sus exploradores ya habrían encontrado a Silo y las legiones, de la misma manera que los exploradores de Ventidio ya habían confirmado que no había partos a varios días a caballo de las Puertas Cilicias. Más al este de ese punto, Ventidio no se atrevía a enviar exploradores. El hecho más destacado era que Silo no podía estar mucho más lejos, a juzgar por la velocidad con la que Labieno había construido su campamento.
Tres días más tarde Silo y las quince legiones bajaron por las laderas del Taurus, ya habían superado el relieve parto; todavía estaban a cierta distancia, además, los habían obligado a subir desde la costa, en Tarsus, una marcha agotadora para hombres y caballos.
—Allí —le dijo Ventidio a Silo, y señaló mientras se encontraban; no tenían tiempo que perder—. Construiremos nuestro campamento por encima de Labieno, y en terreno alto. —Se mordió el labio inferior y tomó una decisión—. Envía al joven Apio Pulchen y a cinco de las legiones al norte de la Eusebia Masaka; diez serán suficientes para combatir en este territorio; es demasiado escarpado para un despegamiento masivo de tal dimensión, y no tengo lugar para instalar un campamento de millas cuadradas. Dile a Pulcher que ocupe la ciudad y se prepare para marchar al primer aviso. También puede informar del estado de las cosas en Capadocia; Antonio está ansioso por saber si hay un Ariarthrid capaz de gobernar.
Nadie utilizaba a las tropas de caballería para construir un campamento; no eran romanos y no tenían idea del trabajo manual. Ahora que Silo había llegado podía ocuparse de erigir algo que daría cobijo a los soldados, pero sin informarle de que ésa iba a ser una larga estada. Labieno ya estaba lo bastante preocupado como para ocultarse detrás de sus paredes y mirar a lo alto de la escarpada ladera donde el campamento de Ventidio crecía rápidamente; su único consuelo era que, al ocupar el terreno elevado, éste le había dejado una ruta de escape a Cilicia en dirección a Tarsus. Ventidio también era consciente de este hecho, aunque no le preocupaba. En aquel momento prefería expulsar a Labieno de Anatolia. Aquel empinado lugar lleno de tocones no era sitio para una batalla decisiva. Sólo una buena batalla.
Cuatro días después de la llegada de Silo se presentó un explorador para decirle a los comandantes romanos que los partos habían rodeado Tarsus y tomado la carretera a las Puertas Cilicias.
—¿Cuántos son? —preguntó Ventidio.
—Cinco mil o un poco más, general.
—¿Todos arqueros?
El hombre lo miró desconcertado.
—No son arqueros. Son todos catafractarios, general. ¿No lo sabías?
Los ojos azules de Ventidio se cruzaron con los verdes de Silo, ambos pares sorprendidos.
—¡Menuda estupidez! —gritó Ventidio cuando el explorador se hubo marchado—. ¡No, no lo sabíamos! ¡Todo ese trabajo con los honderos, y total para nada! —Se rehizo, y consiguió parecer decidido—. Buen o, tendrá que depender del terreno. Estoy seguro de que Labieno cree que somos unos locos al halarle ofrecido una oportunidad para escapar, pero ahora estoy centrado en acabar con los catafractarios que con sus mercenarios. Convoca a reunión de los centuriones para mañana al amanecer, Silo.
El plan fue cuidadosa y meticulosamente preparado.
—No he podido confirmar si Pacoro manda su ejército en persona —le dijo a sus seiscientos centuriones presentes en la reunión—, pero lo que tenemos que hacer, muchachos, es tentar a los partos para que carguen contra nosotros montaña arriba sin el apoyo de la infantería de Labieno. Eso significa que nos pondremos en nuestras empalizadas y les gritaremos terribles insultos a los partos en parto. Tengo a un tipo que ha escrito unas cuantas palabras y frases que cinco mil hombres tendrán que aprenderse de corrido. Cerdos, idiotas, hijos de puta, salvajes, perros, comemierdas, palurdos. Cincuenta centuriones con las voces más potentes tendrán que aprender a decir «¡Tu padre es un maricón!», «Tu madre la chupa» y «Pacoro es un porquero»; los partos no comen cerdos y consideran a los cerdos impuros. La idea es conseguir que se cabreen tanto que se olviden de las tácticas y carguen. Mientras tanto, Quinto Silo habrá abierto las puertas del campamento y tumbado las paredes laterales para dejar salir a nueve legiones a la carrera. Es vuestra otra tarea, muchachos, decirles a vuestros hombres que no tengan miedo de estos grandes méntulae en sus enormes caballos. Vuestros hombres deben cargar como los guerreros nubios, debajo y alrededor de los caballos, y descargar golpes de espada contra las patas. Una vez que el caballo haya caído, golpead con la espada el rostro del jinete y cualquier otra parte no protegida por la cota de malla. Todavía pienso usar a mis honderos, aunque no puedo estar seguro de que vayan a ser de gran ayuda. Eso es todo, muchachos. Los partos estarán aquí mañana bastante temprano, así que hoy nos dedicaremos a aprender insultos partos y a hablar, hablar, hablar Dispersaos y que Marte y Hércules Invicto sean con nosotros.
Fue más que una buena batalla; fue un dulce entrenamiento, ideal para los legionarios que nunca habían visto antes a un catafractario. Los jinetes acorazados parecían más temibles de lo que la experiencia demostró que eran en realidad, y respondona la descarga de insultos con una furia que avasalló todo el sentido común. Cargaron por la ladera sembrada de tocones, hicieron temblar el suelo, vociferaron sus gritos de guerra y algunos de los caballos cayeron innecesariamente mientras sus jinetes se estrellaban sobre los tocones o intentaban saltarlos. Sus oponentes, con corazas, pequeños en comparación, salieron de entre los árboles a cada lado del campamento y bailaron ágilmente en el bosque de patas equinas, golpearon y cargaron para convertir la carga parta en un frenesí de caballos que relinchaban y de jinetes caídos, indefensos contra los golpes que les llovían sobre sus rostros y se clavaban en las axilas. Un buen golpe con un gladio penetraba en la cota hasta el vientre, aunque no era muy bueno para la espada.
Para su gran deleite, Ventidio descubrió que los proyectiles de plomo lanzados por los honderos abrían agujeros en la coraza parta y seguían adelante para matar.
Labieno sacrificó a un millar de su infantería para que librasen una acción de retaguardia para escapar por la carretera romana a Cilicia, agradecidos de estar con vida. Era más de lo que se podía decir de los partos, hechos pedazos. Quizá un millar de ellos siguió a Labieno, el resto quedaron muertos o moribundos en el campo de las Puertas Cilicias.
—Qué baño de sangre —le dijo un exultante Silo a Ventidio cuando, seis horas después del comienzo, acabó la batalla.
—¿Cómo nos ha ido, Silo?
—Oh, muy bien. Unas pocas cabezas partidas que se pusieron en el camino de los cascos, varios aplastados debajo de los caballos caídos, pero, en resumen, yo diría que unas doscientas bajas. ¡Qué me dices de las balas de plomo! Incluso la cota de malla no puede detenerlas.
Ventidio frunció el entrecejo mientras caminaba por el campo, sin conmoverse por el sufrimiento que lo rodeaba; se habían atrevido a desafiar el poder de Roma, y se habían dado cuenta de que era algo contraproducente. Un grupo de legionarios pasaba entre los montones de muertos y agonizantes para rematar a los caballos y a los hombres que no podrían sobrevivir. A los pocos que se habían quedado y estaban ligeramente heridos los mantendrían prisioneros porque el guerrero catafractario era un noble cuya familia podía permitirse pagar el rescate. Si no llegaba el rescate, el hombre sería vendido como esclavo.
—¿Qué vamos a hacer con las montañas de muertos? —preguntó Silo, y exhaló un suspiro—. Éste no es un terreno que tenga más de sesenta centímetros de tierra blanda, por lo que será muy duro cavar fosas para enterrarlos, y la madera es demasiado verde para arder en las piras.
—Los arrastraremos hasta el campamento de Labieno y los dejamos allí para que se pudran —respondió Ventidio—, para cuando volvamos por este camino, si alguna vez volvemos, no serán más que huesos blanqueados. No hay ninguna población en muchas millas a la redonda, y las disposiciones sanitarias de Labieno son lo bastante buenas como para asegurar que el Cidno no se contaminará. —Soltó un resoplido—. Pero primero buscaremos el botín. Quiero que mi desfile triunfal sea muy bueno. ¡No hay triunfo de imitación macedonio para Publio Ventidio!
«Este comentario —pensó Silo con una sonrisa secreta— es una bofetada para Pollio, que libraba la misma vieja guerra en Macedonia.»
En Tarsus, Ventidio descubrió que Pacoro no había estado presente en la batalla, quizá por eso había sido tan fácil enfurecer a los partos. Labieno continuaba escapando hacia el este a través de Cilicia Pedia, su columna desordenada por culpa de los catafractarios sin líder y de unos pocos mercenarios quejosos con gran influencia para crear discordias entre los más plácidos infantes.
—Tenemos que seguirlo de cerca —dijo Ventidio—, pero esta vez podrás cabalgar con la caballería, Silo. Yo llevaré las legiones.
—¿Es que fui demasiado lento en llegar a las Puertas Cilicias?
—Edepol, no! Entre tú y yo Silo, me estoy haciendo demasiado viejo para las largas cabalgadas. Me duelen las pelotas y tengo una fístula. Tú lo harás mejor, eres mucho más joven. Un hombre de casi cincuenta y cinco años está condenado a usar los pies.
Un sirviente apareció en la puerta.
—domine, Quinto Delio está aquí para verte, y pide ser alojado. Los ojos azules se encontraron con los verdes en otra de aquellas miradas que sólo la íntima amistad y los gustos similares permitían. Decían muchísimo, aunque no se cruzaron ni una palabra.
—Hazlo pasar, pero no te preocupes del alojamiento.
—Mi muy querido Publio Ventidio. Y también Quinto Silo, qué agradable veros. —Delio se acomodó en una silla antes de que se la ofreciesen y miró con ansia la jarra de vino—. Una copa de algo ligero, blanco y brillante estaría muy bien.
Silo sirvió el vino y le dio la copa mientras hablaba con Ventidio.
—Si no tienes nada más, me ocuparé de mis asuntos.
—Mañana al amanecer os atenderé a los dos.
—Vaya, vaya, cuánta prisa —manifestó Delio, que bebió un sorbo y después hizo una mueca—. ¡Puaj! ¿Qué es esta meada tercera prensada?
—No lo sé porque no lo he probado —replicó Ventidio escuetamente—. ¿Qué quieres, Delio? Tendrás que alojarte esta noche en una posada porque el palacio está lleno. Puedes venir por la mañana y tener todo el lugar para ti. Nos vamos.
Indignado, Delio se sentó más recto y lo miró furioso. Desde la memorable cena en la que había compartido el diván de Antonio dos años atrás se había habituado tanto a la deferencia que la esperaba incluso de los curtidos hombres militares como Publio Ventidio. ¡Ahora, la exigía! Sus ojos castaños encontraron los de Ventidio, y enrojeció; mostraban desprecio.
—¡Vaya, esto ya pasa de la raya! —exclamó—. ¡Tengo un imperium propretoriano e insisto en que se me acomode ahora mismo! Echa a Silo si no tienes a nadie más a quien echar.
—Yo no echaría ni al más mísero contubernalis por un rastrero como tú, Delio. Mi imperium es proconsular. ¿Qué quieres?
—Traigo un mensaje del triunviro Marco Antonio —contestó Delio con frialdad—, y esperaba entregarlo en Éfeso y no en un nido de ratas como Tarsus.
—Entonces tendrías que haberte movido más rápido —afirmó Ventidio sin la menor compasión—. Mientras tú estabas navegando, yo libraba una batalla contra los partos. Puedes llevarle un mensaje de mi parte a Antonio: dile que hemos batido a un ejército de catafractarios partos en las Puertas Cilicias y que hemos hecho huir a Labieno. ¿Cuál es tu mensaje? ¿Algo igual de asombroso?
—No es prudente provocarme —dijo Delio en un susurro.
—No me importa. ¿Cuál es el mensaje? Tengo trabajo que hacer.
—Se me ha pedido que te recuerde que Marco Antonio está muy ansioso de ver al rey Herodes de los judíos sentado en su trono tan pronto como sea posible.
La incredulidad se reflejó en el rostro de Ventidio.
—¿Antonio te envió hasta aquí sólo para decirme eso? Dile que estaré encantado de poner el culo gordo de Herodes en el trono, pero primero tengo que expulsar a Pacoro y a su ejército de Siria, cosa que llevará algún tiempo. Sin embargo, asegúrate al triunviro Marco Antonio que no olvidaré sus instrucciones. ¿Eso es todo?
Hinchado como una cobra, Delio separó los labios en una mueca.
—¡Lamentarás esta conducta, Ventidio! —siseó.
—Lamento una Roma que alienta a lameculos como tú, Pelio. Ya sabes por dónde se sale.
Ventidio se marchó y dejó a Delio que rabiase. ¡Cómo se atrevía el viejo mulero a tratarlo de esa manera! Sin embargo, por el momento decidió, mientras abandonaba la copa de vino y se levantaba, que tendría que aguantarlo. Había derrotado a un ejército parto y echado a Labieno de Anatolia, una noticia que a Antonio le gustaría tanto como le gustaba Ventidio. «Ya llegará tu momento —se dijo Delio—. Cuando llegue mi oportunidad, atacaré, Pero todavía no. No, todavía no.»
Al mando de su caballería gálata, Quinto Poppaedio Silo, con gran valor y astucia, encerró a Labieno a medio camino, en el paso del monte Amanus llamado las Puertas Sirias, y esperó a que Ventidio llegase con las legiones. Era noviembre, pero no hacía mucho frío; las lluvias de otoño no habían llegado, algo que significaba que el suelo tenía la dureza de la batalla, digno de un combate. Algún comandante parto había traído dos mil catafractarios desde Siria para ayudar a Labieno, pero no sirvió de nada. Por segunda vez los guerreros acorazados fueron hechos pedazos, pero en esta ocasión también pereció la infantería de Labieno.
Tras hacer sólo una pausa para escribirle una jubilosa carta a Antonio, Ventidio fue a Siria, donde no se encontró a ningún parto, ya que se habían marchado. Pacoro tampoco había estado en la batalla de Amanus; el rumor decía que se había marchado a su casa en Seleucia del Tigris meses atrás y se había llevado al Hircano de los judíos con él. Labieno había escapado, y había embarcado para ir a Chipre en dirección a Apamea.
—Eso no le servirá de nada —le comentó Ventidio a Silo—. Creo que Antonio puso a uno de los libertos de César en Chipre para que gobernase en su nombre, un tal Cayo Julio Demetrio. —Buscó papel y escribió una nota—. Envíale esto de inmediato, Silo. Si es el hombre que creo que es mi memoria se confunde con todos esos libertos griegos, buscará en la isla desde Pafos hasta Salamis muy a fondo. De hecho, con mucha diligencia.
Hecho esto, Ventidio desperdigó sus legiones en varios campamentos de invierno y se acomodó a esperar lo que trajese el año siguiente. Instalado con toda comodidad en Antioquía y con Silo en Damasco, pasaba su tiempo de ocio soñando con su triunfo, la perspectiva del cual se hacía cada vez más interesante. La batalla en el monte Amanus le había dado dos mil talentos de plata y unas bonitas obras de arte para decorar las carrozas en su desfile. «¡Qué te den, Pollio! ¡Mi triunfo eclipsará tu desfile!»
Las «vacaciones» de invierno no duraron tanto como Ventidio esperaba; Pacoro regresó de Mesopotamia con todos los catafractarios que había podido encontrar, pero sin arqueros a caballo. Herodes se presentó en Antioquía con las noticias al parecer obtenidas de uno de los paniaguados de Antígono descontento ante la perspectiva de un perpetuo gobierno parto.
—He establecido una excelente relación con el tipo, un zadoquita llamado Ananeel que desea ser sumo sacerdote. Como no pretendo ser yo mismo sumo sacerdote, lo hará tan bien como cualquiera, así que se lo prometí a cambio de una información fidedigna de los partos. Le he hecho susurrar a sus contactos partos que, después de haber ocupado el norte de Siria, pretendes tenderle una trampa a Pacoro en Nicephorium, en el río Éufrates, porque tú esperas que lo cruce en Zeugma. Pacoro se lo ha creído, y no hará caso de Zeugma, sino que viajará por la orilla este todo el camino hacia el norte, hasta Samosata. Imagino que tomará el atajo de Craso hasta el Bilechas, ¿no es una ironía?
Aunque no sentía ningún afecto por Herodes, Ventidio era lo bastante astuto como para comprender que ese codicioso hombre con cara de sapo no tenía nada que ganar con mentir; la información que Herodes le daba debía ser verdad.
—Te doy las gracias, rey Herodes —dijo, sin sentir la repulsión que le inspiraba Delio. Herodes no era un sicofante, pese a su disfraz de obsequioso; simplemente estaba decidido a expulsar a Antígono el usurpador y reinar sobre los judíos—. Puedes estar seguro de que en el momento que desaparezca la amenaza parta te ayudaré a librarte de Antígono.
—Deseo que la espera no sea muy larga —manifestó Herodes con un suspiro—. Las mujeres de mi familia y mi prometida están encerradas en lo alto del más siniestro trozo de roca en el mundo. He recibido noticias de mi hermano José de que están muy escasas de comida. Me temo que no puedo ayudarlas.
—¿Ayudaría algo de dinero? Te puedo dar lo suficiente para que vayas a Egipto y compres suministros y los transportes ara que te lleven hasta allí. ¿Puedes llegar a esa siniestra roca in que sepan que abandonas Egipto?
Herodes se irguió, atento.
Puedo escapar sin que me vean con toda facilidad, Publio Ventidio. La roca tiene un nombre (Masada), y está muy lejos de Palus Asphaltites. Una caravana de camellos que vaya por tierra desde Pelusium evitaría a los judíos, idumeos, nabateos y partos.
—Una impresionante lista —dijo Ventidio con una sonrisa—. Entonces, mientras yo me ocupo de Pacoro, te sugiero que hagas eso. ¡Anímate, Herodes! Para este momento del año próximo te verás en Jerusalén.
Herodes consiguió parecer humilde y apocado, una hazaña de no poca importancia.
—Yo ¿este… cómo… ah… consigo este dinero?
—Sólo ve a ver a mi cuestor, rey Herodes. Dile que te dé lo que sea que le pidas, siempre dentro de un límite. —Los brillantes ojos azules chispearon—. Los camellos son caros, lo sé, pero soy mulero de oficio. Tengo una buena idea de lo que cuesta cualquier cosa con cuatro patas. Trata honestamente conmigo y no dejes de traer información.
Ocho mil catafractarios emergieron de la parte sudeste, en Samosata, y de allí cruzaron el Éufrates mientras estaba en su nivel invernal. Esta vez al mando, Pacoro fue hacia el oeste, hada Chaléis, por la carretera que llevaba a Antioquía a través de un terreno verde que no le presentaba ninguna dificultad, un territorio que conocía muy bien de sus anteriores incursiones. Tenía agua y abundantes pastos y, aparte de un monte bajo llamado Gíndaro, el terreno era fácil y relativamente llano. Tranquilo porque sabía que todos los príncipes menores de la zona estaban de su parte, se acercó al Gíndaro con su caballería extendida a lo largo de millas por la parte trasera para que pastase en su camino hacia Antioquía. Ellos no sabían que ahora estaba de nuevo en manos romanas. Los agentes de Herodes habían hecho bien su trabajo, y Antígono, que podía haber esperado mantener abiertos sus canales con Pacoro, estaba demasiado ocupado en someter a aquellos judíos que aún consideraban que ser gobernados por los romanos era mejor.
Un explorador llegó al galope para informarle de que un ejército romano se había instalado en el Gíndaro, muy bien atrincherado. Aquello fue un alivio para Pacoro, que mandó a sus catafractarios a que adoptasen el orden de batalla; no le gustaba desconocer dónde se hallaba el nuevo ejército romano.
Repitió todos los errores que sus subordinados habían hecho en las Puertas Cilicias y el monte Amanus, todavía imbuido por el desprecio por los soldados de infantería a la hora de enfrentarse con los gigantes con cotas de malla en caballos blindados. La masa de catafractarios cargó colina arriba y se encontró con una lluvia de proyectiles de plomo que atravesaban sus cotas a una distancia más allá de las flechas; debido al desorden de los caballos, que relinchaban al sentir el impacto de las balas que se estrellaban entre sus ojos, la vanguardia parta se hundió. Momento en el que los legionarios se lanzaron con valentía al combate; se movieron entre los caballos para cortarles las rodillas y arrastrar a los jinetes para matarlos con golpes de espada en el rostro. Las largas lanzas eran inútiles en semejante refriega, y, en su mayoría, los sables permanecían todavía envainados. Sin ninguna esperanza de conseguir que su retaguardia pasase, por la confusión reinante delante de ellos, y sin manera de encontrar el flanco romano, Pacoro observó con horror cómo los legionarios se acercaban cada vez más a su propia posición en lo alto de un pequeño otero. Pero luchó, como hicieron los hombres a su alrededor, para defender a su persona hasta el final. Cuando Pacoro cayó, aquellos que aún podían se reunieron alrededor de su cuerpo e intentaron enfrentarse a los verdaderos soldados de infantería. Para el anochecer, la mayoría de los ocho mil estaban muertos y los pocos sobrevivientes cabalgaban a uña de caballo hacia el Éufrates y el hogar, llevándose con ellos al caballo de Pacoro como prueba de que estaba muerto.
En realidad no lo estaba cuando la batalla acabó, aunque tenía una herida mortal en el vientre. Un legionario lo remató, le quitó la armadura y se la llevó a Ventidio.
Más tarde, Ventidio, ya en Atenas con su esposa y sus hijos, escribió a Antonio:
El territorio era ideal. Tengo la armadura dorada de Pacoro para exhibirla en mi triunfo; mis hombres me han aclamado imperator en el campo tres veces, como puedo testimoniar si tú lo requieres. No tenía sentido librar una guerra de contención en ningún momento de esta campaña, que progresó en un orden natural en una serie de tres batallas. Por supuesto, comprendo que el cierre de mi campaña no es causa de queja para ti. Te ha dado una Siria segura donde poder reunir a tus ejércitos —incluido el mío, que pondré en cuarteles de invierno alrededor de Antioquía, Damasco y Chalcis— para tu gran campaña contra Mesopotamia.
Sin embargo, ha llegado a mis oídos que Antíoco de Cotnagene firmó un tratado con Pacoro que cedía a Comagene el gobierno parto. También obsequió a Pacoro con alimentos y provisiones, un hecho que permitió a Pacoro entraren Siria sin verse afectado por los habituales problemas que representa mantener a una gran fuerza de caballería. Por lo tanto, en marzo tengo la intención de llevar siete legiones al norte, hasta Samosata, y ver qué tiene que decir el rey Antíoco de su traición. Silo y dos legiones marcharán a Jerusalén para poner al rey Herodes en su trono.
El rey Herodes ha sido de gran ayuda para mí. Sus agentes propagaron informaciones falsas entre los espías partos que me permitieron encontrarme en el territorio ideal cuando los partos desconocían totalmente mi paradero. Creo que Roma tiene en él a un aliado digno de su peso. Le he dado cien talentos para que vaya a Egipto y compre provisiones para su familia y la familia del rey Hircano, que está instalado en el mismo retiro de montaña imposible de ser ocupado. Sin embargo, mi campaña me ha dado diez mil talentos de plata de botín, que van de camino a la tesorería en Roma mientras escribo. Una vez que haya celebrado mi triunfo y el botín haya sido liberado, tú te beneficiarás considerablemente. Mi parte, de la venta de esclavos, no será grande, porque los partos lucharon hasta la muerte. Reuní alrededor de mil hombres del ejército de Labieno y los vendí.
En cuanto a Quinto Labieno, acabo de recibir una carta de Cayo Julio Demetrio, que se halla en Chipre, donde me informa de que capturó a Labieno y lo mandó ejecutar. Deploro este último hecho porque no creo que un simple liberto griego, incluso uno del difunto César, tenga autoridad suficiente para ejecutar. Pero te dejo a ti la decisión final, como corresponde.
Puedes estar seguro de que cuando llegue a Samosata me ocuparé duramente de Antíoco, que ha abandonado el estatus de Comagene como amigo y aliado. Espero que os parezca bien a ti y a los tuyos.