El pacto de Puteoli con Sexto Pompeyo se concluyó a finales de verano. Lo que Antonio creyó que él no divulgaría, pero que Antonio sabía, era que Sexto no se comportaría como un hombre honorable; en el fondo, era un señor picentino convertido en un pirata e incapaz de mantener su palabra. A cambio de aceptar el libre paso del trigo a Italia, Sexto recibió el reconocimiento oficial como gobernador de Sicilia, Cerdeña y Córcega; también recibió el Peloponeso griego, mil talentos de plata y el derecho a ser elegido cónsul dentro de cuatro años, con Libo como su sucesor al año siguiente. Una farsa, como comprendían todos los que tenían un cerebro más grande que un guisante. «Cómo te debes de estar riendo, Sexto Pompeyo», pensó Octavio acabadas las discusiones.
En mayo, Escribonia, la mujer de Octavio, dio a luz una niña a la que Octavia llamó Julia. A finales de junio, Octavia dio a luz una niña, Antonia.
Una de las cláusulas del contrato con Sexto Pompeyo decía que los exiliados que aún quedaban podían regresar a casa. Eso incluía al exclusivo Tiberio Claudio Nerón, que no había considerado que el pacto de Brundisium le ofreciera suficiente protección. Por consiguiente, había permanecido en Atenas hasta entonces, cuando decidió que podía regresar a Roma con relativa impunidad. Fue difícil, porque la fortuna de Nerón había disminuido a unos niveles alarmantes. Parte de culpa la tenía él, porque había invertido imprudentemente en las compañías publicani que cobraban los impuestos de la provincia de Asia, y fueron expulsados después de que Quinto Labieno y sus mercenarios partos invadiesen Caria, Pisidia y Lycia, las más fructíferas. Pero, por otra parte, no era culpa suya, salvo que un hombre más inteligente hubiese permanecido en Italia para acrecentar su fortuna en lugar de huir y dejarla a disposición de libertos griegos sin escrúpulos y banqueros ineptos.
Por lo tanto, el Tiberio Claudio Nerón que regresó a casa a principios de otoño estaba tan empobrecido que resultó ser una ruin compañía para su esposa. Sus recursos pecuniarios sólo alcanzaban para alquilar una litera y un carro abierto para el equipaje. Aunque le había dado permiso a Livia Drusilia para compartir la litera, ella lo rechazó sin argumentar ninguna de sus razones: una, que los porteadores eran un grupo de hombres esqueléticos que apenas si tenían fuerzas para levantar la litera con Nerón y su hijo a bordo, y dos, que detestaba estar cerca de su marido y de su hijo. Mientras el grupo viajaba a paso de marcha, Livia Drusilia caminaba. El tiempo era precioso: un sol cálido, una brisa fresca, abundancia de sombra, el delicioso perfume de la hierba tostada y de las aromáticas hierbas que los campesinos plantaban para espantar a los insectos durante el invierno. Nerón prefería ir por la carretera, mientras que Livia Drusilia utilizaba el margen, donde las margaritas creaban una alfombra blanca para sus pies y las manzanas tempranas y las últimas peras se podían arrancar de los árboles situados fuera de los huertos. Siempre que no se perdiese de la vista de Nerón, en la litera, el mundo era suyo.
En Teanum Sidicinum dejaron la Vía Apia para seguir por la Vía Latina, que iba tierra adentro; aquellos que continuaban viaje a Roma por la Vía Apia a través de los pantanos Pontinos arriesgaban sus vidas, porque la región estaba infestada por el paludismo.
En las afueras de Fregellae se alojaron en una modesta posada que podía ofrecer un baño correcto, algo que Nerón ordenó con avidez.
—No vacíes el agua después de que mi hijo y yo hayamos acabado —ordenó—. Mi mujer la puede usar.
En su habitación, él la miró con el entrecejo fruncido; con el corazón acelerado, ella se preguntó si su rostro la había traicionado, pero permaneció, modesta y complaciente, para recibir lo que ella ya sabía, gracias a una larga experiencia, qué iba a hacer: una homilía.
—Nos acercamos a Roma, Livia Drusilia, y te pido que hagas todos los esfuerzos posibles para no gastar en exceso —le dijo—. El pequeño Tiberio necesitará un pedagogo el año que viene (un gasto muy inconveniente), pero te corresponde a ti economizar lo suficiente mientras tanto para que no sea una carga. Nada de vestidos nuevos, nada de joyas, y de ninguna manera sirvientes especiales como peluqueros o maquilladoras. ¿Está bien claro?
—Sí, esposo —respondió Livia Drusilia, obediente y con un suspiro interior. Y no era porque no desease tener peta queros o maquilladoras, sino porque ansiaba con desesperación tener una vida tranquila, segura, libre de críticas. Quería un paraíso donde pudiese leer lo que desease, o escoge una comida sin preocuparse por el coste, o no verse considerada responsable por inútiles gastos. Quería ser adorada, ver cómo los rostros vulgares se iluminaban con la mención de su nombre. Como Octavia, la exaltada esposa de Marco Antonio, cuyas estatuas se levantaban en los mercados de Beneventum, Tapua, Teanum Sidicinum. ¿Qué había hecho ella después de todo, excepto casarse con un triunviro? Sin embargo, la gente le cantaba como si fuese una diosa, rogaba que algún día la viesen viajar entre Roma y Brundisium. La gente no dejaba de hablar de ella, le atribuían la paz. ¡Oh por qué no era ella una Octavia! Pero ¿a quién le importaba la esposa de un noble patricio si su nombre era Tiberio Claudio Nerón?
Él la estaba mirando, extrañado; Livia Drusilia salió de su sueño con un respingo y se lamió los labios.
—¿Deseas decir algo? —le preguntó él con frialdad.
—Sí, esposo.
—¡Entonces habla, mujer!
—Estoy esperando otro bebé. Creo que otro hijo. Mis síntomas son idénticos a los que tuve con Tiberio.
Primero llegó la sorpresa y después el desagrado. Su boca se torció, apretó los dientes.
—¡Oh, Livia Drusilia! ¿No podrías haber hecho mejorías cosas? ¡No puedo permitirme un segundo bebé, menos todavía otro hijo! Será mejor que vayas a la Bona Dea y pidas la medicina tan pronto como estemos en Roma.
—Me temo que es un poco tarde para eso, domine.
—Cacat! —exclamó él con un tono feroz—. ¿Cuánto tiempo llevas?
—Creo que casi dos meses. La medicina se debe tomar dentro de las seis nundinae, y ya he cumplido las siete.
—Incluso así la tomarás.
—Desde luego.
—¡Todo son inconvenientes! —gritó él, que agitó los puños en el aire—. ¡Vete, mujer! ¡Vete y déjame bañar en paz!
—¿Todavía quieres que Tiberio te acompañe?
—¡Tiberio es mi alegría y consuelo, por supuesto que sí!
—¿Entonces puedo ir a dar un paseo para conocer la ciudad vieja?
—¡Por lo que a mí respecta, esposa, puedes tirarte por un precipicio!
Fregellae había sido una ciudad fantasma durante ochenta y cinco años, saqueada por Lucio Opimio por rebelarse contra Roma cuando la península estaba dividida en estados italianos mezclados con colonias de ciudadanos romanos. La injusticia de esta actuación había motivado finalmente a los estados italianos a unirse para intentar quitarse el yugo romano. La amarga guerra que había seguido había tenido muchas causas, pero había comenzado con el asesinato del abuelo adoptivo de Livia Drusilia, el tribuno de la plebe Marco Livio Druso.
Quizá porque ella sabía todo eso, con el corazón dolido y luchando para contener las lágrimas, su nieta caminó entre paredes derruidas y viejos edificios todavía en pie. ¡Oh, cómo se atrevía Nerón a tratarla de esa manera! ¿Cómo podía culparla a ella de su embarazo, ya que, de haber tenido la oportunidad, nunca hubiese entrado en su cama? Había descubierto que su marido la detestaba cada vez más desde Atenas; la esposa obediente no era menos obediente, pero detestaba cada momento de aquella obediencia.
Ella sabía de su abuelo, pero lo que ella no sabía era que cincuenta años antes Lucio Cornelio Sila había hecho este mismo paseo mientras se preguntaba por qué había habido aquella matanza, y miraba las rojas amapolas fertilizadas por la sangre italiana y romana, las delicadas cúpulas de cráneos con margaritas amarillas que salían de sus órbitas como ojos coquetos, y se había hecho a sí mismo la pregunta que ningún hombre había sido capaz de responder: ¿por qué vamos a la guerra contra nuestros hermanos? Como él, mientras caminaba, Livia Drusilia vio a un romano que avanzaba hacia ella a través de las lágrimas, y se preguntó si era real o irreal. Al principio buscó furtivamente un lugar donde esconderse, pero mientras él se aproximaba, ella se sentó en la misma base de la columna que Cayo Mario había utilizado como asiento y esperó a que el hombre llegase.
Vestía una toga con los bordes rojos y su cabellera era de color rubio oro; su paso era ágil y seguro, y el cuerpo, debajo de la amplia prenda, delgado y joven. Luego, cuando él estuvo a unos pocos pasos de ella, vio su rostro con claridad. Muy suave, hermoso, severo pero gentil, con ojos de plata bordeados d oro. Livia Drusilia lo miró, boquiabierta.
Octavio también había necesitado escapar; algunas vece* las personas lo cansaban, no importaba lo bien intencionadas de sus atenciones o lo indiscutible de su lealtad. La vieja Fregellae estaba cerca de Fabrateria Nova, la ciudad construida para reemplazarla. Disfrutando del sol, levantó su rostro hacia el cielo sin nubes y dejó vagar su mente sin dirección, algo que no hacía con frecuencia. Aquel lugar en ruinas tenía una extraña seducción, quizá debido a su tranquilidad: el zumbido de las abejas en lugar de las charlas humanas en el mercado, el débil canto de algún pájaro en lugar de los gritos de los vendedores. ¡Paz! ¡Qué hermosa, qué necesaria!
Podía haber sido porque había permitido a su mente aquel momento de libertad que lo invadió en la soledad; por una vez en su atareada vida fue consciente de que nadie estaba allí por él; oh, sí, Agripa, pero no era eso a lo que él se refería. Alguien pendiente sólo de él a la manera de una madre o una esposa aquel delicioso componente de feminidad y devoción desinteresada que Octavia le daba a Antonio o —¡maldita sea!— mamá le había dado a Filipo Júnior. Pero ¡no, él no pensaría en Atia y en su falta de castidad! Mejor pensar en su hermana, la mujer romana más dulce que hubiese existido. ¿Por qué un aburrido como Antonio recibía tanta felicidad? ¿Por qué no tenía él a su propia Octavia, por muy diferente que fuese de su propia hermana?
Tomó conciencia de que alguien caminaba entre los desolados trozos de piedra de Fregellae, una mujer que, al verlo, parecía dispuesta a escapar; luego, ella se sentó en la base de una columna, con lágrimas en sus mejillas resplandecientes debido a la fuerte luz. En un primer momento creyó que era una aparición, pero al hacer una pausa aceptó que era real. Un rostro encantador se volvió primero hacia él y después miró al suelo. Unas hermosas manos aletearon y después se cruzaron en el regazo; ninguna joya las adornaba, pero nada hablaba de sus humildes orígenes. Comprendió en sus huesos que aquélla era una gran señora. Algún instinto en su interior escapó de su jaula y gritó con tal éxtasis que de pronto él comprendió el mensaje divino: ella le había sido enviada, un divino regalo que él no podía rechazar. Casi le gritó en voz alta a su padre divino, luego sacudió la cabeza. «¡Háblale, rompe el hechizo!»
—¿Te molesto? —preguntó él con una maravillosa sonrisa.
—¡No, no! —exclamó ella, y se enjugó la última lágrima de su rostro—. ¡No!
Él se sentó a sus pies y la miró con una expresión cómica a aquellos sorprendentes ojos de pronto tiernos.
—Por un momento creí que eras la diosa del mercado —dijo él—, y ahora veo un dolor que puede ser el llanto por el destino de Fregellae. Pero no eres una diosa, todavía. Algún día te convertiré en una.
¡Eran unas palabras embriagadoras! Ella no lo comprendía, y lo consideró un tanto loco. Sin embargo, en un instante, en menos tiempo del que tarda en caer un rayo, ella se enamoró.
—Tengo un poco de tiempo —manifestó ella con un nudo en la garganta—, y quería ver las ruinas. Son tan pacíficas. ¡Cuánto deseo la paz! —Esto último lo dijo con pasión.
—Oh, sí, una vez que los hombres acaban con un lugar, desaparecen todos sus terrores. Emana la paz de los muertos, pero tú eres demasiado joven para estar preparándote para la muerte. Mi tío bisabuelo Cayo Mario encontró una vez a otro de mis tíos bisabuelos, Sila, aquí, en medio de la desolación. Algo así como un respiro. Ambos estaban ocupados en hacer otros lugares tan muertos como Fregellae.
—¿Tú también has hecho eso? —preguntó ella.
—No con intención. Prefiero construir a destruir. Aunque nunca reconstruiré Fregellae. Es mi monumento a ti.
¡Más locuras!
Bromeas, y yo soy un objeto que no lo merece.
—¿Cómo podría bromear cuando he visto tus lágrimas? ¿Por qué lloras?
—Autocompasión —contestó ella con toda sinceridad.
—La respuesta de una buena esposa. Tú eres una buena esposa, ¿no es así?
Ella miró su sencilla alianza de oro.
—Procuro serlo, pero algunas veces es difícil.
—No lo sería, de ser yo tu marido. ¿Quién es él?
—Tiberio Claudio Nerón.
Su aliento siseó.
—¡Ah! Ése. ¿Y tú eres?
—Livia Drusilia.
—De una vieja y buena familia. También una heredera.
—Ya no. Mi dote ha desaparecido.
—Eso implica que Nerón la gastó.
—Sí, después de la huida. En realidad, soy una Claudia de los Nerones.
—Así que tu esposo es tu primo hermano. ¿Tienes hijos?
—Uno, de cuatro años. —Bajó las negras pestañas—. Otro en mi vientre. Debo tomar la medicina —añadió. Ecastor, ¿por qué le había dicho eso a un absoluto desconocido?
—¿Quieres tomar la medicina?
—Sí y no.
—¿Por qué sí?
—No me gustan mi marido ni mi primer hijo.
—¿Y por qué no?
—Porque tengo el presentimiento de que no habrá más hijos de mi vientre. Bona Dea me habló cuando le hice una ofrenda en Capua.
—Acabo de venir de Capua, pero no te vi allí.
—Ni yo a ti.
Se hizo un silencio dulce y sereno, y en su periferia trinaban las alondras y los pequeños insectos cantaban en la hierba una parte intrínseca del mismo, como si incluso el silencio tuviese capas.
«Estoy aprisionada en un hechizo», pensó Livia Drusilia.
—Podría estar sentada aquí para siempre —dijo ella con voz ronca.
—Yo también, pero sólo si tú estás conmigo.
Temerosa de que él se moviera para tocarla y ella no tener la fuerza suficiente para apartarlo, rompió el hechizo con una voz brusca.
—Vistes la toga praetexta, pero eres demasiado joven. ¿Eso significa que eres uno de los compañeros de Octavio?
—No soy un compañero. Soy César.
Ella se levantó de un salto.
—¿Octavio? ¿Tú eres Octavio?
—Declino responder a ese nombre —manifestó él, pero no con furia—. Soy César Divi Filius. Algún día seré César Rómulo por un decreto del Senado ratificado por el pueblo. Cuando haya conquistado a mis enemigos y no tenga rival.
—Mi marido es tu enemigo jurado.
—¿Nerón? —Él se echó a reír, divertido de verdad—. Nerón no es nada.
—Es mi marido y árbitro de mi destino.
—Querrás decir que eres su propiedad. ¡Lo conozco! Demasiados hombres incluyen a sus esposas con las bestias y los esclavos. Es una gran pena, Livia Drusilia. Yo creo que una esposa debe ser la más preciada compañera de un hombre, no un objeto.
—¿Es así como consideras a tu esposa? —preguntó ella mientras él se levantaba—. ¿Cómo tu compañera?
—No a mi actual esposa. Ella no tiene inteligencia, pobre mujer. —Su toga estaba un tanto desarreglada; él acomodó los pliegues—. Debo marcharme, Livia Drusilia.
—Y yo, César.
Se volvieron para caminar en dirección a la posada.
—Voy de camino a la Galia Transalpina —dijo él en el cruce del camino—. Iba a ser una estancia prolongada, pero después de conocerte no lo podrá ser. Regresaré antes de que acabe el invierno. —Sus blancos dientes contrastaron con la piel bronceada cuando sonrió—. Cuando regrese, Livia Drusilia, me casaré contigo.
—Ya estoy casada, y soy fiel a mis votos. —Ella se irguió en toda su estatura con una dignidad conmovedora—. No soy Servilia, César. No romperé mis votos ni siquiera contigo.
—¡Por eso me casaré contigo! —Él tomó el desvío de la izquierda sin mirar atrás, aunque su voz fue claramente audible—. Sí, y Nerón nunca se divorciará de ti para que te cases con alguien como yo, ¿verdad? ¡Qué terrible situación! ¿Cómo se podrá resolver?
Livia Drusilia lo miró hasta que se perdió en la distancia. Sólo entonces recordó para qué servían los pies y comenzó a caminar. ¡César Octavio! Por supuesto eran un montón de tonterías; bien podía ser que él dijese las mismas cosas a todas las muchachas bonitas que encontraba. El poder hacía que los hombres se creyesen irresistibles; bastaba recordar cómo Marco Antonio había hecho lo imposible por conquistarla. El único problema de este razonamiento era que ella se había sentido asqueada de Antonio, pero se había enamorado de su rival, una mirada y había caído.
Cuando ella le había ofrecido huevos y leche a la serpiente sagrada que vivía en el santuario de Bona Dea, en Capua, ésta había salido de una grieta con sus resplandecientes escamas que el sol había convertido en oro para oler y, a continuación, beber la leche, engullir los dos huevos y, luego, levantar su cabeza en forma de cuña para mirarla con sus inmóviles ojos fríos. Ella le había devuelto la mirada sin miedo, la escuchó hablar en un lenguaje extranjero en su interior y le tendió la mano para acariciarla. La serpiente había apoyado la barbilla en sus dedos y, sacando la lengua, fuera, dentro, hiera, dentro, le había dicho… ¿qué le había dicho? Como en una espesa niebla gris, ella se esforzó por recordar, e imaginó que le traía un mensaje de Bona Dea: si ella estaba preparada para hacer el sacrificio, la Bona Dea le regalaría el mundo. Aquello había acontecido el día en que sabía con certeza estar embarazada. Nadie nunca veía a la serpiente sagrada, que esperaba hasta la noche para salir a beber la leche y comer los huevos. Sin embargo aquel momento se le había manifestado a pleno sol, una larga serpiente dorada gruesa como su brazo. «¡Bona Dea, Bon Dea, dame el mundo y yo restauraré tu culto para que vuelva ser lo que era antes de que se entrometiesen los hombres!»
Nerón estaba leyendo unos pergaminos. Cuando su esposa entró, él alzó la mirada con una expresión ceñuda.
—Una caminata muy larga, Livia Drusilia, para alguien que camina por la carretera todo el día.
—Tuve una conversación con un hombre en las ruinas de Fregellae.
Nerón se puso rígido.
—¡Las esposas no conversan con hombres extraños!
—No era un extraño. Era César Divi Filius.
Eso provocó que Nerón soltase una diatriba que Livia Drusilia había escuchado antes muchas veces, así que se sintió libre para dejar a su marido con la simple excusa de utilizar el agua del baño antes de que se enfriase del todo. Cosa que hizo, aunque se tuvo que armar de coraje después de ver la espuma de piel muerta y aceites corporales que flotaban en la superficie y de oler el hedor del sudor. Conociendo a Nerón, probablemente había orinado en el agua; sin duda, Tiberio lo había hecho. Con un paño quitó todos los restos que pudo antes de sumergirse en el agua apenas tibia. Mientras pensaba que no tendría el menor reparo en abandonar la virtud de una esposa por cualquier hombre que le ofreciese un baño caliente y perfumado en una preciosa bañera de mármol sólo utilizada por ella. Después de borrar cosas como la orina y la suciedad de su mente, soñó que ese hombre era César Octavio, que decía la verdad cuando hablaba.
Lo había dicho de verdad, aunque dedicó la caminata de regreso a la casa del duumvir en Fabrateria a reprocharse a sí mismo la más torpe de las proposiciones amorosas jamás hechas.
«¿Ves lo que ocurre cuando tientas a los dioses? —se preguntó con una sonrisa severa—. Desprecio el sentimentalismo, considero débiles a los hombres que afirman que una mirada los ha traspasado con el dardo de Cupido. Sin embargo, aquí estoy, con una flecha que sobresale de mi pecho, enamorado a más no poder de una muchacha a la que ni siquiera conozco. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puedo yo, tan racional y distante, haber sucumbido a una emoción que está en contra de todo lo que creo? ¡Ha tenido que ser la visita de algún dios, ha tenido que hacerlo! ¡De lo contrarío, no tiene sentido! ¡Soy racional y distante! ¿Por lo tanto, por qué siento esta increíble descarga de amor? ¡Oh, me conmueve de una forma insoportable! Quiero cargar todos sus problemas sobre mis hombros, quiero cubrirla de besos, quiero estar con ella durante el resto de mi vida. Livia Drusilia, la esposa de un pretencioso y pedante como Tiberio Claudio Nerón. Otra de la misma carnada, otra Claudia. La rama de los Claudio apellidada Pulcher produce cónsules y censores independientes, nada ortodoxos, mientras que la rama apellidada Nerón es famosa por producir donnadies. Nerón es un don nadie; un hombre orgulloso, testarudo y mezquino que nunca aceptará divorciarse de su esposa para que se case con César Octavio.»
Su rostro bailó ante sus ojos, lo enloqueció. Ojos rayados, pelo negro, la piel como leche cremosa, labios rojos. ¿Entonces aquello podría ser un simple impulso sexual? ¿Podía estar sufriendo del mismo mal que siempre metía en problemas a Marco Antonio? ¡No, eso no se lo podía creer! Fuera lo que fuese aquella extraña emoción, debía de haber una razón mejor para ella que una simple comezón en el pene. «Quizá —se preguntó Octavio mientras un carro lo llevaba de vuelta a Roma— cada uno de nosotros tiene una pareja natural, y yo he encontrado la mía. Como las tórtolas. La esposa de otro hombre, y premiada con su hijo. Eso no cambia nada. ¡Ella me pertenece a mí!»
Con el transcurrir de los días se dio cuenta de que no tenía a nadie a quien confiar su secreto aunque lo hubiese deseado. Con las flotas cargadas de trigo amarradas sanas y salvas en Puteoli y Ostia y el precio del trigo más bajo —de hecho, como debía ser por lo menos aquel año—, Antonio había decidido regresar a Atenas y llevarse a Octavia y a su prole con él. Octavia quizá era la única persona en la que podía confiar en aquel terrible dilema emocional, pero ella era inmensamente feliz con Antonio y estaba ocupada con los preparativos del viaje. Esas dos cosas podían propiciar que la confidencia pasase a su marido, que se reiría y se burlaría de él de una manera insufrible. «¡Ja, ja, ja, Octavio, tú también puedes ser regido por tu miembro!» Octavio ya lo escuchaba. Por lo tanto, descartó a la familia Antonia y pasó a preguntarse si Agripa podría darle las palabras de sabiduría al respecto cuando él llegase a Narbo, cerca de la frontera con Hispania y a un mes de viaje de Roma.
Su estado mental lo atormentaba, porque la pasión sentía incómoda en alguien cuyos hábitos cerebrales eran fríamente lógicos y las emociones se suprimían con gran decisión. Confuso, inquieto, anhelante, Octavio perdió el apetito por la comida y estuvo cerca de perder la razón. Perdía peso a ojos vistas, como si alguna hoguera de aire caliente lo evaporase ni siquiera era capaz de comenzar a pensar en griego. Pensar en griego era una manía, algo que hacía con decisión de hierro porque era muy difícil. Sin embargo, allí estaba él, con medio centenar de comunicaciones para dictar en griego, obligado a dictarlas en latín con breves instrucciones a sus secretarios para que hiciesen sus propias traducciones.
Mecenas no estaba en Roma, lo que significaba que era Escribonia quien, en la víspera de la partida de Octavio hacia la Galia Transalpina, reunió el coraje para decir algo.
Había sido muy feliz durante el tranquilo embarazo, y había dado a luz un bebé, Julia, rápida y fácilmente. El bebé era, a todas luces, hermoso, desde sus delicados mechones hasta sus brillantes ojos azules, demasiado claros para convertirse en castaños con el paso de los meses. Sin recordar nunca a Cornelia con alegría, Escribonia se dedicó a cuidara su hija, más enamorada de ella que su distante y meticuloso marido. Que él no la amase no era una gran pena, porque la trataba con bondad, siempre con cortesía y respeto, y había prometido que, tan pronto como se recuperase totalmente del parto, él visitaría de nuevo su cama. «¡Qué la próxima vez sea un niño!», imploró ella, e hizo ofrendas a Juno Sospita, Magna Mater y Spes.
Pero algo le había sucedido a Octavio en su viaje de regreso a Roma después de una visita a los campos de entrenamiento de la legión instalados alrededor de la vieja ciudad militar de Capua. Escribonia tenía sus propios ojos y oídos para percatarse de ello, pero también tenía a varios sirvientes, incluido Cayo Julio Burgundino, que era el mayordomo de Octavio y el nieto del amado liberto germano de Divus Julius, Burgundus, que la mantenían informada. Aunque siempre se quedaba en Roma como mayordomo de la domus Hortensia, tenía tantos hermanos, hermanas, tíos y tías sirviendo a Octavio que algunos de ellos siempre acompañaban a su patrón allí donde viajase. Octavio había salido a dar un paseo por Fregellae —según Burgundino, que venía cargado con noticias— y había vuelto de un humor que nunca nadie había visto antes. La teoría de Burgundino era que parecía como si lo hubiera visitado un dios, pero era sencillamente una de tantas.
Escribonia temía una enfermedad mental, porque el calmo y discreto Octavio se mostraba irritable, de mal genio y crítico de cosas a las que generalmente no hacía caso. De haberlo conocido tan bien como lo conocía Agripa, ella hubiese visto todo esto como una prueba de su autodesprecio, y hubiera acertado. En cambio, intentó recordarle que necesitaba su fuerza, y, por lo tanto, debía comer.
—Necesitas tu fuerza, querido, así que debes comer —le dijo cuando le sirvió una cena deliciosa que había escogido—. Mañana marchas a Narbo, y no te servirán ninguno de tus platos favoritos. ¡Por favor, César, come!
—Tace! —exclamó él y se levantó del diván—. ¡Ten cuidado con tus modales, Escribonia! Te estás convirtiendo en una arpía. —Se tambaleó, con un pie levantado, mientras un sirviente se esforzaba en abrocharle el zapato—. ¡Humm! ¡Buena palabra! ¡Una auténtica arpía, un monstruo!
A partir de aquel momento, y hasta que ella escuchó los sonidos de su partida a la mañana siguiente, no lo volvió a ver. Corrió, con las lágrimas rodando por sus mejillas, y llegó a tiempo para ver su cabeza dorada cuando desaparecía en el carro, la capota levantada contra la lluvia que caía. César dejaba Roma, y Roma lloraba.
—¡Se ha marchado sin decirme adiós! —le gritó a Burgundino, que estaba a su lado, la cabeza gacha.
Él le tendió un pergamino, con la mirada puesta en cualquier parte menos en ella.
Domina, César me ordenó que te diese esto.
Por la presente te concedo el divorcio.
Mis razones son éstas: vejez, arpía, malos modales, incompatibilidad y extravagancia.
Le he dado órdenes a mi mayordomo para que te traslade a ti y a nuestros hijos a mi vieja domus, en el Ox Heads, cerca de la Curiae Veteres, donde vivirás y criarás a mi hija como corresponde a su elevada posición. Deberá ser bien educada y no se le pondrá a hilar o tejer. Mis banqueros te pagarán una asignación adecuada, y podrás disponer como quieras de tu dote. Ten presente que puedo poner punto final a este generoso arreglo en cualquier momento, y lo haré si escucho cualquier rumor acerca de tu comportamiento. En ese caso, te devolveré a tu padre y asumiré la custodia de Julia; además, no te permitiré que la veas.
Estaba sellado con la esfinge. Escribonia lo dejó caer de los dedos, que, de pronto, se habían quedado entumecidos y se sentó en un banco de mármol con la cabeza entre las rodillas para aliviar el mareo.
—Se ha acabado —le dijo a Burgundino, que seguía I lado.
—Sí, domina —respondió él con voz amable; le había gritado.
—Pero ¡si no he hecho nada! ¡No soy una arpía! No soy ninguna de esas cosas horribles que menciona. ¡Vieja! ¡Aún no ha cumplido los treinta y cinco!
—Las órdenes de César son que debes marcharte hoy, domina.
—¡Si no he hecho nada! ¡No me merezco esto!
«Pobre mujer, lo irritaste —pensó Burgundino, obligado al silencio por los vínculos de cliente—. Él le dirá a todo el mundo que eres una arpía sólo para salvar la cara. ¡Pobre mujer! Y pobre la pequeña Julia.»
Marco Vipsanio Agripa estaba en Narbo porque los aquitanos habían estado causando problemas, y lo habían obligado a enseñarles que Roma aún producía excelentes tropas y generales muy competentes.
—Saqueé Burdigala, pero no la incendié —le dijo a Octavio cuando llegó después de un agotador viaje que lo había visto sucumbir de asma por primera vez en dos años—. Ni oro ni plata, pero una montaña de buenas ruedas de carro con flejes de hierro, cuatro mil excelentes barriles y mil quinientos hombres de buen físico para vender como esclavos en Massilia. Los vendedores se están frotando las manos de alegría; ha pasado mucho tiempo desde que los mercados vieron una mercadería de primera clase. No me pareció político esclavizar a las mujeres y a los niños, pero siempre puedo hacerlo si lo deseas.
—No, pero si tú lo deseas. Las ganancias de los esclavos son tuyas, Agripa.
—No durante esta campaña, César. Los hombres nos darán dos mil talentos, a los que pienso darles un destino mejor que guardarlos en mi bolsa. Mis necesidades son pocas, y tú siempre cuidarás de mí.
Octavio se sentó más erguido, los ojos brillantes.
—¡Un plan! ¡Tienes un plan! ¡Explícamelo!
Como respuesta, Agripa se levantó para buscar un mapa y lo extendió sobre su mesa. Octavio se inclinó sobre él y vio que representaba con considerables detalles la zona alrededor de Puteoli, el principal puerto de Campania, a un centenar de millas al sudoeste de Roma.
—Llegará el día en que tendrás las suficientes naves de guerra para poder derrotar a Sexto Pompeyo —dijo Agripa, que mantuvo un tono neutral—. Calculo que unas cuatrocientas naves. Pero ¿dónde hay una bahía lo bastante grande como para acoger a la mitad? Brundisium. Tarentum. Sin embargo, ambos puertos están separados de la costa toscana por el estrecho de Messana, donde Sexto está siempre a la espera. Por consiguiente no podemos anclar nuestras flotas en Brundisium o Tarentum. Miremos ahora los puertos del mar Tirreno: Puteoli está demasiado congestionado por las naves comerciales, Ostia tiene el problema de los barcos, Surrentum está abarrotado con barcas pesqueras y Cosa debe ser mantenido para los lingotes de hierro de Ilva. A esto hay que añadir que son vulnerables a un ataque de Sexto, incluso si pudiesen acoger a cuatrocientas grandes naves.
—Soy consciente de todo esto —manifestó Octavio con voz cansada; el asma le había robado sus fuerzas. Su puño cayó sobre el mapa—. ¡Inútil, inútil!
—Hay una alternativa, César. La he estado pensando desde que comencé a visitar los astilleros. —La mano grande y bien formada de Agripa sobrevoló el mapa, y su dedo índice señaló dos pequeños lagos cerca de Puteoli—. Aquí está nuestra respuesta, César. Los lagos Lucrino y Avernio. El primero es poco profundo y sus aguas son calentadas por los Campos de Fuego. El segundo es insondable, con el agua tan fría que debe de llevar directamente al ultramundo.
—Bueno, es lo bastante oscuro y lúgubre, en cualquier caso —dijo Octavio, que era un escéptico religioso—. Ningún campesino talará el bosque a su alrededor por miedo a enfadar a los lémures.
—El bosque debe desaparecer —manifestó Agripa con un tono enérgico—. Pretendo unir el lago Lucrino con el Avernio por medio de varios grandes canales. Luego derribaré el dique que hay en el lago Lucrino y que lo separa del mar para que las aguas marinas inunden el lago. El agua de mar pasará por los canales y poco a poco convertirá en salado el lago Avernio.
El rostro de Octavio mostró una expresión donde se combinaban el asombro y la incredulidad.
—Pero el dique fue construido sobre la lengua de tierra que separa el lago Lucrino del mar para asegurar que las aguas del lago tuviesen exactamente la temperatura y la salinidad correctas para criar ostras —señaló, su mente fija en el fisco—. Dejar que entre el mar destruiría los cultivos de ostras. ¡Agripa, tendrás a centenares de criadores de ostras que pedirán tu ciudadanía, tu sangre y tu cabeza!
—Podrán tener de nuevo sus ostras cuando derrotes a Sexto de una vez por todas —replicó Agripa, sin preocuparse un ápice por arruinar una industria que venía existiendo desde generaciones—. Lo que yo derribe lo podrán levantar de nuevo más tarde. Si esto se hace como lo imagino, César, tendremos una enorme extensión de agua calma y protegida donde anclar todas nuestras flotas. No sólo eso, también podremos entrenar a las tripulaciones y a los marinos en el arte de la guerra naval sin necesidad de preocuparnos de un ataque de Sexto. La entrada será demasiado estrecha para que dos de sus naves puedan pasar a la vez. Para asegurarnos de que no nos aceche lejos de la costa, a la espera de que salgamos, voy a construir dos grandes túneles entre el Avernio y la playa, en Cumae. Nuestras naves podrán remar por estos túneles con total impunidad y surgir para atacar a Sexto por el flanco.
Esta exposición sacudió a Octavio como si lo hubiesen sumergido en agua helada.
—Eres otro César —dijo con voz pausada, tan asombrado que olvidó llamar a su padre adoptivo Divus Julius—. Éste es un plan cesáreo, una obra maestra de la ingeniería.
—¿Yo otro Divus Julius? —Agripa pareció asombrado—. No, César, la idea es puro sentido común y su ejecución un tema de duro trabajo, no de un genio de la ingeniería. Al ir de un astillero a otro he tenido mucho tiempo para pensar. Una cosa que había olvidado es el hecho de que los barcos no se pueden impulsara sí mismos. Desde luego tendremos algunas flotas completamente tripuladas, pero quizá dos tercios serán naves nuevas sin tripulación. La mayoría de las galleras que he encargado son quinquerremes, aunque he tomado tres de los astilleros que no están equipados para transformarlas en algo cercano a los doscientos pies de eslora y los veinticinco pies de manga.
—Los quinquerremes son muy lentos —señaló Octavio, y demostró que no era un completo ignorante cuando se trataba de galeras de guerra.
—Sí, pero los quinquerremes tienen la ventaja del tamaño y pueden llevar dos terribles espolones de bronce. He preferido los quinquerremes modificados (no más de dos hombres con remos en tres bancadas), dos, dos y uno. Mucho espacio en cubierta para un centenar de marinos, además de catapultas y ballestas. A una media de treinta bancadas por lado, suman trescientos remeros por nave. Además de treinta tripulantes.
—Comienzo a ver tu problema. Pero, por supuesto, tú lo has resuelto. Trescientas veces, trescientos remeros: un total de noventa mil. Además, cuarenta y cinco mil marineros y veinte mil tripulantes. —Octavio se estiró como un gato contento—. No soy un general de tropas o almirante de flotas, pero soy un maestro de la ciencia de la logística.
—¿Preferirías tener ciento cincuenta marineros por barco más que cien?
—Eso creo. Se lanzarían sobre el enemigo como hormigas.
—Veinte mil hombres me bastarán para empezar —dijo Agripa—. Quiero comenzar por construir el puerto, y, para eso, alguien puede presionar a los ex esclavos que vagan por Italia a la búsqueda de latifundios que tus repartidores de tierras han dividido para los veteranos. Yo les pagaré con los beneficios de la venta de esclavos, los alimentaré y les daré albergue. Si sirven para algo, más tarde podrán entrenarse como remeros.
—Un empleo con incentivos —comentó Octavio con una sonrisa—. Eso es inteligente. Esos pobres diablos no tienen nada para volver a casa, por consiguiente, ¿por qué no ofrecerles casas y estómagos llenos? Antes o después acabarán en Lucania para convertirse en bandidos. Esto es mucho mejor. —Chasqueó la lengua—. Esto va a ser lento, mucho más lento de lo que esperaba. ¿Cuánto, Agripa?
—Cuatro años, César, incluido el que viene, pero no en el que estamos.
—Sexto nunca cumplirá el pacto ni la tercera parte de ese tiempo. —Las largas pestañas doradas bajaron para ocultar los ojos—. Mucho menos ahora que me he divorciado de Escribonia.
—Cacat! ¿Por qué?
—Es una arpía, y no soporto más vivir con ella. Todo lo que yo quiero, ella no lo quiere. Así que se queja, se queja y se queja.
La astuta mirada de Agripa no se apartó del rostro de Octavio. «Vaya, parece que el viento ha cambiado de dirección. Ahora sopla de un cuadrante que no identifico. César está planeando algo, las señales son inconfundibles. ¿Qué estará planeando que requiere el divorcio con Escribonia? ¿Una arpía? ¿Una quejica? Eso no encaja, César, no puedes engañarme.»
—Necesitaré a varios hombres para que supervisen el trabajo en los lagos. ¿Te importa si los escojo? Es probable que sean ingenieros militares de mis propias legiones. Pero necesitarán protección de alguien con poder. Un propretor, si tienes alguno del que puedas prescindir.
—No, tengo un procónsul, si te vale.
—¿Un procónsul? ¡No será Calvino, qué pena! Qué lástima que lo enviaras a Hispania. Él sería ideal.
—Se le necesita en Hispania. Hay tropas amotinadas.
—Lo sé. El problema allí comenzó con Sertorio.
—¡Sertorio estuvo allí hace más de treinta años! ¿Cómo puede ser el culpable?
—Alistó a pueblos locales y les enseñó a luchar como romanos. Por eso ahora las legiones de Hispania son, en su mayor parte, eso: hispanas. Un grupo feroz, pero no bebieron la disciplina romana con las leches de sus madres. Una razón por la que no intentaré el mismo experimento en las Galias, César. Pero volvamos a nuestro tema. ¿Quién?
—Sabino. Incluso si hubiese una provincia que necesitase un nuevo gobernador (que no la hay), Sabino no la quiere, Quiere permanecer en Italia y participar en las maniobras navales cuando ocurran. —Esbozó una sonrisa—. No será muy agradable escucharlo cuando descubra que faltan cuatro años. No le confiaría las legiones, pero creo que será un excelente supervisor de ingenieros para Puerto Julio. Es así como llamaremos a tu puerto.
Agripa se echó a reír.
—¡Pobre Sabino! Nunca se perdonará aquella maldita batalla mientras César conquistaba la Galia Transalpina.
—Se creía muy grande entonces, y también se lo cree ahora. Te lo enviaré para que lo prepares a fondo en lo que se debe hacer. ¿Estarás aquí en Narbo?
—No, a menos que se dé prisa, César. Marcho a Germania.
—¡Agripa! ¿En serio?
—Muy en serio. Los suevos están furiosos y se han acostumbrado a ver lo que queda del puente de César a través del Rin. No es que vaya a utilizarlo. Voy a construir mi propio puente, corriente arriba. Los ubios comen de mi mano, así que no quiero que ellos o los queruscos se asusten. Por lo tanto, entraré en territorio suevo.
—¿En el bosque?
—No. Lo haría, pero las tropas tienen miedo de los Bacenis; es demasiado oscuro y lúgubre. Creen que hay un germano detrás de cada árbol, por no hablar de los osos, los lobos y los auroeos.
—¿Los hay?
—Detrás de algunos, por lo menos. No tengas miedo, César, iré con cuidado.
Dado que era políticamente correcto que el heredero de César se presentase a sí mismo a las legiones de la Galia, Octavio permaneció el tiempo suficiente para visitar a cada una de las seis legiones acampadas alrededor de Narbo, y caminó entre los soldados y les dedicó la vieja sonrisa de César; muchos eran veteranos de las guerras galas, y se habían alistado de nuevo por el puro aburrimiento en la vida civil. «Eso tenía que acabarse», pensó Octavio mientras hacía sus rondas, la mano derecha destrozada de tantos entusiastas apretones. Algunos de estos hombres se habían convertido en grandes propietarios de tierras a través de una docena de alistamientos; se los licencia, se hacen con diez iugera cada uno, y un año más tarde están de vuelta para otra campaña. Entran, salen, entran, salen, y cada vez acumulan más tierra. Roma necesita tener un ejército permanente, sus hombres alistados para servir veinte años sin licencia. Luego, al final, recibirán una pensión monetaria en lugar de tierra. Italia no es tan grande, e instalarlos en las Galias, las Hispanias, o Bitinia o donde sea no les gusta. Son romanos y añoran una vejez en casa. Mi padre divino acomodó a la décima en los alrededores de Narbo porque se amotinaron, pero ¿dónde están estos hombres ahora? Pues en las legiones de Agripa.
«Un ejército debe estar donde está el peligro, dispuesto a luchar en un nundinum. Se acabó eso de enviar pretores a reclutar, equipar y entrenar tropas con una prisa tremenda alrededor de Capua, para después enviarlos en una marcha de mil millas a enfrentarse con el enemigo de inmediato. Capua continuará siendo el campo de entrenamiento, sí, pero en el momento en que un soldado haya acabado su instrucción, debe ser enviado inmediatamente a alguna frontera para incorporarse a una legión ya instalada allí. Cayo Mario abrió las legiones al alistamiento de los pobres del Censo por Cabezas; ¡oh, cómo lo odiaron los boni por eso! Para los boni (los hombres buenos), los pobres del Censo por Cabezas no tenían nada que defender, ni tierras ni propiedades. Pero los soldados del Censo por Cabezas resultaron ser incluso más valientes que los viejos propietarios, y ahora las legiones de Roma están formadas exclusivamente por el Censo por Cabezas. Hubo una vez en que los proletarios no tenían nada que dar a Roma excepto hijos; ahora le dan a Roma su valor y sus vidas. ¡Una brillante jugada. Cayo Mario!»
Divus Julius era un extraño. Sus legionarios lo adoraban mucho antes de ser deificado, pero él nunca se preocupó en iniciar los cambios que pedía a gritos el ejército. Ni siquiera pensaba en ellos como un ejército, sino como legiones. Era un hombre constitucional, alguien a quien le desagradaba cambiar la Constitución, el mos maiorum, pese a todo lo que los boni dijeron. Pero Divus Julius se había equivocado en cuanto al mos maiorum.
Hacía falta desde hacía tiempo un nuevo mos maiorum. La frase podía significar la manera como siempre se habían hecho las cosas, pero los recuerdos de las personas son cortos, y un nuevo mos maiorum se convertiría en otra sagrada reliquia. «Ahora es el momento para una estructura política diferente, una más adecuada para gobernar un gran imperio. ¿Puedo yo, César Divi Filius, permitir verme secuestrado por un puñado de hombres decididos a arrebatarme mi poder político? Divus Julius permitió que eso le ocurriese, tuvo que cruzar el Rubicón en un acto de rebeldía para salvarse. Pero un buen mos maiorum nunca hubiese permitido que los Cato Uticenses, los Marcelo y los Pompeyo empujasen a mi divino padre a estar fuera de la ley. Un buen mos maiorum lo hubiese protegido, porque no había hecho nada que aquel sapo orgulloso de Pompeyo Magno no hubiese hecho una docena de veces. Era el caso clásico de una ley para ese hombre, Pompeyo, pero otra ley para aquel otro hombre, César. A César se le había partido el corazón ante la mancha en su honor, de la misma manera que se le había roto cuando la Novena y la Décima se amotinaron. Ninguna de estas cosas hubiese ocurrido de haber mantenido un ojo más atento y un mayor control, sobre todo, desde sus locos oponentes políticos hasta sus inquietos parientes. ¡Bueno, eso no va a ocurrirme a mí! Voy a cambiar el mos maiorum y la manera de gobernar Roma para que se acomode a mí y a mis necesidades. No me veré declarado fuera de la ley. No libraré una guerra civil. Lo que deba hacer lo haré legalmente.»
Habló de todo esto con Agripa durante la cena en su último día en Narbo, pero no habló de su divorcio, de Livia Drusilia o del dilema de elección al que se enfrentaba. Porque vio, como a plena luz del sol de verano, que Agripa debía ser mantenido aparte de sus tribulaciones emocionales. Eran una carga inadecuada para Agripa, que no era su mellizo o su padre divino, sino un ejecutivo militar y civil de su propia creación. Su invencible brazo derecho.
Al finalizar la velada besó a Agripa en ambas mejillas y subió a su carro para el largo viaje de regreso a casa, hecho toda vía más largo por su decisión de visitar a todas las demás legiones en la Galia Transalpina. Todos debían ver y conocer al heredero de César, todos debían haber estado ligados a él personalmente. Porque ¿quién sabía dónde o cuándo necesitaría de su alianza?
Incluso con este duro programa, regresó a casa mucho antes de finales de año, sus prioridades estaban ya establecidas en un orden definitivo, algunas de extrema urgencia. Pero la primera en su lista era Livia Drusilia. Sólo con ese asunto resuelto estaría en condiciones de aplicar su mente a cosas más importantes. Porque en sí mismo no era una cosa importante; debía su poder sólo a una debilidad en él, una deficiencia que no podía descubrir, y a la que había renunciado a intentarlo. Por consiguiente, lo mejor era acabar con aquello de una vez.
Mecenas estaba de regreso en Roma felizmente casado con su Terencia, cuya tía abuela, la formidable y fea viuda del augusto Cicerón, aprobaba firmemente la unión ya que Mecenas era un hombre encantador y de buena familia. Era unos años mayor que Cicerón, tenía más de setenta, pero aún controlaba su inmensa fortuna con mano de hierro y un enciclopédico conocimiento de la leyes religiosas que le permitían evadir el pago de impuestos. La guerra civil de César contra Pompeyo Magno había visto a su familia dispersa y arruinada; el único sobreviviente era su hijo, un irascible borracho al que ella despreciaba. Así pues, había lugar para un hombre en su duro y viejo lecho, y Mecenas se acostó en él con toda comodidad. ¿Quién sabe? Quizá algún día sería el heredero de su fortuna, aunque en privado le informó a Octavio de que estaba convencido de que ella viviría más que todos ellos, y que había encontrado la manera de llevarse el dinero con ella cuando se muriera.
Por lo tanto, Mecenas estaba disponible para negociar con Nerón; el único problema radicaba en el hecho de que Octavio aún no le había dicho ni una palabra de su pasión por Livia Drusilia a nadie, ni siquiera a Mecenas, quien sin duda lo escucharía con expresión grave y luego intentaría convencerlo para que desistiera de esa estrafalaria unión. Tampoco, dada la estupidez de Nerón y lo intratable que era, permitiría a Mecenas disfrutar de sus habituales ventajas. En su mente. Octavio había equiparado este enamoramiento con la intimidad de las funciones corporales; nadie debía verlo o escucharlo. Los dioses no defecaban, y él era el hijo de un dios que algún día sería también un dios. Había mucho en la religión oficial que él consideraba mera tontería, pero su escepticismo no incluía a Divus Julius o a su propia condición, que él no consideraba a la manera griega. No había ningún Divus Julius sentado en lo alto de una montaña o vivienda en el templo que Octavio construía para Divus Julius en el foro; no, Divus Julius era una fuerza incorpórea cuya adicción al Panteón de fuerzas había aumentado el poder romano, la excelencia militar romana. Una parte había entrado en Agripa, de eso estaba seguro. Y mucho había entrado en él; lo notaba circulando por sus venas, y había aprendido el truco de formar una pirámide con los dedos para que la fuerza fuese todavía mayor.
¿Un hombre así confesaba sus debilidades a otro hombre? No, no lo hacía. Podía confesar sus frustraciones, sus esfuerzos, sus momentos de depresión práctica, pero nunca las debilidades o los fallos en su carácter. Por lo tanto, quedaba descartado utilizar a Mecenas. Tendría que conducir estas negociaciones él solo.
El veintitrés de septiembre era el día de su cumpleaños, y ahora había celebrado veinticuatro. Una niebla había descendido sobre los años inmediatamente después del asesinato de su divino padre; no recordaba muy bien cómo había conseguido la fuerza para embarcarse en su carrera, consciente de que algunos de sus actos se debían a la locura de la juventud. No obstante, habían dado buen resultado, y era eso lo que recordaba. Filipos había sido un refugio, porque, después de aquello, lo recordaba todo con absoluta claridad. Sabía por qué. Después de Filipos se había enfrentado a Antonio y había ganado. Una sencilla petición: la cabeza de Bruto. Había sido entonces cuando su futuro se había desplegado delante de su mirada interior y había visto su camino. Antonio había cedido después de una representación que iba desde una furia aterrorizadora hasta unas lágrimas patéticas. Sí, había cedido.
Sus encuentros con Antonio no habían sido numerosos desde entonces, pero en cada uno de ellos se había encontrado más fuerte, hasta que, en el último de ellos, había hablado con toda claridad sin siquiera el más mínimo temblor en su respiración. Ya no era el igual de Antonio; era el superior de Antonio. Quizá porque Divus Julius nunca había conseguido doblegarlo, Cato Uticenses acudió a su mente, y comprendió por fin aquello que Divus Julius siempre había sabido: que nadie puede doblegar a un hombre que no es consciente de tener una imperfección. «Saca a Cato Uticenses de la ecuación y tienes a Tiberio Claudio Nerón. Otro Catón, pero un Catón sin inteligencia.»
Fue a casa de Nerón a una hora de la mañana que lo vería llegar después de la marcha del último de los clientes de Nerón, pero antes de que el propio Nerón pudiese salir a respirar el aire húmedo del invierno y ver lo que estaba pasando en el foro. De haber sido Nerón un abogado de fama podría haber estado defendiendo a algún noble villano contra las acusaciones de malversación o fraude, pero su abogacía no era valorada; representaba a sus amigos en la cuarta o quinta posición sí se lo pedían, pero ninguno lo había hecho en los últimos tiempos. Su círculo, compuesto por aristócratas tan inútiles como él, era pequeño, y la mayoría de ellos habían seguido a Antonio a Atenas, más que vivir en la Roma de Octavio cargados de impuestos y soportando algaradas.
Nerón se habría quitado un gran peso de encima si hubiera podido declinar aquella visita incómoda, pero la cortesía decía que debía y la escrupulosidad también.
—César Octavio —dijo con voz tensa, y se levantó, pero sin apartarse de la mesa y sin tenderle la mano—. Por favor, siéntate.
No le ofreció vino ni agua, y se sentó de nuevo en su silla para mirar aquel rostro detestado, tan suave, tan joven. Le recordaba que él ahora estaba en la cuarentena y aún no había sido cónsul; sí que había ejercido de pretor el año de Filipos, pero eso no representaba ninguna ayuda para la carrera de nadie, y menos la suya. Si no podía recuperar sus fortunas, nunca sería cónsul, porque para ser elegido necesitaría pagar unos enormes sobornos. Casi un centenar de hombres se presentaban para pretor al año siguiente y el Senado hablaba de permitirá sesenta o más desempeñar el cargo, lo que dejaría libres a una riada de ex pretores para competir por los consulados durante la próxima generación.
—¿Qué quieres, Octavio? —preguntó.
«Suéltalo, es lo mejor», pensó Octavio, decidido.
—Quiero a tu esposa.
Una respuesta que dejó a Nerón sin palabras; con los ojos oscuros como platos, jadeó y tragó, se ahogó, se vio en la necesidad de levantarse y de correr con paso torpe para buscar la jarra de agua.
—Bromeas —dijo al rato, con el pecho agitado.
—De ninguna manera.
—Pero ¡eso es ridículo! —En ese momento, las implicaciones de la petición comenzaron a calar. Con la boca apretada, regresó a su mesa para sentarse de nuevo, las manos apretadas alrededor de los feos contornos de un jarro de cerámica barato, ya que su juego de copas y botellas doradas había desaparecido—. ¿Quieres a mi esposa?
—Sí.
—¡Que haya sido infiel ya es bastante malo, pero contigo…!
—Ella no ha sido infiel. Sólo la vi, una vez, en las ruinas de Fregellae.
Tras decidir que la petición de Octavio no era carnal, si no más bien un misterio, Nerón preguntó:
—¿Para qué la quieres?
—Para casarme con ella.
—¡Así de infiel! ¡El hijo es tuyo! ¡La maldigo, la maldigo, la cunnus! ¡Bueno, no la conseguirás por las buenas, sucio cabrón! ¡Saldrá por mi puerta, pero su desgracia será conocida a lo ancho y a lo largo! —El jarro se derramó debido a que las manos que lo sostenían temblaban.
—Ella es inocente de cualquier transgresión, Nerón. Como te he dicho, la vi una sola vez, y desde el principio al final de aquel encuentro se comportó con el más completo decoro y unas maneras exquisitas. Elegiste bien a tu esposa. Es por eso que quiero que sea mi esposa.
Algo en los ojos, por lo general opacos, le dijo que Octavio decía la verdad; con su aparato cerebral ya forzado a sus límites, Nerón recurrió a la lógica.
—Pero ¡las personas no van por allí pidiéndole a los hombres sus esposas! ¡Eso es ridículo! ¿Qué esperas que diga? ¡No sé qué decir! ¡No puede ser verdad! ¡Esta clase de cosas no se hacen! ¡Tienes un poco de sangre noble, Octavio, deberías saber que no se hacen!
Octavio sonrió.
—Si no recuerdo mal —dijo con un tono normal—, el sexagenario Quinto Hortensio fue una vez a ver a Cato Uticenses y le preguntó si podía casarse con su hija, que entonces era una niña. Éste le respondió que no, y entonces le pidió a una de las sobrinas de Cato. Le volvió a decir que no, y Hortensio le pidió a su esposa y Cato dijo que sí. Las esposas, ya ves, no son de la misma sangre, aunque admito que la tuya lo es. Aquella esposa era Marcia, que era mi hermanastra. Hortensio pagó una fortuna por ella, pero Cato no aceptó ni un sestercio. Todo el dinero fue para mi padrastro, Filipos, que siempre estaba corto de dinero. Un epicúreo de los más caros. Quizá si mirases mi petición con la misma luz con que Cato hizo con Hortensio, a lo mejor te resultaría más creíble. Si lo prefieres, cree que, como Hortensio, fui visitado por un sueño donde Júpiter me dijo que debía casarme con tu esposa. A Cato le pareció un motivo razonable. ¿Por qué no a ti?
Un nuevo pensamiento había aparecido en la mente de Nerón mientras lo escuchaba: ¡estaba atendiendo a un loco! Tranquilo por el momento, pero ¿quién sabía cuándo estallaría en la locura?
—Voy a llamar a mis sirvientes para que te echen —dijo, en la creencia que, dicho de esa manera, no sonaría demasiado incendiario, que no provocaría violencia.
Pero antes de que pudiese abrir la boca para pedir ayuda, el visitante se inclinó sobre la mesa y le sujetó el brazo. Nerón se quedó inmóvil como un ratón clavado por la mirada de un basilisco.
—No hagas eso, Nerón. Al menos deja, primero, que termine. No estoy loco, te doy mi palabra. ¿Me comporto como un loco? Sólo quiero casarme con tu esposa, y para eso es necesario que tú te divorcies de ella. Pero no como una deshonra. Cita razones religiosas, todo el mundo las acepta, y así se resguarda el honor para ambas partes. A cambio de que me cedas esta perla invalorable me ocuparé de aligerar tus presentes dificultades financieras. Es más, las borraré de la existencia mejor que un mago samio. ¿Venga, Nerón, no te gustaría eso?
Los ojos se desviaron bruscamente, para fijarse en un punto más allá del hombro derecho de Octavio, y el delgado rostro saturnino adoptó una expresión de astucia.
—¿Cómo sabes que tengo problemas financieros?
—Toda Roma lo sabe —replicó Octavio con toda tranquilidad—. En realidad, tendrías que haber depositado tu dinero en las manos de banqueros como Oppio o los Balbo. Los herederos de Flavio Hemicillo son un grupo de bandidos, cualquiera salvo un tonto lo ve. Por desgracia, tú eres un tonto. Nerón. Escuché a mi divino padre decirlo en varias ocasiones.
—¿Qué está pasando? —gritó Nerón al tiempo que recogía el agua derramada con una servilleta como si aquella insignificante tarea barriese las confusiones del último cuarto de hora—. ¿Te estás burlando de mí? ¿Eso haces?
—En absoluto, te lo aseguro. Todo lo que te pido es que te divorcies de tu esposa inmediatamente por motivos religiosos. —Buscó en el seno de la toga y sacó un papel plegado—. Están detallados aquí, para evitarte que te dé un dolor de cabeza pensando en algunos. Mientras tanto, yo haré mis propios arreglos con el Colegio de Pontífices y el quindecenviro respecto a mi matrimonio, que pretendo celebrar tan pronto como pueda. —Se levantó—. Por supuesto, no hace falta decir que tendrás la total custodia de tus dos hijos. Cuando nazca el segundo, te lo enviaré de inmediato. Es una pena que no conozcan a su madre, pero lejos de mí está impedir el derecho de un hombre a sus hijos.
—Ah… hum… ah —exclamó Nerón, incapaz de asimilar la habilidad con que había sido manipulado en todo eso.
—Supongo que su dote ya se ha perdido —manifestó Octavio con un toque de desprecio en la voz—. Pagaré tus deudas (de forma anónima), te daré una asignación de cien talentos al año y te ayudaré a los sobornos si buscas el consulado, aunque no estoy en posición de garantizar que seas elegido. Incluso los hijos de los dioses no pueden manejar a la opinión pública de manera efectiva. —Caminó hasta la puerta y se volvió para mirar atrás—. Enviarás a Livia Drusilia a la Casa de las Vestales tan pronto como te divorcies de ella. En el momento en que lo hagas, nuestro asunto estará concluido. Tus primeros cien talentos va están depositados en manos de los hermanos Balbo. Una buena firma.
Dicho esto salió y cerró la puerta silenciosamente.
Mucho de lo que se había hablado se esfumaba de prisa, pero Nerón permaneció sentado e intentó interpretar lo que podía, que era, sobre todo, el alivio de sus preocupaciones monetarias. Aunque Octavio no lo había dicho, una sana beta de autoconservación le dijo a Nerón que tenía dos alternativas: decírselo a todo el mundo o permanecer en silencio para siempre. Si hablaba, las deudas continuarían impagadas y la asignación prometida le sería retirada. Si mantenía la boca cerrada, podría ocupar la posición que se merecía en el más alto nivel de Roma, algo que valoraba más que a cualquier esposa. Por lo tanto, permanecería en silencio.
Desplegó la hoja de papel que le había dado Octavio y leyó las pocas líneas de su única columna con dolorosa lentitud. ¡Sí, sí, aquello salvaría su orgullo! Religiosamente impecable. Porque comenzaba a comprender que si Livia Drusilia era condenada como esposa infiel, él sería un cornudo y se reirían en su cara. Un viejo con una hermosa mujer joven, se presenta otro joven y… ¡oh, eso no podía ser! Que el mundo interpretase lo que quisiese de este fiasco; él se comportaría como si sólo fuera un impedimento religioso lo que se había producido, Acercó una hoja de papel y comenzó a escribir la nota de divorcio; luego, acabado esto, llamó a Livia Drusilia.
Nadie había pensado en decirle que Octavio había venido de visita; por lo tanto, se presentó con el mismo aspecto que siempre mostraba: sumisa y correcta, la esencia de la buena esposa. Decidió que era hermosa mientras la observaba. Sí, era hermosa. Pero ¿por qué Octavio se había encaprichado de ella? Con la posición que tenía, podía escoger a quien quisiese. El poder atraía a las mujeres como la miel a las abejas, y Octavio tenía poder. ¿Qué tenía ella que él hubiera detectado en un único encuentro, mientras que en seis años de matrimonio no se había revelado a su marido? ¿Era él, Nerón, ciego, o es que Octavio vivía una fantasía? Eso último, tenía que ser eso último.
—¿Sí, domine?
Él le entregó la nota de divorcio.
—Me divorcio de ti ahora mismo, Livia Drusilia, por razones religiosas. Al parecer, un verso en la nueva adición a los Libros sibilinos ha sido interpretado por el quindecenviro como si afectara a nuestro matrimonio, que debe ser disuelto. Debes recoger tus pertenencias y marchar a la Casa de las Vestales ahora mismo.
La sorpresa la dejó muda, anuló sus sentimientos, aturdió su mente. Pero se mantuvo firme sin tambalearse; la única señal exterior del golpe fue la súbita palidez de su rostro.
—¿Puedo ver al niño? —preguntó ella cuando pudo.
—No. Eso te convertiría en nefas.
—De modo que también debo dar al que tengo todavía en el vientre.
—Sí, en el momento en que nazca.
—¿Qué pasará conmigo? ¿Me devolverás mi dote?
—No, no te devolveré tu dote ni una parte de ella.
—Entonces, ¿cómo voy a vivir?
—Como te las apañes para vivir ya no es asunto mío. Me han dicho que te envíe a la Casa de las Vestales, eso es todo.
Ella se volvió y regresó a su pequeño dominio, tan atestado con cosas que ella detestaba, desde su rueca hasta su huso, utilizado para ovillar el hilo que serviría para tejer telas que nadie usaría nunca; ella no era adepta a ninguno de esos oficios y no tenía ningún deseo de serlo. El lugar olía en aquella época del año; así pues, se esperaba que ella hiciese manojos de hierba pulguera seca para mantener a los insectos a raya, y llevaba una nundinae de retraso porque odiaba el trabajo. ¡Oh, qué días aquéllos, cuando Nerón le había dado unos pocos sesteros para alquilar libros de la biblioteca de Ático! Ahora todo se había reducido a hilar, tejer y atar.
El bebé comenzó a patearla con crueldad; de nuevo, como su hermano. Podía pasar casi una hora antes de que cesase con sus golpes, de hacer ejercicio a su costa. Muy pronto sus intestinos se revelarían, tendría que correr a la letrina y rogar que nadie estuviese allí para escucharla. Los sirvientes la consideraban por debajo de su estatus porque eran lo bastante listos como para saber que Nerón la consideraba así. Con los pensamientos en desorden, se sentó en el taburete de hilar y miró a través de su ventana el atrio y el dilapidado jardín del peristilo que estaba más allá.
—¡Quédate quieto, cosa! —le gritó al bebé.
Como por arte de magia cesaron los golpes. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Ahora podía comenzar a pensar.
La libertad, y de un modo con que nadie hubiese podido soñar, y ella menos que todos. ¡Un verso de una adición a los Libros sibilinos! Sabía que cincuenta años atrás Lucio Cornelio Sila había encargado al quindecenviro que buscase en el mundo los fragmentos de los Libros sibilinos parcialmente quemados. ¿Qué estaban haciendo los fragmentos fuera de Roma? Pero ella siempre había creído que aquella colección de abstrusas cuartetas como algo del todo etéreo no tenía ninguna relación con las personas vulgares o acontecimientos vulgares. Los libros proféticos trataban de terremotos, guerras, invasiones, incendios, la muerte de hombres poderosos, el nacimiento de niños destinados a salvar el mundo…
Aunque le había preguntado a Nerón de qué viviría, Livia Drusilia no estaba en absoluto preocupada al respecto. Si los dioses se habían dignado a fijarse en ella —como era obvio que habían hecho— para salvarla de ese horrible matrimonio, entonces no dejarían que descendiese a ofrecerse a los hombres delante de Venus Erucina o que muriese de hambre. El exilio en la Casa de las Vestales debía de ser algo temporal; una vestal era elegida a los seis o siete años de edad, y debía mantener la virginidad durante los treinta años de su servicio, porque su virginidad representaba la buena fortuna de Roma. Tampoco las vestales aceptaban acoger mujeres; ¡ella debía de ser algo muy especial! No se imaginaba lo que podía guardarle el futuro, ni tampoco intentó adivinarlo. Ya era suficiente con estar libre, que por fin su vida fuese a alguna parte.
Tenía un pequeño baúl donde guardaba sus pocas prendas cada vez que viajaba; en el momento en que el mayordomo apareció en menos de una hora para preguntarle si estaba preparada para hacer la caminata desde el Germalus del Palatino hasta el foro, ya estaba hecho y cerrado; ella, envuelta contra el frío en un abrigado mantón, y la nieve que amenazaba. Con sus zapatos con plataforma alta de corcho para mantener los pies limpios de barro, se apresuró todo lo que los zapatos le permitían detrás del sirviente que cargaba su baúl y se quejaba en voz baja de sus cuitas. Bajar los Escalones Vestales le llevó algún tiempo, pero a continuación tuvo que andar un breve y nivelado camino más allá del pequeño y redondo Aedes Vestae, en la entrada lateral de la mitad de la domus Publica de las vestales. Allí, una sirvienta le entregó su baúl a una fornida mujer gala, y luego la llevó a una habitación donde había una cama, una mesa y una silla.
—Las letrinas y los baños están por aquel pasillo —le dijo la mayordoma, porque eso era—. No comerás con las damas sagradas, pero te servirán de comer y de beber aquí. La jefa vestal dice que puedes ejercitarte en su jardín, pero no a la misma hora en que ellas lo utilicen. Se me ha dicho que te pregunte si te gusta leer.
—Sí, me encanta leer.
—¿Qué libros prefieres?
—Cualquier cosa en latín o griego que las damas sagradas consideren conveniente —respondió Livia Drusilia, que estaba bien enseñada.
—¿Tienes alguna pregunta, domina?
—Sólo una: ¿debo compartir el agua del baño?
Pasaron tres nundinae en una deliciosa paz salpicada con copos de nieve; a sabiendas de que su presencia grávida debía de ir contra todos los preceptos de las vestales. Livia Drusilia no hizo ningún intento de ver a sus anfitrionas, ni tampoco ninguna de ellas, incluida la jefa vestal, vino a visitarla. Pasaba su tiempo dedicada a la lectura, caminando por el jardín o disfrutando del baño en agua limpia y caliente. Las vestales disfrutaban de unas comodidades mucho mayores de las que había ofrecido la casa de Nerón; los asientos de las letrinas eran de mármol, los baños estaban hechos con granito egipcio y su comida era deliciosa. Descubrió que el vino formaba parte del menú.
—Fue el pontífice máximo Ahenobarbo quien reformó el Atrium Vestae hace sesenta años atrás —explicó la mayordoma—, y después el pontífice máximo César instaló la calefacción del hipocausto en todas las habitaciones, además de las salas de los registros. —Soltó un chasquido—. Nuestro sótano destinado a almacén de testamentos, pero el pontífice máximo César supo cómo aprovecharlo para convertirlo en el mejor hipocausto de Roma. ¡Oh, cuánto lo echamos de menos!
Un nundinum después del Año Nuevo, la mayordoma le trajo una carta. Después de desenrollarla y sujetarla con dos pesas de porfirio, Livia Drusilia se sentó a leer, algo fácil gracias al punto puesto encima de cada nueva palabra. ¿Por qué no hacían eso los copistas de Ático?
Para Livia Drusilia, amor de mi vida, saludos.
Como ésta te dice, yo, César Divi Filius, no te olvidé después de habernos encontrado en Fregellae. Me llevó algún tiempo encontrar la manera para librarte de Tiberio Claudio Nerón sin escándalo ni odio. Le encomendé a mi liberto, Heleno, a buscaren los nuevos Libros sibilinos hasta que encontrase un verso que se pudiese aplicar a ti y a Nerón. Por sí mismo, esto era insuficiente. También tenía que encontrar un verso que se aplicase a ti y a mí, algo más difícil. Este hombre excelente —estoy tan complacido de tenerlo de nuevo conmigo después de estar un año prisionero de Sexto Pompeyo— es en realidad mucho mejor erudito que almirante o general. Estoy tan feliz de escribir esto que me siento como Icaro, que se eleva en el éter. ¡Por favor, mi Livia Drusilia, no me hagas caer! La desilusión me mataría, si la caída no lo hace. Aquí tienes el verso tuyo y el de Nerón:
Marido y esposa, negras como la noche.
Unidos son el padecer de Roma.
Separados deben ser, y pronto
o Roma sufrirá para siempre.
En comparación, el tuyo y el mío son rosas en Campania:
El hijo de un dios, blanco y de cabellos dorados,
debe tomar como esposa a la madre de dos.
Negra como la noche, de una pareja separada.
Ambos construirán Roma de nuevo.
¿Qué te parece? A mí me gustó cuando lo leí. Heleno es un tipo muy astuto, un experto con los manuscritos. Lo he elevado a la posición de jefe de los secretarios. El diecisiete de este mes de enero tú y yo nos casaremos. Cuando le llevé los dos versos al quindecenviro —soy uno de los Quince Hombres—, ellos aceptaron que mi interpretación era la correcta. Todos los impedimentos y obstáculos fueron barridos y se aprobó una lex curiata que sanciona tu divorcio de Nerón y nuestro casamiento.
La jefa vestal, Apuleya, es mi prima, y aceptó acogerte hasta que nos casemos. Me he comprometido a que, tan pronto como Roma esté recuperada, separaré a las vestales del pontífice máximo y tendrán su propia casa. Te quiero.
Quitó los pesos y dejó que el pergamino se enrollase, luego se levantó y salió de la habitación. La escalera de piedra que daba al sótano no estaba muy lejos; se apresuró por el pasillo hasta allí y bajó antes que nadie la viese. En el Atrium Vestae, todas las sirvientas eran mujeres, libres, para más señas, incluidas aquellas que cortaban leña y alimentaban los hornos que la convertían en carbón. ¡Sí, era afortunada! Habían acabado de cargar los hornos, pero todavía no era el momento de pasar las ascuas al hipocausto para que calentasen el suelo de arriba. Se acercó como una sombra al horno más cercano y arrojó el pergamino a las llamas.
«¿Porqué hice eso? —se preguntó a sí misma cuando estuvo sana y salva de regreso en su habitación, con la respiración agitada por el esfuerzo—. ¡Oh, venga, Livia Drusilia, tú sabes por qué! Porque él te ha escogido, y nunca nadie debe sospechar que te ha tomado cariño tan pronto. Ésta es una casa de mujeres, y todo es asunto de todas. Ellas no se hubiesen atrevido a romper el sello, pero en el momento en que me hubiera vuelto habrían entrado aquí para leer mi carta.
»¡Poder! ¡Me dará poder! Él me quiere, me necesita, se casará conmigo. Juntos construiremos Roma de nuevo. Los Libros sibilinos dicen la verdad, no importa la pluma de quien escribiese el verso. Si mis dos versos son una guía, todos los railes de versos deben de ser muy tontos. Pero nadie nunca ha pedido que un extático profeta deba ser un Catulo o una Safo. Una mente bien preparada puede inventar tonterías como ésa en un instante.
Hoy son las nonas. Dentro de doce días seré la esposa de César Divi Filius; no puedo subir más alto. Por lo tanto, me corresponde a mí trabajar para él con toda mi fuerza y saber, porque si él cae, yo caigo.
El día de su boda ella vio por fin a la jefa vestal, Apuleya. Aquella dama que inspiraba temor y respeto no tenía aún veinticinco años, pero eso ocurría más de una vez en el Colegio de Vestales; algunas mujeres llegaban a la edad del retiro, a los treinta y cinco años más o menos, al mismo tiempo que nombraban a las mujeres más jóvenes como sus sucesoras. Apuleya podía estar, como mínimo, diez años como jefa vestal, y se estaba moldeando a sí misma con mucho cuidado para ser una amable tirana. ¡Ninguna adorable joven vestal iba a ser acusada de no ser casta bajo su reinado! El castigo, si era encontrada culpable, era ser enterrada viva con una jarra de agua y una hogaza de pan, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que ocurrió algo así, porque las vestales valoraban su posición y consideraban a los hombres como algo más extraño que un caballo a rayas africano.
Apuleya era muy alta, lo que obligó a Livia Drusilia a alzar la cabeza.
—Espero que te des cuenta —dijo la jefa vestal con expresión grave— de que nosotras, las seis vestales, hemos puesto a Roma en peligro al aceptar en nuestra casa a una mujer embarazada.
—Me doy cuenta, y te doy las gracias.
—Las gracias son irrelevantes. Hemos hecho ofrendas y todo está bien, pero si no hubiera sido por el hijo de Divus Julius no hubiésemos aceptado acogerte. Es una señal de tu extrema virtud que ningún daño haya caído sobre nosotras o Roma, pero descansaré tranquila cuando te cases y salgas de aquí. De haber estado el pontífice máximo Lépido en la residencia, quizá hubiese rehusado ponerte en nuestras manos, pero la Vesta del Hogar dice que tú eres necesaria para Roma. Nuestros propios libros también lo dicen. —Le ofreció una túnica recta de un deprimente color marrón que olía mal—. Ahora, vístete. Las pequeñas vestales han tejido para ti este vestido con una lana que nunca ha sido cardada o teñida.
—¿Adónde voy?
—No muy lejos. Hasta el templo de la domus Publica que compartimos con el pontífice máximo. No se ha usado para ninguna ceremonia pública desde el funeral del pontífice máximo César después de su cruel muerte. Marco Valerio Messala Corvino, el sacerdote superior en Roma en este momento, presidirá el acto, pero también estarán allí los flaminis y el Rex Sacrorum.
Con la piel quemando por el roce de la prenda, Livia Drusilia siguió a la silueta blanca de Apuleya a través de las enormes salas donde las vestales se ocupaban de sus tareas testamentarias, porque ellas tenían la custodia de varios millones de testamentos que pertenecían a los ciudadanos romanos de todo el mundo, y eran capaces de encontrar un determinado testamento en menos de una hora.
Una sonriente pequeña vestal de unos diez años había peinado los cabellos de Livia Drusilia en seis trenzas y colocado una corona de siete trenzas de lana sobre su frente. Sobre la corona iba un velo que la dejaba casi ciega, de tan grueso y áspero que era. ¡No había ninguna tela roja o azafrán para no atraer las miradas! Estaba vestida para casarse con Rómulo no con César Divi Filius.
Carente de ventanas, el templo era un lugar oscuro con manchas de luz, amarillo, algo aterrorizadoramente sagrado, y así se lo imaginó Livia Drusilia, poblado por las sombras de todos los hombres que habían moldeado la religión romana durante mil años, hasta el mismísimo Eneas. Numa Pompilio y Tarquinio Prisco acechaban allí codo con codo junto a los pontífices máximos Ahenobarbo y César, que observaban silenciosos como una tumba desde la impenetrable oscuridad de cada grieta.
Él esperaba, y no tenía amigos que lo asistiesen. Ella sólo lo reconoció por el brillo de su pelo, un parpadeante punto focal debajo de un enorme candelabro de oro que debía de contener un centenar de velas. También había varios hombres con togas decolores, algunos vestidos con laena, apex y zapatos sin cordones o hebillas. Se le cortó el aliento cuando ella por fin lo comprendió; aquél iba a ser un matrimonio en su forma más antigua, la confarreatio. Él se casaba con ella de por vida; su unión nunca se podría deshacer, a diferencia de una unión ordinaria. Las manos de su futuro marido la ayudaron a sentarse en un asiento conjunto cubierto con piel de oveja mientras el Rex Sacrorum hacía lo mismo con Octavio. Había otras personas en las sombras, pero ella no podía ver quiénes eran. Entonces, Apuleya, que actuaba como pronuba, lanzó un enorme velo sobre los dos. Vestido con la gloria de una toga con rayas púrpuras y rojas, Messala Corvino unió sus manos y dijo unas pocas palabras en un lenguaje arcaico que Livia Drusilia nunca había escuchado antes. Luego, Apuleya partió una torta de mola salsa —una desagradable masa de sal y harina seca— por la mitad y les dio de comer.
La peor parte fue el sacrificio que siguió, una confusa lucha entre Messala Corvino y un cerdo que chillaba porque no había sido adecuadamente drogado. ¿De quién era la culpa, quién no quería ese matrimonio? Se hubiese escapado de no haber sido por el novio, que saltó de debajo del velo y atrapó al cerdo por una pata trasera mientras se reía por lo bajo. Estaba jubiloso.
Se llevó a cabo a trancas y barrancas. Aquéllos que eran testigos y verificaban el acto de la confarreatio —cinco miembros de los Livio y cinco miembros de los Octavio— se retiraron cuando terminó. Un débil grito de «Feliciter!» sonó en el aire pesado que apestaba a sangre.
Una litera esperaba en la Vía Sacra; a la novia la depositaron en la litera unos hombres que sostenían antorchas, porque la ceremonia se había prolongado hasta la noche. Livia Drusilia apoyó la cabeza en un blando cojín y dejó que se le cerrasen los párpados. ¡Había sido un día muy largo para alguien que entraba en su octavo mes! ¿Alguna otra mujer había sido sometida a eso alguna vez? Sin duda, era algo único en los anales.
Estaba tan cansada que se durmió mientras la litera se balanceaba y crujía en su dificultosa subida al Palatino, y se despertó aturdida cuando se separaron las cortinas y el resplandor de las antorchas iluminó el interior.
—¿Qué? ¿Adonde? —preguntó, desconcertada, mientras unas manos la ayudaban a salir.
—Estás en casa, domina —respondió una voz femenina—. Ven, camina conmigo. El baño está preparado. César se reunirá contigo después. Soy la jefa de tus sirvientes, y mi nombre es Sofonisba.
—¡Tengo tanta hambre!
—Ya habrá comida, domina, pero primero un baño —dijo Sofonisba, que la ayudó a quitarse el maloliente vestido de novia.
«Es un sueño», pensó mientras era conducida hasta una enorme habitación donde había una mesa, dos sillas y, apartados a los rincones, tres divanes desvencijados. Octavio entró cuando ella se sentaba en una de las sillas; lo seguían varios sirvientes cargados con bandejas y platos, servilletas, cuencos y cucharas.
—Me pareció mejor comer al estilo campestre, sentados a una mesa —dijo, y se sentó en la otra silla—. Si usamos un diván, no podré mirarte a los ojos. —Sus propios ojos habían tomado un color dorado a la luz de las lámparas y brillaban de un modo siniestro—. Azul oscuro, con pequeñas rayas doradas. ¡Qué sorprendente! —Tendió una mano para coger la suya y se la besó—. Debes de estar hambrienta, por lo tanto, comienza. ¡Oh, éste es uno de los días más grandes de mi vida! Me he casado contigo, Livia Drusilia, confarreatio, no hay escapatoria.
—No quiero escapar —respondió ella, que mordió un huevo duro y después una rebanada de crujiente pan blanco mojado en aceite—. De verdad que estoy hambrienta.
—Come un polluelo. El cocinero lo preparó en miel y agua. Se hizo el silencio mientras ella comía y él intentaba comer, ocupado en mirarla y ver que era una comensal con unos mójales exquisitos. A diferencia de sus feas manos, las de ella estaban perfectamente formadas, los dedos terminados en unas uñas ovales bien cuidadas; flotaban cuando se movían. ¡Unas manos hermosas, hermosas! Anillos, ella debía tener los mejores anillos.
—Una extraña noche de bodas —comentó ella cuando ya no pudo comer ni un solo bocado más—. ¿Tienes la intención de acostarte conmigo, César?
Él se mostró horrorizado.
—No, por supuesto que no. No se me ocurriría nada más repelente para mí ni para ti. Ya habrá tiempo suficiente, amor mío. Años y años, primero debes tener el hijo de Nerón y recuperarte de eso. ¿Qué edad tienes? ¿Qué edad tenías cuando te casaste con Nerón? —Tengo veintiuno, y me casé con Nerón cuando tenía quince.
—¡Eso es repugnante! Ninguna muchacha debería casarse a los quince; no es romano. Los dieciocho es la edad correcta, no me extraña que fueses tan desdichada. Te juro que no serás desdichada conmigo. Tendrás ocio y amor.
El rostro de ella cambió.
—Ya he tenido demasiado ocio, César, ése ha sido mi mayor problema. Leer y escribir cartas, hilar, tejer, nada que importase, Quiero un trabajo de algún tipo, un trabajo de verdad. Nerón tenía unas pocas sirvientas, pero el Atrium Vestae estaba lleno de carpinteras, albañiles, yeseras, médicas, dentistas; había incluso una veterinaria que venía a atender al perro faldero de Apuleya. ¡Las envidiaba!
—Espero que el perro faldero fuese una hembra —dijo él con una sonrisa.
—Por supuesto. Gatas y perras. Creo que la vida en el Atrium Vesta es preciosa. Tranquila, pero las vestales tienen un trabajo que hacer y, por lo que me dijo el ama de llaves, las obsesiona. Cualquiera que se precie debe tener un trabajo, y debido a que yo no tengo ninguno, no valgo nada. Te amo, César, ¿pero qué voy a hacer cuando tú no estés aquí?
—No estarás ociosa, eso te lo prometo. ¿Por qué crees que me casé contigo entre todas las mujeres? Porque miré en tus ojos y vi el espíritu de una auténtica compañera de trabajo. Necesito a un ayudante de verdad a mi lado, alguien en quien pueda confiar literalmente mi vida. Hay tantas cosas que no puedo hacer por falta de tiempo, cosas más adecuadas para una mujer, y cuando estemos juntos en nuestra cama, voy a pedir consejo a una mujer: a ti. Las mujeres ven las cosas de otra manera, y eso es importante. Eres educada y muy inteligente, Livia Drusilia. Acepta mi palabra, quiero trabajar contigo.
Ahora le tocó a ella el turno de sonreír.
—¿Cómo sabes que tengo todas estas cualidades? Una mirada en mis ojos insinúa unas suposiciones carentes de base.
—Estaba ocupado con tu espíritu.
—Sí, lo comprendo.
Octavio se levantó de prisa, luego se sentó de nuevo.
—Iba a llevarte para que te acostases en aquel diván; debes de estar agotada. Pero no descansará tus huesos, te los castigará. Ya he encontrado tu primera tarea, Livia Drusilia: amuebla este lugar, que parece una basílica, como corresponde al Primer Hombre de Roma.
—Pero ¡no es trabajo de una mujer comprar los muebles! Ése es el privilegio de un hombre.
—No me importa de quién sea el privilegio, no tengo tiempo.
Visiones de colores y estilos ya llenaban su cabeza; ella sonrió, radiante.
—¿Cuánto dinero puedo gastar?
—Todo el que necesites. Roma es pobre y he gastado mucho de mi herencia en aliviar sus penurias, pero aún no soy un hombre pobre. Madera de cítrico, crisoelefantino, ébano, esmaltes, mármol de Carrara; lo que tú quieras. —De pronto pareció recordar algo, y se levantó—. Vuelvo en un momento.
Cuando regresó traía algo envuelto en una tela roja, y lo dejó sobre la mesa.
—Ábrelo, mi amada esposa. Es tu regalo de bodas. Dentro de la tela había un collar y unos pendientes. Las perlas del collar, que tema siete hileras unidas a un par de placas de oro que descansaban en la nuca y se enganchaban, eran del color de la Luna. Los pendientes tenían cada uno también siete hileras de perlas unidas a una placa de oro que descansaba sobre el lóbulo con un gancho soldado en la parte de atrás.
—¡Oh, César! —susurró ella, hechizada—. ¡Son hermosas!
Él sonrió, deleitado a la vez por su deleite.
—Como soy un tanto conocido por mi parsimonia, no te diré cuánto me costaron, pero fui afortunado. Faberio Margarita acababa de recibirlas. Las perlas son tan perfectas que cree que fueron hechas para una reina (egipcia o nabatea, probablemente, porque las perlas las traen de Taprobane). Pero estas piezas nunca adornaron un cuello real o unas orejas reales, porque fueron robadas. Es probable que sean muy antiguas. Faberio las encontró en Chipre y las compró por… bueno, no tanto como lo que yo pagué, pero en cualquier caso no le salieron bastas. Te las doy a ti porque el viejo Faberio y yo creemos que nadie las ha usado antes, o las ha pagado. Por lo tanto, son tuyas para que las uses como su primera propietaria, meum mel.
Ella dejó que le colocase las perlas alrededor del cuello, que enganchase los ganchos a través de los agujeros en sus lóbulos luego se puso de pie para que él la admirase, tan llena de alegría que no podía hablar. La perla del tamaño de una fresa de Servilia era una insignificancia comparada con aquéllas; siete hileras. La vieja Clodia tenía un collar con dos hileras, pero ni siquiera Sempronia Aratina podía decir que tenía más de tres.
—Es hora de irse a la cama —dijo él con un tono enérgico, y la sujetó del codo—. Tú tienes tus propias habitaciones, pero si prefieres otras (no sé la vista que prefieres), sólo tienes que decírselo a Burgundino, nuestro mayordomo. ¿Te gusta Sofonisba? ¿Te servirá?
—Me estoy perdiendo en los Campos Elíseos —dijo ella, y permitió que la guiase—. ¡Tantas molestias y gastos por mí! César, te miré y te amé, pero ahora sé que cada día que estaré contigo te amaré más.