Asombrada por la visión del triunviro Antonio y el triunviro Octavio, que caminaban juntos como viejos y queridos amigos, Roma se regocijó aquel invierno, y vivió ese acontecimiento como el comienzo de una edad dorada que, según los augures, llamaba a las puertas de la humanidad. Todo ello estuvo ayudado por el hecho de que las esposas del triunviro Antonio y el triunviro Octavio estaban embarazadas. Después de haber ascendido tan alto en el éter de la transfiguración creativa que no sabía cómo bajar, Virgilio escribió su cuarta égloga y anunció el nacimiento de un niño que salvaría al mundo. Los más cínicos apostaban a si sería el hijo del triunviro Antonio o el hijo del triunviro Octavio el niño escogido, y nadie se detenía a pensar en hijas. La Décima Era no la traería una niña, eso estaba muy claro.
No es que todo estuviese realmente bien. Se hablaba del juicio secreto de Quinto Salvidieno Rufo, incluso de que nadie, excepto los miembros del Senado, sabía cuáles eran las pruebas presentadas y lo que Salvidieno dijo mientras él y sus abogados ejercían la defensa. El veredicto causó asombro general; había pasado relativamente mucho tiempo desde que un romano había sido ejecutado por traición. Abundaban los exilios, las listas de proscritos, sí, pero no un juicio formal en el Senado en que se aplicara la pena de muerte, que no se podía ejecutar en un ciudadano romano, de ahí el fiasco de, primero, quitar la ciudadanía y, después, la cabeza. Había existido un tribunal de traición, y aunque no funcionó durante años, aún aparecía en las tablillas. ¿Entonces a qué venía el secreto y por qué el Senado?
No había acabado el Senado de disponer de Salvidieno cuando Herodes ya exhibía sus prendas tinas púrpura y oro por las calles de Roma. Se había alojado en una posada en la esquina del Clivus Orbius, desde luego, el alojamiento más caro de la ciudad, y desde sus mejores habitaciones había comenzado a repartir dinero con generosidad a ciertos senadores necesitados. Su petición al Senado de que lo nombrasen rey de los judíos fue debidamente presentada en el Senaculum delante de un número de senadores que superaba por muy poco el quorum sólo gracias a sus generosos «donativos» y a la presencia de Marco Antonio a su lado. En cualquier caso, todo el asunto era hipotético porque Antígono era rey de los judíos con la aprobación de los partos y era poco probable que fuese destronado en un futuro próximo; partos o no, la gran mayoría de los judíos quería a Antígono.
—¿De dónde has conseguido todo este dinero? —preguntó Antonio mientras entraban en el Senaculum, un pequeño edificio adyacente al templo de la Concordia, al pie del monte Capitolino. El Senado recibía allí a los extranjeros, a quienes no se les permitía la entrada en la casa.
—De Cleopatra —respondió Herodes.
Las enormes manos se entrelazaron.
—¿Cleopatra?
—Sí. Qué tiene eso de sorprendente.
—Es demasiado avara para darle dinero a nadie.
—Pero su hijo no lo es, y él la gobierna. Además, he aceptado pagarle a ella con las ganancias del bálsamo de Jericó cuando sea rey.
—¡Ah!
Herodes recibió su senatus consultum que lo confirmaba oficialmente como rey de los judíos.
—Ahora todo lo que tienes que hacer es conquistar tu reino —dijo Quinto Delio mientras disfrutaba de una deliciosa cena; los cocineros de la posada eran famosos.
—¡Lo sé, lo sé! —replicó Herodes.
—No fui yo quien te robó Judea —dijo Delio con un tono de reproche—. ¿Entonces por qué la tomas conmigo?
—Porque tú estabas allí delante de mis narices comiendo ubre de cerda a razón de una gota de bálsamo de Jericó por bocado. ¿Crees que Antonio moverá el culo alguna vez para luchar contra Pacoro? Ni siquiera ha mencionado una campaña parta.
—No puede. Necesita no perder nunca de vista a aquel dulce muchacho, Octavio.
—¡Oh, eso lo sabe todo el mundo! —señaló Herodes, impaciente.
—Ya que hablamos de cosas dulces, Herodes, ¿qué ha pasado con tus ilusiones de casarte con Mariamne? ¿Antígono no se habrá casado ya con ella?
—El no puede casarse con ella porque es su tío, y tiene demasiado miedo a sus parientes como para dársela a uno de ellos. —Herodes sonrió y se echó hacia atrás en la silla mientras palmeaba con las manos regordetas—. Además, él no la tiene; yo, sí.
—¿La tienes?
—Sí, me la llevé y la escondí poco antes de la caída de Jerusalén.
—¿No eres un tío listo? —Delio vio otro bocado exquisito. ¿Cuántas gotas de bálsamo de Jericó hay en estas ostras rellenas?
Éstos y varios incidentes más palidecieron ante el verdadero y continuo problema al que Roma se había enfrentado desde la muerte de César: el suministro de trigo. Después de haber prometido fielmente ser bueno, Sexto Pompeyo había vuelto a asaltar las rutas marítimas y se llevaba los cargamentos de trigo antes de que la cera del pacto de Brundisium estuviese seca del todo. Se hizo cada vez más atrevido, y llegó a enviar destacamentos a la costa italiana allí donde había almacenamiento de trigo, y lo robaba de donde nadie creía que lo hiciese. Cuando el precio del grano público subió hasta los cuarenta sestercios para una ración de seis días, estallaron los disturbios en Roma y en todas las ciudades italianas. Se repartía trigo gratis para los ciudadanos más pobres, pero Divus Julius lo había cortado a ciento cincuenta mil beneficiarios al introducir unas regulaciones de recursos económicos. Pero eso, aullaban las furiosas multitudes, era cuando el trigo tenía un valor de diez sestercios el modius, no de cuarenta. La lista para el reparto de trigo gratis debía ser aumentada para incluir a las personas que no se podían permitir pagar el cuádruple del precio antiguo. Cuando el Senado no aceptó esta demanda, los disturbios se hicieron más graves que en cualquier otro momento desde los días de Saturnino.
Aquélla era una situación incómoda para Antonio, obligado a presenciar en primera persona el tema absolutamente crítico en que se había convertido el suministro de trigo, y consciente de que él, y nadie más, había permitido que Sexto Pompeyo continuase con los asaltos.
Antonio contuvo un suspiro y abandonó todo pensamiento de utilizar doscientos talentos que había reservado para sus placeres en estos mismos placeres; los destinó a la compra de trigo suficiente para alimentar a otros ciento cincuenta mil ciudadanos, y, por lo tanto, se ganó la ilimitada adulación del Censo por Cabezas. ¿De dónde había salido ese dinero? Nada menos que de Pitodoro de Tralles. Antonio le había ofrecido aquel plutócrata su hija Antonia Menor —fea, obesa y lerda—, a cambio de doscientos talentos en efectivo, Pitodoro, todavía en sus mejores momentos, había aceptado la oferta en el acto y mugiendo como una ternera huérfana, Antonia Menor ya iba de camino a Tralles con algo llamado marido. Mugiendo como una vaca sin terneros, Antonia Hybrida procedió a contarle a toda Roma lo que le había sucedido a su hija.
—¡Qué cosa más despreciable has hecho! —gritó Octavio a Antonio.
—¿Despreciable? ¿Despreciable? Ante todo, ella es mi hija y puedo casarla con quien quiera —vociferó Antonio ante aquella nueva manifestación temeraria de Octavio—. En segundo lugar, el precio que recibí por ella ha alimentado al doble de ciudadanos durante un mes y medio. ¡Habla de ingratitud! Me podrías criticar, Octavio, cuando tengas una hija que pueda hacer la décima paute de lo que ha hecho la mía por el Censo de Cabezas.
—Gerrae! —exclamó Octavio despreciativamente—. Hasta que no vayas a Roma y veas por ti mismo lo que está pasando tienes la intención de quedarte con el dinero para pagar tus deudas cada vez más grandes. La pobre niña no tiene ni pizca de inteligencia que la ayude a comprender su suerte; al menos podrías haber enviado a su madre con ella, en lugar de dejara la mujer en Roma llorando su pérdida a cualquier oído dispuesto a escuchar.
—¿Desde cuándo tienes sentimientos? Méntulam caco!
Mientras Octavio estaba asqueado ante aquella obscenidad, Antonio se marchó, dominado por una furia que incluso a Octavia le resultó difícil de aliviar.
En aquel momento, Gneo Asinio Pollio, al fin cónsul con todo su rango en virtud de haber asumido sus atribuciones, hacer su ofrenda y jurar el cargo, apareció en escena. Se había preguntado qué podía hacer para ennoblecer dos meses de cargo, y ahora tuvo la respuesta: conseguir que Sexto Pompeyo tomase conciencia de la situación. Una cierta justicia le decía que ese hijo menor de un gran hombre tenía algo de derecho de su parte: tenía diecisiete años cuando su padre fue asesinado en Egipto, no había cumplido los veinte cuando su hermano mayor murió en Munda, él había tenido que permanecer impotente mientras un Senado y un pueblo vengativo lo obligaban a una vida fuera de la ley al negarle la oportunidad de recuperar la fortuna de la familia. Todo lo que hubiese hecho falta para evitar esta actual y terrible situación era un decreto senatorial que le permitiese regresar a casa y heredar la posición y la fortuna de su padre. Pero lo primero había sido deliberadamente manchado para aumentar la reputación de sus enemigos y lo segundo había desaparecido hacía tiempo en el pozo sin fondo del financiamiento de la guerra civil.
«Sin embargo —pensó Pollio, que citó a Antonio, a Octavio y a Mecenas a una reunión en su casa—, puedo intentar que nuestros triunviros vean que es necesario hacer algo positivo.»
—Si no es así —dijo mientras bebía vino aguado en su sala de negociaciones— no pasará mucho tiempo antes de que todos los presentes en esta habitación acaben muertos a manos de la masa. Dado que la masa no tiene idea de gobernar, aparecerá un nuevo grupo de amos de Roma; hombres cuyos nombres ni siquiera puedo adivinar ascenderán muy alto desde tales profundidades. Esto no es algo que quiera como final de mi vida. Lo que quiero es retirarme, con la frente cubierta de laureles, para escribir una historia de nuestros tiempos turbulentos.
—Una frase muy bien dicha —murmuró Mecenas cuando sus dos superiores no dijeron nada en absoluto.
—¿Qué estás diciendo exactamente, Pollio? —preguntó Octavio después de una larga pausa—. ¿Qué nosotros, que hemos sufrido a este irresponsable ladrón durante años, hemos visto los cofres del tesoro vacíos debido a sus actividades, debemos callarnos y alabarlo? ¿Decirle que todo está perdonado y que puede volver a casa? Bah.
—Veamos —dijo Antonio con aspecto de hombre de Estado—. Es un poco duro, ¿no? La opinión de Pollio de que Sexto no es tan malo tiene algo de justicia. Personalmente, creo que Sexto ha sido un tanto maltratado, de aquí mi renuencia, Octavio, a aplastar al chico; quiero decir al joven.
—¡Hipócrita! —gritó Octavio, más furioso de lo que cualquiera de los presentes lo hubiese visto—. Es muy fácil para ti ser bondadoso y comprensivo, haragán, que pasas tus inviernos entregado a la lujuria y a las francachelas mientras yo lucho para alimentar a cuatro millones de personas. ¿Dónde está el dinero que necesito para hacer eso? Vaya, en las cajas de ese patético, pobre e injustamente maltratado muchacho. ¡Porque bóvedas debe de tener, ya que me ha quitado tanto! Cuando me exprime, Antonio, exprime a Roma e Italia.
Mecenas apoyó una mano en el hombro de Octavio; parecía gentil, pero los dedos se clavaron tan fuerte que Octavio hizo una mueca y la apartó.
—No he pedido que vengas hoy aquí a escuchar lo que Son esencialmente diferencias personales —afirmó Pollio con tono fuerte—. Os he pedido que vengáis para ver si entre todos podemos encontrar la manera de tratar con Sexto Pompeyo que sea considerablemente más barata que una guerra en el mar La respuesta es la negociación, no el conflicto. Esperaba de ti que fueses uno de los que lo comprendiese, Octavio.
—Antes haría un pacto con Pacoro para darle todo Oriente —replicó Octavio.
—Comienza a parecer como si no quisieses una solución —dijo Antonio.
—¡Quiero una solución! ¡La única! Que es: quemar hasta el último de sus barcos, ejecutar a sus almirantes, vender a sus tripulaciones y soldados como esclavos y dejarlo libre para que emigre a Escitia. Porque hasta que no admitamos que es eso lo que debemos hacer, Sexto Pompeyo continuará matando de hambre a Roma e Italia a su capricho. Ese desgraciado no tiene sustancia ni honor.
—Propongo, Pollio, que enviemos una embajada a Sexto y le pida que se reúna con nosotros en una conferencia en… ¿Puteoli? Sí, Puteoli parece un buen lugar —dijo Antonio, que rebosaba buena voluntad.
—Estoy de acuerdo —afirmó Octavio en el acto, algo que sorprendió a todos, incluido Mecenas. ¿Su estallido había sido algo calculado en lugar de espontáneo? ¿Qué se traía entre manos?
Poco después, Pollio cambió de tema, después de que Octavio aceptase ir a la conferencia en Puteoli sin discusión.
—Será algo que te tocará a ti, Mecenas —dijo Pollio—. Pretendo marchar de inmediato a mi proconsulado en Macedonia. El Senado puede tener nombrados suffectus consulis para el resto del año. Un nundinum en Roma es suficiente para mí.
—¿Cuántas legiones quieres? —preguntó Antonio, aliviado de discutir algo indiscutible en sus límites.
—Creo que seis me bastarán.
—¡Bien! Eso significa que puedo darle a Ventidio once para que se las lleve a Oriente. Podrá contener a Pacoro y Labieno donde están por el momento. —Antonio sonrió—. Ventidio, un viejo y buen muletero.
—Quizá mejor de lo que crees —señaló Pollio con un tono seco.
—Me lo creeré cuando lo vea. No brilló exactamente mientras mi hermano estaba atrapado en Perusia.
—Tampoco yo, Antonio —replicó Pollio—. Quizá nuestra inactividad se debió a que cierto triunviro no respondió sus cartas.
—Me marcho, si no os importa —dijo Octavio y se levantó—. La mera mención de cartas es suficiente para recordarme que debo escribir un centenar de ellas. Es en momentos como éste cuando deseo tener la capacidad de Divus Julius para mantener ocupados a cuatro secretarios a la vez.
Octavio y Mecenas se marcharon. Pollio miró a Antonio con expresión de furia.
—Tu problema, Marco, es que eres perezoso y chapucero —dijo con un tono amargo—. Si no te levantas pronto de tu podex y haces algo, quizá encuentres que es demasiado tarde para hacerlo.
—Tu problema, como Pollio, es que eres un quisquilloso.
—Planeo se queja, y él encabeza una facción.
—Pues deja que se queje en Éfeso. Cuanto antes se vaya a gobernar la provincia de Asia, mejor.
—¿Qué pasa con Ahenobarbo?
—Puede continuar gobernando Bitinia.
—¿Qué hay de los clientes-reinos? Deiotaro está muerto y Galacia está en la ruina.
—Oh, no te preocupes, tengo algunas ideas —respondió Antonio, complacido, para después bostezar—. ¡Dioses, cómo odio Roma en invierno!