VIII

En el momento en que la cabalgada llegó a Roma, Marco Antonio estaba de muy buen humor. Su recepción por las multitudes que bordeaban las carreteras hasta el último palmo del camino había sido delirante; tan delirante que había comenzado a preguntarse si Octavio había exagerado su impopularidad. Una sospecha acentuada cuando todos los senadores dentro de Roma en aquel momento salieron en masa y con toda la regalía a saludarlo a él y no a Octavio. El problema era que no podía estar seguro; resultaba demasiado evidente el alivio de Italia y Roma ante la desaparición de la amenaza de la guerra civil. Quizá era el pacto de Brundisium lo que había hecho que todos sus viejos partidarios se pusiesen de nuevo de su parte. De haber podido moverse disfrazado por Italia y Roma un mes antes, a lo mejor hubiese escuchado críticas e insultos hacia él. Tal como estaban las cosas, titubeaba entre la duda y el entusiasmo, muy bien equilibrados, y maldecía a Octavio por lo bajo y menos que de costumbre.

La perspectiva de casarse con la hermana de Octavio no le preocupaba; es más, contribuía a su buen humor. Aunque sus ojos nunca se hubiesen posado en ella por propia voluntad para elegirla como esposa, siempre le había gustado; la encontraba físicamente atractiva, e incluso había envidiado la suerte de su amigo Marcelo al casarse con ella. Por Octavio se había enterado de que ella había tomado a su cargo a Antillo y Julio tras la muerte de Fulvia, cosa que reforzó su impresión de que ella era una buena persona, mientras que su hermano era malo. Eso ocurría a menudo en las familias; tenía el ejemplo de sí mismo contra Cayo y Lucio. Todos tenían el físico antoniano, pero manchado en el caso de Cayo por una cojera y en el de Lucio por la calva; sólo él había heredado la astucia juliana. Aunque había sembrado su simiente a diestro y siniestro, a Antonio le gustaban aquellos hijos a los que conocía, y acababa de tener una brillante idea para Antonia Menor, de la que se compadecía de una manera distante. De hecho, sus hijos ocuparon más su mente a medida que se acercaba a Roma de lo que lo hacía habitualmente, porque encontró una carta de Cleopatra que lo esperaba allí.

Mi querido Antonio:

Te escribo ésta en los idus de Sextilis, en medio de un tiempo tan magnífico que desearía que pudieses estar aquí para disfrutarlo conmigo, y con Cesarión, que te envía su amor y sus buenos deseos. Crece a pasos agigantados y su contacto con hombres romanos (especialmente tú) ha sido de un gran beneficio para él. Ahora mismo lee a Polibio, y ha dejado a un lado las cartas de Cornelia, la madre de los Graco: no hay guerras ni acontecimientos excitantes. Por supuesto, se sabe de corrido los libros de su padre.

No sé en qué lugar del mundo recibirás esta carta, pero antes o después lo harás. Uno escucha que estás en Atenas, un momento más tarde que estás en Éfeso, incluso que estás en Roma. No importa. Ésta es para darte las gracias por darle a Cesarión un hermano y una hermana. ¡Sí, he dado a luz a mellizos! ¿Se dan en tu familia? En la mía no. Estoy encantada, por supuesto. De un golpe has asegurado la sucesión y le has dado a Cesarión una esposa. ¡No es un milagro que el Nilo rebose de tan abundante!

«Qué bien me conoce —pensó para sí mismo—. Sabe que no leo las cartas largas, así que las suyas son breves. ¡Bueno, bueno! Cumplí con mi deber espléndidamente. Nada menos que dos, una pareja de palomas. Pero para ella no son más que simples adjuntos para propulsar a Cesarión. Su pasión por el hijo de César no conoce límites.»

Le escribió una carta de respuesta en el acto.

Querida Cleopatra:

Qué magnífica noticia. No uno, si no dos pequeños antonianos para seguir al hermano mayor Cesarión de la manera que mis hermanos me siguieron. Dentro de muy poco me casaré con Octavia, la hermana de Octavio. Una agradable mujer, también muy hermosa. ¿La conociste en Roma? Resolverá mis dificultades con Octavio por el momento y pacificará al país, que no está dispuesto a soportar otra guerra civil; tampoco, por lo que dijo Mecenas, lo hará Octavio. Eso debería significar que yo puedo marchar y aplastar a Octavio, pero los soldados forman parte de una conspiración nacional para declarar ilegal la guerra civil. Las mías no lucharán contra las de él, y las suyas no lucharán contra las mías. Sin unas tropas dispuestas, un general es tan impotente como un eunuco en un harén. Hablando de potencia, en algún momento tendríamos que acostarnos de nuevo. Si me aburro, permanece atenta a mi llegada a Alejandría para disfrutar de una vida inimitable.

Bien. Eso bastaría. Antonio vertió un pequeño charco de cera roja fundida al pie de la única página del papiro faniano y apretó en ella su anillo de sello: Hércules invicto en el centro, IMP. M. ANT. TRI. a su alrededor. Se lo había mandado hacer después de aquella conferencia en la isla fluvial en la Galia Cisalpina. Lo que él deseaba era la oportunidad de escribir M. ANT. a DIV. ANT. por Divus Antonius, pero eso no podría ser mientras Octavio existiese.

Por supuesto, tendría que ir a la domus Hortensia para la fiesta de sus hombres antes de la boda y encontró la complacencia de Octavio tan irritante que no pudo evitar hacer un comentario con renovada inquina.

—¿Cuál es tu opinión de Salvidieno? —le preguntó a su anfitrión. Octavio pareció encantado ante la mención del nombre. «Creo que de verdad es un mariconazo», pensó Antonio.

—¡Es el mejor de todos los tipos! —exclamó Octavio—. Lo está haciendo muy bien en la Galia Transalpina. Tan pronto como pueda librarlas, tendrás tus cinco legiones. Los belovacos están causando muchos problemas.

—Oh, todo eso lo sé. ¡Qué tonto eres, Octavio! —dijo Antonio con un tono de desprecio—. El mejor de todos los tipos está negociando conmigo cambiar de bando en nuestra no guerra casi desde que llegó a la Galia Transalpina.

El rostro de Octavio no transmitió nada, ni asombro ni honor; incluso cuando había brillado de afecto por Salvidieno, los ojos no habían participado de verdad. ¿Alguna vez lo hacían?, se preguntó Antonio, incapaz de recordar que lo hubiesen hecho ni una sola vez. Los ojos nunca te decían lo que pensaba de verdad sobre cualquier cosa. Sencillamente observaban. Observaban el comportamiento de todos, incluido a sí mismo, como si ellos y la mente detrás de ellos estuviesen a una distancia de veinte pasos de su cuerpo. ¿Cómo podían dos ojos tan luminosos ser tan opacos?

Octavio habló con naturalidad, incluso de una manera diferente.

—¿Crees, Antonio, que su conducta se puede considerar traicionera?

—Depende de cómo lo mires. Cambiar de alianza de un romano de buena posición a otro de igual rango podría ser traicionero, pero no es una traición. Sin embargo, si dicha conducta está dirigida a incitar a la guerra civil entre dos iguales entonces sí que es claramente una traición —señaló Antonio que comenzaba a divertirse.

—¿Tienes alguna prueba tangible que sugiera que Salvidieno deba ser llevado a juicio por maiestas?

—Talentos de pruebas tangibles.

—¿Tú, si te lo pido, presentarías tus pruebas en el juicio?

—Por supuesto —contestó Antonio con fingida sorpresa—. Es mi deber para un compañero triunviro. Si es convicto, tú te verás privado de un buen general de tropas; algo afortunado para mí, ¿no? Eso, naturalmente, en el caso de que hubiese una guerra civil. Porque yo no lo alistaría en mis filas, Octavio, y mucho menos lo tendría como mi legado. ¿Fuiste tú quien dijo que se podía utilizar a los traidores, pero que nunca se podía confiar en ellos, o fue tu divino papaíto?

—Quien lo dijo no importa. Salvidieno debe marchar.

—¿A través de la Estigia o a un exilio permanente?

—A través de la Estigia. No obstante, después del juicio en el Senado. No en comitia. Demasiado público. En el Senado, a puerta cerrada.

—¡Algo muy sensato! Sin embargo, algo difícil para ti. Tendrás que enviar a Agripa ahora a la Galia Transalpina que forma parte oficial del triunvirato. Si fuese mía, podría mandar a uno entre varios: por ejemplo, a Pollio. Ahora podré enviar a Pollio a relevar a Censorino en Macedonia, y a Ventidio para que mantenga a raya a Labieno y a Pacoro hasta que pueda ocuparme de los partos en persona —manifestó Antonio, que hizo girar el cuchillo en la herida.

—¡No hay absolutamente nada que te impida tratar con ellos en persona de inmediato! —replicó Octavio con un tono cáustico—. ¿Qué, tienes miedo de ir demasiado lejos de mí, de Italia y de Sexto Pompeyo, en ese orden?

—¡Tengo buenas razones para mantenerme cerca de los tres!

—¡No tienes absolutamente ninguna razón! —replicó Octavio—. No iré a la guerra contra ti bajo ninguna circunstancia, aunque iré a la guerra contra Sexto Pompeyo en el momento que pueda.

—Nuestro pacto te lo impide.

—¡Una mierda! Sexto Pompeyo fue declarado enemigo público, aparece en las tablillas como hostis, según una ley de la que tú fuiste parte, ¿lo recuerdas? Ya no es gobernador de Sicilia o de ninguna otra parte, es un pirata. Como curator annonae de Roma, es mi deber atraparlo, ya que impide el libre transporte de trigo.

Sorprendido por la temeridad de Octavio, Antonio decidió dar por terminada la conversación, si así se la podía llamar.

—Buena suerte —dijo con un tono de ironía, y se alejó hacia donde estaba Paulo Lépido para verificar el rumor que corría de que Lépido, el hermano del triunviro, estaba a punto de casarse con la hija de Escribonia, Cornelia.

«Si es verdad, cree que es un tipo astuto —pensó Antonio—, pero no lo hará ascender ni un escalón más allá de su considerable dote. Octavio se divorciará de Escribonia tan pronto como derrote a Sexto, y eso significa que debo asegurarme de que ese día nunca llegue. Si Octavio consigue una gran victoria, toda Italia lo adorará. ¿Es el pequeño gusano consciente de que la única razón por la que me mantengo tan cerca de Italia es para mantener el nombre de Marco Antonio vivo a los ojos italianos? Por supuesto que sí.»

Octavio gravitó al lado de Agripa.

—Estamos de nuevo en problemas —dijo con voz triste—. Antonio me acaba de decir que nuestro querido Salvidieno ha estado en contacto con él durante meses con la intención de cambiar su alianza. —Sus ojos mostraban un color gris oscuro—. Confieso que fue todo un golpe. No creía que Salvidieno fuese tan tonto.

—Es un movimiento lógico para él, César. Es un pelirrojo de Picenum. ¿Cuándo alguien así ha sido digno de confianza? Se está muriendo por ser un pez grande en un mar grande.

—Eso significa que debo enviarte a ti a gobernar la Galia Transalpina.

Agripa pareció sorprendido.

—¡No, César!

—¿Quién más hay? También significa que no podré hacer nada contra Sexto Pompeyo en ningún momento cercano. La suerte está con Antonio, siempre lo está.

—Puedo visitar los astilleros entre Cosa y Genua mientras viajo, pero desde Genua cogeré la Vía Emilia Escaura hasta Placentia; no hay tiempo para seguir la costa todo el camino. César, César, pasarán dos años antes de que pueda volver a casa si hago el trabajo correctamente.

—Debes hacerlo correctamente. No quiero más alzamientos entre los «melenudos», y creo que Divus Julius se equivocó al permitir que los druidas continuasen con sus asuntos. Al parecer, la mayoría de ellos propician que haya descontento.

—¡Estoy de acuerdo! —El rostro de Agripa se iluminó—. Tengo una idea para mantener a los belgas en orden.

—¿Cuál? —preguntó Octavio, curioso.

—Instalar hordas de ubios germanos en la ribera gala del Rin. Todas las tribus, desde los nervios hasta los treviros estarán tan ocupados intentando apartar a los germanos de su propia orilla del río que no tendrán tiempo para rebelarse. —Mostró una expresión nostálgica—. Me encantaría imitar a Divus Julius cruzar a Germania.

Octavio se echó a reír.

—Agripa, si quieres darles una lección a los germanos suevos, estoy seguro de que lo harás. Por otro lado, necesitamos a los ubios, por lo tanto, ¿por qué no regalarles tierras más fructíferas? Son la mejor caballería que ha tenido Roma en su historia. Todo lo que puedo decir, mi querido amigo, es que estoy muy feliz de que me hayas escogido. Podría soportar la pérdida de centenares de Salvidienos, pero nunca podría soportar la pérdida de mi único y exclusivo Marco Agripa.

Agripa resplandeció, y en un gesto impulsivo tendió la mano para sujetar el antebrazo de Octavio. Sabía que él era hombre de César hasta la muerte, pero le encantaba ver que éste lo reconocía de palabra o de hecho.

—Lo más importante es a quién tendrás mientras yo esté de servicio en la Galia Transalpina.

—Estatilio Tauro, por supuesto. Sabino, supongo. Calvino, desde luego. Cornelio Galio es inteligente y de fiar siempre que no esté ocupado escribiendo algún poema. Caninas está en Hispania.

—Apóyate mucho en Calvino —fue la réplica de Agripa.

Como Escribonia, Octavia no consideraba correcto vestir de azafrán y rojo en su boda. Por eso, y porque tenía buen gusto, escogió un color que le sentaba bien, un turquesa pálido. Y con el elegante vestido llevaba un magnífico collar y los pendientes que Antonio le había regalado cuando él pasó por la casa del difunto Marcelo Menor para verla un día antes de la ceremonia.

—¡Oh, Antonio, qué hermoso! —susurró mientras miraba las joyas con asombro. Hecho de oro macizo, el collar se apoyaba como un collar estrecho, y estaba engastado con unas impecables turquesas—. Las piedras no tienen ninguna mancha oscura que estropee su azul.

—Pensé en ellas cuando recordé el color de tus ojos —dijo Antonio, complacido por su evidente deleite—. Cleopatra me las dio para Fulvia.

Ella no desvió la mirada, ni permitió que ni una fracción de luz desapareciese de aquellos ojos tan admirados.

—De verdad, son maravillosas —manifestó, y se puso de puntillas para besarle la mejilla—. Las llevaré mañana.

—Sospecho —prosiguió Antonio sin prestar atención— que no estaban a la altura de las exigencias de Cleopatra cuando se trata de joyas, ya que recibe un montón de regalos. Se podría decir que me da sus descartes. No recibí nada de su dinero —acabó él con un tono amargo—. Ella es una… ah, perdona.

Octavia sonrió de la misma manera que cuando el pequeño Marcelo se portaba mal.

—Puedes ser todo lo profano que quieras, Antonio. No soy una doncella a la que se deba proteger.

—¿No te importa casarte conmigo? —preguntó, convencido de que debía preguntar.

—Te he amado con todo mi corazón durante muchos años —respondió ella sin hacer ningún intento de ocultar sus emociones. El instinto le dijo que a él le gustaba ser amado, que lo predisponía a amar a su vez, y ella quería eso con desesperación.

—¡Nunca lo hubiese adivinado! —dijo él, asombrado.

—Por supuesto que no. Yo era la esposa de Marcelo, y leal a mis votos, amarte era algo para mí misma, separado de todo y muy íntimo.

Él notó la familiar sensación en el vientre, la reacción visceral que le advertía que se estaba enamorando. La fortuna estaba de su lado, incluso en eso. El día de mañana, Octavia le pertenecería. No necesitaba preocuparse de que ella mirase a otro hombre cuando no lo había mirado a él durante los siete años que había pertenecido a Marcelo Menor. No es que alguna vez se hubiese preocupado por cualquiera de sus esposas; las tres le habían sido fieles. Pero aquella cuarta era lo mejor del racimo. Elegante, culta, tranquila, de sangre juliana, una princesa republicana. Un hombre tendría que estar muerto para no sentirse atraído por ella. Él inclinó la cabeza y la besó en la boca, de pronto, muy hambriento de ella. El beso le fue devuelto con una sensación de mareo, pero antes de que pudiese consumir el deseo, ella se apartó.

—Mañana —dijo Octavia—. Ahora ven a ver a tus hijos.

La guardería no era una habitación muy grande, y a primera vista parecía repleta con niños pequeños. Su rápido ojo de soldado contó seis que caminaban y uno que saltaba en un catre. Una adorable niña rubia de unos dos años le dio un puntapié en la espinilla a un niño moreno y apuesto de unos cinco. Él le replicó rápidamente con una bofetada-empujón con la palma de la mano que la hizo caer sobre el trasero con un golpe apenas audible antes de que comenzasen los gritos.

—¡Mamá, mamá!

—Si causas dolor, Marcia, debes esperar recibir lo mismo a cambio —dijo Octavia sin el menor rastro de bondad—. Ahora deja de chillar o te pegaré por comenzar algo que no puedes terminar.

Los otros cuatro, tres más o menos de la misma edad del niño pequeño y uno un poco más joven que la pequeña rubia, habían visto a Antonio y permanecían con las bocas abiertas, como hacía Marcia, la que había propinado el puntapié, y su víctima, a la que Octavia presentó como Marcelo. A los cinco años, Antillo tenía vagos recuerdos de su padre, pero no estaba seguro de que aquel gigante fuese realmente su padre hasta que Octavia le aseguró que sí lo era. Entonces él sencillamente miró, demasiado asustado para tender sus brazos para un abrazo. Julio, que aún no tenía dos años, se echó a llorar sonoramente cuando el gigante avanzó hacia él. Octavia lo cogió con grandes risas y se lo entregó a Antonio, que muy pronto lo hizo sonreír. En aquel momento, Antillo tendió los brazos para el abrazo, y también fue cogido.

—Son unos niños muy bonitos, ¿verdad? —preguntó ella—. Serán tan grandes como tú cuando crezcan. La mitad de mino puede esperar a ver cómo serán con coraza y botas, y la otra mitad lo teme, porque entonces ya estarán fuera de mis cuidados.

Antonio respondió algo, pero su mente estaba en otra parte; era Marcia quien lo intrigaba. ¿Marcia? ¿Marcia? ¿Quién era ella, y por qué llamaba mamá a Octavia? Aunque, observó, Antillo y Julio también la llamaban mamá. Aquél que estaba en el catre, rubio como Marcia, era su propia hija, Cellina, según fue informado. Pero ¿de quién era Marcia? Tenía el aspecto juliano, de lo contrario la hubiese considerado una prima rescatada de algún oscuro destino por aquella mujer obsesionada por los niños. Porque claramente lo estaba.

—Por favor, Antonio, ¿puedo tener a Curio? —preguntó Octavia con una mirada de súplica—. No puedo tenerlo sin tu permiso, pero necesita con urgencia estabilidad y supervisión. Tiene casi once años y es un salvaje.

Antonio parpadeó.

—Puedes quedarte con el mocoso, Octavia. Pero ¿por qué quieres cargarte con otro niño?

—Porque es infeliz, y ningún niño de su edad debe serlo. Echa de menos a su mamá, y no hace caso a su pedagogo (un hombre muy ridículo e inapropiado para esa tarea), y la mayoría de las veces se le encuentra en el foro comportándose como un idiota. Otros dos años o más y estará robando bolsos.

Antonio sonrió.

—Bueno, Curio el Censor, su padre y amigo mío, hizo mucho de eso en sus días. Era un autócrata avaro y de mente estrecha que solía encerrar a Curio. Yo haré que lo suelte, pero crearemos un caos. Quizá tú eres lo que este Curio necesita.

—¡Oh, muchas gracias! —Octavia cerró la puerta de la guardería y se escuchó un coro de protestas; al parecer ella pasaba más tiempo con ellos cuando no venía, y por eso culpaban al gigante, incluso Antillo y Julio.

—¿Quién es Marcia? —preguntó Antonio.

—Mi hermanastra. Mamá me tuvo a mí, su primera hija, a los dieciocho, y a Marcia, a los cuarenta y cuatro.

—¿Quieres decir que es hija de Atia y Filipo Júnior?

—Sí, por supuesto. Ella vino a mí cuando mamá no pudo cuidarla adecuadamente. Las articulaciones de mamá están hinchadas y le duelen muchísimo.

—Pero ¡Octavio nunca mencionó su existencia! Sé que finge que su madre está muerta, pero una hermanastra. Dioses, esto es ridículo.

—En realidad, dos hermanastras. No olvides que nuestro padre tuvo a una hija con su primera esposa. Ahora tiene cuarenta años.

—¡Sí, pero…! —Antonio continuó sacudiendo la cabeza como un boxeador que ha recibido demasiados golpes.

—¡Oh, vamos, Antonio, tú conoces a mi hermano! Aunque lo quiero muchísimo, veo sus faltas. Es demasiado consciente de su posición como para querer una hermanastra veinte años menor. ¡Qué indigno! Además, siente que Roma no lo tomará en serio si su juventud se ve reforzada por una hermana pequeña que es de conocimiento público. No ayudó que Marcia fuese concebida tan poco después de la muerte de nuestro pobre padrastro. Roma ha perdonado a mamá su desliz hace mucho tiempo. Pero César nunca lo hará. Además, Marcia vino a mí antes de que pudiese caminar, y las personas pierden la cuenta. —Se echó a reír—. Aquellos que conocen a los miembros de mi guardería creen que es mía porque se parece a mí.

—¿Danto amas a los niños?

—Amores una palabra demasiado pequeña, demasiado abusada y mal utilizada. Daría mi vida por un niño, así como suena.

—Sin importar de quién sea el niño.

—Así es. Siempre he creído que los niños son la oportunidad para que las personas hagan algo heroico con sus vidas, procurar ver que todos sus propios errores han de ser rectificados para no repetirlos.

Al día siguiente, los sirvientes del difunto Marcelo Menor llevaron a los niños al palacio de mármol de Pompeyo Magno en el Carinae, aquellos destinados a quedarse y atender la casa de Marcelo Menor lloraban porque perdían a la señora Octavia. La casa que ahora debían cuidar pertenecía al pequeño Marcelo, pero no podría vivir en ella durante muchos años. Antonio, que era el albacea del testamento, había decidido no alquilarla, pero su secretario, Lucilio, era un estricto supervisor y encargado. Ninguna oportunidad para el ocio y dejar que la casa decayese.

Al anochecer, Antonio llevó a su nueva esposa a través del umbral del palacio de Pompeyo, una casa que había visto a Pompeyo llevar a Julia sobre aquel mismo umbral para vivir seis años de gloria que habían acabado con su muerte en el parto. «Que no sea ése mi destino», pensó Octavia, sin aliento ante la facilidad con que su marido la había alzado y luego depositado en el suelo para recibir el fuego y el agua, pasar a las manos de ella y, por lo tanto, asumir su posición como señora de la casa. Lo que parecían ser un centenar de criados miraron, suspiraron y exclamaron, para después dedicarle un suave aplauso. La reputación de la señora Octavia como la más bondadosa y comprensiva de las mujeres la había precedido. Los más viejos de entre ellos, especialmente el mayordomo Egon, soñaban que la casa florecería como había hecho con Julia; para ellos, Fulvia había sido exigente, pero poco interesada en los asuntos domésticos.

No había escapado a la atención de Octavia que su hermano parecía tan complacido como complaciente, aunque precisamente el porqué se le escapaba. Sí, él había confiado en cerrar la brecha al organizar aquel matrimonio, pero no sabía qué podía obtener de él, como era el caso de todos los que asistían a la ceremonia. Lo más atemorizador era el presentimiento de Octavia de que César contaba con su fracaso. «¡Bueno —se juró—, no fracasará por mi culpa!»

Su primera noche con Antonio fue puro placer, un placer mucho más grande que la suma de todas sus noches con Marcelo Menor. Que a su nuevo marido le gustaban las mujeres era evidente por la manera que la tocaba; murmuraba su propio deleite al estar cerca de ella. De alguna manera, él la despojó de las inhibiciones de toda una vida, dio la bienvenida a sus caricias y los pequeños ruidos de asombrado placer, dejó que ella lo explorase como si nunca hubiese sido explorado antes. Para Octavia, él era el amante perfecto, sensual y sexual, y no, como había esperado, preocupado sólo por sus propios deseos. Las palabras de amor y los actos de amor se fundieron en un continuo placer tan maravilloso que lloró. En el momento en que se durmió, extasiada, hubiese muerto por él. Con la misma alegría que lo hubiese hecho por un niño.

Por la mañana comprendió que Antonio estaba afectado de la misma manera; cuando ella intentó levantarse para atender sus obligaciones, todo comenzó de nuevo, más hermoso por la ligera sensación de conocimiento y más satisfactorio por su aumentado conocimiento de lo que ella necesitaba, y él se sentía tan feliz de proveer.

«¡Oh, excelente! —pensó Octavio cuando vio a la pareja dos días más tarde en una cena ofrecida por Gneo Domitio Calvino—. Yo tenía razón, son tan opuestos que están encantados el uno con el otro. Ahora sólo tengo que esperar a que él se canse de ella. Lo hará. ¡Lo hará! Debo hacer ofrendas a Quirino para que él la deje por un amor extranjero, no por uno romano, y a Júpiter, mejor y más grande que Roma, que aprovechará su inevitable desencanto con mi hermana. ¡Míralo, rebosante de amor! Tan sentimental como una niña de quince años. ¡Cómo desprecio a las personas que sucumben a una enfermedad tan trivial y poco atractiva! A mí nunca me ocurrirá eso, lo sé. Mi mente controla mis emociones, no soy vulnerable a ese almibarado asunto. ¿Cómo puede Octavia caer ante su interpretación? Ella lo mantendrá cautivado durante al menos dos años, pero es poco probable más allá de eso. Su bondad y la dulzura de carácter son una novedad para él, pero él no es bueno ni de naturaleza dulce, su fascinación por la virtud pasará y luego desaparecerá en una típica tempestad de rechazo antoniano.

»Me pondré a trabajar infatigablemente para desparramar la palabra de este casamiento a todo lo largo y lo ancho, mandaré a mis agentes que hablen de él incesantemente en todas las ciudades, pueblos y municipios de Italia y la Galia Cisalpina. Hasta ahora, los he tenido defendiendo mi propio caso enumerando las perfidias de Sexto Pompeyo, describiendo la indiferencia de Marco Antonio al sufrimiento de su patria. Pero durante el próximo invierno dejarán de decir esas cosas y cantarán alabanzas no de esta unión en sí misma, sino de la señora Octavia, hermana de César y la encarnación de todo lo que debe ser una matrona romana. Levantaré estatuas de ella, todas las que me pueda permitir, y continuaré así hasta que la península gima bajo su peso. ¡Ah, ahora lo veo! Octavia, tan casta y virtuosa como deshonrada era Lucrecia; Octavia, más digna de respeto que una virgen vestal; Octavia, la domadora del irresponsable palurdo Marco Antonio; Octavia, la persona que ha salvado ella sola a su país de los males de la guerra civil. ¡Sí, Octavia Púdica debe tener todos los méritos! Para el momento en que mis agentes acaben con el asunto. Octavia Púdica estará tan cerca de ser una diosa como Cornelia, la madre de los Graco. De esa manera, cuando Antonio la abandone, todos los romanos e italianos lo condenarán y le tildarán de bruto, despiadado monstruo regido por la lujuria.

»¡Oh, si pudiese ver el futuro! Si supiese la identidad de la mujer por la que Antonio abandonará a Octavia Púdica… Haré ofrendas a todos los dioses romanos para que ella sea alguien a quien todos los romanos e italianos puedan odiar, y odiar, y odiar, si es posible, y cambiar la culpa de la conducta de Antonio a su influencia sobre él. La haré parecer tan perversa como Circe, tan vana como Helena de Troya, tan maligna como Nedea, tan cruel como Clitemnestra, tan letal como Medusa. Y si no es ninguna de éstas, la haré parecer así. Mandaré a mis agentes a que inicien otra campaña de rumores, crearé a un demonio de esta mujer desconocida de la misma manera que estoy a punto de crear a una diosa a partir de mi hermana.

»¡Hay muchas otras maneras para derribar a un hombre que no sea ir a la guerra contra él, qué desperdicio de vidas y prosperidad! ¡Cuánto dinero cuesta! El dinero se debe utilizar para la mayor gloria de Roma.

»¡Ten cuidado conmigo, Antonio! Pero no lo tendrás, porque crees que soy tan inútil como afeminado. No soy Divus Julius, no, pero soy un digno heredero de su nombre. Vela tus ojos, Antonio, sé ciego. Te atraparé, incluso a costa de la felicidad de mi amada hermana. Si Cornelia, la madre de los Graco, no hubiese tenido una vida atormentada por el dolor y la desilusión, las mujeres romanas no pondrían flores en su tumba. Así deberá ser por Octavia Púdica.