Octavio estaba en Roma cuando llegó la noticia desde Brundisium de que Marco Antonio, acompañado por dos legiones, había intentado entrar en su bahía, pero había sido rechazado. Habían tendido la cadena; los bastiones, guarnecidos. A Brundisium no le importaba la posición que tenía el monstruo Antonio, decía la carta, ni le importaba si el Senado había ordenado admitirlo. Que entrase en cualquier parte de Italia que quisiese: no por Brundisium. Dado que el único otro puerto dentro de la zona donde se podían desembarcar dos legiones era Tarentum, en el lado más lejano del talón, un frustrado y furioso Antonio había tenido que desembarcar a sus hombres en puestos más pequeños alrededor de Brundisium y, por lo tanto, dispersados.
—Tendría que haber ido a Ancona —le comentó Octavio a Agripa—. Allí hubiese podido unirse a Pollio y Ventidio, y ahora estaría marchando hacia Roma.
—De haber estado seguro de Pollio lo hubiese hecho —replicó Agripa—, pero no confía en él.
—¿Entonces crees en la carta de Planeo que habla de dudas y descontento?
Octavio agitó una hoja de papel.
—Sí, lo creo.
—Yo también —dijo Octavio con una sonrisa—. Planeo está en una encrucijada; preferiría a Antonio, pero quiere mantener un camino abierto hasta mí por si acaso llega el momento de saltar a nuestro lado de la verja.
—Tienes demasiadas legiones alrededor de Brundisium para que Antonio pueda reunir de nuevo a sus hombres hasta que llegue Pollio, algo que mis exploradores dicen que no ocurrirá por lo menos hasta dentro de un nundinum.
—Tiempo suficiente para que nosotros lleguemos a Brundisium, Agripa. ¿Nuestras legiones están colocadas a través de la Vía Minucia?
—Perfectamente colocadas. Si Pollio quiere evitar el combate, tendrá que marchar a Beneventum y a la Vía Apia.
Octavio dejó la pluma en su apoyatura, ordenó los papeles en pilas —que comprendían la correspondencia con entidades y personas, bosquejos de leyes y detallados mapas de Italia—, y se levantó.
—Entonces nos vamos a Brundisium. Espero que Mecenas y mi Nerva estén preparados. ¿Qué hay del neutral?
—Si no estuvieses enterrado debajo de una montaña de papeles, César, lo sabrías —replicó Agripa con un tono que sólo él se atrevía a usar con Octavio—. Llevan ya días preparados. Además, Mecenas ha conseguido camelar al neutral Nerva para que viniese.
—¡Excelente!
—¿Por qué es él tan importante, César?
—Cuando un hermano eligió a Antonio y el otro a mí, su neutralidad era la única manera que la facción Cocceio Nerva pudiese continuar existiendo si Antonio y yo llegábamos a los golpes. El Nerva de Antonio murió en Siria, algo que dejó una vacante a su lado. Una vacante que hizo sudar a Lucio Nerva. ¿Se atrevería él a llenarla? Al final dijo que no, aunque tampoco me escogió a mí. —Octavio hizo una mueca burlona—. Con su esposa empuñando el látigo, está atado a Roma, por lo tanto, es neutral.
—Todo eso lo sé, pero insisto en la pregunta.
—¿Tendrás la respuesta si mi plan funciona?
Lo que había sacado a Marco Antonio de su cómodo diván ateniense era una carta de Octavio sellada con el anillo de esfinge de Divus Julius.
Mi querido Antonio:
Me duele profundamente tener que pasarte la noticia que acabo de recibir de la Hispania Ulterior. Tu hermano Lucio murió en Corduba no hace mucho en su cargo de gobernador. Por los muchos informes que he leído, sencillamente cayó muerto. Ninguna agonía, ningún dolor. Los médicos dicen que fue una catástrofe originada en el cerebro, y la autopsia mostró que había sangre alrededor de su tallo. Fue cremado en Corduba, y me enviaron las cenizas junto con la documentación suficiente para satisfacerme en todos los aspectos. Tengo sus cenizas y los informes para cuando tú vengas. Por favor, acepta mis sinceras condolencias.
Por supuesto, Antonio no se creyó ni una palabra, excepto el hecho de que Lucio estaba muerto; al día siguiente fue a toda prisa a Patrae, y se habían cursado órdenes a Macedonia occidental para embarcar a dos legiones desde Apolonia inmediatamente. Las otras ocho fueron puestas en alerta para embarcar hacia Brundisium en el momento en que él las llamase.
¡Era intolerable que Octavio hubiese recibido las noticias primero! ¿Por qué no le había llegado ni una palabra a él antes que la carta? Antonio leyó la misiva como un desafío, como si le dijera: «… las cenizas de tu hermano están en Roma. ¡Ven y recógelas, si te atreves!» ¿Se atrevía? ¡Por Júpiter Óptimo Máximo y todos los dioses, él se atrevía!
Una vez enterados se envió de forma urgente una carta de Planeo a Octavio desde Patrae, donde el enfurecido Antonio se vio obligado a esperar hasta recibir la confirmación de que sus dos legiones navegaban. Iba (de haber sabido Antonio su contenido no lo hubiese hecho) junto con la breve orden de Antonio a Pollio de poner a sus legiones en marcha por la Vía Adriática; en aquel momento estaban en Fanum Fortunae, desde donde Pollio podía marchar hacia Roma a lo largo de la Vía Flaminia o seguir la costa del Adriático hasta Brundisium. Un acobardado Planeo suplicó un lugar en el barco de Antonio, al considerar que sus oportunidades de atravesar las líneas para llegar a Octavio eran más fáciles en suelo italiano. Ahora lamentaba con desesperación haber enviado aquella carta. ¿Cómo podía estar seguro de que Octavio no dejaría saber su contenido a Antonio?
La culpa hizo que Planeo fuese un irritable y ansioso compañero de viaje. En plena travesía, cuando en mitad del Adriático apareció a la vista la flota de Gneo Domitio Ahenobarbo, Planeo se cagó en el taparrabos y casi se desmayó.
—¡Oh, Antonio, somos hombres muertos! —gimió.
—¿A manos de Ahenobarbo? ¡Nunca! —respondió Antonio con una mueca de asco—. ¡Planeo, creo que te has cagado encima!
Planeo escapó, y dejó a Antonio solo a la espera de un botó i que venía hacia su barco. Su estandarte aún ondeaba en o mástil, sin embargo, Ahenobarbo había arriado el suyo.
Rechoncho, moreno y calvo, Ahenobarbo trepó ágilmente por la escala de cuerdas y avanzó hacia Antonio con una enorme sonrisa.
—¡Al fin! —gritó él irascible, al tiempo que abrazaba a Antonio—. Estás en marcha para aplastar a ese odioso insecto, Octavio, ¿verdad? ¡Por favor, di que sí!
—Así es —fue la respuesta de Antonio—. ¡Qué se ahogue en su propia mierda! Planeo acaba de cagarse encima con sólo verte, y yo creo que es más valiente que Octavio. ¿Sabes lo que hizo Octavio, Ahenobarbo? Asesinó a Lucio en la Hispania Ulterior, y luego ha tenido la desvergüenza de escribirme para informarme de que es el orgulloso propietario de las cenizas de Lucio. ¡Me desafía a que las vaya a buscar! ¿Está loco?
—Soy tu hombre contra viento y marea —dijo Ahenobarbo con voz ronca—. Mi flota es tuya.
—Bien —dijo Antonio, que se libró de un fuerte abrazo—. Quizá necesite una gran galera con un sólido espolón de bronce para romper la cadena de la bahía de Brundisium.
Pero ni un sextrirreme con un espolón de bronce de veinte talentos hubiese podido romper la cadena tendida a través de la boca de la bahía; en cualquier caso, Ahenobarbo no tenía una nave ni la mitad de grande que un sextrirreme. La cadena estaba sujeta entre dos muelles de cemento reforzados con varillas de hierro, y cada uno de sus eslabones de bronce estaba hecho con un metal que tenía un grosor de quince centímetros. Antonio y Ahenobarbo nunca habían visto una barrera más monstruosa ni a una población tan jubilosa ante la visión de sus frustrados intentos por romper aquella barrera. Mientras las mujeres y los niños vitoreaban y se burlaban, los hombres de Brundisium descargaron sobre el quinquerreme de batalla de Ahenobarbo una mortífera lluvia de lanzas y flechas que finalmente los obligó a alejarse.
—¡No puedo hacerlo! —gritó Ahenobarbo, que lloraba de furia—. Pero ¡cuándo lo haga, van a sufrir! ¿De dónde la han sacado? ¡La vieja cadena era una décima parte de ésta!
—Agripa, aquel palurdo de Apulia, la instaló —dijo Planeo después de asegurarse de que ya no olía a mierda—. Cuando me marché para buscar refugio contigo, Antonio, la gente de Brundisium se apresuró a explicar su génesis. Agripa ha fortificado este lugar mejor de lo que estaba Ilium, incluidas las zonas terrestres.
—No morirán rápidamente —prometió Antonio—. Empalaré a los magistrados de la ciudad con estacas metidas en el culo y se las iré clavando un par de centímetros cada día.
—¡Ay, ay! —dijo Planeo, que se encogió sólo de pensarlo—. ¿Qué vamos a hacer?
—Esperaremos a que lleguen mis tropas y las desembarcaremos donde podamos al norte y al sur —respondió Antonio—. Una vez que llegue Pollio (que se está tomando su tiempo) borraremos este maldito lugar atacándolo por su lado de tierra, y me dan lo mismo las fortificaciones de Agripa. Supongo que después de un asedio… Saben que no tendré piedad con ellos; resistirán hasta el final.
Así pues, Antonio se retiró a la isla situada frente a la entrada de la bahía de Brundisium para esperar a Pollio e intentar descubrir qué se había hecho de Ventidio, que mantenía un curioso silencio.
Se había acabado sextilis y también pasaron las nonas de septiembre, aunque el tiempo aún era lo bastante caluroso para que la vida en la isla fuera un infierno. Antonio se paseaba y Planeo lo miraba pasear. Antonio gruñía y Planeo sopesaba. Los pensamientos de Antonio nunca se alejaban del tema de Lucio Antonio y los de Planeo iban más lejos y eran más amplios aunque también sobre un único tema, pero más fascinante: Marco Antonio. Porque Planeo estaba viendo nuevas facetas en Antonio, y no le gustaba lo que veía. La maravillosa, la gloriosa Fulvia entraba y salía de su mente; tan valiente y decidida, tan interesante. ¿Cómo podría Antonio haber pegado a una mujer, y no hablemos ya de su esposa? ¡La nieta de Cayo Graco!
«Es como un niño pequeño con su madre —pensó Planeo, y se enjugó las lágrimas—. Tendría que estar en Oriente combatiendo contra los partos; ése era su deber. En cambio, está aquí, en suelo italiano, como si no tuviese el coraje de abandonarlo. ¿Es Octavio quien lo carcome o es la inseguridad? En su corazón, Antonio cree que puede ganar futuros laureles. Oh, es valiente, pero comandar ejércitos no requiere bravura. Es más un ejercicio intelectual, un arte, un talento. Divus Julius era un genio de la guerra, Antonio es el primo de Divus Julius. Pero para Antonio, sospecho, eso es más una carga que un placer. Está tan aterrorizado ante el fracaso que, como Pompeyo Magno, no se moverá a menos que tenga superioridad numérica, y por eso está aquí en Italia, entre Pollio, Ventidio y sus propias legiones, sólo separado por un pequeño mar. Suficientes para aplastar a Octavio, incluso ahora que Octavio tiene las once de Caleño de la Galia Transalpina. Supongo que todavía están en la Galia Transalpina al mando de Salvidieno, que le escribe a Antonio regularmente en un intento de cambiar de lado. Un pequeño detalle que no le dije a Octavio.
»Lo que asusta a Antonio de Octavio es aquel genio que Divus Julius tenía en tanta abundancia. ¡Oh, no como un general de ejército, sino un hombre de infinito coraje, con aquel coraje que Antonio está comenzando a perder! Sí, su miedo al fracaso crece, mientras que Octavio comienza a atreverse a todo, a apostar por resultados impredecibles. Antonio está en desventaja cuando trata con Octavio, pero incluso más cuando trata a los enemigos como a extranjeros, como con los partos. ¿Alguna vez librará esa guerra? Se queja de la falta de dinero, ¿pero esa falta es en realidad la suma total de su renuencia a librar la guerra que debería estar combatiendo? Si no la libra, perderá la confianza de Roma y los romanos, cosa que también sabe; por lo tanto, Octavio es su excusa para demorarse en Occidente. Si expulsa a Octavio de la arena tendrá tantas legiones que podría derrotar a un cuarto de millón de hombres. Sin embargo, con sesenta mil, Divus Julius derrotó a más de trescientos mil, porque lo hizo con genio. Antonio quiere ser el amo del mundo y Primer Hombre de Roma, pero es incapaz de saber cómo hacerlo.
»Se pasea, se pasea, arriba y abajo, arriba y abajo. Está inseguro. Es necesario tomar decisiones, y está inseguro. Tampoco se puede embarcar en uno de sus famosos ataques de “vida inimitable”. ¡Qué ridículo, llamar a sus compañeros en Alejandría Sociedad de Vivos Inimitables! Ahora está aquí, en una situación donde no puede emborracharse para olvidar. ¿Sus colegas no han comprendido, como yo, que los excesos de Antonio demuestran sencillamente su innata debilidad?
»Sí —concluyó Planeo—, es hora de cambiar de bando, ¿pero puedo hacerlo en este momento? Dudo de la misma manera que duda Antonio, y como él, estoy corto de coraje.
Octavio sabía todo esto con más certeza que Planeo; sin embargo, no podía estar seguro de qué lado caerían los dados ahora que Antonio había llegado a las puertas de Brundisium; se lo había jugado todo a los legionarios. En el ínterin, sus agentes vinieron a decirle que no lucharían contra las tropas de Antonio, como tampoco contra las de Pollio o Ventidio. Este anuncio hizo que Octavio se relajase de alivio. Ahora sólo faltaba ver si las tropas de Antonio lucharían por él.
Dos nundinae más tarde tuvo la respuesta: los soldados al mando de Pollio y Ventidio se habían negado a luchar contra sus camaradas de armas.
Se sentó para escribirle a Antonio una carta.
Mi querido Antonio:
Estamos en un punto muerto ya que mis legionarios rehúsan combatir contra los tuyos y los tuyos rehúsan combatir contra los míos. Ellos pertenecen a Roma, dicen, no a cualquier hombre, incluso un triunviro. Los días de las eran de s gratificaciones, dicen, han pasado. Estoy de acuerdo con ellos. Desde Filipos he sabido que no podemos seguir resolviendo nuestras diferencias a través de ir a la guerra el uno contra el otro. Puede que tengamos el imperium maius, pero para poder hacerlo cumplir debemos mandar a soldados dispuestos. Y no lo hacemos.
Por lo tanto, propongo, Marco Antonio, que cada uno de nosotros elija a un único hombre como su agente para encontrar una solución a este punto muerto. Como persona neutral a quien ambos consideremos justa e imparcial, ¿podríamos nombrar a Lucio Cocceio Nerva? Estás en libertad para discutir esta elección y nombrar a otro hombre. Mi agente será Cayo Mecenas, y ni tú ni yo debemos estar presentes en este encuentro. Asistir significaría caldear los ánimos.
—¡Rata astuta! —gritó Antonio, que hizo una bola con la carta.
Planeo la recogió, alisó el papel y la leyó.
—Marco, es la solución lógica a tu problema —manifestó—. Considera por un momento, por favor, dónde estás y a lo que te enfrentas. Lo que Octavio sugiere puede resultar un ungüento que cure los sentimientos heridos por ambas partes. De verdad, es tu mejor alternativa. Un veredicto que fue reiterado por Gneo Asinio Pollio varias horas más tarde cuando llegó en una barca desde Barium.
—Mis hombres no lucharán, ni tampoco los tuyos —declaró llanamente—. Yo no puedo cambiar sus mentes, ni tú podrás cambiar las de ellos y, según todos los informes, Octavio está en la misma situación. Las legiones han decidido por nosotros, por consiguiente, nos corresponde buscar una salida honorable. Les he dicho a mis hombres que arreglaré una tregua. Ventidio ha hecho lo mismo. ¡Cede, cede! No es una derrota.
—Cualquier cosa que permita a Octavio escabullirse de las mandíbulas de la muerte es una derrota —replicó Antonio, empecinado.
—¡Tonterías! Sus tropas están tan poco dispuestas a luchar como las nuestras.
—¡Ni siquiera tiene el coraje de enfrentarse conmigo! Todo se hace a través de agentes como Mecenas. ¿Ánimos crispados? Ya le daré yo ánimos crispados. ¡No me importa lo que diga, voy a ir a su pequeña reunión en representación de mí mismo!
—Él no estará presente, Antonio —dijo Pollio con la mirada fija en Planeo, que miraba al cielo—. Tengo un plan mucho mejor. Acéptalo, iré como tu representante.
—¿Tú? —preguntó Antonio, incrédulo—. ¿Tú?
—¡Sí, yo! Antonio, he sido cónsul durante ocho meses y medio y todavía no he podido ir a Roma para vestir mis prendas consulares —manifestó Pollio, exasperado—. Como cónsul supero en rango a Cayo Mecenas y a ese despreciable Nerva juntos. ¿Crees de verdad que una comadreja como Mecenas me engañará? ¿Lo crees?
—Supongo que no —admitió Antonio, que comenzaba a ceder. De acuerdo, aceptaré, pero con algunas condiciones.
—Dilas.
—Que soy libre de entrar en Italia por Brundisium y que a ti se te permitirá ir a Roma para asumir tu consulado sin poner impedimentos en tu camino. Que retengo mi derecho a reclutar tropas en Italia y que a los exiliados se les permita regresar a casa inmediatamente.
—No creo que ninguna de estas condiciones vayan a ser un problema —dijo Pollio—. Siéntate y escribe, Antonio.
«Es curioso —pensó Pollio mientras cabalgaba por la Vía Minucia hacia Brundisium— que siempre haya conseguido estar donde se toman las grandes decisiones. Estuve con César (¡el Divus Julius!) cuando cruzó el Rubicón y en aquella isla fluvial en la Galia Cisalpina donde Antonio, Octavio y Lépido acordaron dividirse el mundo. Ahora estaré presidiendo la siguiente ocasión trascendental; Mecenas no es un tonto, no pondrá ninguna objeción a que ocupe la silla. ¡Qué extraordinaria fortuna para un escritor de la historia moderna!»
Aunque su familia no había sido relevante hasta su llegada, Pollio tenía un intelecto lo bastante formidable para haber sido uno de los favoritos de César. Un buen soldado y mejor comandante, había ascendido con César después de que éste se convirtiese en dictador, y nunca había tenido ninguna duda de cuáles eran sus lealtades hasta después del asesinato de César. Demasiado pragmático y nada romántico para ponerse junto al heredero de César, se había quedado sólo con un hombre a quien servir: Marco Antonio. Como muchos de sus pares, encontraba a Cayo Octavio como una farsa, ni siquiera podía intuir al hombre sin par que César podía haber visto en aquel niño bonito. También creía que César no esperaba morir tan pronto —era duro como una vieja bota militar— y que Octavio sólo había sido un heredero temporal, sólo una treta para excluir a Antonio hasta juzgar si éste se asentaría. También para ver lo que el tiempo haría con el hijo de mamá que ahora negaba la existencia de su madre. Luego, el destino y la fortuna habían reclamado la pena capital de César y permitido que un grupo de hombres amargados, celosos y carentes de visión lo asesinasen. Cuánto había lamentado eso Pollio a pesar de su capacidad para consignar los acontecimientos contemporáneos con distanciamiento e imparcialidad. El problema era que, en aquel momento, Pollio no tenía ni idea de lo que César Octavio diría de su inesperado ascenso a las esferas del poder. ¿Cómo podía algún hombre ver el acero y el coraje en el interior de un joven inexperto? César, había comprendido hacía tiempo, era el único que había visto de qué estaba hecho Cayo Octavio. Pero incluso cuando Pollio también había llegado a comprender lo que había dentro de Octavio ya era demasiado tarde para un hombre de honor seguirlo. Antonio no era el mejor hombre, simplemente era la alternativa que permitía el orgullo. A pesar de sus fallos —y eran muchos—, al menos Antonio era un hombre.
Pollio sabía tan poco de Octavio como de su principal embajador Cayo Mecenas. En todos los aspectos físicos —altura, constitución, color, atractivo facial—, Pollio era el hombre medio. Como otros muchos, especialmente aquellos cuya gran inteligencia era parte del «paquete», desconfiaba de los que no eran definitivamente hombres medios en cualquier aspecto. De no haber sido Octavio tan vanidoso (por todos los dioses, botas con suelas de tres pulgadas) y agraciado le hubiese ido mucho mejor a la hora de hacer una estimación de Pollio después del asesinato de César. Lo mismo con Mecenas, rechoncho y feo de cara, con los ojos saltones, rico, y mimado. Mecenas sonreía tontamente, unía los dedos, fruncía los labios, parecía divertido cuando no había nada por lo que estarlo. Era un presuntuoso. Características detestables o molestas. Sin embargo, él se había ofrecido voluntario para tratar con ese presuntuoso porque sabía que, en cuanto Antonio se hubiese calmado, escogería a Quinto Delio como su delegado. Eso era algo que no se podía permitir; Delio era demasiado venal y codicioso para aquellas delicadas negociaciones. Era posible que Mecenas fuese igual de venal y codicioso, pero hasta donde Pollio podía ver, Octavio no había cometido muchos errores a la hora de seleccionar su círculo íntimo. Salvidieno era un error, pero sus días estaban contados. La codicia siempre había enfadado a Antonio, que no tendría ninguna compasión en acabar con él tan pronto como no le fuese útil. Pero Mecenas no había hecho ninguna propuesta, y tenía una cualidad que Pollio admiraba: amaba la literatura y era un entusiasta mecenas de varios poetas prometedores, incluidos Horacio y Virgilio, los mejores versificadores desde Catulo. Sólo eso inspiraba alguna esperanza en Pollio de que se pudiese alcanzar una conclusión satisfactoria para ambas partes. Pero cómo podría él, un simple soldado, sobrevivir a la clase de comidas y bebidas que un experto como Mecenas le serviría.
—¿Espero que no te importe la comida sencilla y el vino bien aguado? —le preguntó Mecenas a Pollio en el momento en el que él llegó a la sorprendentemente modesta casa en las afueras de Brundisium.
—Gracias, lo prefiero —contestó Pollio.
No, gracias a ti, Pollio. ¿Puedo decirte antes de que nos sentemos a ocuparnos de nuestros verdaderos asuntos que disfruto de tu prosa? No te lo digo con un espíritu de sicofonía porque dudo de que seas susceptible al fino arte de los halagos. Te lo digo porque es la verdad.
Avergonzado, Pollio dejó pasar el cumplido y se volvió para saludar al tercer miembro del equipo, Lucio Cocceio Nerva. ¿Neutral? ¿Cómo podía ser otra cosa un hombre tan neutro? No era de extrañar que su esposa lo gobernase.
Mientras cenaban huevos, ensaladas, pollo y pan crujiente, Pollio descubrió que le gustaba Mecenas, que parecía haberlo leído todo desde Homero hasta eminencias latinas como César y Fabio Pictor. Si había algo que faltaba en cualquier campamento militar, reflexionó, era una profunda conversación sobre literatura.
—Por supuesto, Virgilio es helenístico en estilo, pero claro que también lo era Catulo. ¡Oh, qué poeta! —afirmó Mecenas con un suspiro—. Sabes, tengo una teoría.
—¿Cuál?
—Que los más líricos exponentes de la poesía o la prosa tienen algo de sangre gala. Vienen de la Galia Cisalpina o sus antepasados lo hicieron. Los celtas son un pueblo lírico. También, musical.
—Estoy de acuerdo —dijo Pollio, más tranquilo al no encontrar dulces en el menú—. Si dejamos aparte Iter (¡un poema notable!), César es típicamente antipoético. Un latín exquisito, pero desnudo y parco. Aulo Hirtio estuvo con él el tiempo suficiente para imitar su estilo en los comentarios que César no vivió para escribir, pero carecen de la precisión de su amo. Sin embargo. Hirtio da a conocer algunas cosas que César nunca hubiese hecho, como aquello que impulsó a Tito Labieno a alejarse de Pompeyo Magno después del Rubicón.
—Sin embargo, nunca un escritor aburrido. —Mecenas soltó una risita—. ¡Dioses, qué aburrido es Catón el Censor! Como verse forzado a escuchar el primer discurso de alguien con aspiraciones políticas que sube a la rostra.
Se rieron juntos, cómodos el uno con el otro, mientras Nerva el Neutro, como Mecenas lo había nombrado, dormitaba pacíficamente.
Por la mañana se pusieron manos a la obra en una habitación un tanto lóbrega amueblada con una gran mesa, dos sillas de madera con respaldo pero sin brazos y una silla curul de marfil. Al verla, Pollio parpadeó.
—Es tuya —dijo Mecenas, que se sentó en una de las sillas de madera y le señaló la otra a Nerva—. Sé que aún no has ejercido, pero tu rango como cónsul este año exige que presidas nuestras reuniones y que debas sentarte en marfil.
«Un bonito y muy diplomático toque», pensó Pollio, que se sentó a la cabecera de la mesa.
—Si quieres disponer de un secretario para que tome anotaciones, tengo a un hombre —añadió Mecenas.
—No, no, haremos esto solos —respondió Pollio—. Nerva actuará como secretario y tomará anotaciones. ¿Sabes taquigrafía, Nerva?
—Gracias a Cicerón, sí. —Con una expresión complacida al tener algo que hacer, Nerva puso la mano derecha sobre una pila de hojas de papel, escogió una pluma de entre una docena y descubrió que alguien se había molestado en disolver una pastilla de tinta.
—Comenzaré por hacer un resumen de la situación —dijo Pollio—. Uno, Marco Antonio no está satisfecho de que César Octavio esté cumpliendo sus deberes como triunviro. A, no ha asegurado que los pueblos de Italia estén bien alimentados. B, no ha acabado con la piratería de Sexto Pompeyo. C, no ha acomodado al número suficiente de veteranos retirados en sus parcelas de tierra. D, los comerciantes de Italia están sufriendo tiempos muy duros para los negocios. E, los terratenientes italianos están furiosos ante las medidas draconianas para separarlos de sus tierras para acomodar a los veteranos. F, más de una docena de ciudades de Italia han sido despojadas ilegalmente de sus tierras públicas para acomodar a los veteranos. G, ha subido los impuestos hasta unas cotas intolerables. Y H, está llenando el Senado de gentes a su servicio.
»Dos, Marco Antonio no está satisfecho con la manera con que César Octavio ha usurpado la gobernación y las legiones de una de sus provincias, la Galia Transalpina. Tanto la gobernación como las legiones están al mando de Marco Antonio, que debería haber sido notificado de la muerte de Quinto Fufio Caleño y permitírsele nombrar a un nuevo gobernador, además de disponer de las once legiones de Caleño como considere conveniente.
»Tres, Marco Antonio no está satisfecho con librar una guerra civil dentro de Italia. ¿Por qué César Octavio no decidió solucionar sus diferencias de opinión con el difunto Lucio Antonio de una manera pacífica?
»Cuatro, Marco Antonio no está satisfecho con que se le prohíba la entrada a Italia a través de Brundisium, su mayor puerto del Adriático, y duda de que Brundisium desafíe al triunviro residente en Italia, César Octavio. Marco Antonio cree que César Octavio dio órdenes a Brundisium para excluir a su colega, que no sólo tiene derecho a entrar en Italia, sino que también tiene derecho a traer a sus legiones con él. ¿Cómo sabe César Octavio que estas legiones han sido importadas? Es muy posible que estén destinadas a la reserva.
»Cinco, Marco Antonio no está satisfecho con que César Octavio esté dispuesto a permitirle reclutar nuevas tropas dentro de Italia y la Galia Cisalpina, como tiene todo el legítimo derecho a hacer.
»Eso es todo —concluyó Pollio, que dijo todas las palabras sin hacer ningún uso de notas.
Mecenas había escuchado* impasible mientras Nerva escribía, y, por lo que parecía, con buen resultado, porque Nerva no le había pedido a Pollio que repitiese nada de lo que había dicho.
—César Octavio ha afrontado innumerables dificultades en Italia —manifestó Mecenas con voz tranquila y agradable—. Me perdonarás si yo no clasifico y enumero con tu sucinto estilo, Gneo Pollio. No estoy imbuido por tal implacable lógica; mi estilo se inclina más al relato.
«Cuando César Octavio se convirtió en triunviro de Italia, las islas y las Hispanias, encontró el tesoro vacío. Tuvo que confiscar o comprar tierra suficiente donde asentar a más de cien mil soldados veteranos retirados. ¡Dos millones de higuera! Así pues, confiscó las tierras públicas de dieciocho municipios que habían apoyado a los asesinos de Divus Julius; una justa decisión. Cada vez que ha conseguido dinero, ha comprado tierra a los propietarios de los latifundios, con la premisa de que estos individuos estaban utilizando grandes zonas para criar ganado que habían estado bajo el arado para cultivar trigo. No se abordó a ningún agricultor, porque César Octavio estaba convencido de ver aumentar la producción local de trigo una vez que estos latifundios fueran divididos como parcelas para los veteranos.
»Los implacables asaltos de Sexto Pompeyo han privado a Italia del trigo que se cultiva en África, Sicilia y Cerdeña. El Senado y el pueblo de Roma se han despreocupado del suministro de trigo al creer que Italia siempre se podía alimentar del trigo cultivado en ultramar, mientras que Sexto Pompeyo ha demostrado que un país que depende de la importación de trigo es vulnerable, que puede ser convertido en rehén. César Octavio no tiene el dinero ni los barcos para expulsar a Sexto Pompeyo de los mares, ni tampoco para invadir Sicilia, su base. Por esa razón hizo un pacto con Sexto Pompeyo y ha llegado al punto de casarse con la hermana de Libo. Si ha creado impuestos, es porque no tiene otra alternativa. Este año el trigo que vende Sexto Pompeyo vale treinta sestercios el modius. Un trigo que ya ha sido comprado y pagado por Roma. De alguna parte tiene que encontrar César Octavio cuarenta millones de sestercios cada mes, ¡imagínatelo! ¡Casi quinientos millones de sestercios al año! ¡Pagados a Sexto Pompeyo, un vulgar pirata! —gritó Mecenas con tanto ánimo que su rostro reflejó una poco frecuente pasión.
—Más de dieciocho mil talentos —dijo Pollio pensativamente—. Por supuesto, lo próximo que dirás es que las minas de plata de Hispania estaban comenzando a producir cuando el rey Bocco la invadió, así que ahora están de nuevo cerradas y el tesoro empobrecido.
—Así es —dijo Mecenas.
—Aceptado eso como leído, ¿qué pasa luego en tu historia? —Roma ha estado dividiendo la tierra en donde asentar primero a los pobres y después a los veteranos desde tiempos de Tiberio Graco.
—Siempre había creído —le interrumpió Pollio— que el peor pecado de omisión cometido por el Senado y el pueblo fue rehusar darle una pensión a los veteranos retirados de Roma por encima de lo que se ahorró para ellos de sus pagas. Cuando los consulares como Catulo y Escauro negaron a Cayo Mario una pensión a los soldados del Censo por Cabezas carentes de propiedades, Mario los recompensó con tierras a su nombre. Eso fue hace sesenta años atrás, y desde entonces los veteranos han mirado a sus comandantes en busca de recompensas, y no a la propia Roma. Un terrible error. Les dio a los generales un poder que nunca se les hubiese permitido disponer.
—Estás contando mi historia por mí, Pollio —manifestó Mecenas con una sonrisa.
—Te pido perdón, Mecenas. Continúa, por favor.
—César Octavio no puede liberar a Italia de Sexto sin ayuda. Ha suplicado esa ayuda a Marco Antonio muchas veces, pero Marco Antonio o es sordo o analfabeto porqué no ha respondido a esas cartas. ¡Luego vino la guerra interna, una guerra que no fue provocada en ningún sentido por César Octavio! Él cree que el verdadero instigador de la rebelión de Lucio Antonio (porque nos pareció aquello a nosotros en Roma) fue un liberto llamado Manió, de la clientela de Fulvia. Manió convenció a Fulvia de que César Octavio le estaba robando a Marco Antonio sus derechos de nacimiento, una extraña acusación que ella creyó. A su vez, convenció a Lucio Antonio para que utilizase las legiones que estaba reclutando en nombre de Antonio y marchar sobre Roma. No creo necesario decir nada más del tema, salvo asegurarle a Marco Antonio que su hermano no fue juzgado, si no que se le permitió asumir su imperium proconsular y marchar a gobernar la Hispania Ulterior.
Mecenas rebuscó entre un montón de pergaminos que tenía cerca, encontró uno y lo levantó.
—Aquí tengo la carta que el hijo de Quinto Fufio Caleño le escribió no a Marco Antonio, como debería haber hecho, si no a César Octavio. —Se la entregó a Pollio, que la leyó con la facilidad de un hombre muy educado—. Lo que César Octavio vio en ella fue alarmante porque traicionaba la debilidad y la falta de decisión del hijo de Caleño. Como veterano de la Galia Transalpina, Pollio, estoy seguro de que no necesito decirte lo volátiles que son los galos melenudos y lo rápidos que son para oler a un gobernador titubeante. Por esta razón y sólo por esta razón, César Octavio actuó con rapidez. Tuvo que actuar con rapidez. Consciente de que Marco Antonio se encontraba a mil millas de distancia, asumió la tarea de viajar inmediatamente a Narbo para instalar allí a un gobernador provisional, Quinto Salvidieno. Las once legiones de Caleño están exactamente donde estaban: cuatro en Narbo, cuatro en Agendicum y tres en Glanum. ¿Qué hizo mal César Octavio al actuar así? Lo hizo como un amigo, un compañero triunviro, nuestro representante.
Mecenas exhaló un suspiro, parecía triste.
—Me atrevería a decir que la acusación más verosímil que se puede hacer contra César Octavio es que ha sido incapaz de controlar Brundisium, a la que ha ordenado permitir a Marco Antonio desembarcar en el suelo patrio, ya sea para unas bonitas vacaciones o para su retiro. Brundisium desafía al Senado y al pueblo de Roma, es así de sencillo. Lo que César Octavio espera es poder convencer a Brundisium de que cese en su desafío. Y eso es todo —concluyó Mecenas con una dulce sonrisa.
En este punto comenzaron las discusiones, pero no con pasión y rencor. Ambos hombres conocían la verdad de cada uno de los temas planteados, pero ambos sabían que debían ser leales a sus amos, y habían decidido que el mejor modo de hacer esto último era discutir de manera convincente. Octavio era uno de los que leería las anotaciones de Nerva atentamente, y si Marco Antonio no lo hacía, al menos intentaría sacarle a Nerva todo lo posible de lo tratado en la reunión.
Finalmente, poco antes de las nonas de octubre, Pollio decidió que ya tenía suficiente.
—Mira —dijo—, para mí está claro que la manera como se arreglaron las cosas después de Filipos fue torpe e ineficaz. Marco Antonio estaba muy crecido, y despreciaba a Octavio por su conducta en Filipos. —Se volvió hacia Nerva, que había comenzado a escribir—. ¡Nerva, no te atrevas a escribir ni una palabra de esto! Es tiempo para hablar con franqueza, y a los grandes hombres no les gusta la franqueza. Eso significa que no puedes dejar que Antonio te obligue, ¿me escuchas? Si dices algo de esto, eres hombre muerto. Yo mismo te mataré, ¿está claro?
—¡Sí! —dijo Nerva, y dejó caer la pluma a toda prisa.
—¡Me encanta! —dijo Mecenas con una sonrisa—. Adelante, Pollio.
—En este momento el triunvirato es ridículo. ¿Cómo podía Antonio creer que podía estar en varios lugares a la vez? Porque es eso lo que pasó después de Filipos. Quería quedarse con todo, desde las provincias hasta las legiones. ¿Cuál fue el resultado? Octavio heredó el suministro de trigo y a Sexto Pompeyo, pero ni una flota para derrotar a Sexto, y mucho menos transportes para un ejército capaz de tomar Sicilia. De haber sido Octavio un hombre militar, cosa que no es, ni nunca ha afirmado ser, hubiese sabido que su liberto Heleno (obviamente un tipo persuasivo) no podía tomar Cerdeña, sobre todo porque Octavio no tiene los suficientes transportes de tropas y carece de naves. Las provincias fueron repartidas de la forma más errónea imaginable: Octavio recibe Italia, Sicilia, Cerdeña, Córcega y la Hispania Citerior y la Ulterior, Antonio todo Oriente, pero eso no es bastante para él. Toma también las Galias, junto con Illyricum. ¿Por qué? Porque en las Galias hay una enorme cantidad de legiones y no desean retirarse. Conozco a Marco Antonio muy bien, y es un buen tipo, valiente y generoso. De hecho, cuando está en su mejor forma, no hay nadie más capaz o inteligente que él. Sin embargo, es un glotón que no sabe contener su apetito, no importa lo que se le ocurra devorar. Los partos y Quinto Labieno corren a su libre albedrío por toda Asia y buena parte de Anatolia, y nosotros estamos aquí, en las afueras de Brundisium.
Pollio se desperezó, y después encorvó los hombros.
—Es nuestro deber, Mecenas, poner las cosas en orden. ¿Cómo hacemos eso? Por medio de trazar una línea entre este y oeste, y poner a Octavio a un lado y a Antonio en el otro. No hace falta decir que Lépido se puede quedar con África, ya que allí tiene diez legiones y está a salvo y seguro. No pondré objeciones por mi parte a que Octavio tiene la tarea más difícil porque tiene Italia, que está empobrecida, agotada y hambrienta. Ninguno de nuestros amos tiene dinero. Roma está cerca de la bancarrota, y Oriente está tan exhausto que no puede pagar ningún tributo importante. Sin embargo, Antonio no puede tener todas las cosas a su manera, hay que hacérselo ver. Yo propongo que Octavio reciba más ingresos por gobernar todo Occidente: la Hispania Ulterior, la Hispania Citerior, la Galia Transalpina en todo su territorio, la Galia Cisalpina e Illyricum. El río Drina es la frontera natural entre Macedonia e Illyricum, por lo tanto, dejemos que se convierta en la frontera entre el este y el oeste. No hace falta decir que Antonio tendrá la libertad de reclutar tropas en Europa y la Galia Cisalpina, como la tiene Octavio. Dicho sea de paso, la Galia Cisalpina tendría que ser parte de Italia en todos los aspectos.
—¡Buen hombre, Pollio! —exclamó Mecenas con una gran sonrisa—. Yo no podría haberlo dicho mejor. —Imitó un temblor—. Para empezar, yo no me hubiera atrevido a ser tan duro con Antonio. ¡Sí, amigo mío, muy bien dicho! Ahora sólo nos queda por hacer que Antonio acepte. No veo ninguna oposición por parte de César Octavio. Lo ha pasado muy mal, y, por supuesto, el viaje desde Roma le ha comportado que padezca de nuevo de asma.
Pollio lo miró asombrado.
—¿Asma?
—Sí. Casi muere como consecuencia de un ataque. Por eso se escondió en los pantanos en Filipos. ¡Tanto polvo en el aire!
—Comprendo —dijo Pollio con voz pausada—. Comprendo.
—Es su secreto, Pollio.
—¿Antonio lo sabe?
—Por supuesto, son primos, él siempre lo ha sabido.
—¿Qué opina Octavio de permitir que los exiliados regresen a casa?
—No pondrá objeciones. —Mecenas pareció pensar en otra cosa, y luego dijo—: Deberías saber que Octavio nunca irá a la guerra contra Antonio, aunque no sé si podrás convencer a Antonio de eso. No más guerras civiles. Está firme en eso, Pollio. Por eso estamos aquí. No importa cuál sea la provocación, no irá a la guerra contra otro romano. Su manera es la diplomacia, la mesa de conferencias, las negociaciones.
—No sabía que era tan partidario de eso.
—Lo es, Pollio, lo es.
Persuadir a Antonio de que aceptase los términos que Pollio había establecido con Mecenas llevó todo un nundinum de gritos, puñetazos en las mesas, llantos y gritos. Con el tiempo comenzó a calmarse; sus furias eran tan devastadoras que incluso un hombre tan fuerte como Antonio no podía sostener ese nivel de energía durante más de un nundinum. De la furia se hundió en la depresión y finalmente en la desesperación. En el momento en que acabó en el fondo de su pozo atacó Pollio; era ahora, o nunca. Mecenas no podría haberse enfrentado con Antonio, pero un soldado como Pollio, un hombre al que Antonio respetaba y amaba, sabía exactamente cómo hacerlo. Él tenía, además, la confianza de algunos leales en Roma, quienes, si era necesario, reforzarían sus planteamientos.
—¡Está bien, está bien! —clamó Antonio desesperado, con las manos en sus cabellos—. ¡Lo haré! ¿Estás seguro de los exiliados?
—Absolutamente.
—Insistió en algunos puntos que no has mencionado.
—Menciónalos ahora.
—Quiero que me envíen cinco de las once legiones de Caleño.
—No creo que eso sea un problema.
—No estoy de acuerdo en combinar mis fuerzas con las de Octavio para barrer a Sexto Pompeyo de los mares, eso no es prudente, Antonio.
—Pregúntame si eso me preocupa. ¡En absoluto! —afirmó Antonio con un tono feroz—. Tengo que nombrar a Ahenobarbo gobernador de Bitinia; estaba muy furioso por los términos que tú negociaste. Eso significa que no tengo bastantes flotas para retirarme sin Sexto. Tiene que quedarse en caso de que lo necesite, eso ha de quedar bien claro.
—Octavio aceptará, pero no estará feliz.
—Cualquier cosa que haga infeliz a Octavio a mí me hace dichoso.
—¿Por qué ocultaste el asma de Octavio?
—¡Bah! —exclamó Antonio—. ¡Es una niña! ¡Sólo las niñas enferman, no importa cuál sea la enfermedad! El asma es una excusa.
—No entregarle a Sexto Pompeyo te puede costar…
—¿Costarme qué?
No lo sé —dijo Pollio con el entrecejo fruncido—. Sólo que lo hará.
La respuesta de Octavio a los términos que Mecenas le trajo fue muy diferente. Es interesante, pensó Mecenas, cómo había cambiado su rostro en los últimos doce meses. Había crecido más allá de la belleza, aunque nunca dejaría de ser bello. Los cabellos eran más cortos y ya no le preocupaban sus orejas grandes. Pero el mayor cambio estaba en sus ojos, los más maravillosos que hubiera visto, tan grandes, luminosos y de un color gris plata. Siempre habían sido opacos, nunca había transmitido lo que pensaba o sentía con ellos, pero ahora había una cierta dureza detrás de su brillo. La boca que siempre había deseado besar, a sabiendas de que nunca se le permitía besarla, era más firme, más recta. Suponía que aquello significaba que había crecido. ¿Crecido? ¡Nunca había sido un niño! Nueve días antes de las calendas de octubre cumpliría veintitrés, mientras que Marco Antonio tenía ahora cuarenta y cuatro, toda una maravilla.
—Si Antonio rehúsa ayudarme en mi batalla contra Sexto Pompeyo debe pagar un precio —dijo Octavio.
—Pero ¿cuál? Él no tiene poder alguno para comprometerse.
—Sí, lo sé, y Sexto Pompeyo me ha dado la solución para llevarlo a cabo.
—Cuál es.
—Un casamiento —dijo Octavio con el rostro sereno.
—¡Octavia! —susurró Mecenas—. Octavia.
—Sí, mi hermana. Es viuda, no habrá ningún impedimento.
—Sus diez meses de duelo no han concluido.
—Sí seis meses de ello, y toda Roma sabe que no puede estar embarazada. Marcelo sufrió una larga y terrible enfermedad, y no resultará difícil conseguir una dispensa de los colegios pontificales y de las diecisiete tribus para que voten a favor en el comitium religioso. —Octavio sonrió, complaciente—. Harán lo que sea para evitar una guerra entre Antonio y yo. Es más, digo que ningún matrimonio en los anales de Roma demostrará ser más popular.
—Él no aceptará.
—¿Antonio? Él es capaz de copular con una vaca.
—¿Es que no escuchas lo que estás diciendo, César? ¿Sé lo mucho que amas a tu hermana y, sin embargo, estás dispuesto a que soporte a Antonio? ¡Es un borracho que pega a sus esposas! ¡Te lo ruego, piénsalo de nuevo! Octavia es la más encantadora, dulce y agradable de las mujeres de Roma. Incluso el Censo por Cabezas la adora, como hicieron con la hija de Divus Julius.
—Suena como si tú mismo quisieras casarte con ella, Mecenas —dijo Octavio astutamente.
Mecenas reaccionó.
—¿Cómo puedes bromear con algo así, con algo tan serio como esto? Me gustan las mujeres, pero también las compadezco. Llevan unas vidas muy monótonas, su única importancia política está en el matrimonio: lo mejor que se puede decir de la justicia romana, a este respecto, es que la mayoría de ellas controlan su propio dinero. El verse relegadas a la periferia de los asuntos públicos puede irritar a las Hortensia y a las Fulvia, pero no a las Octavia. Si así fuera, no estarías aquí tan seguro y orondo de su obediencia. ¿No es hora de que ella se case con un hombre con el que quiera casarse de verdad?
—No la forzaré, si es a eso a lo que te refieres —dijo Octavio sin conmoverse—. No soy tonto, sabes, y he asistido a bastantes cenas familiares desde Farsalia como para comprender que Octavia está más que medio enamorada de Antonio. Irá a su destino voluntariamente, incluso con alegría.
—¡No me lo creo!
—Es la verdad. Lejos de mí está comprender lo que ven las mujeres en los hombres, pero acepta mi palabra: a Octavia le gusta Antonio. Ese hecho y mi propia unión con Escribonia me dieron la idea. Tampoco dudo de Antonio cuando se trata del vino y de pegarle a las esposas. Quizá haya atacado a Fulvia, pero la provocación debió de ser muy severa. Más allá de todo chascarrillo es sentimental respecto a las mujeres. Octavia le irá bien. Como el Censo por Cabezas, él la adorará.
—Está la reina de Egipto; no será fiel.
—¿Qué hombre en ultramar lo es? Octavia no le reprocharála infidelidad, está muy bien criada.
Mecenas levantó las manos en el aire y se marchó con el sentimiento del papel nada envidiable que debía ejercer un diplomático. ¿Octavio esperaba, de verdad, que él, Mecenas, llevase a cabo estas negociaciones? ¡Bueno, no lo haría! ¿Arrojar una perla como Octavia a un cerdo como Antonio? ¡Nunca! ¡Nunca, nunca, nunca!
Octavio no tenía la intención de privarse a sí mismo de estas particulares negociaciones; iba a disfrutar de ellas. Para entonces Antonio ya habría olvidado ciertas cosas, como aquella escena en su tienda después de Filipos, cuando Octavio había reclamado la cabeza de Bruto y la había conseguido. El odio de Antonio había crecido tanto que oscurecía todos los episodios individuales; sólo pensaba en sí mismo. Tampoco Octavio esperaba que el casamiento con Octavia pudiese cambiar ese odio. Quizá un hombre poético como Mecenas asumiría que aquél era el motivo de Octavio, pero la propia mente de Octavio era demasiado sensible como para esperar milagros. Una vez que Octavia se convirtiese en esposa de Antonio haría exactamente lo que Antonio quisiera. Lo último que intentaría sería influir en cómo Antonio se sentía respecto a su hermana. No, lo que esperaba conseguir con esa unión era fortalecer las esperanzas de los romanos —y los legionarios— en que la amenaza de una guerra se había desvanecido. Así, cuando llegara el día en que Antonio, en las garras de una nueva pasión con otra mujer, rechazase a su esposa, perdería la estimación de millones de ciudadanos romanos en todas partes. Dado que Octavio había jurado que nunca desataría una guerra civil, él tenía no sólo que destruir la auctoritas de Antonio —su posición oficial pública—, sino su dignitas —la posición pública que poseía debido a sus acciones y logros personales—. Cuando César el Dios cruzó el Rubicón e inició la guerra civil, lo había hecho para proteger su dignitas, que había apreciado más que a su vida. Contemplar cómo sus hechos eran quitados de las historias y registros oficiales de la República y verse enviado a un exilio permanente era peor que la guerra civil. Bueno, Octavio no estaba hecho de la misma pasta; para él, la guerra civil era peor que la desgracia y el exilio. También, por supuesto, no era un genio militar seguro de su victoria. La manera de actuar de Octavio era corroer la dignitas de Marco Antonio hasta que llegase a un punto donde ya no fuese una amenaza. A partir de ese entonces en adelante, la estrella de Octavio continuaría en ascenso hasta que él y no Antonio fuese el Primer Hombre de Roma. No ocurriría de la noche a la mañana; aquello llevaría años. Pero serían años que Octavio podría permitirse conceder ya que era veintiún años más joven que Antonio. ¡Oh, la perspectiva de años y años de luchas para alimentar Italia y encontrar tierra para la inacabable riada de veteranos!
Le había tomado la medida a Antonio. César el Dios ya habría estado llamando a las puertas del palacio del rey Orodes en Seleucia del Tigris, ¿pero dónde estaba Antonio? Poniendo sitio a Brundisium, todavía en su propio país. Era perfecto que quizá estuviera allí para defender su título de triunviro, pero si estaba allí, entonces no podía estar en Siria luchando contra los partos. Si bien podía ser que él solo hubiese ganado en Filipos, Antonio sabía que no podía haberlo hecho sin las legiones de Octavio, compuestas por hombres leales a Octavio que él no podía tener.
«Daría lo que fuese —pensó Octavio después de escribir su nota a Antonio y enviarla por correo liberto—, daría casi cualquier cosa por tener la fortuna de tener en mis manos algo que pudiese derrotar a Antonio para siempre. Octavia no lo es, ni tampoco probablemente lo será que él la rechace, si es que decidiera rechazarla una vez que se cansase de su bondad. Soy consciente de que la fortuna me sonríe; me he escapado tantas veces por los pelos del peligro que casi estoy calvo. Ha sido la fortuna la que cada vez me ha rescatado del abismo. Como el deseo de Libo por encontrar un marido ilustre para su hermana. Como la muerte de Caleño en Narbo y su hijo idiota, que vinieron a hacerme la petición a mí en lugar de a Antonio. Como la muerte de Marcelo. Como tener a Agripa como general de mis ejércitos. Como mis escapadas de la muerte cada vez que el asma me ha dejado sin respiración. Como tener el cofre de guerra de mi padre Divus Julius para salvarme de la bancarrota. Como Brundisium, que le niega la entrada a Antonio, que quieran Liber Pater, Sol Indiges y Tello concederle a Brundisium la paz y una gran prosperidad. Yo no di ninguna orden a la ciudad para hacer lo que hace, de la misma manera que no provoqué la futilidad de la guerra de Fulvia contra mí. ¡Pobre Fulvia!
»Cada día hago ofrendas a una docena de dioses, la primera de todas a la Fortuna, para que me dé el arma que necesito para derribar a Antonio mucho antes de lo que la edad acabará inevitablemente por hacer. El arma existe, lo sé con la misma seguridad con que sé que he escogido poner a Roma de nuevo sobre sus pies permanentemente para conseguir una paz duradera en las fronteras de su imperio. Soy el Escogido a quien Virgilio, el poeta de Mecenas, escribe versos y todos los augures de Roma insisten en pronosticar una edad dorada. Divus Julius me hizo su hijo, y no puedo fallar en su confianza de acabar lo que él había comenzado. Oh, no será el mismo mundo que hubiese hecho Divus Julius, pero lo satisfacerá y complacerá. ¡Fortuna, dame más de la fabulosa suerte de César! ¡Tráeme el arma y abre mis ojos para que la reconozca cuando llegue!
La réplica de Antonio llegó con el mismo correo. Sí, él vería a César Octavio bajo la bandera de tregua. «Pero ¡nosotros no estamos en guerra! —pensó Octavio, sin aliento por algo que esa vez no era el asma—. ¿Cómo funciona su mente para creer que lo estamos?»
Al día siguiente, Octavio salió con su caballo público juliano; era un caballo pequeño pero muy elegante, con la piel cremosa y la crin y la cola más oscuras. Para montar no vestía la toga, pero como no quería aparecer como un guerrero, llevaba una túnica blanca con una ancha franja roja de senador en el hombro derecho.
Naturalmente, Antonio vestía la armadura de plata, con la figura de Hércules matando al león de Nemea en la coraza. Su túnica era púrpura, como también lo era el paludamentum que colgaba de su hombro, aunque con todo derecho tendría que haber sido roja. Como siempre, parecía gozar de un magnífico estado atlético.
—¿Esta vez no llevas botas con plataforma, Octavio? —preguntó con una sonrisa.
Aunque Antonio no lo había hecho, Octavio le tendió la mano derecha de una forma tan obvia que Antonio se vio obligado a aceptarla, y la apretó con tanta fuerza que aplastó sus frágiles huesos. Octavio lo soportó con el rostro inmutable.
—Entra —lo invitó Antonio, que apartó la solapa de la entrada de la tienda. Que hubiese preferido habitar una tienda en lugar de ocupar una residencia privada era una muestra de su confianza en que el sitio de Brundisium no duraría mucho.
El salón público de la tienda era muy amplio, pero con la solapa bajada resultaba muy oscuro. Para Octavio, aquello indicaba la desconfianza de Antonio hacia su persona. Éste tampoco confiaba en que su rostro no traicionase sus emociones, algo que no preocupaba a Antonio. No eran los rostros sino los pensamientos lo que le preocupaban, porque eran ellos el material con el que trabajaban.
—Estoy muy complacido —dijo, engullido por una silla que era demasiado grande para su enjuto cuerpo— de que hayamos llegado al proceso de redactar el boceto de un acuerdo, Creo que lo mejor es que tú y yo resolvamos personalmente aquellos asuntos en los que aún no hemos llegado a un completo acuerdo.
—Muy bien dicho —comentó Antonio, que bebió abundantemente de una copa de vino que había aguado con mucha alharaca.
—Es algo hermoso —señaló Octavio, que hizo girar la copa que tenía en las manos—. ¿Dónde la hicieron? Estoy seguro de que no fue en Puteoli.
—Es de una cristalería de Alejandría. Me gusta beber en copas de cristal, no absorbe el sabor de los vinos anteriores de la manera que incluso hace la mejor cerámica. —Hizo una mueca—. Y también las de metal tienen un sabor metálico.
Octavio parpadeó.
—Edepol! No sabía que eras un conocedor de algo que sencillamente contiene vino.
—El sarcasmo no te llevará a ninguna parte —dijo Antonio sin ofenderse—. Todo eso me lo dijo la reina Cleopatra.
—Oh, sí, eso tiene sentido. Un patriota alejandrino.
El rostro de Antonio se iluminó.
—¡Con toda justicia! Alejandría es la ciudad más hermosa del mundo, y hace que Pergamum e incluso Atenas tiemblen en las sombras.
Después de beber un sorbo, Octavio dejó su copa como si quemase. ¡Allí tenía a otro loco! ¿Por qué alabar la belleza de otra ciudad cuando su propia ciudad se esfumaba debido a la falta de cuidado?
—Puedes tener todas las legiones de Caleño que te apetezca, no hace falta que te lo diga —mintió—. En realidad, no hay ninguna de tus condiciones que me molesten salvo tu negativa a ayudarme a limpiar los mares de la presencia de Sexto Pompeyo.
Antonio frunció el entrecejo y se levantó para apartar la solapa de la tienda, al parecer, decidido a que era necesario ver bien el rostro de Octavio después de todo.
—Italia es tu provincia, Octavio. ¿Te he pedido yo ayuda para gobernar la mía?
—No, no lo has hecho, pero tampoco has enviado al tesoro la parte que le corresponde a Roma de los tributos de Oriente. Estoy seguro de que no hace falta que te diga que, incluso como triunviro, el tesoro se supone que debe recibir los tributos y pagarles un estipendio a los gobernadores provinciales romanos, con el cual deben financiar a sus legiones y pagar las obras públicas en sus provincias —dijo Octavio amablemente—. Por supuesto, comprendo que ningún gobernador, y menos aún un triunviro, recauda sencillamente aquello que el tesoro requiere; siempre pide más, y se queda la diferencia para él. Una costumbre honrada por la tradición a la que no tengo nada que objetar. Yo también soy triunviro. Sin embargo, no has enviado nada a Roma en tus dos años de gobierno. De haberlo hecho, hubiese podido comprar los barcos que necesito para acabar con Sexto. Quizá a ti te venga bien utilizar los barcos pirata en tus flotas, dado que todos los almirantes que se pusieron de parte de Bruto y Casio decidieron convertirse en piratas después de Filipos. ¡No tendría ningún inconveniente en utilizarlos yo también, si no fuera porque se han enriquecido todos a mi costa, como aves carroñeras! Lo que hacen es demostrar a Roma y a Italia (que son la fuente de nuestros mejores soldados) que un millón de soldados no pueden ayudar a dos triunviros sin barcos. ¡Tú habrías de tener trigo de las provincias orientales para alimentar en abundancia a tus legiones! No es culpa mía que hayas dejado que los partos dominen todo, excepto Bitinia y la provincia de Asia. Lo que salva tu pellejo es Sexto Pompeyo (mientras a ti te convenga, él le vende a Italia el trigo a un precio modesto; trigo, te recuerdo, comprado y pagado por el tesoro de Roma). Sí, Italia es mi provincia, pero mi única fuente de dinero son los impuestos que debo cobrarles a todos los ciudadanos romanos que viven en Italia. No son suficientes para pagar los barcos y, además, el trigo robado a Sexto Pompeyo a treinta sestercios el modius. Por lo tanto, te lo pregunto de nuevo, ¿dónde están los tributos orientales?
Antonio escuchó con creciente furia.
—¡Oriente está en bancarrota! —gritó—. ¡No hay ningún tributo que enviar!
—Eso no es verdad, e incluso hasta el más pobre de Roma de un extremo al otro de Italia lo sabe —replicó Octavio—. Pitodoro de Tralles te llevó dos mil talentos de plata desde Tarsus. Tiro y Sidón te pagaron otros mil. Del botín de Cilicia Pedia se te dieron cuatro mil. Un total de ciento setenta y cinco millones de sestercios. Hechos, Antonio. Hechos bien conocidos.
«¿Por qué he consentido en ver a ese despreciable insecto? —se preguntó Antonio a sí mismo, inquieto—. Todo lo que tenía que hacer para ganar notoriedad era recordarme que, cualquier cosa que hago en Oriente, de alguna manera se filtra hasta el más humilde de los ciudadanos de Roma en Italia. Sin decírmelo, me está diciendo que mi reputación sufre. Que no estoy por encima de las críticas, que el Senado y el pueblo de Roma me pueden despojar de mis cargos. Sí, yo puedo marchar sobre Roma, ejecutar a Octavio y nombrarme a mí mismo dictador. Pero ¡yo fui quien anunció a bombo y platillo la abolición de la dictadura! Brundisium ha demostrado que mis legionarios no lucharán contra los de Octavio. Por ese solo hecho este pequeño verpa se puede sentar aquí y desafiarme, no ocultar su antagonismo.»
—Así que no soy muy popular en Roma —manifestó con mal humor.
—Sí, debo ser sincero, Antonio, no eres nada popular, sobre todo después de asediar Brundisium. Te has sentido capaz de acusarme de poner a Brundisium en tu contra para que te negasen la entrada, pero sabes muy bien que no lo hice. ¿Por qué iba a hacerlo? ¡No obtengo ningún beneficio! En realidad, lo que has conseguido es que Roma viva atemorizada, a la espera de que marches sobre ella. ¡Cosa que no puedes hacer! Tus legiones no te dejarán. Si de verdad quieres recobrar tu reputación, tendrás que demostrárselo a Roma, no a mí.
—No me uniré a ti contra Sexto Pompeyo, si es eso lo que pretendes. Todo lo que tengo son un centenar de naves en Atenas —mintió Antonio—. No son suficientes para hacer el trabajo, dado que tú no tienes ninguna. Tal como están las cosas, Sexto Pompeyo me prefiere a mí, y yo no haré nada por provocarlo. Por el momento, él me deja en paz.
—No creía que me ayudarías —manifestó Octavio con calma—. No, estaba pensando en algo más visible para todos los romanos desde el más alto hasta el más bajo.
—¿Qué?
—Cásate con mi hermana Octavia.
Boquiabierto, Antonio miró a su atormentador.
—¡Por todos los dioses!
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó Octavio con voz suave y una gran sonrisa—. Yo mismo acabo de realizar una alianza marital muy parecida, como tú bien sabes. Escribonia es muy agradable: una buena mujer, bonita, fértil… espero casarme con ella para mantener a Sexto a raya, al menos durante un tiempo. Pero ella ni siquiera puede empezar a compararse con Octavia, ¿verdad? Te estoy ofreciendo a la sobrina nieta de Divus Julius, conocida y amada por todos los estratos de Roma como lo fue Julia, hermosa de mirar, enormemente bondadosa y reflexiva, una esposa obediente y madre de tres niños, incluido un hijo. Como Divus Julius había esperado de su esposa, está por encima de toda sospecha. Cásate con ella y Roma creerá que no pretendes hacerle ningún daño.
—¿Por qué debo hacer eso?
—Porque sería cruel que un modelo de virtud público como Octavia te tildara de monstruo a los ojos de todos los romanos. Ni siquiera el más estúpido de ellos te perdonaría el mal trato a Octavia.
—Lo comprendo, sí, lo comprendo —declaró Antonio con voz pausada.
—¿Entonces, trato hecho?
—Trato hecho.
Esa vez Antonio estrechó la mano de Octavio suavemente.
El pacto de Brundisium fue sellado el doce de octubre en la plaza de Brundisium y en presencia de una multitud de entusiastas ciudadanos que arrojaron flores a los pies de Octavio y controlaron su conducta lo suficiente como para no escupir a los pies de Antonio. Sus perfidias no fueron olvidadas ni perdonadas, pero aquel día significaba una victoria para Octavio y Roma. No se produciría otra guerra civil, algo que complacía a las legiones apostadas alrededor de la ciudad incluso más de lo que complacía a Brundisium.
—¿Qué piensas de todo esto? —le preguntó Pollio a Mecenas mientras viajaban por la Vía Apia en un carro de cuatro mulas.
—Que César Octavio es un maestro de la intriga y mucho mejor negociador que yo.
—¿Fue idea tuya ofrecerle a Antonio su muy querida y amada hermana?
—No, no, fue idea suya. Supongo que creí que las probabilidades de que él aceptase eran tan remotas que nunca aparecieron en mi mente. Entonces, cuando el día anterior a que fuese a ver a Antonio me lo dijo, supuse que me enviaría a mí a hacer la oferta. ¡Me cagué en los zapatos! Pero no. Fue él por su cuenta, sin escolta.
—No podía enviarte porque necesitaba que fuese algo de hombre a hombre. Lo que dijo, sólo lo podía decir él. Tengo entendido que le señaló a Antonio que había perdido el amor y el respeto de la mayoría de los romanos de una manera que Antonio lo creyó. El muy astuto méntula. «¡Te pido perdón!» La astuta y pequeña comadreja que le ofreció a Antonio la oportunidad de recuperar su reputación a través de casarse con Octavia. ¡Brillante!
—Estoy de acuerdo —dijo Mecenas, que se imaginó a Octavio como una méntula o una comadreja, y sonrió.
—Una vez compartí un cario con Octavio —manifestó Pollio con un tono reflexivo—. Desde la Galia Cisalpina a Roma después de la formación del triunvirato. Tenía veinte años, pero hablaba como un venerable consular del suministro de trigo, y de cómo los Apeninos hacían más fácil para Roma conseguir el trigo de África y Sicilia que de la Galia Cisalpina. Recitó cifras y estadísticas como el más ocioso funcionario civil que hayas escuchado. Sólo que no estaba intentando hacer el trabajo, estaba ordenando el trabajo que él consideraba que se debía hacer. Sí, un viaje memorable. Cuando César lo hizo su heredero, creí que estaría muerto en cuestión de meses. Aquel viaje me demostró que estaba equivocado. Nadie lo matará.
Atia le trajo noticias de su destino a Octavia con grandes llantos.
—¡Mi querida muchacha! —gritó, y se lanzó sobre el cuello de Octavia—. ¡El ingrato de mi hijo te ha traicionado! ¡Tú! ¡La única persona en el mundo a la que había creído a salvo de sus maquinaciones, de su frialdad!
—¡Mamá, sé explícita, por favor! —dijo Octavia, y ayudó a Atia a sentarse—. ¿Qué me ha hecho el pequeño Cayo?
—¡Te ha prometido con Marco Antonio! ¡Un bruto que propinó puntapiés a su esposa! ¡Un monstruo!
Asombrada, Octavia se dejó caer en la silla y miró a su madre. ¿Antonio? ¿Iba a casarse con Marco Antonio? El asombro fue seguido por un lento calor que fue invadiendo su cuerpo. En un tris sus párpados descendieron para ocultar sus ojos a Atia, que, acabado el llanto, comenzó a explotar.
—¡Antonio! —gritó Atia lo bastante fuerte como para hacer que los sirvientes aparecieran a la carrera sólo para ser despedidos por un gesto impaciente—. ¡Antonio! ¡Un aburrido, un buitre, oh, no hay palabras para describirlo!
Mientras Octavia pensaba: «¿Seré afortunada por fin, tendré al hombre que quiero como esposo? Gracias, gracias, pequeño Cayo.»
—¡Antonio! —rugió Atia con restos de espuma en las comisuras de los labios—. ¡Queridísima niña, debes reunir el coraje para decir que no! ¡No a él y no a mí malvado hijo!
Mientras tanto, Octavia pensaba: «He soñado con él durante tanto tiempo, sin esperanzas, tristemente. Antonio, cuando él estaba en Italia y venía a visitar a Marcelo, yo buscaba excusas para estar presente.»
—¡Antonio! —aulló Atia, y golpeó los puños contra los brazos de la silla, bum bum bum—. ¡Ha engendrado más bastardos que cualquier otro hombre en la historia de Roma! ¡No hay ni una pizca de fidelidad en él!
Mientras Octavia pensaba: «Yo me sentaba y me deleitaba mirándolo, hacía ofrendas para que él no tardase en visitarnos de nuevo. Sin embargo, siempre tuve mucho cuidado en no manifestarme. ¿Y ahora esto?»
—¡Antonio! —gimió Atia, las lágrimas corriendo otra vez por sus mejillas cuando la dominaba de nuevo la impotencia—. ¡Podría suplicar hasta el año que viene, y el traidor de mi hijo no me escucharía!
Mientras tanto Octavia pensaba: «Seré para él una buena esposa, seré lo que él quiera que sea, no me quejaré de las amantes ni suplicaré acompañarlo cuando él regrese a Oriente. ¡Tantas mujeres, todas mucho más experimentadas que yo! Se cansará de mí, lo sé en lo más profundo de mí ser, pero nada podrá quitarme nunca los recuerdos de mi tiempo con él cuando se acabe. El amor comprende, el amor perdona. Fui una esposa para Marcelo, y lo he llorado como hace una buena esposa. Pero ruego a todas las diosas romanas de las mujeres para que Marco Antonio me dure el resto de mi vida, porque él es mi verdadero amor. Después de él, no podrá haber otro. Nadie»…
—Calla, mamá —dijo Octavia en voz alta, con los ojos bien abiertos y brillantes—. Haré lo que dice mi hermano y me casaré con Marco Antonio.
—Pero ¡tú no estás en las manos de Cayo, tú eres sui iuris! —Entonces Atia reconoció la mirada en aquellos espléndidos ojos aguamarina y se quedó boquiabierta—. Ecastor! —exclamó débilmente—. ¡Estás enamorada de él!
—Si es amor desear su caricia y su buena estima, entonces lo estoy —respondió Octavia—. ¿Sabes cuándo se producirá?
—Según Filipos, Antonio y tu despiadado hermano han hecho un pacto en Brundisium por el que no habrá guerra civil. Todo el país está delirante de alegría, motivo por el cual la pareja ha decidido ofrecer todo un espectáculo en su viaje a Roma. Por la Vía Apia a Teanum, luego por la Vía Latina. Al parecer, no llegarán aquí hasta finales de octubre. El casamiento tendrá lugar muy poco después. —El rostro de la madre se retorció—. ¡Oh, por favor, querida hija, niégate! ¡Eres sui iuris, tu destino está en tus propias manos!
—Lo aceptaré con alegría, por mucho que digas o por mucho que me supliques. Sé cómo es Antonio, y eso no tiene ninguna importancia. Siempre ha tenido amantes porque nunca ha estado casado con una esposa que le satisfaciera. Míralas —prosiguió Octavia, cada vez más ardiente—. Primero Fadia, la hija analfabeta de un comerciante de todo, desde esclavos hasta trigo. Nunca la vi, por supuesto, pero al parecer era tan poco atractiva como aburrida. Pero Antonio no se divorció, sencillamente porque no iba nunca por casa. Le dio un hijo y una hija, por lo que dicen, dos chicos muy inteligentes. Que Fadia y sus hijos murieran de parálisis estival no se le puede atribuir a Antonio. Luego vino Antonia Hybrida, hija de un hombre que torturaba a sus esclavos. Dicen que también ella torturaba a sus esclavos, pero que Antonio «le quitó la costumbre de una paliza». ¿Puedes condenar a Antonio por curar a su esposa de tan horrible hábito? La recuerdo vagamente, y también a la hija. Una pobre niña fea y gorda y, peor aún, un tanto retrasada.
—Eso pasa por casarse entre parientes cercanos —señaló Atia con un tono severo—. Antonia Menor tiene ahora dieciséis años, pero nunca encontrará un marido, ni siquiera uno de baja cuna. —Atia se sorbió los mocos—. ¡Las mujeres son tontas! Antonia Hybrida cayó en una depresión después de que Antonio se divorciase de ella, algo que hizo con crueles palabras. No obstante, ella lo amaba. ¿Ése es el destino que quieres? ¿Lo es?
—Si Antonia Hybrida amó a Antonio o no, mamá, no es lo importante. El hecho es que ella no era una esposa adecuada para él. Sin embargo, pese a todas sus faltas, Fulvia sí que lo era. Sus problemas los atribuyó a su enorme riqueza, al estado de sui iuris que tú no dejas de recalcar, y a su primer esposo, Publio; Clodio. Él la alentó a hacer su voluntad en el foro, a tener una conducta que no se condena en las mujeres de alta cuna. Pero ella no fue tan mala hasta después de Filipos, cuando descubrió j que Antonio se quedaría en Oriente durante años y no pensaba viajar a Roma. Su liberto Manió la convenció. Y también a Lucio | Antonio. Pero fue ella la que pagó el precio, no Lucio.
—Estás decidida a buscar excusas —dijo Atia con un suspiro.
—No son excusas, mamá. Lo que quiero decir es que ninguna de las esposas de Antonio fue una buena esposa. Pretendo ser la esposa perfecta, la clase de esposa que Catón el Censor i hubiese aprobado, aquel viejo machista. Los hombres tienen prostitutas y amantes para su gratificación física, la clase de alivio que no pueden obtener de sus esposas porque se supone que las esposas no saben cómo complacer a un hombre físicamente. Las esposas que saben cómo gratificar a un hombre son sospechosas. Como una esposa virtuosa, no me comportaré de manera diferente o mejor que cualquier otra esposa virtuosa. Pero me aseguraré de que cada vez que vea a Antonio sea una persona educada, interesante y también placentera con la cual pasar el tiempo. Después de todo, me crie en una casa política donde escuchaba a hombres como Divus Julius y Cicerón y estoy excepcionalmente bien educada. También seré una madre maravillosa para sus hijos.
—¡Ya eres una madre maravillosa para sus hijos! —replicó Atia agriamente después de haber escuchado ese discurso con desesperación—. Supongo que en el momento en que te cases exigirás hacerte cargo de aquel horrible niño. Cayo Curio. Te volverá loca.
—No ha nacido el niño que no pueda domar —afirmó Octavia.
Atia se levantó y se retorció sus nudosas manos artríticas.
—Diré esto de ti, Octavia, no eres tan indefensa como creía. Quizá hay más de Fulvia en ti de lo que crees.
No, soy muy diferente —dijo Octavia con una sonrisa—, aunque sí sé lo que intentas decir. Lo que olvidas, mamá, es que soy hermana del pequeño Cayo, y eso significa que soy una de las mujeres más inteligentes que Roma ha producido. La calidad de mi mente me ha dado una confianza que mi vida hasta el momento no me ha permitido mostrar a nadie, desde Marcelo hasta ti. Pero el pequeño Cayo sabe muy bien lo que hay dentro de mí. ¿Crees que él no sabe lo que siento por Marco Antonio? ¡No hay nada que el pequeño Cayo pase por alto! Tampoco hay nada que no utilice para mejorar su propia carrera. Él me ama, mamá. Eso tendría que decírtelo todo. ¿El pequeño Cayo me forzaría a un matrimonio que yo no quisiese? No, mamá, no.
Atia exhaló un suspiro.
—Bueno, ya que estoy aquí, me gustaría ver el contenido de tu guardería antes de que se haga todavía más grande. ¿Cómo está la pequeña Marcia?
—Comienza a mostrar sus verdaderos colores. Tiene un gran carácter. No se la podrá forzar a un matrimonio que no le agrade.
—He escuchado el rumor de que Escribonia está embarazada.
—Yo también. ¡Qué encantador! Su Cornelia es una niña muy agradable, por lo que imagino que este niño también tendrá buen carácter.
—Bueno, es demasiado pronto para saber si lleva en el vientre a un niño o a una niña —señaló Atia con un tono enérgico mientras caminaban hacia el sonido del llanto de bebés, risas de infantes y discusiones infantiles—. Aunque deseo que sea una niña por el bien del pequeño Cayo. Tiene una opinión tan alta de sí mismo que no aceptará de buen grado a un hijo y heredero de tal madre. Tan pronto como pueda se divorciará de ella.
«¡Gracias a los dioses por estar tan cerca de la guardería! Estamos entrando en terreno peligroso —pensó Octavia—. Pobre mamá, siempre en la periferia de la vida del pequeño Cayo, invisible, sin mencionar.»