V

Cuando Antonio llegó a Atenas en mayo, el gobernador Censorino estaba muy ocupado en el extremo norte de Macedonia luchando contra las incursiones bárbaras, y, por lo tanto, no pudo saludar en persona a su superior. Antonio no estaba de buen humor; Barbatio, a quien creía su amigo, no había resultado ser tal. En el momento en que Barbatio escuchó que Antonio estaba pasándoselo en grande en Egipto, abandonó su puesto con las legiones en Éfeso y se fue a Italia, donde, como Antonio descubrió en ese momento, había removido todavía más las aguas que éste no se había ocupado de limpiar. Lo que Barbatio le dijo a Pollio y Ventidio había hecho que el primero se retirase a los pantanos del Padus y el otro quedase fuera del alcance de Octavio, Agripa y Salvidieno.

La fuente de la mayoría de estas muy desagradables noticias de Italia era Lucio Munatio Planeo, a quien Antonio encontró instalado en el apartamento del primer legado en la residencia de Atenas.

—Toda la empresa de Lucio Antonio fue un desastre —le dijo Planeo, que escogió sus palabras. De alguna manera debía dar un informe ajustado sin posicionarse, porque, por el momento, no veía ninguna oportunidad para pasarse al bando de Octavio, su única opción—. La víspera de Año Nuevo los defensores de Perusia intentaron romper el asedio de Agripa sin resultado. Pollio y Ventidio no quieren moverse para enfrentarse a los ejércitos de Octavio, aunque lo superaban en número. Pollio insistía en que no estaba seguro de lo que tú deseabas hacer, y Ventidio no quería seguir el liderato de nadie excepto el de Pollio. Después de que Barbatio contó las historias de tus francachelas (¡según su palabra, no la mía!), Pollio se mostró tan disgustado que rehusó comprometerse él mismo o a sus legiones para sacar a tu hermano de Perusia. La ciudad no tardó mucho en caer.

—¿Dónde estabas tú y tus legiones, Planeo? —preguntó Antonio con una peligrosa luz en sus ojos.

—Más cerca de Perusia que Pollio o Ventidio, fui a instalarme a Espoletio para formarla mandíbula sur de una estrategia de pinza que nunca se llevó a cabo. —Exhaló un suspiro y tembló—. También tenía a Fulvia en mi campamento, y ella se comportaba de forma extraña. —Él la amaba, sí, pero más amaba a su propio pellejo; de todas maneras, Antonio no ejecutaría a Fulvia por traición—. Agripa tuvo la desvergüenza de robarme mis dos mejores legiones, ¿te lo puedes creer? Las habían enviado para que ayudasen a Campania, luego apareció Agripa y les ofreció a los hombres mejores condiciones. ¡Sí, Agripa derrotó a Nerón con mis dos legiones! Nerón tuvo que escapar a Sicilia y con Sexto Pompeyo. Al parecer, algunos elementos en Roma hablaban de matar a las esposas y sus familias, porque la esposa de Nerón, Livia Drusilia, cogió a su pequeño hijo y se unió a Nerón. —En ese punto, Planeo frunció el entrecejo y pareció no tener muy claro cómo proseguir.

—¡Venga, Planeo, suéltalo!

—Ah… tu reverenda madre, Julia, escapó con Livia Drusilia y Sexto Pompeyo.

—Si me hubiese detenido a pensar en ella (cosa que no hice porque intenté no hacerlo), ésa es exactamente la clase de cosa que ella haría. ¡Oh, en qué mundo tan maravilloso vivimos! —Antonio apretó los puños—. Esposas y madres que viven en campamentos militares y se comportan como si supiesen dónde está la punta de una espada. ¡Bah! —Hizo un visible esfuerzo, y se calmó—. Mi hermano; supongo que está muerto, pero aún no has conseguido reunir el valor para decírmelo, Planeo.

Finalmente, pudo transmitir una buena noticia.

—¡No, no, mi querido Marco! ¡Todo lo contrario! Cuando Perusia abrió sus puertas, algún magnate local se entusiasmó tanto con el tamaño y el esplendor de su pira funeraria que toda la ciudad se quemó hasta los cimientos. Un desastre peor que el asedio. Octavio ejecutó a veinte destacados ciudadanos, pero no se tomó ninguna represalia contra las tropas de Lucio, al contrario, fueron incorporadas a las legiones de Agripa. Lucio pidió perdón y se le concedió. Octavio le dio la Hispania Ulterior para su gobierno, y se marchó de inmediato. Se fue como un hombre feliz.

—¿Este nombramiento dictatorial fue sancionado por el Senado y el pueblo de Roma? —preguntó Antonio, en parte aliviado, en parte furioso. ¡Maldito Lucio! Siempre intentando superar a su hermano mayor Marco sin conseguirlo.

—Lo fue —dijo Planeo—. No obstante, algunos pusieron cierta objeción.

—¿Tratamiento de favoritismo para el demagogo pelado del foro?

—Eh… bueno, sí, la frase se utilizó. Puedo darte los nombres. Sin embargo, Lucio fue cónsul el año pasado y tu tío Hybrida es censor, así que la mayoría consideró que Lucio se merecía el perdón y el nombramiento. Podrá tener una bonita guerra con los lusitanos y un triunfo cuando regrese a casa.

—Entonces se habrá librado de las cosas mejor de lo que merecía —rezongó Antonio—. ¡Una absoluta idiotez de principio a fin! Aunque estoy dispuesto a apostar que Lucio sólo siguió órdenes. Ésta fue la guerra de Fulvia. ¿Dónde está ella?

Planeo abrió mucho sus ojos castaños.

—Aquí, en Atenas. Ella y yo escapamos juntos. En un primer momento no creímos que Brundisium nos dejaría (ya que son fervorosos partidarios de Octavio, como siempre), pero supongo que Octavio los avisó de que se nos permitiera abandonar Italia siempre que no llevásemos tropas con nosotros.

—Así que hemos establecido que Fulvia está en Atenas, ¿pero en qué lugar de Atenas?

—Ático le permite utilizar su domus aquí.

—¡Típico de él! Como siempre, al bueno de Ático le gusta tener un pie en cada bando. Pero ¿qué le hace creer que me va a alegrar ver a Fulvia?

Planeo permaneció mudo, inseguro de la respuesta que Antonio quería escuchar.

—¿Qué más ha pasado?

—¿No crees que ya es bastante?

—No, a menos que sea un informe completo.

—Octavio no obtuvo bastante dinero de Perusia para financiar sus actividades, aunque de algún lugar ha conseguido pagar a sus legiones para mantener a los hombres a su lado.

—El cofre de guerra de César se debe de estar vaciando de prisa.

—¿De verdad crees que se lo llevó?

—¡Por supuesto que se lo llevó! ¿Qué está haciendo Sexto Pompeyo?

—Cierra las vías marítimas y piratea todo el grano de África. Su almirante Menodoro invadió Cerdeña y expulsó a Lurio, y eso significa que Octavio no tiene más abastecimiento de trigo salvo aquel que le pueda comprar a Sexto a unos precios de escándalo: entre veinticinco y treinta y seis tercios el modio. —Planeo soltó un pequeño maullido de envidia—. Allí es donde está todo el dinero, en los cofres de Sexto Pompeyo. ¿Qué pretende hacer con ello, quedarse con Roma e Italia? ¡Eso es soñar despierto! A las legiones les encanta el dinero, pero no lucharán por el hombre que mata de hambre a sus abuelas. Y es por eso, me atrevería a decir —continuó Planeo con voz pensativa—, que tiene que alistar a esclavos y hacer a los libertos almirantes. Sin embargo, algún día tendrás que arrebatarle su dinero, Antonio, y si no lo haces, quizá lo haga Octavio, y tú necesitarás todavía más dinero.

—¿Octavio le ganará la batalla naval a un hombre con la experiencia de Sexto Pompeyo? —dijo Antonio con un tono burlón—. ¿Con Murco y Ahenobarbo como aliados? Yo me ocuparé de Sexto Pompeyo cuando llegue el momento. Él es un gran problema para Octavio.

Consciente de que tenía su mejor aspecto, Fulvia esperó con ansia a su marido. Aunque las pocas canas no se veían en su cabello castaño, había hecho que su doncella le arrancase cada una antes de vestirse a la última moda. Su vestido rojo oscuro realzaba la curva de sus pechos antes de caer en línea recta que no mostraba la barriga o la cintura ensanchada. «Sí —pensó Fulvia—, llevo muy bien mi edad. Todavía soy una de las mujeres más hermosas de Roma.»

Por supuesto, ella sabía del divertido invierno de Antonio en Alejandría; Barbatio lo había comentado a todos los que quisieran escucharlo. Pero aquello era una cosa de hombres, y no asunto suyo. De haber estado con una mujer romana de alta posición hubiese sido diferente. Hubiera mostrado las garras de inmediato. Pero cuando un hombre estaba ausente durante meses, en ocasiones durante años, ninguna esposa sensata en Roma hubiese pensado mal de él por descargarse de su agua sucia. Además, el querido Antonio tenía una afición por las reinas, las princesas y las mujeres de la más alta nobleza extranjera. Acostarse con alguna de ellas lo hacía sentirse un rey más allá de lo que hubiese podido tolerar un romano republicano. Fulvia, que había conocido a Cleopatra cuando había estado en Roma antes del asesinato de César, comprendía que eran su título y su poder lo que habían atraído a Antonio. Físicamente estaba muy lejos de las lujuriosas y fuertes mujeres que prefería. También era extraordinariamente rica, y Fulvia conocía a su marido; él iría a por su dinero.

Así pues, cuando el mayordomo Ático apareció para decirle que Marco Antonio estaba en el atrio, Fulvia se sacudió para acomodarse las vestiduras y corrió por el largo y austero pasillo desde su habitación hasta donde Antonio esperaba.

—¡Antonio! ¡Oh, meum mel, qué maravilloso verte de nuevo! —exclamó desde el portal.

Él había estado contemplando una magnífica pintura de Aquiles junto a sus barcos, y se volvió al sonido de su voz.

Después de eso, Fulvia no supo exactamente qué pasó, sus movimientos fueron tan veloces… Lo que sintió fue una tremenda bofetada en la mejilla que la tiró al suelo. Luego, él se inclinó sobre ella, sus dedos enganchados en su pelo, y tironeaba para ponerla de pie. Las bofetadas llovieron en su rostro, tan poderosas y fuertes como el puño de un hombre; se le aflojaron los dientes y tenía la nariz fracturada.

—¡Estúpida puta! —le gritó mientras continuaba pegándole—. ¡Estúpida, más que estúpida puta! ¿Quién te crees que eres, Cayo César?

La sangre manaba de su boca y de su nariz, y ella, que había afrontado todos los desafíos de su vida con un tremendo coraje, se encontró indefensa, aplastada. Alguien gritaba, y debía de ser ella, porque acudieron los sirvientes desde todas las direcciones, echaron una mirada y escaparon.

—¡Idiota! ¡Imbécil! ¿Cómo se te ocurre ir a la guerra contra Octavio en mi nombre? ¿Desperdiciando el dinero que había dejado en Roma, Bononia y Mutina? ¿Comprando legiones para que imbéciles como Planeo las pierdan? ¿Viviendo en un campamento de guerra? ¿Quién te crees que eres para creer que hombres como Pollio podrían aceptar órdenes de ti? ¿Una mujer? ¿Abusando y atemorizando a mi hermano en mi nombre? ¡Es un imbécil! ¡Siempre fue un imbécil! ¡Si necesitaba otra prueba de eso, juntarse con una mujer lo es! ¡Ni siquiera eres digna de despreciarte!

Furioso a más no poder, la arrojó de nuevo al suelo; sin dejar de gritar, ella se apartó como una bestia herida, y las lágrimas manaban ahora más de prisa que la sangre.

—¡Antonio, Antonio! ¡Creía que te complacería! ¡Manió dijo que te agradaría! —farfulló—. ¡Yo continuaba tu lucha en Italia mientras tú estabas ocupado con Oriente! ¡Lo dijo Manió!

Todo le llegó en trozos mascullados; al escuchar «Manió», su furia se apagó de pronto. Su liberto había salido en forma de serpiente. En realidad, él no sabía hasta que la vio lo furioso que estaba, cómo la furia había crecido en él durante el viaje desde Éfeso. Quizá si hubiese hecho como se había planeado y hubiera navegado directamente desde Antioquía hasta Atenas no se hubiese enfurecido tanto.

Además de Barbatio, había más gente en Éfeso, que chismorreaba sobre esa situación, y no sólo de su invierno con Cleopatra, algunos incluso bromeaban de que, en su familia, él llevaba los vestidos mientras que Fulvia vestía la armadura. Otros se mofaban diciendo que al menos una Antoniana había librado una guerra aunque fuese una mujer. Antonio había tenido que fingir que no había escuchado ninguno de estos comentarios, pero su enfado fue creciendo. Saber toda la historia por boca de Planeo no lo había ayudado, ni tampoco el dolor que le había consumido hasta descubrir que Lucio estaba sano y salvo. Su hermano Cayo había sido asesinado en Macedonia, y sólo la ejecución del asesino había aliviado el dolor. Él, su hermano mayor, los amaba.

El amor por Fulvia, pensó al mirarla despreciativamente, se había apagado para siempre. ¡Estúpida, estúpida puta! Vestida con la armadura y emasculándolo públicamente.

—Te quiero fuera de esta casa mañana —dijo, al tiempo que la sujetaba por la muñeca derecha y la arrastraba para después colocarla debajo de Aquiles—. Dejemos que Ático conserve su caridad para quienes lo merecen. Le escribiré a él hoy mismo para decírselo, no puede permitirse ofenderme, por mucho dinero que tenga. ¡Eres una desgracia como esposa y mujer, Fulvia! No quiero tener nada más que ver contigo. Te enriaré la comunicación de divorcio inmediatamente.

—Pero —sollozó ella— escapé sin dinero y sin propiedades, Marco, necesito dinero para vivir.

—Ve a ver a tus banqueros. Eres una mujer rica y sui iuris. —Comenzó a llamar a gritos a los sirvientes—. ¡Límpiala y échala a puntapiés de aquí! —le ordenó al mayordomo, que casi no podía mantenerse en pie del miedo; después, Antonio dio media vuelta y se marchó.

Fulvia permaneció sentada contra la pared durante un largo tiempo, apenas consciente del terror de las muchachas, que le limpiaban el rostro e intentaban contener las hemorragias y las lágrimas. Una vez se había reído al escuchar que esta o aquella mujer tenían el corazón roto, convencida de que un corazón no se podía romper. Ahora lo sabía de verdad. Marco Antonio le había roto el corazón para siempre.

Se corrió la voz por toda Atenas de cómo Antonio había tratado a su esposa, pero eran pocos los que sentían aprecio por Fulvia, que había hecho lo imperdonable: usurpar las prerrogativas de los hombres. Los relatos de sus apariciones en el foro cuando se casó con Publio Clodio se airearon, junto con las escenas que había montado ante las puertas del Senado, y también su posible colaboración con Clodio cuando él había profanado los ritos de la Bona Dea.

No es que a Antonio le importase lo que Atenas dijese. Él, un hombre romano, sabía que los hombres romanos de la ciudad no pensarían mal de él.

Además, estaba muy ocupado escribiendo cartas, una ardua tarea. La primera, a Tito Pomponio Ático, fue escueta, y en ella le informaba de que el imperator Marco Antonio, triunviro, le agradecería que mantuviese sus narices fuera de los asuntos de Marco Antonio y no tuviera nada que ver con Fulvia. La segunda fue para Fulvia, para informarle de que se divorciaba de ella por su conducta impropia, y que se le prohibía ver a los dos hijos que había tenido con él. La tercera fue para Gneo Asinio Pollio para preguntarle qué estaba pasando en Italia y para que tuviese la bondad de tener preparadas a sus legiones para marchar hacia el sur en el caso de que a él, Marco Antonio, se le negase la entrada al país por el populacho partidario de Octavio en Brundisium. La cuarta fue para el etnarca de Atenas, dándole las gracias por la bondad y la lealtad (implicada) hacia los romanos correctos; por lo tanto, le complacía al imperator Marco Antonio, triunviro, regalarle a Atenas la isla de Aegina y algunas otras islas menores cercanas a ella. Eso bastaría para poner contentos a los atenienses, se dijo.

Podría haber escrito más cartas de no haber sido por la llegada de Tiberio Claudio Nerón, que le hizo una visita formal en cuanto hubo instalado a su esposa y a su hijo bebé en un buen alojamiento cercano.

Edepol! —exclamó Nerón con una expresión de asco—. ¡Sexto Pompeyo es un bárbaro! Aunque, ¿qué otra cosa se podría esperar de un miembro de un clan de pretenciosos de Picenum? No tienes ni idea de lo que es su cuartel general: ratas, ratones, desperdicios que se pudren. No me atreví a exponer a mi familia a la inmundicia y a la enfermedad, aunque no era lo peor que podía ofrecer Pompeyo. No habíamos abierto ni siquiera nuestros equipajes antes que algunos de los libertos convertidos en almirantes estuviesen rondando alrededor de mi esposa. ¡Tuve que cortarle una rebanada del brazo de uno de esos tipejos! ¿Te puedes creer que Pompeyo se puso del lado de aquel desgraciado? Le dije lo que pensaba de él, y a continuación puse a Livia Drusilia y a mi hijo en el siguiente barco a Atenas.

Antonio escuchó aquello mientras que a su cabeza le venían vagos recuerdos de lo que opinaba César de Nerón; «inepto» era la palabra más amable que César había encontrado para describirlo. Antonio, que sacó más partido de lo que Nerón había dicho, decidió que éste había llegado a la guarida de Sexto Pompeyo, se había paseado como un gallo para criticarlo todo y, finalmente, se había hecho tan insoportable que Sexto lo había echado. Era muy difícil encontrar a un pedante más insoportable que Nerón, y los Pompeyo eran muy sensibles a sus orígenes picentinos.

—¿Qué piensas hacer ahora, Nerón? —preguntó.

—Vivir dentro de mis posibilidades, que no son ilimitadas —respondió Nerón envarado, su rostro oscuro y saturnino con una expresión todavía más orgullosa.

—¿Qué hay de tu esposa? —preguntó Antonio arteramente.

—Livia Drusilia es una buena esposa. Hace lo que se le dice, que es más de lo que tú puedes decir de la tuya.

Una típica declaración neroniana; parecía no tener un monitor intuitivo que le advirtiese que era mejor no decir algunas cosas. «Tendría que seducirla —pensó Antonio, furioso—, ¡qué vida debe de tener, casada con este inepto!»

—Tráela a cenar esta tarde. Nerón —dijo con un tono jovial—. Piensa en el dinero que te ahorrarás; no necesitarás enviar a tu cocinera al mercado hasta mañana.

—Te lo agradezco —respondió Nerón, que se levantó con toda su esquelética altura y se marchó con el brazo izquierdo sosteniendo los pliegues de la toga, dejando solo a Antonio, que se reía por lo bajo.

Entró Planeo, con el horror reflejado en su rostro.

—Oh, Edepol!, Antonio. ¿Qué está haciendo Nerón aquí?

—¿Aparte de insultar a todos los que encuentra? Sospecho que se hizo tan insoportable en el cuartel general de Sexto Pompeyo que le dijeron que se marchase. Puedes venir a cenar esta tarde y compartir los placeres de su compañía. Traerá a su esposa, que debe de ser una aburrida tremenda para estar con él. ¿Quién es ella?

—Su prima; bastante cercana, en realidad. Su padre era un Claudio Nerón adoptado por el famoso tribuno de la plebe, Livio Druso, de ahí su nombre Livia Drusilia. Nerón es el hermano de sangre de Druso, Tiberio Nerón. Por supuesto, ella es una heredera; hay mucho dinero en la familia Livio Druso. En un tiempo, Cicerón confiaba en que Nerón se casaría con su Tullía, pero ella prefirió a Dolabella, un marido mucho peor en muchos sentidos, pero al menos era un tipo divertido. ¿Tú no frecuentabas esos círculos cuando vivía Clodio, Antonio?

—Lo hacía. Tienes razón, Dolabella era buena compañía. Pero no es Nerón quien le da a tu rostro esa expresión, Planco. ¿Qué pasa?

—Un paquete de Efeso. Yo también recibí uno, pero el tuyo es de tu primo Caninio, así que debe de decir más. —Planeo se sentó en la silla de los clientes y miró a Antonio a través de la mesa con los ojos brillantes.

Antonio rompió el sello, desenrolló la epístola de su primo y murmuró mientras la leía. Una larga tarea, acompañada por maldiciones y fruncimientos de ceño.

—Desearía —se quejó— que más hombres hubiesen seguido la indicación de César de poner un punto al comienzo de cada nueva frase. Lo hago ahora, y también lo hacen Pollio, Ventidio y (aunque detesto decirlo) Octavio. Convierte un escrito continuo en algo que un hombre puede leer casi de una ojeada.

Continuó con sus murmullos, finalmente exhaló un suspiro y dejó la carta.

—¿Cómo puedo estar en dos lugares a la vez? —le preguntó a Planeo—. En realidad tendría que estar en la provincia de Asia preparándola contra el ataque de Labieno; en cambio, me veo forzado a permanecer cerca de Italia y a tener mis legiones a mano. Pacoro ha invadido Siria, y todos aquellos príncipes se han unido a los partos, incluso Amblico. Caninio dice que las legiones de Saxa se han pasado a Pacoro; Saxa se vio forzado a huir a Apamea, y después tomó un barco para ir a Cilicia. Nadie ha vuelto a saber de él desde entonces, pero el rumor dice que su hermano fue asesinado en Siria. Labieno está ocupado en invadir Cilicia Pedia y la Capadocia oriental.

—Por supuesto, no hay legiones al este de Éfeso.

—Ni las habrá en Éfeso, me temo. La provincia de Asia tendrá que apañárselas por su cuenta hasta que pueda aclarar el lío en Italia. Ya le he dicho a Caninio que traiga las legiones a Macedonia —manifestó Antonio con un tono grave.

—¿Es tu única alternativa? —preguntó Planeo con el rostro pálido.

—La única. Me he dado a mí mismo el resto de este año para ocuparme de Roma, Italia y Octavio, así que durante el resto de este año las legiones estarán acampadas alrededor de Apolonia. Si se supiera que están en el Adriático, Octavio se percataría de que pretendo aplastarlo como a una chinche.

—Marco —gimió Planeo—, todo el mundo está harto de la guerra civil, y tú hablas de la guerra civil. ¡Las legiones no combatirán!

—Mis legiones lucharán por mí —respondió Antonio.

Livia Drusilia entró en la residencia del gobernador con su habitual compostura, los cremosos párpados entrecerrados sobre sus ojos, que ella sabía que eran su mejor arma. ¡Había que ocultarlos! Como siempre, caminaba un poco por detrás de Nerón porque era lo que hacía una buena esposa, y Livia Drusilia había jurado ser una buena esposa. Nunca, se había jurado al escuchar lo que Antonio le había hecho a Fulvia, se pondría a sí misma en semejante posición. Para ponerse una armadura y empuñar una espada, una tendría que haber sido una Hortensia; además, sólo lo había hecho para demostrarle a los líderes del Estado romano que las mujeres de Roma, desde las más encumbradas a las más bajas, nunca consentirían pagar impuestos cuando no tenían derecho a votar. Hortensia había ganado el envite, una victoria sin sangre, con la correspondiente vergüenza para los triunviros, Octavio y Lépido.

No es que Livia Drusilia pretendiese ser un ratón; sólo fingía ser alguien pequeño, dócil y un tanto tímido. En ella ardía una tremenda ambición; sin embargo, no tenía ni idea de cómo podía convertir aquella ambición en algo productivo. Desde luego, estaba moldeada en un molde absolutamente romano, lo que significaba mantener un comportamiento femenino, sin exhibirse, siempre manipulando de manera sutil. Tampoco quería ser otra Cornelia, la madre de los Graco, adorada por algunas mujeres como una auténtica diosa romana porque había sufrido, parido hijos, los había visto morir, sin quejarse nunca de su suerte. No, Livia Drusilia intuía que debía haber otra manera de alcanzar las alturas.

El problema era que tres años de matrimonio le habían mostrado más allá de toda duda que ese camino no era a través de Tiberio Claudio Nerón. Como la mayoría de las muchachas de su privilegiada posición, ella no había conocido muy bien a su futuro marido antes de casarse, pese a que había sido su primo cercano. Nada en él en las pocas ocasiones en que se habían encontrado había inspirado en ella otra cosa que no fuese desprecio por su estupidez y un instintivo desagrado hacia su persona. Morena como era, admiraba a los hombres de pelo dorado y ojos claros. Inteligente como también era, admiraba a los hombres con una gran inteligencia. Nerón no tenía ninguna de esas cosas. Ella tenía quince años cuando su padre Druso la casó con su primo hermano Nerón, y en la casa donde había nacido no había habido nunca murales priápicos o lámparas fálicas de las que una muchacha pudiese aprender alguna cosa del amor físico. Así pues, la unión con Nerón la había asqueado. El también había preferido a las amantes de cabellos rubios y ojos claros; lo que le complacía de su esposa era su linaje noble y su fortuna.

¿Cómo podría librarse de Tiberio Claudio Nerón cuando ella estaba decidida a ser una buena esposa? No parecía posible a menos que alguien le ofreciese a él un mejor matrimonio, y eso era muy poco probable. Su inteligencia le había indicado muy pronto en su matrimonio que a las personas les desagradaba Nerón, pero lo toleraban sólo por su condición de patricio y, en consecuencia, por su derecho a ocupar todos los cargos que Roma ofrecía a la nobleza. ¡Oh, cuánto la aburría! Eran muchos los relatos que había escuchado sobre Cato Uticenses, el mayor de los enemigos de César, y que tenían que ver con su nada agradable personalidad, pero a Drusilia le parecía un dios comparado con Nerón. Tampoco le agradaba el hijo que le había dado a Nerón diez meses después del casamiento; el pequeño Tiberio era moreno, delgaducho, alto, solemne y un tanto gazmoño, incluso a los dos años de edad. Había tomado la costumbre de criticar a su madre porque escuchaba a su padre que lo hacía y, a diferencia de los niños pequeños, había pasado su vida en compañía de su padre. Livia Drusilia sospechaba que Nerón prefería mantenerla a ella y al pequeño Tiberio bien cerca por si acaso algún galán con el encanto de César quisiese entrometerse en la virtud de su esposa. ¡Qué irritante resultaba! ¿Es que el muy idiota no sabía que ella jamás se rebajaría de esa manera?

La existencia doméstica que había llevado hasta que Nerón se había embarcado en su desastrosa aventura en Campania, dentro de la causa de Lucio Antonio, no le había permitido ver a ninguno de los hombres famosos de los que toda Roma hablaba. Nunca había visto a Marco Antonio, Lépido, Servicio Batía, Gneo Domitio Calvino, Octavio o incluso César, que había muerto cuando ella tenía quince años. Por lo tanto, hoy era un día excitante, aunque nada en su porte lo indicaba. ¡Ella cenaría con Marco Antonio, el hombre más poderoso del mundo!

Un placer que casi no ocurrió cuando Nerón se enteró de que Antonio era uno de aquellos tipos que tenían la costumbre de permitir que las mujeres se sentasen en los divanes junto con los hombres.

—¡Si mi esposa no ha de sentarse en una silla, me marcho! —dijo Nerón con su habitual falta de tacto.

De no haber sido porque Antonio ya había encontrado encantador el pequeño rostro oval de la esposa de Nerón, el resultado de aquel comentario hubiese sido un rugido y una expulsión; en cambio, Antonio sonrió y ordenó que trajesen una silla para Livia Drusilia. Cuando la trajeron, mandó que la colocasen delante de él y, como sólo había tres invitados masculinos, Nerón no podía quejarse al respecto. No era igual como si ella hubiese estado en la otra esquina; de todas formas, creía que era una prueba más de la inculta naturaleza de Antonio, que había relegado a Nerón a un extremo del diván y había puesto a un don nadie como Planeo en el medio.

Al quitarse la capa quedó a la vista que Livia Drusilia llevaba un vestido de color tostado y cuello alto, pero nada podía disimular los encantos de su figura o su inmaculada piel marfil. Negros y abundantes como la noche y brillantes debido al tinte, sus cabellos estaban peinados con sencillez y hacia atrás para cubrirle las orejas y recogidos en un moño en la nuca. ¡Su rostro era precioso! Una pequeña y madura boca roja, unos ojos enormes enmarcados con largas pestañas negras como abanicos, mejillas rosadas, una pequeña nariz aquilina, todo se combinaba para ofrecer la perfección. En el momento en que Antonio comenzaba a enfadarse al no ser capaz de descifrar de qué color eran sus ojos, ella movió la silla y un delgado rayo de sol los iluminó. ¡Oh, qué sorpresa! Eran de un color azul muy oscuro, pero estriados de una forma mágica con rayas de un tostado claro; eran unos ojos como los que no había visto nunca, y… espeluznantes. «¡Livia Drusilia, podría comerte!», se dijo a sí mismo, y se dispuso a conseguir que se enamorase de él.

Pero no fue posible. Ella no era tímida, respondía a todas sus preguntas con sinceridad y cortesía, no tenía miedo de añadir algún pequeño comentario cuando se necesitaba. Sin embargo, no ofrecía ningún tema de conversación por propia voluntad, y no decía ni hacía nada que Nerón, que la miraba con suspicacia, pudiera recriminarle. Nada de todo eso le hubiese importado a Antonio de haber visto una pequeña chispa de interés en sus ojos, pero no era así. De haber sido un hombre más perspicaz, hubiese comprendido que el débil mohín que aparecía en su rostro de vez en cuando hablaba de desagrado.

Sí, él podía pegarle a una esposa que había cometido un grave error, decidió ella, pero no como Nerón, con total frialdad, algo calculado. Antonio lo podía hacer en un arranque de furia, aunque después, calmado, lamentaría el hecho, porque su crimen había sido imperdonable. Les gustaría a la mayoría de los hombres, se sentirían atraídos por él, y la mayoría de las mujeres lo desearían. La vida durante aquellos pocos días en la guarida de Sexto Pompeyo en Agrigentum había puesto en contacto a Livia Drusilia con mujeres de baja estofa, y había aprendido mucho del amor, los hombres y el acto sexual. Al parecer, las mujeres preferían a los hombres con grandes penes porque un pene grande hacía que alcanzasen con más facilidad el orgasmo o fuera lo que fuese (ella no lo había averiguado, y había temido preguntar por miedo de que se riesen de ella). No obstante, había descubierto que Marco Antonio era famoso por la inmensidad de su órgano procreador. Bueno, eso podía ser, pero ahora ella no descubría nada en Antonio que le gustase o fuera digno de admiración. Sobre todo, después de haber comprendido que él estaba intentando al máximo obtener una respuesta de ella. Le producía una tremenda satisfacción negarle dicha respuesta, y así le enseñaba a él un poco de cómo una mujer podía adquirir poder. Algo que no era muy importante con Antonio, cuya lujuria era transitoria, incluso carente de importancia.

—¿Qué te parece el Gran Hombre? —preguntó Nerón mientras caminaban de regreso a casa en el corto y fiero atardecer.

Livia Drusilia parpadeó; su marido, habitualmente, no le preguntaba qué creía de alguien o de algo.

—De elevada cuna y de carácter bajo —respondió ella—. Un vulgar aburrido.

—Enfático —dijo él con un tono complacido.

Por primera vez en su relación, ella se atrevió a formularle una pregunta política.

—¿Marido, por qué tratas con un patán aburrido como Marco Antonio? ¿Por qué no con César Octavio, quien por todas las descripciones no es un aburrido, ni tampoco un patán?

Por un momento, él permaneció absolutamente inmóvil, luego se volvió para mirarla con más sorpresa que irritación.

—El nacimiento supera ambas cosas. Antonio es de mejor cuna. Roma pertenece a los hombres con los antepasados correctos. Ellos y sólo ellos pueden ocupar los altos cargos públicos, gobernar las provincias, dirigir las guerras.

—Pero ¡Octavio es el sobrino de César! ¿El nacimiento de César no fue irreprochable?

—Oh, César lo tenía todo: nacimiento, fortuna, belleza. Era el más augusto de los augustos patricios. Incluso su sangre plebeya era la mejor: madre Aureliana, abuela Marciana, bisabuela Popiliana. ¡Octavio es un impostor! Una gota de sangre Julia; el resto, basura. ¿Quiénes son los Octavio de Velitrae? ¡Unos don nadie! Algunos Octavio son más o menos respetables, pero no aquellos de Velitrae. Uno de los bisabuelos de Octavio era un cordelero; otro, un panadero. Su abuelo era un banquero. ¡Bajo, bajo! Su padre hizo un afortunado segundo casamiento con la sobrina de César, aunque ella estaba manchada; su padre era un rico don nadie que compró a la hermana de César. En aquellos días, los Julio no tenían dinero y debían vender a sus hijas.

—¿No es un sobrino una cuarta parte Julia? —aventuró ella atrevidamente.

—¡Ese pequeño impostor es un sobrino nieto! Sólo un octavo Julia. ¡El resto es abominable! —ladró Nerón, que comenzó a enfadarse—. ¡Lo que sea que poseyó al gran César para escoger a un chico de baja cuna como su heredero se me escapa, pero de una cosa puedes estar segura, Livia Drusilia, nunca me uniré a alguien como Octavio!

«Bueno, bueno —pensó Livia Drusilia y no dijo nada más—. ¡Por eso tantos aristócratas romanos aborrecen a Octavio, y, como persona de la sangre más pura, yo también debería aborrecerlo, pero me intriga! Ha ascendido tanto que admiro eso en él, porque lo comprendo. ¡Quizá de vez en cuando Roma deba crear nuevos aristócratas! Bien puede ser que el gran César lo comprendiese cuando redactó su testamento.»

La interpretación de Livia Drusilia de las razones de Nerón para unirse a Marco Antonio era una burda simplificación; pero entonces también lo era el razonamiento de Nerón. Su pobre intelecto era subdesarrollado; por muchos años que pasasen no iría más allá de lo que había sido como un joven al servicio de César. Era tan obtuso que ni siquiera se había dado cuenta de que no le agradaba a César. El agua le resbalaba como por las plumas de un pato, como decían los galos. ¿Cuándo tu sangre es la mejor de todas, qué posible falta podía otro noble encontrar en ti?

Para Marco Antonio, su primer mes en Atenas pareció estar lleno de mujeres, ninguna de las cuales era digna de su valioso tiempo. Aunque su tiempo era realmente valioso, ¿por qué nada de lo que hacía daba fruto? La única buena noticia le llegó desde Apolonia con Quinto Delio, que le informó de que sus legiones habían llegado a la costa occidental de Macedonia y que estaban felices de acampar en mejor clima.

Pegado a los talones de Delio llegó Lucio Escribonio Libo, que escoltaba a la mujer que sin duda podía alegrar el humor de Antonio: su madre. Entró a la carrera en su sala de negociaciones llena de horquillas de pelo, semillas para el pájaro que su criada llevaba en una jaula y colgajos de un largo fleco que alguna modista demente había agregado a los dobladillos de su estola. Los cabellos los llevaba alborotados en mechones con más gris que oro en aquellos días, pero sus ojos eran exactamente iguales a como los recordaba su hijo, siempre con una cascada de lágrimas.

—¡Marco, Marco! —gritó ella, y se arrojó sobre su pecho—… ¡Oh, mi querido muchacho, creí que nunca volvería a verte! ¡He pasado un tiempo horroroso! Un miserable cuartucho en una casa que día y noche resonaba con los ecos de actos indescriptibles, las calles cubiertas de escupitajos y del contenido de bacinillas, una cama llena de chinches, ningún lugar donde poder darse un baño.

Con muchos sonidos y arrullos, Antonio consiguió finalmente sentarla en una silla y tranquilizarla todo lo que podía tranquilizar cualquiera a Julia Antonia. Sólo cuando las lágrimas disminuyeron a lo que era su cantidad habitual él tuvo la oportunidad de ver quién había entrado detrás de Julia Antonia. ¡Ah, el mayor de los sicofantas, Lucio Escribonio Libo! No tan pegajoso como Sexto Pompeyo, pero capaz de hacer que un olmo diese peras.

Bajo de estatura y enjuto de constitución, Libo tenía un rostro que reforzaba las faltas de su tamaño y traicionaba la naturaleza de la bestia interior: codiciosa, tímida, ambiciosa, insegura, egoísta. Su momento llegó cuando el hijo mayor de Pompeyo Magno se enamoró de su hija y, después de divorciarse de Claudia Pulcra, se casó con ella. A partir de entonces, Libo obligó a Pompeyo Magno a ascenderlo como correspondía por ser el suegro de su hijo. Luego, cuando Gneo Pompeyo siguió a su padre en la muerte, Sexto, el hijo menor, se casó con su viuda. Todo eso dio como resultado que Libo comandara las flotas y, ahora, actuara como embajador no oficial de su amo, Sexto. Las mujeres Escribonia habían prosperado junto a su familia; la hermana de Libo se había casado con dos ricos e influyentes hombres, uno un patricio de nombre Cornelio con quien había tenido una hija. Aunque la hermana Escribonia tenía ahora los treinta recién cumplidos y parecía tener mala fortuna —enviudar dos veces no era buena señal—, Libo no desesperaba por encontrarle un tercer marido. Era bonita, fértil, con una dote de doscientos talentos; sí, Escribonia, la hermana, se volvería a casar.

Sin embargo, Antonio no estaba interesado en las mujeres de Libo. Eran las suyas quienes le preocupaban.

—¿Por qué dioses me la has traído? —preguntó.

Libo abrió mucho sus ojos castaños y separó las manos.

—¿Mi querido Antonio, a qué otro lugar podía traerla?

—Podrías haberla dejado en su propia casa de Roma.

—Se resistió con tal histeria que me vi obligado a sacar a empellones a Sexto Pompeyo de la habitación; de lo contrario, él la hubiese matado. Créeme, no quiere ir a Roma, no deja de gritar que Octavio la ejecutará por traición.

—¿Ejecutar a una prima de César? —preguntó Antonio, incrédulo.

—¿Por qué no? —replicó Libo con toda inocencia—. Proscribió a Lucio, el primo de César, el hermano de tu madre.

—¡Octavio y yo proscribimos a Lucio! —tronó Antonio, enfadado—. ¡Sin embargo, no lo ejecutamos! Necesitábamos su dinero, así de sencillo. Mi madre no tiene ni un sestercio, por lo tanto, no corre ningún peligro.

—¡Entonces díselo tú! —dijo Libo, furibundo; había sido él, después de todo, quien había tenido que aguantar a Julia Antonia en un largo viaje marítimo.

De haber mirado alguno de los dos hombres en su dirección —cosa que no hicieron— podían haber visto que los llorosos ojos azules mostraban una cierta astucia y que las orejas profusamente ornamentadas recogían todas las palabras dichas. Por muy ridícula que Julia Antonia pudiese ser, tenía un saludable respeto por su propio bienestar y estaba convencida de que estaría mucho mejor con su hijo mayor que varada en Roma sin ningún ingreso.

Para ese momento, el mayordomo y varias sirvientas femeninas ya habían llegado y sus rostros mostraban cierta inquietud. Sin conmoverse por aquella prueba de miedo servil ante la posibilidad de verse cargados con el problema, Antonio les traspasó, agradecido, a su madre mientras le aseguraba que no la enviaría a Roma. Finalmente, después de todo aquello, reinó de nuevo la paz en la sala de negociaciones, lo que aprovechó Antonio para sentarse en su silla con un suspiro de alivio.

—¡Vino! ¡Necesito vino! —gritó, y se levantó de un salto—. ¿Tinto o blanco, Libo?

—Un tinto bien fuerte, gracias. Nada de agua. Ya he visto agua suficiente en los últimos tres nundinae como para que me dure media vida.

—Te comprendo. —Antonio sonrió—. Cuidar de mamá no es ninguna fiesta. —Llenó una copa grande casi hasta el borde—. Ten, esto tendría que aliviar el dolor, es un Chian de diez años.

Reinó el silencio durante algún tiempo mientras los dos bebedores hundían sus narices en las copas con los apropiados sonidos de contento.

—¿Qué te trae a Atenas, Libo? —preguntó Antonio—. No me digas que mi madre.

Tienes razón. Tu madre vino por su conveniencia.

—No por la mía, desde luego —se quejó Antonio.

—Me encantaría saber cómo hacer eso —dijo Libo alegremente—. Tu voz es ligera y aguda, pero en un periquete puedes convertirla en un gruñido ronco, un rugido.

—O incluso un bramido. Te olvidas del bramido. No me preguntes cómo. No lo sé. Sólo ocurre. Si quieres escucharme bramar, continúa evadiendo el tema.

—No, eso no será necesario. Aunque si me permites continuar hablando de tu madre unos momentos más, te sugiero que le des dinero y déjala que frecuente las mejores tiendas de Atenas. Hazlo, y nunca la volverás a ver ni a escuchar más de ella. —Libo sonrió mientras las burbujas estallaban en el borde de su vino—. En cuanto se enteró de que tu hermano Lucio había sido perdonado y enviado a la Hispania Ulterior con un imperio proconsular fue más fácil de tratar con ella.

—¿Por qué estás aquí? —repitió Antonio.

—Sexto Pompeyo creyó que era una buena idea que viniese a verte.

—¿De verdad? ¿Con qué fin?

—Quiere formar una alianza contra Octavio. Vosotros dos unidos podríais aplastar a Octavio como a un escarabajo.

La pequeña boca se frunció.

Antonio desvió la mirada.

—Una alianza contra Octavio… ¿por favor, Libo, por qué yo, uno de los tres hombres nombrados por el Senado y el pueblo de Roma para reconstruir la República, debo establecer una alianza con un hombre que no es más que un pirata?

Libo hizo una mueca.

—¡Sexto Pompeyo es el gobernador de Sicilia, según acuerdo con el mos maiorum! No considera legal o correcto el triunvirato, y deplora el edicto de proscripción, que lo deja falsamente fuera de la ley, por no mencionar que le despoja de sus propiedades y herencias. Sus actividades en alta mar sólo sirven para convencer al Senado y al pueblo de Roma que ha sido injustamente condenado. Deroga la sentencia de hostis, anula todos los bandos, embargos e interdicciones y Sexto Pompeyo dejará de ser un pirata.

—¿Cree que si voy al Senado para que lo liberen de su condición de enemigo público y de todas las prohibiciones, embargos | interdicciones me ayudará a liberar a Roma de Octavio?

—Pues así es.

—¿Debo entender que está proponiéndome que comience la guerra mañana mismo, si es posible?

—Vamos, vamos, Marco Antonio, todo el mundo sabe que llegará el momento en que tú y Octavio la emprenderéis a golpes. Dado que entre vosotros (descuento a Lépido) tenéis el imperium maius sobre nueve décimas partes del mundo romano y que controláis las legiones además de los ingresos, ¿qué otra cosa puede pasar que no sea llegar a una guerra a toda escala? Durante más de cincuenta años, en la historia de la República romana no ha habido más que una guerra civil detrás de otra. ¿Crees sinceramente que Filipos marcó el final de las guerras civiles? —Libo mantuvo el tono amable, la expresión serena—. Sexto Pompeyo está cansado de vivir en la ilegalidad. Quiere lo que es suyo: recuperar la ciudadanía, el permiso para heredar la propiedad de su padre, Pompeyo Mango, la restitución de dicha propiedad, el consulado y el imperio proconsular en Sicilia a perpetuidad. —Libo se encogió de hombros—. Hay más, pero creo que por ahora ya es bastante.

—¿Qué dará a cambio de esto?

—Controlará y barrerá los mares como tu aliado. Si incluyes un perdón para Murco, también tendrás sus flotas.

—Ahenobarbo dice que es independiente, aunque un gran pirata. Sexto Pompeyo también garantizará el trigo gratis para tus legiones.

—Me tiene como rehén.

—¿Es un sí o un no?

—No trato con piratas —respondió Antonio con su habitual voz ligera—. Sin embargo, puedes decirle a tu amo que, si él y yo nos encontramos en el agua, espero que me deje ir a donde quiera. Si lo hace, ya hablaremos.

—Más un sí que un no.

—Más nada que cualquier otra cosa, por el momento. No necesito a Sexto Pompeyo para aplastar a Octavio, Libo. Si Sexto lo cree, está en un error.

—Si decides llevar tus tropas a través del Adriático de Macedonia a Italia, Antonio, no agradecerás ver a unas flotas que te lo impidan.

—El Adriático es de Ahenobarbo, y no me molestará. No estoy impresionado.

—¿Así que Sexto Pompeyo no puede llamarse tu aliado? ¿No hablarás por él en el Senado?

—Absolutamente no, Libo. Lo más que puedo hacer es no perseguirlo. Si lo persigo, él será quien acabe aplastado. Dile que puede quedarse con su trigo gratis, pero que espero que me venda trigo para mis legiones al precio habitual de cinco sestercios el modius, y ni un sestercio más.

—Exiges mucho.

—Estoy en posición de hacerlo. Sexto Pompeyo no.

«¿Cuánta de esta obstinación es porque ahora tiene a su madre colgada del cuello? —se preguntó Libo—. Le dije a Sexto que no era una buena idea, pero no quiso escucharme.»

Quinto Delio entró en la habitación del brazo de otro sicofanta, Sentio Saturnino.

—¡Mira quién acaba de llegar de Agrigentum con Libo! —exclamó Delio, encantado—. ¿Antonio, te queda algo de ese tinto Chian?

—¡Bah! —exclamó Antonio—. ¿Dónde está Planeo?

—¡Aquí, Antonio! —respondió Planeo, que fue a abrazar a Libo y a Sentio Saturnino—. ¿No es esto bonito?

«Muy bonito —pensó Antonio agriamente—. Estoy casi emocionado.»

Trasladar su ejército a la costa adriática desde Macedonia sólo había servido como un ejercicio destinado para asustar a Octavio; tras haber abandonado toda idea de enfrentarse a los partos hasta que mejorasen sus ingresos, Antonio, al principio, había querido dejar sus legiones en Éfeso, pero la visita a aquella ciudad le había hecho cambiar de opinión. Caninio era demasiado débil para controlar a tantos legados superiores a menos que el primo Antonio estuviese cerca, además, no podía resistirse a la idea de asustar a Octavio. Pero de alguna manera todos asumían que la guerra que esperaban que estallase entre los dos triunviros iba a llevarse a cabo, y Antonio se encontraba en un dilema. ¿Debía aplastar a Octavio ahora? Tal como iban las campañas, ésta sería barata, ya que disponía de muchos transportes para llevar a sus legiones a través del pequeño mar hasta su territorio natal, donde podía recoger a las legiones de Octavio para complementar las propias, y así dejar libres a Pollio y Ventidio, que disponían de catorce legiones. Y otras diez más después de la derrota de Octavio. Además, lo que hubiese en el tesoro lo pondría en su cofre de guerra.

Así y todo, no estaba seguro… Cuando el consejo de Libo referente a Julia Antonia demostró ser correcto y nunca más la volvió a ver, Antonio se relajó un poco. Su diván ateniense era cómodo y el ejército estaba contento en Apolonia. El tiempo le diría qué hacer. No se le ocurrió que, al posponer la decisión, le estaba diciendo a su mundo que carecía de la decisión respecto a su futura línea de acción.