Durante cuatro años consecutivos el Nilo no se desbordó. La única buena noticia era que aquellos que habían sobrevivido a la plaga a lo largo del río parecían inmunes, lo mismo que les sucedía a los del Delta y a los de Alejandría. Aquellas personas eran más duras, más sanas.
A Sosigenes se le ocurrió una idea, y proclamó un edicto en nombre del faraón: ordenó que las partes más bajas de las orillas del Nilo fuesen bajadas otros cinco pies. Si el agua conseguía sobrepasar los topes de aquellas aberturas preparadas, fluiría por los inmensos estanques cavados previamente. Y alrededor de estos estanques había norias dispuestas a enviar el agua por canales poco profundos que serpenteaban a través de los campos resecos. Cuando a mediados de julio llegó la inundación, el río subió lo suficiente como para llenar los estanques. Este método hacía más fácil irrigar a mano que el tradicional shaduf, con un único cubo que había que sumergir en el río.
Y la gente era gente incluso en medio de la muerte, y habían nacido bebés, con el consiguiente aumento de la población. Pero Egipto comería.
La amenaza de Roma estaba por ahora controlada; los agentes le habían dicho a Cleopatra que, desde Tarsus, Antonio había ido a Antioquía, había visitado Tiro y Sidón y después había embarcado con rumbo a Éfeso, donde una aullante Arsinoé había sido sacada del santuario para ser atravesada con una espada. El sumo sacerdote de Artemisa pareció que la seguiría, pero Antonio, a quien le desagradaban aquellas venganzas sanguinarias orientales, intervino a petición del etnarca y envió al hombre de regreso a su recinto sin hacerle daño. La cabeza no sería parte del equipaje de Antonio cuando visitase Egipto; Arsinoe había sido incinerada entera. Ella había sido la última auténtica Ptolomeo, y con su muerte había desaparecido aquella particular amenaza a Cleopatra.
—Antonio vendrá en invierno —manifestó Tacha con una sonrisa.
—¡Antonio, oh, madre mía, él no es César! ¿Cómo puedo soportar sus manos sobre mí?
—César era único. No puedes olvidarlo, eso lo comprendo, pero debes dejar de llorarlo y mirar a Egipto. ¿Qué importa la sensación de sus manos cuando Antonio posee la sangre para darle a Cesarión una hermana para casarse? Los monarcas no se casan por la gratificación del ser, se casan para beneficio de sus reinos y para salvaguardar la dinastía. Te acostumbrarás a Antonio.
De hecho, la mayor preocupación de Cleopatra durante aquel verano y aquel otoño fue Cesarión, que no le había perdonado dejarlo atrás en Alejandría. Era irreprochablemente cortés, trabajaba mucho con sus libros, leía voluntariamente en su tiempo libre, seguía con sus lecciones de equitación, sus ejercicios militares y sus aficiones atléticas, aunque no boxeaba ni luchaba.
—Tata me dijo que nuestro aparato pensador está localizado dentro de nuestras cabezas y que nunca debemos practicar deportes que lo pongan en peligro, así que aprenderé a utilizar el gladio y la espada larga, dispararé flechas y arrojaré piedras con las hondas, practicaré con el pilum y mi asta, correré, saltaré vallas y nadaré. Pero no boxearé ni lucharé. Tata no lo aprobaría, por mucho que digan mis instructores, ya les dije que desistiesen, que no viniesen corriendo a ti. ¿Acaso mis órdenes cuentan menos que las tuyas?
Ella estaba maravillada de lo mucho que él recordaba de César, y más después de escuchar el mensaje implícito en sus últimas palabras. Su padre había muerto antes de que el niño cumpliese los cuatro años.
Pero no era la discusión por los deportes de contacto físico o cualquier otro pequeño disgusto lo que la molestaba; lo que le dolía era su distanciamiento. Ella no podía quejarse de falta de atención cuando le hablaba, sobre todo para dar una orden, pero él la había apartado de su mundo interior. Era obvio que el niño alimentaba un resentimiento que ella no podía descartar como insignificante.
«Oh —se quejó para sus adentros—. ¿Por qué siempre tomo las decisiones equivocadas? De haber sabido el efecto que tendría excluirlo del viaje a Tarsus probablemente lo hubiese llevado conmigo. Pero eso hubiese puesto en peligro la sucesión en un viaje marítimo».
Los agentes de Antonio le informaron de que la situación en Italia había desembocado en una guerra abierta. Los instigadores eran Fulvia, la belicosa esposa de Antonio, y el hermano de Antonio, Lucio Antonio. Fulvia le había pedido al famoso chaquetero Lucio Munatio Planeo —que le había dado su consentimiento— que le entregase a los soldados veteranos que estaba emplazando en los alrededores de Beneventum —dos legiones completas— para su ejército; después de aquello había convencido al aburrido aristócrata Tiberio Claudio Nerón, a quien César tanto había detestado, que provocase una rebelión de esclavos en la campaña, una tarea muy poco apropiada para alguien que nunca en su vida había hablado con un esclavo. No es que Nerón no lo hubiese intentado, es que ni siquiera supo cómo comenzar su trabajo.
Sin tener ninguna posición oficial más allá de su condición de triunviro, Octavio se coló en los círculos de conocidos y allegados en el perímetro de Lucio Antonio, mientras que las dos legiones que el propio Lucio había conseguido reclutar avanzaban por la Península italiana hacia Roma. El tercer triunviro, Marco Emilio Lépido, llevó dos legiones a Roma para impedir la entrada de Lucio. Luego, en el momento en que Lépido vio el resplandor de las armaduras en la Vía Latina, abandonó Roma, a sus tropas y a una jubilosa Fulvia (y a Lucio, a quien la gente tendía a olvidar).
El resultado dependía en realidad de aquel anillo de grandes ejércitos que rodeaban Italia, los ejércitos comandados por los mejores generales de Antonio, hombres que eran sus amigos además de sus partidarios políticos. Gneo Asinio Pollio, con siete legiones, tenía la Galia Cisalpina; en la Galia Transalpina, al otro lado de los Alpes, estaba Quinto Fufio Caleño con once legiones, mientras que Publio Ventidio y sus siete legiones estaban en la costa de Liguria.
Ahora ya era otoño. Antonio estaba en Atenas, no muy lejos, disfrutando de los entretenimientos que ofrecía aquella sofisticada ciudad. Pollio le escribió, Ventidio le escribió, Caleño le escribió, Planeo le escribió, Fulvia le escribió, Lucio le escribió, Sexto Pompeyo le escribió, y Octavio le escribía todos los días. Antonio nunca respondió ni a una sola de esas cartas, ya que tenía mejores cosas que hacer. Por lo tanto, como Octavio comprendió, Antonio perdió su gran oportunidad para aplastar al heredero de César para siempre. Los veteranos se amotinaban, nadie pagaba impuestos, y todo lo que Octavio pudo reunir fueron ocho legiones. Las principales carreteras, desde Bononia, en el norte, hasta Brundisium, en el sur, resonaban con el rítmico golpeteo de las caligae con clavos de los legionarios, la mayoría de ellas pertenecientes a los enemigos jurados de Octavio; la flota de Sexto Pompeyo controlaba el mar Adriático, cortaba el suministro de granos de Sicilia y África. Si Antonio hubiese levantado su corpachón del cómodo diván ateniense y hubiera llevado a aquellos hombres a una guerra abierta para aplastar a Octavio habría ganado fácilmente, pero decidió no responder a sus cartas y no moverse. Octavio suspiró tranquilo, mientras la gente de Antonio asumió que éste estaba demasiado ocupado pasándoselo bien como para preocuparse más allá del placer.
En Alejandría, al leer los comunicados, Cleopatra protestó y rabió, pensó en escribir a Antonio para que iniciase una guerra en Italia. ¡Eso sí que alejaría la amenaza de Egipto! Pero al final no lo hizo; de haberlo hecho, hubiese sido un esfuerzo inútil.
Lucio Antonio marchó al norte por la Vía Flaminia a Perugia, una magnífica ciudad en lo alto de una meseta en mitad de los Apeninos. Allí se instaló con sus seis legiones dentro de las murallas de Perugia y esperó a ver no sólo qué haría Octavio, sino también lo que harían Pollio, Ventidio y Planeo. Nunca pensó que estos tres últimos no acudirían a su rescate; ¡cómo hombres de Antonio, era su obligación!
Octavio había puesto al mando a su hermano espiritual Agripa, una sabia decisión; cuando los dos jóvenes llegaron a la conclusión de que Pollio, Ventidio y Planeo no iban a rescatar a Lucio, construyeron unas enormes fortificaciones de asedio en un anillo que rodeaba toda la montaña de Perugia. No llegaba abastecimiento alguno a la ciudad, y con la llegada del invierno; la reserva de agua era cada vez más baja.
Fulvia estaba en el campamento de Planeo y despotricaba contra la perfidia de Pollio y Ventidio, acampados muy lejos; también criticaba a Planeo, que sólo lo toleraba porque estaba enamorado de ella. El estado mental de Fulvia era cada vez más inestable: pasaba de las tremendas rabietas a una actividad frenética reclutando a más hombres. Pero lo que más la carcomía era el odio hacia Octavio. El melindroso cachorro le había devuelto a su esposa Clodia, la hija de Fulvia, todavía virgo intacta. ¿Qué podía hacer ella en un campamento de guerra con una muchacha flacucha que no hacía más que llorar y negarse a comer? Para colmo de males, Clodia insistía en que estaba locamente enamorada de Octavio, y acusaba a su madre del rechazo de Octavio.
Para finales de octubre, Antonio se parecía mucho al Etna antes de una erupción. Sus colegas advirtieron los temblores e intentaron evitarlo, pero no era posible.
—Delio, iré a pasar el invierno en Alejandría —anunció—. Marco Saxa y Caninio pueden quedarse con las tropas en Éfeso. Lucio Saxa, tú vendrás conmigo hasta Antioquía; te nombro gobernador de Siria. Hay dos legiones de Casio en Antioquía, serán suficientes para tus necesidades. Puedes comenzar haciéndoles entender a las ciudades de Siria que quiero cobrar los tributos. ¡Ahora, no más tarde! Todos los lugares que le pagaron a Casio, me pagarán a mí. Por el momento no haré más cambios en los demás lugares; la provincia de Asia está tranquila, Censorino se apaña en Macedonia, y no veo la necesidad de un gobernador en Bitinia. —Estiró los brazos por encima de la cabeza con una expresión exultante—. ¡Unas vacaciones! ¡El nuevo Dionisio disfrutará de unas magníficas vacaciones! ¿Qué lugar mejor para gozarlas que la corte de Afrodita en Egipto?
Él tampoco le escribió una carta a Cleopatra. La reina se enteró de que venía a través de sus agentes, que consiguieron avisarle dos semanas antes. Durante ese tiempo, Cleopatra envió naves en busca de los manjares que Egipto no producía: desde suculentos jamones del Pirineo a enormes piezas de queso. Aunque no era parte habitual del menú, los cocineros de palacio sabían preparar garum para las salsas, y a los varios criadores de cochinillos para los residentes romanos en la ciudad les compraron todos los animales. Se compraron pollos, gansos, patos, perdices y faisanes, pues no tenían cordero en esa época del año. Por encima de todo lo demás, el vino debía ser bueno y abundante; la corte de Cleopatra apenas si lo probaba, y la reina prefería la cerveza de cebada egipcia. Pero los romanos reclamaban vino, vino y más vino.
Por el Delta y Pelusium corrían rumores que hablaban de la inquietud en Siria, si bien nadie parecía tener una prueba concreta de la naturaleza del problema. Era cierto que los judíos estaban revueltos; cuando Herodes había vuelto de Bitinia como tetrarca, se habían escuchado aullidos de ambas partes de los sanedrines, fariseos y saduceos; que su hermano Fasael también fuese un tetrarca no parecía importar tanto. A Herodes lo odiaban, a Fasael lo toleraban. Algunos judíos conspiraban para echar del trono a Hircano a favor de su sobrino, un príncipe asmoneo llamado Antígono; o, si no conseguían sus propósitos, al menos despojar a Hircano del cargo de sumo sacerdote y darle el puesto a Antígono.
Pero dado que Marco Antonio estaba a punto de llegar en cualquier momento, Siria no recibió de Cleopatra la atención que se merecía. Era un tema de una cierta urgencia porque Siria estaba en la puerta vecina.
A Cleopatra la preocupaba por encima de todo lo demás la crisis que giraba en torno a su hijo. Cha’em y Tacha habían recibido la orden de llevarse a Cesarión a Menfis y tenerlo allí hasta que Antonio se hubiese marchado.
—No iré —afirmó Cesarión, muy tranquilo, con la barbilla alzada.
No estaban solos, algo que enfadaba a Cleopatra. Así que respondió sin más:
—¡El faraón lo ordena! Por lo tanto, irás.
—Yo también soy faraón. El más grande romano vivo después de que mi padre fuese asesinado viene a visitarnos, y le recibiremos con todos los honores. Eso significa que el faraón debe estar presente en ambas encarnaciones, varón y mujer.
—No discutas, Cesarión. Si es necesario, ordenaré que la guardia te lleve a Menfis.
—¡Eso quedará muy bien a los ojos de tus súbditos!
—¡Cómo te atreves a ser así de insolente conmigo!
—Soy faraón, ungido y coronado. Soy hijo de Amón-Ra e hijo de Isis. Soy Horus. Soy el Señor de las Dos Damas y el Señor del Alto y Bajo Egipto. Mi cartucho está por encima del tuyo. A menos que vayas a la guerra contra mí, no puedes negarme mi derecho a sentarme en el trono. Como estaré cuando recibamos a Marco Antonio.
En la sala de audiencias reinaba tanto silencio que cada palabra que pronunciaban madre e hijo resonaba en las vigas doradas. Los sirvientes intentaban pasar lo más desapercibidos posible. Charmian e Iras atendían a la reina. Apolodoro permanecía en su puesto y Sosigenes estaba sentado a una mesa ocupado en la lectura de los platos que ofrecerían en los banquetes. Sólo faltaban Cha’em y Tach’a, muy atareadas en preparar los múltiples agasajos que le ofrecerían a su amado Cesarión cuando llegase al recinto de Ptah.
El rostro del niño mostraba una expresión terca, sus ojos azul verdoso duros como piedras pulidas. Nunca el parecido con César había sido tan pronunciado. Sin embargo, la postura era relajada, nada de puños apretados y los pies bien plantados. Había dicho lo suyo; ahora le tocaba a Cleopatra.
Sentada en la poltrona intentaba calmar el torbellino en su mente. ¿Cómo explicarle a este obstinado extraño que actuaba por su propio bien? Si se quedaba en el recinto real se vería expuesto a toda clase de cosas nada adecuadas para su edad —juramentos, profanidades, glotones que vomitaban, personas tan dominadas por la lujuria que poco les importaba si copulaban en un diván o de pie apoyados en una pared—, actos que llevaban la semilla de la corrupción, vividas ilustraciones de un mundo que ella había decidido que su hijo nunca vería hasta tener la edad necesaria para enfrentarse a ellos. Recordó sus años de niña en este mismo palacio, a su disoluto padre acariciando a sus catamitas, exhibiendo los genitales para que se los besasen y chupasen, bailando borracho al tiempo que tocaba su ridícula flauta a la cabeza de un desfile de niños y niñas desnudos, mientras se ocultaba y rezaba para que él no la encontrase e hiciese que la violasen para su placer, o incluso que la matasen como había hecho con Berenice. Tenía una nueva familia con su joven hermanastra; una hija de su esposa Mitrídates era prescindible. Por lo tanto, los años que había pasado en Menfis con Cha’em y Tach’a perduraban en su memoria como el tiempo más delicioso de toda su vida: tranquilo, seguro, feliz.
Las fiestas en Tarsus habían sido un buen ejemplo del estilo de vida de Marco Antonio. Él mismo se había mantenido mesurado, pero sólo porque debía enfrentarse a una mujer que también era una soberana. La conducta de sus amigos le era del todo indiferente, y algunos de ellos se habían comportado de forma abominable.
¿Pero cómo decirle a Cesarión que no estaría, que no podía estar, aquí? El instinto le decía que Antonio iba a olvidar toda continencia, que interpretaría a fondo el papel de nuevo Dionisio. También era el primo de su hijo. Si Cesarión se quedaba en Alejandría, sería imposible tenerlos separados. Era obvio que Cesarión soñaba con conocer al gran guerrero, sin comprender que el gran guerrero se presentaría con el disfraz del gran juerguista.
Por lo tanto, el silencio persistió hasta que Sosigenes carraspeó y apartó la silla para levantarse.
—¿Su majestad, puedo hablar? —preguntó.
Le respondió Cesarión:
—Habla.
—El joven faraón tiene ahora seis años, pero todavía está al cuidado de un palacio lleno de mujeres. Sólo en el gimnasio y el hipódromo entra en el mundo de los hombres, y son sus súbditos. Antes de hablar con él, deben prosternarse. No ve nada extraño en esto: es el faraón. Pero con la visita de Marco Antonio tendrá la oportunidad de vincularse con hombres que no son sus súbditos, y que no se prosternarán. Que le alborotarán el pelo, lo empujarán amablemente, bromearán con él. De hombre a hombre. Faraona Cleopatra, sé por qué deseas enviar al joven faraón a Menfis, comprendo…
Cleopatra lo interrumpió.
—¡Basta, Sosigenes! ¡Olvidas quién eres! Acabaremos esta conversación después de que el joven faraón haya dejado la sala, ¡algo que hará ahora!
—No me marcharé —dijo Cesarión.
Sosigenes continuó pese a que temblaba de terror. Su trabajo, y también su cabeza, estaban en peligro, pero alguien tenía que decirlo.
—Su majestad, no puedes ordenar que el joven faraón se marche, ya sea ahora para acabar esto, o más tarde para protegerlo de los romanos. Tu hijo ha sido ungido y coronado faraón y rey. En años puede que sea un niño, pero en lo que es, ya es un hombre. Es hora de que trate libremente con hombres que no se prosternen. Su padre era un romano. Es el momento de que aprenda más de Roma y los romanos de lo que aprendió cuando era un bebé durante tu estancia en Roma.
Cleopatra sintió que el rostro le ardía, se preguntó cuánto de lo que sentía se reflejaba en su faz. ¡Maldito niño haciendo pública su postura! Cesarión sabía cómo cotilleaban los sirvientes; dentro de una hora lo sabría todo el palacio, mañana toda la ciudad.
Había perdido. Todos los presentes lo sabían.
—Gracias, Sosigenes —manifestó después de una muy larga pausa—. Agradezco tu consejo. Es el consejo acertado. El joven faraón debe quedarse en Alejandría para frecuentar a los romanos.
El chiquillo no gritó de alegría ni comenzó a dar saltos.
Asintió con un gesto regio y dijo, mirando a su madre con ojos inexpresivos:
—Gracias, mamá, por decidir no ir a la guerra.
Apolodoro sacó a todos de la sala, incluido el joven faraón; tan pronto como se quedó a solas con Iras y Charmian, Cleopatra se echó a llorar.
—Tenía que suceder —afirmó Iras, la práctica.
—Ha sido cruel —declaró Charmian, la sentimental.
—Sí —dijo Cleopatra, entre sollozos—, ha sido cruel. Todos los hombres lo son, está en su naturaleza. No están contentos con vivir en igualdad de términos con las mujeres. —Se enjugó las lágrimas—. He perdido una pequeña parte de mi poder; me la ha arrebatado. Para cuando cumpla los veinte, lo tendrá todo.
—Esperemos —comentó Iras— que Marco Antonio sea amable.
—Tú le viste en Tarsus. ¿Entonces te pareció amable?
—Sí, cuando se lo permitiste. Estaba inseguro, así que erró.
—Isis debe tomarlo como su marido —señaló Charmian, con un suspiro y los ojos tiernos—. ¿Qué hombre no sería amable con Isis?
—Tomarlo como esposo no es ceder poder. Isis lo ganará —dijo Cleopatra—. ¿Pero qué dirá mi hijo cuando se dé cuenta de que su madre le está dando un padrastro?
—Lo tomará como viene —afirmó Iras.
La nave insignia de Antonio, un enorme quinquerreme con una popa muy alta y erizado de catapultas, fue invitada a amarrar en el Puerto Real. En el muelle le esperaban, a la sombra de una marquesina dorada, ambas encarnaciones del faraón, aunque no vestidos con la regalía faraónica. Cleopatra vestía una sencilla túnica de lana rosa y Cesarión una túnica griega color cebada con ribetes púrpuras. Había pedido una toga, pero Cleopatra le había dicho que no había nadie en Alejandría que pudiese enseñar a las modistas de palacio cómo hacer una. Había decidido que era la mejor manera de evitar dar a Cesarión la noticia de que no se le permitía llevar toga porque no era un ciudadano romano.
Si el propósito de Cesarión era eclipsar a su madre, lo consiguió; cuando Antonio bajó por la rampa y pisó el muelle, sólo tuvo ojos para el niño.
—¡Dioses! —exclamó al acercarse—. ¡César resucitado! ¡Chico, eres su viva imagen!
Cesarión, que era alto para su edad y lo sabía, de pronto se sintió empequeñecido. ¡Antonio era enorme! Nada de esto le importó cuando Antonio se agachó para levantarlo sin el menor esfuerzo y lo acomodó en el brazo izquierdo con los abultados músculos debajo de los pliegues de la toga. Detrás de él, Delio sonreía; le tocó a él saludar a Cleopatra, caminar a su lado desde el muelle con la mirada puesta en la pareja que se les había adelantado, la cabeza dorada del niño echada hacia atrás mientras se reía de alguna broma de Antonio.
—Parece que se han caído muy bien —comentó Delio.
—Eso parece —respondió Cleopatra con un tono impersonal. Luego cuadró los hombros—. Marco Antonio no ha traído a tantos amigos suyos como esperaba.
—Había trabajo que hacer, su majestad. Sé que Antonio espera conocer a algunos alejandrinos.
—El Intérprete, el Registrador, el Juez Mayor, el Contable y el Comandante Nocturno esperan con ansia atenderlo.
—¿El Contable?
—Sólo son nombres, Quinto Delio. Ser uno de estos cinco hombres significa ser de pura cepa macedonia que se remonta a los barones de Ptolomeo Sóter. Son los aristócratas alejandrinos —manifestó Cleopatra, con un tono risueño. ¿Después de todo, qué era Ático sino un contable, y acaso las familias patricias romanas lo despreciaban?—. No hemos dispuesto ninguna recepción para esta noche —añadió—. Sólo una tranquila cena con Marco Antonio.
—Estoy seguro de que le encantará —afirmó Delio, con voz amable.
Cuando Cesarión ya no podía mantener los ojos abiertos, su madre lo envió sin más a la cama, y luego despidió a los sirvientes para quedarse sola con Antonio.
Alejandría no tenía lo que se decía un verdadero invierno, sólo un leve helor en el aire después de la puesta de sol, y eso significaba que las ventanas que daban a la brisa estaban cerradas. Después de Atenas, donde las temperaturas eran más extremas, Antonio encontró aquel clima delicioso y, por fin, sintió que se podía relajar como no lo había hecho en meses. Aquella mujer había sido una interesante compañera de cena cuando consiguió meter alguna palabra, ya que Cesarión había bombardeado a Antonio con una sorprendente variedad de preguntas. ¿Cómo era la Galia? ¿Cómo había sido lo de Filipos? ¿Qué se sentía al estar al mando de un ejército? Y así sucesivamente.
—Te ha agotado —comentó ella, ahora, con una sonrisa.
—Es más curioso que una adivina antes de decirte tu buena fortuna. Pero es inteligente, Cleopatra. —En su rostro apareció una mueca de desagrado—. Tan precoz como el otro heredero de César. Al que detestas.
—Eso es un verbo muy suave. Odio es más acertado. Espero que mi hijo te guste.
—Mucho más de lo que esperaba. —Su mirada recorrió las lámparas colocadas en la habitación y entrecerró los párpados—. Hay demasiada luz —dijo.
En respuesta, ella se levantó del diván, cogió un apagavelas y las apagó todas, excepto todas aquellas que no iluminaban directamente el rostro de Antonio.
—¿Tienes dolor de cabeza? —preguntó mientras volvía al diván.
—Así es.
—¿Quieres retirarte?
—No si puedo quedarme aquí tranquilo y hablar contigo.
—Por supuesto que puedes.
—No me creíste cuando dije que me estaba enamorando de ti, pero dije la verdad.
—Tengo espejos de plata, Antonio, y ellos me dicen que no soy la clase de mujer de la que tú te enamoras como, por ejemplo, Fulvia.
Sonrió y sus pequeños dientes blancos brillaron.
—Y Glafira, aunque tú nunca la has visto. Una encantadora listilla.
—A quien evidentemente no amas, ya que dices eso de ella. Pero a Fulvia sí que la amas.
—Mejor dicho, la amaba. En este momento es un incordio, con su guerra contra Octavio. Una actividad fútil mal conducida.
—Una mujer muy hermosa.
—Ya ha pasado su momento de esplendor, con cuarenta y tres años. Somos más o menos de la misma edad.
—Ella te ha dado hijos.
—Sí, pero demasiado jóvenes aún para saber de qué están hechos. Su abuelo era Cayo Graco, un gran hombre, así que espero tener unos buenos chicos. Antillo tiene cinco años, Julio todavía es un bebé. Fulvia es una buena yegua. Cuatro hijos con Clodio (dos niñas y dos niños), un niño con Curio y los míos.
—También los Ptolomeo crían bien.
—¿Con sólo un pichón en tu nido cómo puedes decir eso?
—Soy faraón, Marco Antonio, y eso significa que no puedo aparearme con hombres mortales. César era un dios y, por lo tanto, un compañero adecuado para mí. Tuvimos a Cesarión muy pronto, pero después… —Exhaló un suspiro—. Ninguno más. No por no intentarlo, te lo aseguro. Antonio se echó a reír.
—No, ya veo por qué no te lo dijo.
Envarada, ella levantó la cabeza para mirarlo; sus grandes ojos dorados reflejaron la luz de una lámpara detrás de los apretados rizos de Antonio.
—¿Decirme qué? —preguntó.
—Que no quiso engendrar más hijos contigo.
—¡Mientes!
Sorprendido, él también levantó la cabeza.
—¿Mentir? ¿Por qué lo haría?
—¿Cómo puedo saber tus razones? ¡Sencillamente sé que mientes!
—Digo la verdad. Busca en tu mente, Cleopatra, y sabrás el porqué. ¿Qué César engendre una hija para que su hijo se case? Era un romano hasta la médula, y los romanos no aprueban el incesto, ni siquiera entre sobrinas y tíos o entre sobrinos y tías, y mucho menos entre hermanos y hermanas, los primos hermanos son considerados un riesgo.
El desencanto cayó sobre ella como una enorme ola; César, de cuyo amor había estado tan segura, la había engañado. Todos aquellos meses en Roma ansiosa y rezando para un embarazo que nunca había llegado y él lo sabía, lo sabía. El dios de Occidente la había engañado, todo por una estúpida prohibición romana. Apretó los dientes y gruñó desde el fondo de su garganta.
—Me engañó —dijo entonces con un tono apagado.
—Sólo porque no creyó que lo entenderías. Veo que estaba en lo cierto —manifestó Antonio.
—¿De haber sido tú César me hubieses hecho eso a mí?
—Oh, bueno —dijo Antonio, que se volvió sobre sí mismo para estar un poco más cerca de ella—, mis sentimientos no son tan estrictos.
—¡Estoy destrozada! ¡Me engañó y yo lo amaba tanto!
—Lo que sea que pasó está en el pasado. César está muerto.
—Ahora habré de tener contigo la misma conversación que una vez mantuve con él —dijo Cleopatra, que se enjugó las lágrimas a escondidas.
—¿Qué conversación es ésa? —preguntó él mientras pasaba un dedo por su brazo.
Esta vez ella no se apartó.
—El Nilo no se ha desbordado en cuatro años, Marco Antonio, porque el faraón es estéril. Para curar a su pueblo, el faraón debe concebir un hijo con la sangre de los dioses en sus venas; tu sangre es la sangre de César, y por el lado de tu madre eres un Julia. He rezado a Amón-Ra e Isis y ellos me han dicho que un hijo de tus muslos los complacería.
¡No era exactamente una declaración de amor! ¿Cómo un hombre podía responder a tan desapasionada explicación? ¿Él, Marco Antonio, quería comenzar una relación con aquella pequeña mujer de sangre fría? Una mujer que de verdad creía lo que decía. Aun así, pensó, engendrar dioses en la tierra sería una nueva experiencia. ¡Una en el ojo del viejo César, el «jefe» de la familia!
Marco Antonio le sujetó la mano, la acercó a sus labios y la besó.
—Será un honor, mi reina. Si bien no puedo hablar por César, yo te quiero.
«¡Mentiroso, mentiroso! —gritó ella en su corazón—, eres un romano, y sólo amas a Roma. Pero te utilizaré como César me utilizó a mí.»
—¿Compartirás mi cama mientras estás en Alejandría?
—Con placer —respondió él, y la besó.
Fue agradable, no la tortura que había imaginado; sus labios eran frescos y suaves, y no la besó con pasión en aquella primera y titubeante exploración. Sólo fue un beso de labio contra labio, gentil y sensual.
—Ven —dijo ella, y recogió una lámpara.
Su dormitorio no estaba muy lejos; aquéllos eran los aposentos privados del faraón. Él se quitó la túnica —debajo no llevaba taparrabos— y desató los lazos que sujetaban el vestido de ella en los hombros. La prenda al caer formó como un charco alrededor de ella mientras se sentaba en el borde de la cama.
—Qué bonita piel —murmuró él mientras se tendía a su lado—. No te haré daño, mi reina. Antonio es un buen amante, sabe la clase de amor que debe darle a una frágil pequeña criatura como tú.
Efectivamente lo sabía. Su apareamiento fue lento y sorprendentemente placentero porque le acarició el cuerpo con suaves manos y prestó a sus pechos una deliciosa atención. A pesar de sus afirmaciones de que no ocurriría, él le hubiese hecho daño de no haber tenido un hijo, aunque él la excitó hasta el tormento antes de penetrarla, y sabía cómo utilizar aquel enorme miembro de muchas maneras. Dejó que ella alcanzase el orgasmo antes que él, y su orgasmo la sorprendió. Parecía una traición a César, pero César la había traicionado a ella, así que, ¿qué importaba? Además, el mayor regalo de todos era que no le recordaba a César en ningún aspecto, lo que ella tenía con Antonio pertenecía a Antonio. También era diferente el que, después de cada orgasmo, él estuviera preparado para ella de nuevo, y, por otra parte, era casi embarazoso contar el número de sus propios orgasmos. ¿Tan hambrienta estaba? La respuesta obvia era sí. Cleopatra la monarca era de nuevo una mujer.
Cesarión se mostró encantado al saber que ella había tomado al gran Marco Antonio como amante. En ese aspecto no era tan ingenuo.
—¿Te casarás con él? —preguntó el chico, que daba saltos de alegría.
—Quizá en su momento —contestó ella, muy aliviada.
—¿Por qué no? Es el hombre más poderoso del mundo.
—Porque es demasiado pronto, hijo mío. Permite que Antonio y yo aprendamos primero si nuestro amor soportará las responsabilidades del matrimonio.
En cuanto a Antonio, reventaba de orgullo. Cleopatra no era la primera soberana con la que se había acostado, pero era la más importante con diferencia. Y, como había descubierto, sus atenciones sexuales estaban a medio camino entre las de una puta profesional y una obediente esposa romana. Algo que ya le convenía. Cuando un hombre se embarcaba en una relación destinada a durar más de una noche, no necesitaba ni la una ni la otra, así que Cleopatra era perfecta.
Todo eso podría justificar su humor en la primera noche cuando su amante lo agasajó espléndidamente. Si el vino era soberbio y el agua un tanto amarga, ¿entonces por qué añadir agua y estropear una magnífica añada? Antonio abandonó sus buenas intenciones sin siquiera darse cuenta de que lo hacía, y se emborrachó alegremente.
Los huéspedes alejandrinos, todos macedonios del más alto nivel, parecieron sorprendidos al principio, y luego súbitamente parecieron tomar la decisión de que había mucho que decir a favor de la disipación. El registrador, un impresionante hombre de enorme timidez, saltó y rio mientras se acababa la primera jarra, después sujetó a la primera criada que pasó y comenzó a hacerle el amor. En cuestión de segundos le imitaron otros alejandrinos, que demostraron ser iguales a cualquier romano cuando se trataba de participar en una orgía.
Para Cleopatra, que observaba fascinada (y sobria), fue una lección de una clase que ella nunca había esperado aprender.
Por fortuna, Antonio no pareció advertir que ella no participaba de las hilaridades ya que estaba muy ocupado bebiendo. Quizá por eso comía tanto, para que el vino no lo convirtiera en un idiota indefenso. En un discreto rincón, Sosigenes, un tanto más experimentado en esos asuntos que su reina, había colocado bacinillas y palanganas detrás de un biombo donde los huéspedes podían aliviarse a través de cualquier orificio, y también había puesto jarras con pócimas que hacían menos dolorosa la mañana siguiente.
—¡Oh, me he divertido mucho! —vociferó Antonio a la mañana siguiente, sin el menor rastro de resaca—. ¡Hagámoslo de nuevo esta tarde!
Así comenzaron para Cleopatra más de dos meses de constantes diversiones. Cuanto más salvajes eran las fiestas, más las disfrutaba Antonio y mejor se sentía. Sosigenes había heredado la tarea de crear novedades que variasen el tenor de aquellas fiestas sibaríticas con el resultado de que de los barcos que anclaban en Alejandría desembarcaban músicos, bailarines, acróbatas, mimos, enanos, monstruos y magos de todo el lado oriental del Mare Nostrum.
A Antonio le encantaban toda clase de bromas, incluso aquellas pesadas que algunas veces rayaban en la crueldad; le encantaba pescar; le encantaba nadar entre muchachas desnudas; le encantaba conducir cuadrigas, una actividad prohibida a los nobles en Roma; le encantaba cazar cocodrilos e hipopótamos; le encantaba la poesía grosera; le encantaban las fiestas. Sus apetitos eran tan enormes que gritaba que tenía hambre una docena de veces al día; por consiguiente, Sosigenes dio con la brillante idea de tener siempre una cena completa preparada para servir, junto con grandes cantidades de los mejores vinos. Fue todo un éxito, y Antonio, que lo besó sonoramente, declaró que el pequeño filósofo era el príncipe de los buenos tipos.
Alejandría no podía hacer mucho en la protesta contra cincuenta y tantos borrachos que corrían por las calles bailando a la luz de las antorchas, llamaban sonoramente a las puertas y salían corriendo con grandes risas; algunas de las personas enfadadas eran los principales funcionarios de la ciudad, cuyas esposas se quedaban en casa llorando y se preguntaban por qué la reina lo permitía. Y la reina lo permitía porque no tenía otra alternativa, aunque su propia participación en esas actividades no la entusiasmaba. Antonio, una vez, la desafió a echar la perla de seis millones de sestercios de Servilia en una copa de vinagre y bebérsela; él era de la escuela que creía que las perlas se disolvían en vinagre. Cleopatra, que sabía que no era así, aceptó el reto, aunque quizá no debía beberse el vinagre. La perla, que no había sufrido ningún daño, estaba alrededor de su cuello al día siguiente, y las bromas de los pescadores no cesaban. Al no tener suerte como pescador, Antonio le pagó a los buzos para que bajasen y enganchasen peces en su anzuelo. Luego, a la hora de sacar a esas criaturas, se vanagloriaba de sus habilidades como pescador. No obstante, un día, Cleopatra, cansada de tanta alharaca, mandó a un buzo para que enganchase un pescado podrido al anzuelo. Pero él se tomó la broma de muy buen humor, porque así era su naturaleza.
Cesarión contemplaba esas aventuras con una expresión risueña, aunque nunca le habían pedido que asistiese a las fiestas. Cuando Antonio estaba de buen humor, la pareja se marchaba a caballo para cazar cocodrilos o hipopótamos, y Cleopatra se quedaba sumida en la angustia ante la visión de su hijo aplastado por aquellas inmensas bestias y devorado por aquellos largos dientes amarillos. Pero había que reconocerle a Antonio su mérito, ya que protegía al niño de cualquier peligro y le hacía divertirse al máximo.
—Te gusta Antonio —le dijo a su hijo hacia finales de enero.
—Sí, mamá, mucho. Se llama a sí mismo Neo Dionisio, pero en realidad es Hércules. Puede sostenerme con una mano. ¿Te lo imaginas? ¡Lanza el disco a cien pasos!
—No estoy sorprendida —replicó ella con un tono seco.
—Mañana vamos a ir al hipódromo. Voy a montar con él en su cuadriga. ¡Cuatro caballos en fondo, la más difícil!
—Las carreras de cuadrigas no parecen un pasatiempo muy correcto.
—¡Lo sé, pero es tan divertido!
¿Qué se le podía responder a eso?
Su hijo había crecido muchísimo durante los últimos dos meses; Sosigenes había estado en lo cierto. La compañía de hombres lo había librado de aquel toque infantil que ella no había advertido hasta que lo perdió. Ahora se contoneaba por el palacio e intentaba rugir como Antonio, hacía muy graciosas imitaciones del Contable borracho y esperaba cada día con una ansia y un entusiasmo que nunca había mostrado antes. Además, era fuerte, ágil, y naturalmente dotado para los deportes guerreros: lanzar una lanza con precisión mortal, disparar flechas al centro de la diana, utilizar su gladio con la tranquilidad de un legionario veterano, como su padre, montar a caballo a pelo a pleno galope con las manos a la espalda.
En lo que a Cleopatra se refiere, se preguntaba cuánto tiempo más podría tolerar al Antonio juerguista; estaba cansada a todas horas, tenía ataques de náuseas, y no podía permanecer lejos de una bacinilla. De hecho, eran los síntomas del embarazo, aunque muy leves para ser molestos o visibles. Si Antonio no dejaba las juergas pronto, tendría que decirle que debía irse de juerga por su cuenta. Ella podía ser fuerte para ser una mujer pequeña, pero el embarazo se dejaba sentir.
Su dilema se resolvió a principios de febrero, cuando el rey de los partos invadió Siria. Orodes era un hombre mayor, por consiguiente, ya había pasado hacía tiempo su etapa de guerrero, y las intrigas naturales a una sucesión de tal magnitud lo agobiaban. Una de sus maneras de tratar con sus ambiciosos hijos y facciones era encontrar una guerra para los más agresivos de ellos, y ¿qué mejor que una guerra contra los romanos en Siria? El más fuerte de sus hijos era Pacoro, por lo tanto, esta guerra debía serle encomendada a él. Por una vez, el rey Orodes tenía en su mano los dados cargados; con Pacoro vino Quinto Labieno, que se había dado a sí mismo el apodo de Partico. Era el hijo del general más grande de César, Tito Labieno, y había escogido escapar a la corte de Orodes antes que ceder al conquistador de su padre. Las luchas internas en Seleucia del Tigris también habían sacado a la luz una diferencia de opiniones de cómo se podía derrotar a los romanos. En los anteriores enfrentamientos —incluso en aquél que había acabado con la aniquilación del ejército de Marco Craso en Carrhae—, los partos habían dependido en gran medida de los arqueros a caballo, un campesino sin armadura entrenado para retirarse a galope y soltar una mortífera lluvia de flechas desde la grupa del caballo mientras se giraba hacia atrás: el famoso «disparo parto». Cuando Craso cayó en Carrhae, el general al mando del ejército parto había sido un afeminado y pintarrajeado príncipe llamado Sureñas, que había diseñado la manera de asegurarse de que sus arqueros montados no se quedasen sin flechas: cargó caravanas de camellos con flechas de recambio y se las llevó a sus hombres. Desdichadamente, su éxito había sido tan señalado que el rey Orodes sospechó que Sureñas intentaría obtener el trono y lo mandó ejecutar. Desde aquel día, hacía más de diez años, se había desatado una controversia en relación a si habían sido los arqueros montados quienes habían tenido la victoria en Carrhae o los catafractarios. Hombres vestidos con cota de malla de la cabeza a los pies, los catafractarios montaban en grandes corceles también protegidos con cota de malla. La fuente del argumento era social: los arqueros a caballo eran campesinos, mientras que los catafractarios eran nobles.
Así que cuando Pacoro y Labieno llevaron su ejército a Siria a comienzos de febrero en el año del consulado de Gneo Domitio Calvino y Gneo Asinio Pollio, su contendiente parto consistía solamente en catafractarios. Los nobles habían ganado la discusión.
Pacoro y Labieno cruzaron el río Éufrates en Zeugma y allí se separaron. Mientras Labieno y sus mercenarios marchaban al oeste a través del Amanus para entrar en Cilicia Pedia, Pacoro y los catafractarios viraron al sur hacia Siria. Barrieron todo lo que encontraron ante ellos en ambos frentes, aunque los agentes de Cleopatra, en el norte de Siria, se concentraron en Pacoro, no en Labieno. Las noticias volaron a Alejandría.
En el momento en que Antonio se enteró se puso en marcha. Ni amorosos adioses ni afirmaciones de amor.
—¿Él lo sabe? —le preguntó Tach’a a Cleopatra.
No hacía falta ninguna explicación; Cleopatra sabía a qué se refería.
—No. No he tenido la oportunidad de decírselo. Lo único que hizo fue gritar para que le trajesen la armadura y poner en movimiento a hombres como Delio. —Exhaló un suspiro—. Sus barcos zarparán de Berytus, pero no estaba seguro de los vientos para arriesgarse a una travesía marítima. Confía en llegar a Antioquía antes que la flota.
—¿Qué no sabe Antonio? —preguntó Cesarión, muy desconsolado por la súbita partida de su héroe.
—Que en Sextilis tendrás un hermano o una hermana.
El rostro del niño se iluminó, y él comenzó a saltar de alegría.
—¡Un hermano o una hermana! ¡Mamá, mamá, es fantástico!
—Bueno, al menos eso hará que deje de pensar en Antonio —le comentó Iras a Charmian.
—No apartará a Antonio de su mente —respondió Charmian.
Antonio cabalgó hacia Antioquía a un paso agotador, al tiempo que enviaba a llamar a este o aquel potentado local en el sur de Siria mientras pasaba, y en ocasiones les daba las órdenes sin desmontar.
Estaba alarmado ya que, a través de Herodes, se había enterado de que entre los judíos las opiniones estaban divididas; un gran grupo de disidentes judíos parecía estar al tanto de que serían gobernados por los partos. El líder del partido proparto era el príncipe asmoneo Antígono, sobrino de Hircano pero, sin embargo, enemigo de éste y de los romanos. Herodes descuidó informar a Marco Antonio de que Antígono ya estaba negociando con los enviados partos las cosas que ambicionaban: el trono judío y el sumo sacerdocio. Como Herodes no estaba muy interesado en estos tratos furtivos o con humor para acudir al Sanedrín, Antonio continuó hacia el norte, ignorante de la gravedad de la situación judía. Por una vez, Herodes había sido pillado durmiendo, demasiado ocupado en apartar a su hermano Fasael de las manos de la princesa Mariamne para fijarse en nada más.
Tiro era imposible de tomar excepto desde el interior. Su apestoso istmo, cubierto de montañas de cáscaras de marisco, daba al centro de la industria del tinte púrpura la protección debida a una isla, y nadie la traicionaría desde el interior. Ningún tiriano querría enviarle tinte púrpura al rey de los partos a un precio fijado por su rey.
En Antioquía, Antonio se encontró con Lucio Decidió Saxa, que se paseaba nerviosamente por las torres de vigía, en lo alto de las enormes murallas alineadas, con hombres apostados que miraban hacia el norte; Pacoro seguiría el río Orantes, y no estaría muy lejos. El hermano de Saxa habría venido de Éfeso para unirse a él, y los refugiados llegaban sin cesar. Expulsado del Amanus, el rey Tarcondimoto le dijo a Antonio que Labieno lo estaba haciendo brillantemente. Para entonces suponía que ya había llegado a Tarsus y Capadocia. Antíoco de Comagene, gobernante del cliente-reino que bordeaba las cordilleras del Amanus al norte, flaqueaba en su alianza con Roma, según Tarcondimoto. Antonio, a quien le agradaba el hombre, lo escuchó; quizá era un bribón, pero era astuto y capaz.
Después de inspeccionar a las dos legiones de Saxa, Antonio se relajó un poco. Aquellos legionarios que una vez habían sido hombres de Cayo Casio estaban en perfecto estado y tenían una gran experiencia en el combate.
Mucho más inquietantes eran las noticias de Italia. Su hermano Lucio estaba encerrado en Perusia y soportaba un asedio, mientras que Pollio se había retirado a los pantanos, en la desembocadura del río Padus. ¡No tenía sentido! Pollio y Ventidio superaban en número a Octavio. ¿Por qué no ayudaban a Lucio?, se preguntó Antonio, sin recordar en absoluto que no había respondido a sus súplicas de consejo. ¿Acaso la guerra de Lucio era parte de la política de Antonio o no lo era? Bueno, por grave que fuese la situación en Oriente, Italia era lo más importante. Antonio navegó hacia Éfeso, con la intención de llegar a Atenas lo antes posible. Tenía que saber más.
La monotonía de la primera etapa del viaje le dio tiempo para pensar en Cleopatra y en aquel fantástico invierno en Egipto. ¡Dios, cuánto había necesitado un descanso! Qué bien había colmado la reina todos sus caprichos. La amaba de verdad, como amaba a todas las mujeres con las que se había vinculado durante más de un día, y continuaría amándola hasta que ella hiciese algo para provocar su rechazo, aunque Fulvia había dado más de un motivo para que así fuera si los rumores que venían de Italia tenían fundamento. La única mujer a la que siempre había amado era a su madre, sin duda, la más ridícula en la historia del mundo.
Como les ocurría a la mayoría de los muchachos de familia noble, el padre de Antonio no había estado mucho tiempo en Roma, y, por lo tanto, Julia Antonia era —o se suponía que era— la única que mantenía unida a la familia. Tres varones y dos niñas no le habían dado ni un grano de madurez; era terriblemente estúpida. Para ella, el dinero era algo que caía del cielo. Incluso llegaba al extremo de que sus propios sirvientes eran personas muchísimo más inteligentes que ella. Además, tampoco era afortunada en el amor: su primer marido, padre de sus hijos, se había suicidado antes de regresar a Roma y enfrentarse a los cargos de traición por su torpe conducción de la guerra contra los piratas cretenses, y su segundo marido había sido ejecutado en el foro romano por su participación en la rebelión dirigida por Catilina. Todo eso había ocurrido en el momento en que Marco, el mayor de los hijos, había cumplido veinte años. Las dos muchachas eran tan físicamente enormes y tan feas que las casaron con ricos «escaladores» sociales con el fin de aportar algún dinero a la familia y así poder financiar las carreras públicas de los chicos que se habían dedicado a la juerga. Luego, Marco había contraído unas deudas enormes y había tenido que casarse con una rica provinciana llamada Fadia, cuyo padre pagó una dote de doscientos talentos. La diosa fortuna pareció sonreírle a Antonio, ya que Fadia y los hijos que le había dado murieron debido a una fiebre de verano; momento que aprovechó para casarse con otra heredera, su prima hermana Antonia Hybrida. De aquella unión salió un descendiente, una niña que no era ni brillante ni bonita. Cuando Curio murió y Fulvia quedó disponible, Antonio se divorció de su prima para casarse con ella. Otra alianza rentable, pues Fulvia era la mujer más rica de Roma.
No fue precisamente una infancia infeliz ni una juventud sin rasgos de virilidad; era más, Antonio nunca había sido disciplinado, y la única persona que podía controlar a Julia Antonia había sido César, que no era el cabeza de la familia Julia, sino sólo el miembro con mayor poder. A lo largo de los años. César había dejado claro que los quería, pero nunca había sido un hombre fácil, ni alguien a quien los chicos comprendiesen. Aquella fatal falta de disciplina combinada con un escandaloso amor por la juerga habían conseguido, finalmente, que César se alejase de Marco Antonio a medida que iba haciéndose adulto. En dos ocasiones, Antonio había demostrado que no era de fiar; para César, con una vez ya era suficiente. Por consiguiente, descargó su látigo con toda la fuerza.
Hasta el día en que, apoyado en la borda, Antonio, que miraba cómo la luz del sol jugaba en los remos mojados cuando salían del mar, no estuvo seguro de si había tenido la intención de participar en el complot para asesinar a César. Al recordarlo, se sentía inclinado a creer que él no había pensado de verdad que personas como Cayo Trebonio y Décimo Junio Bruto tuviesen el valor o el odio necesarios para seguir adelante. Marco Bruto y Casio no habían importado mucho; eran los mascarones, no los perpetradores. Sí, el complot era obra definitivamente de Trebonio y Décimo Bruto. Ambos estaban muertos. Dolabella había torturado a Trebonio hasta la muerte, mientras que un cacique galo le cortó la cabeza a Décimo Bruto por una bolsa de oro dada por el propio Antonio. Sin duda, pensó Antonio, eso demostraba que, en realidad, él no había complotado para matar a César. Claro que había decidido hacía mucho que una Roma sin César sería para él un lugar mucho más fácil donde vivir. La mayor tragedia de todo era que, probablemente, lo hubiese sido de no haber irrumpido en escena Cayo Octavio, el heredero de César. Octavio, ya a los dieciocho años, empezó a reclamar su herencia, una precaria petición que lo vio marchar dos veces sobre Roma antes de cumplir los veinte; con su segunda marcha había conseguido ser elegido primer cónsul, y luego había tenido la temeridad de forzar a sus rivales Antonio y Lépido a reunirse en una conferencia con él. El resultado había sido el segundo triunvirato, tres hombres para reconstruir la República. En lugar de un dictador, tres dictadores con (teóricamente) el mismo poder. Varados en una isla en un río de la Galia Cisalpina, Antonio y Lépido habían comprendido poco a poco que aquel joven con la mitad de su edad los superaba en astucia y falta de piedad.
Lo que Antonio no podía soportar admitir, incluso en sus momentos más lúgubres, era hasta qué punto Octavio había demostrado lo acertada que había sido la preferencia de César por él. Enfermo, muy joven, demasiado bonito, un auténtico hijo de mamá, Octavio había conseguido mantener la cabeza por encima del agua que debía haberlo ahogado. Quizá una parte de ello era debido a tener el nombre de César —que explotaba al máximo— y otra parte venía propiciada por la ciega lealtad de jóvenes como Marco Vipsanio Agripa; pero no se podía negar que la mayoría de la exitosa supervivencia de Octavio debía atribuirse a sus méritos y sólo a sus méritos. Antonio solía decirle a sus hermanos que César era un enigma, pero, comparado con Octavio, César era transparente como el agua de la Aqua Marcia.