II

Cuando Antonio dejó la capital de Bitinia, todos los potentados salvo Herodes y los cinco miembros del Sanedrín lo acompañaron, seguían reafirmando su lealtad a los nuevos gobernantes de Roma, y sosteniendo que Bruto y Casio los habían estafado, mentido, coaccionado; ¡ay, ay, forzados! Antonio, que tenía muy poca paciencia para los lloros y los lamentos orientales, no hizo aquello que Pompeyo Magno, César y el resto habían hecho: invitar a los más importantes entre ellos a cenar con él, a viajar en su grupo. No, Marco Antonio fingió que sus reales seguidores no existían durante todo el camino desde Nicomedia hasta Ancira, la única ciudad en Galacia.

Aquí, en medio de las enormes extensiones del mejor pastizal al este de la Galia, se vio obligado a instalarse en el palacio de Deiotaro y a esforzarse en ser amable. De los cuatro días dedicados a eso le sobraron tres, pero durante ese tiempo Antonio le informó a Deiotaro que mantendría su reino, por el momento. Su segundo hijo favorito, Deiotaro Filadelfo, fue obsequiado con el salvaje y montañoso reino de Paflagonia (no le servía de nada a nadie), mientras que su hijo favorito, Castor, no recibió nada, y lo que el viejo rey debería haber interpretado de esto estaba ahora más allá de sus reducidas facultades mentales. Para todos los romanos, con Antonio se efectuarían, en su momento, drásticos cambios en Galacia, y no para beneficio de ningún Deiotaro. Para conseguir información de Galacia, Antonio habló con el secretario del viejo rey, un noble gálata llamado Amintas que era joven, bien educado, eficaz y con una visión muy clara de los problemas.

—Al menos, hemos perdido a una buena parte de nuestros seguidores —comentó Antonio jovialmente cuando la columna romana partió para Capadocia—. Aquel maldito imbécil de Castor incluso trajo al tipo que le corta las uñas de los pies. Estar seguro de que lo apreciaban más de lo que habían apreciado a Casio, a quien habían pertenecido. El tiempo era frío, pero sólo duro cuando se levantaba el viento, y en el fondo del valle había poco viento. A pesar de su color, el agua era potable para los hombres y los caballos; la Anatolia central no era un lugar poblado.

Eusebeia Mazaca estaba al pie del gran volcán Aragaeus, cubierto de nieve, porque nadie en la historia recordaba su erupción. Una ciudad azul, pequeña y empobrecida; todos la habían saqueado desde que se tenía memoria, debido a que sus reyes eran débiles y demasiado parsimoniosos para mantener un ejército.

Allí, Antonio comenzó a comprender lo difícil que sería obtener más oro y tesoros del este; Bruto y Casio se habían apoderado de todo aquello que el rey Mitrídates el Grande había pasado por alto. Una comprensión que lo puso de mal humor y que lo hizo marchar con Poplicola, los hermanos Decidió Saxa y Delio a inspeccionar el reino sacerdotal de Ma en Comana, no muy lejos de Eusebeia Mazaca. ¡Qué el senil rey de Capadocia y su ridículo e incompetente hijo rabiasen en su desnudo palacio! Quizá en Comana encontraría un montón de oro oculto debajo de una inocente lápida; los sacerdotes daban a los reyes por muertos cuando se trataba de proteger su dinero.

Ma era una encarnación de Kubaba Cibeles, la Gran Madre Tierra que había gobernado a todos los dioses, masculinos y femeninos, cuando la humanidad había aprendido por primera vez a relatar su historia alrededor de las hogueras. A lo largo de los eones había perdido su poder excepto en lugares como las dos Comanas —una allí, en Capadocia; la otra, al norte, en Pontus— y Pesinunte, no muy lejos de donde Alejandro Magno había cortado el nudo gordiano con su espada. Cada una de estas tres zonas estaba gobernada como reino independiente, y su rey, que además era sumo sacerdote, actuaba dentro de sus límites naturales, como las cerezas pónticas en un cuenco.

Sin preocuparse de llevar una escolta de tropas, Antonio, sus cuatro amigos y una multitud de sirvientes entraron en el precioso pueblo de la Comana de Capadocia y observaron con aprobación sus lujosas viviendas, los jardines que prometían una multitud de flores en la próxima primavera y el imponente templo de Ma que se levantaba en lo alto de una pequeña colina rodeada por un bosque de abedules con álamos a cada lado de una avenida pavimentada que llegaba a la casa terrenal de Ma. Colindante al templo estaba el palacio y, como aquél, sus columnas dóricas eran azules con bases y capiteles rojos, las paredes traseras de un azul mucho más oscuro y el tejado bordeado con pan de oro.

Un joven que parecía no tener más de veinte años los esperaba delante del palacio, vestido con capas de gasa verde y un sombrero de oro redondo en la cabeza, que llevaba afeitada.

—Marco Antonio —se presentó Antonio, que se apeó de su Caballo Público gris y le arrojó las riendas a uno de los tres sirvientes que había traído con él.

—Bienvenido, señor Antonio —respondió el joven, y se inclinó.

—Antonio bastará. No tenemos ningún señor en Roma. ¿Cómo te llamas, mozalbete?

—Arquelao Sisenes. Soy sacerdote-rey de Ma.

—Un poco joven para ser rey, ¿no?

—Mejor ser demasiado joven que demasiado viejo, Marco Antonio. Pasa a mi casa.

La visita comenzó con un desconfiado duelo verbal, donde el rey Arquelao Sisenes, a pesar de ser más joven que Octavio, demostró ser un digno rival de Antonio, cuya buena naturaleza lo inclinó a admirar a un maestro en el arte. Como bien hubiese tolerado alegremente a Octavio de no haber sido éste el heredero de César.

Pero aunque los edificios eran preciosos y el paisaje lo bastante bello como para complacer a un corazón romano, una hora en el reloj de agua fue tiempo más que suficiente para descubrir que aquella riqueza que Ma de Comana hubiese podido poseer se había esfumado. Con una cabalgada de sólo cincuenta millas entre ellos y la capital de Capadocia, los amigos de Antonio estaban muy preparados para partir al alba del día siguiente para reunirse con las legiones y continuar la marcha.

—¿Te ofenderás si mi madre asiste a nuestra cena? —preguntó el sacerdote-rey con un tono deferente—. ¿Y también mis hermanos menores?

—Cuantos más, mejor —replicó Antonio con sus mejores modales. Ya había encontrado las respuestas a varias preguntas molestas, pero sería prudente ver por sí mismo qué clase de familia había formado a este muchacho inteligente, precoz y valiente. Arquelao Sisenes era un hombre apuesto, ingenioso, con un profundo conocimiento de la literatura y la filosofía griegas e incluso de las matemáticas.

Algo que no importó en absoluto en el momento en que Glafira entró en la habitación. Como todas las acolitas femeninas de la Gran Madre, había entrado al servicio de la diosa a los trece años, pero no, como el resto de las vírgenes púberes de aquel año, para tender su estera dentro del templo y ofrecer su virginidad al primer recién llegado que le gustase. Glafira era de sangre real, y escogió a su propio compañero cuando lo deseó. Sus ojos se posaron en un senador romano visitante, que engendró a Arquelao Sisenes sin siquiera saber que lo había hecho; ella tenía catorce años cuando dio a luz al niño. Su siguiente hijo pertenecía al rey de Olba, descendiente del arquero Teucero, que luchó con su hermano Áyax en Troya, y el padre del tercero era un apuesto don nadie que guiaba una yunta de bueyes en una caravana de Media. Después de eso, Glafira colgó su faja y dedicó sus energías a criar a sus hijos. En aquel momento tenía treinta y cuatro años pero aparentaba veinticuatro.

Aunque Poplicola se preguntó qué la había impulsado a presentarse en una cena donde el huésped de honor era un notorio mujeriego, Glafira sabía muy bien por qué. La lujuria no entraba en sus planes. Glafira, que pertenecía a la Gran Madre, había desechado la lujuria hacía mucho tiempo como algo despreciable. No, ella quería algo más para sus hijos que aquel pequeño reino. Buscaba conseguir todo el máximo de Anatolia que pudiese, y si Marco Antonio era la clase de hombre que decían los rumores, entonces él era su oportunidad.

Antonio contuvo el aliento de forma audible. ¡Qué belleza! Alta, esbelta, piernas largas, magníficos pechos y un rostro que rivalizaba con el de Helena; labios rojos, una piel impecable como los pétalos de las rosas, ojos brillantes entre oscuras y largas pestañas, y unos cabellos absolutamente lacios que le caían por la espalda como una hoja de plata. No llevaba ninguna alhaja, probablemente porque no tenía ninguna. Su túnica azul de estilo griego era de lana.

Poplicola y Delio fueron empujados tan rápidamente del diván que apenas si tuvieron tiempo de aterrizar sobre los pies; una enorme mano ya estaba palmeando el espacio donde habían estado reclinados.

—Aquí, conmigo, espléndida criatura. ¿Cuál es tu nombre?

—Glafira —respondió ella, que se quitó las zapatillas de fieltro y esperó hasta que un sirviente le puso calcetines calientes en los pies. Luego colocó su cuerpo en el diván, pero lo bastante lejos de Antonio como para evitar que la abrazase, cosa que mostraba todas las señales de querer hacer. Si el saludo servía como guía, el rumor de que no era un amante sutil era acertado. Era una espléndida criatura. «Cree que las mujeres son objetos, pero yo —decidió Glafira— debo esforzarme para ser algo más conveniente que su caballo, su secretario o su orinal. Si me preña, le haré ofrendas a la diosa para tener una niña. Una hija de Antonio podría casarse con el rey de los partos. ¡Qué alianza! ¡Es una suerte, está muy bien que nos hayan enseñado a chupar con nuestras vaginas mejor de lo que lo puede hacer una mujer que domina la técnica de la felación! Lo haré mi esclavo.»

Y así fue, Antonio se quedó en Comana durante el resto del invierno, y cuando a principios de marzo finalmente partió para Cilicia y Tarsus se llevó a Glafira con él. A sus diez mil soldados de infantería apenas les había importado aquella inesperada licencia ya que Capadocia era una tierra de mujeres donde los hombres habían sido muertos en algún campo de batalla o llevados a la esclavitud; así pues, con que aquellos legionarios eran tan buenos soldados como agricultores, disfrutaron de la pausa. César los había reclutado a través del río Podus en la Galia Cisalpina y, aparte de la altitud, Capadocia no era un lugar muy diferente donde cultivar o criar ganado. Detrás de ellos dejaron varios miles de mestizos romanos en el útero, una tierra bien preparada y sembrada y muchos millares de mujeres agradecidas.

Descendieron por una buena carretera romana entre dos imponentes cordilleras y entraron en unos enormes y aromáticos bosques de pinos, alerces y abetos, y con el sonido del agua perpetuamente en sus oídos, hasta que en el paso de las Puertas Cilicias la carretera era tan empinada que tenía escalones a intervalos de cinco pasos. Ya en plena bajada se encontraron con panales de miel de tomillo que perfumaban el aire. Ahora que la nieve se derretía rápidamente, las aguas que afloraban en la cabecera del río Cidno hervían y barboteaban como un inmenso caldero, pero una vez pasadas las Puertas Cilicias la carretera se hizo más fácil y las noches más cálidas. Estaban bajando rápidamente hacia la costa del Mare Nostrum.

Tarsus, que estaba a orillas del Cidno unas veinte millas tierra adentro, apareció como una sorpresa. Como Atenas, Éfeso, Pérgamo y Antioquía, era una ciudad que la mayoría de los nobles romanos conocían, incluso en una fugaz visita. De hecho, era una joya de inmenso valor, Pero ya no lo sería nunca más. Casio había impuesto una multa tan enorme a Tarsus que, después de fundir todas las obras de arte de oro y plata, sin importar lo valiosas que fuesen, los tarsos se habían visto forzados a vender al populacho como esclavos, a partir del nivel más bajo de la población e ir subiendo inexorablemente hasta las capas más pudientes. En el momento en que Casio se había hartado de esperar y había partido con quinientos talentos de oro que Tarsus había conseguido reunir hasta el momento, sólo quedaban unos pocos miles de personas libres de lo que había sido una población de medio millón. Además, éstas no podían disfrutar de su riqueza, ya que había desaparecido para siempre.

—¡Por todos los dioses, cómo odio a Casio! —gritó Antonio, más lejos que nunca de las riquezas que había esperado—. ¿Si le hizo esto a Tarsus, qué no haría en Siria?

—Alégrate, Antonio —dijo Delio—. No todo está perdido. —Ahora había suplantado a Poplicola como la principal fuente de información de Antonio, que era lo que deseaba. ¡Había que dejar que Poplicola tuviese la alegría de ser el íntimo de Antonio! Él, Quinto Delio, se daba por muy contento al ser el hombre cuyo consejo Antonio estimaba, y precisamente en aquel oscuro momento él tenía una información útil—. Tarsus es una gran ciudad, el centro de todo el comercio de Cilicia, pero en cuanto Casio apareció, la totalidad de Cilicia Pedia se mantuvo apartada de Tarsus. Cilicia Pedia es rica y fértil, pero ningún gobernador romano ha conseguido imponerle impuestos alguna vez. La región está regida por árabes bribones y renegados que se llevan mucho más que lo que nunca se llevó Casio. ¿Por qué no envías a tus tropas a Cilicia Pedia y ves lo que se puede hacer? Te puedes quedar aquí y mandar a Barbatio como jefe.

Era un buen consejo, y Antonio lo sabía. Mucho mejor que hacer que los habitantes soportasen el costo de avituallar a sus tropas por la pobre Tarsus, sobre todo si había refugios de bandidos que pudieran saquearse.

—Un consejo muy sensato que seguiré —manifestó Antonio—, pero no será suficiente. Ahora comprendo por qué César estaba decidido a conquistar a los partos; no hay ninguna riqueza real a este lado de la Mesopotamia. ¡Oh, maldito Octavio! ¡Aquel gusano se quedó con el botín de guerra de César! Mientras yo estaba en Bitinia, todas las cartas de Italia decían que estaba agonizando en Brundisium, que no duraría ni diez millas en la Vía Apia. ¿Qué tienen que decir las cartas de Tarsus? Que tosió y escupió todo el camino hasta Roma, donde está muy ocupado halagando a los representantes de las legiones. Apropiándose del terreno público de todos los lugares que aclamaron a Bruto y Casio cuando no está flexionando el culo ante los parroquianos como Agripa.

«Apártalo del tema de Octavio», pensó Delio. Aquella artera puta de Glafira no ayudaba; estaba muy ocupada trabajando para sus hijas. Así que soltó un chasquido con la lengua, un sonido de comprensión, y llevó a Antonio de nuevo al tema de dónde conseguir dinero en el empobrecido este.

—Hay una alternativa a los partos, Antonio.

—¿Antioquía? ¿Tiro, Sidón? Casio llegó allí primero.

—Sí, pero no llegó hasta Egipto. —Delio dejó caer de sus labios la palabra «Egipto» como si fuese miel—. Egipto puede comprar y vender a Roma; todos los que escucharon alguna vez a Marco Craso lo saben. Casio iba de camino a invadir Egipto cuando Bruto lo llamó a Sardis, y claro que derrotó a las cuatro legiones egipcias de Allieno, sí, pero en Siria. La reina Cleopatra no puede ser culpada por eso, pero no envió ninguna ayuda para ti u Octavio. Creo que su inacción puede ser considerada digna de una multa de diez mil talentos.

—Bah —gruñó Antonio—. Fantasías, Delio.

—No, definitivamente no. Egipto es fabulosamente rico.

Sin prestarle mucha atención, Antonio se dedicó a leer una carta de su belicosa esposa, Fulvia. En ella se quejaba de las perfidias de Octavio y describía la precariedad de la posición de éste en términos muy gráficos y duros. ¡Ahora, escribía de su propia mano, era el momento de levantar a Italia y Roma contra él! Lucio también lo creía, y ya estaba comenzando a reclutar legiones. Es una tontería, pensó Antonio, que conocía a su hermano Lucio demasiado bien como para creerle capaz de mover diez cuentas en el ábaco. ¿Lucio a la cabeza de una revolución? No, sólo estaba reclutando hombres para su hermano mayor Marco. Desde luego, Lucio era aquel año el cónsul, pero su colega Vatia era quien dirigía todo. ¡Oh, mujeres! ¿Por qué Fulvia no podía dedicarse a sí misma y a disciplinar a sus hijos? El hijo que había dado a Clodio había crecido y estaba fuera de sus manos, pero aún tenía a los hijos concebidos con Julio y a los dos hijos suyos.

Por supuesto, a aquellas alturas Antonio sabía que debía posponer su expedición contra los partos por lo menos durante otro año; no sólo la escasez de fondos lo hacía imposible, sino también la necesidad de vigilar a Octavio de cerca. Sus generales más competentes, Pollio, Caleño y el viejo y leal Ventidio, tendrían que quedarse en el oeste con el grueso de sus legiones sólo para vigilar a Octavio, que le había escrito una carta donde le rogaba que utilizase su influencia para apartara Sexto Pompeyo, que se ocupaba de asaltar las vías marítimas para robar el trigo de Roma como un vulgar pirata. Sexto Pompeyo no había sido parte de su acuerdo, señalaba Octavio.

¿Marco Antonio no recordaba cómo los dos se habían sentado después de Filipos para dividirse las tareas de los triunviros?

«Por supuesto que lo recuerdo —pensó Antonio con severidad—. Fue después de pensar en Filipos que vi, como a través de un cristal, que no había nada en Occidente que me permitiese obtener la gloria necesaria para eclipsar a César. Para superar a César, tendré que aplastar a los partos.»

El pergamino de Fulvia cayó de la mesa y se enrolló.

—¿De verdad crees que Egipto puede dar tal cantidad de dinero? —preguntó, y miró a Delio.

—¡Por supuesto! —afirmó Delio, entusiasta—. ¡Piénsalo, Antonio! El oro de Nubia, las perlas oceánicas de Taprobane, las piedras preciosas de Sinus Arabicus, el marfil del Cuerno de África, las especias de la India y Etiopía, el monopolio del papel y más trigo que gente para comerlo. Los ingresos públicos egipcios son de seis mil talentos de oro al año y los ingresos particulares del soberano son de otros seis mil.

—Veo que has estado haciendo tus deberes —dijo Antonio con una sonrisa.

—Con mucha más voluntad que cuando los hacía cuando era un escolar.

Antonio se levantó y fue hasta la ventana para mirar más allá del ágora, donde, entre los árboles, los mástiles de los barcos lanceaban el cielo despejado. De hecho, miraba sin ver, ya que sus pensamientos se concentraban en la esquelética criatura que César había instalado en una villa de mármol en el lado malo del padre Tíber. ¡Cómo había protestado Cleopatra al verse excluida de los poderes de decisión de Roma! No delante de César, que no toleraba rabietas, pero sí a su espalda. Todos los amigos de César habían intentado por turnos explicarle a ella, una reina ungida, que no podía entrar en Roma debido al veto religioso que había sufrido. ¡Aun así, este hecho no había impedido que dejara de quejarse! Siempre había sido delgada como un palo, y no había ninguna razón para suponer que hubiese engordado desde su regreso a Egipto después de la muerte de César. ¡Oh, cuánto se había alegrado Cicerón cuando corrió la voz de que su barco se había hundido en el Mare Nostrum! ¡Cuán grande había sido su desconsuelo cuando el rumor resultó ser falso! Sin embargo, ésa era la menor de las preocupaciones de Cicerón, ya que, como ocurrió más tarde, ¡nunca debió haber discurseado contra Antonio en el Senado! Era el equivalente a un deseo de muerte. Después de ser ejecutado, Fulvia le atravesó la lengua con una pluma antes de exhibir su cabeza en la rostra. ¡Fulvia! ¡Era toda una mujer!

Antonio nunca había sentido interés por Cleopatra, nunca se molestó en ir a sus fiestas o sus famosas cenas; demasiados intelectuales, demasiados eruditos, poetas e historiadores. ¡Y todos aquellos dioses con cabezas de bestias en la habitación donde rezaba! Antonio nunca comprendió a César, pero su pasión por Cleopatra era el mayor misterio de todos.

—Muy bien, Quinto Delio —dijo Antonio en voz alta—. Le ordenaré a la reina de Egipto que se presente ante mí en Tarsus para responder a la acusación de ayuda a Casio. Tú mismo puedes llevar la citación.

«¡Estupendo!», pensó Delio, que partió al día siguiente por la carretera que llevaba primero a Antioquía y luego al sur a lo largo de la costa hasta Pelusium. Había pedido ser equipado con toda la regalía, y Antonio le había complacido al darle un pequeño ejército de sirvientes y dos escuadrones de caballería como escolta. ¡Nada de viajar en litera! Demasiado lento para complacer al impaciente Antonio, que le había dado un mes para llegar a Alejandría, a mil millas de Tarsus. Eso significaba que Delio tendría que apresurarse. Después de todo, no sabía cuánto tiempo le llevaría convencer a la reina que debía obedecer la llamada de Antonio y presentarse ante su tribunal en Tarsus.