PRÓLOGO

In Dublin’s fair city

Where the girls are so pretty

I first set my eyes on sweet Molly Malone

(Canción tradicional irlandesa)

En su libro Beyond Culture, Lionel Trilling sostiene que William B. Yeats, Ezra Pound y James Joyce son los continuadores de una tradición que venera a La Mujer. Su lejano antecedente despunta en las regiones de Provenza, en las instituciones del amor cortés cuyo código describió Baltazar Castiglione en El Cortesano.

Dante, podría decirse, no pasa del latín al italiano, en cierto modo lo inventa para «hacerse entender por su amada»; en su obra mayor, excede el código cortés en tanto Beatriz es una cifra, 9, y debe «morir» para que él se abra a otra visión; ella y su lengua son objeto de una misma pasión en la Comedia.

Algo en esto tiene que ver la teología. En su inconcluso tratado De Vulgari Eloquentia, Dante explicará por qué Adán fue quien habló primero en el Paraíso, en referencia al verbo.

En los modernos no se tratará de cortejar a la mujer mediante alabanzas retóricas sino de atravesar un cuerpo en tanto lugar de generación, que para ellos ostenta en su misma materia un «imposible» que Mallarmé llamará definitivamente «le mystère», entre la música y las letras.

Neoplatónicos, los poetas corteses colocaban a la mujer en el lugar de lo imposible, los códigos —desde la cortesía a la retórica— estipulaban las reglas donde el amor debía proferirse a media voz. Para los modernos, lo imposible se desplaza, se inscribe en el orden de la sexualidad misma, de ahí la continua deriva, los muchísimos discursos y las innumerables flexiones entre el cuerpo y el lenguaje.

En las cartas a su mujer Nora Barnacle —corpus que se debe a su mejor biógrafo, Richard Ellmann—, fechadas en distintos tiempos, en su mayor parte de 1904 y 1909, las hay también del 11 y 20, en Dublín, Trieste, Londres, lugares de la errancia de Joyce, oímos entre idas y vueltas la voz de un escritor que no fue precisamente un «cortesano» (en la acepción moderna del término), una de esas excepciones que pasan una vez por siglo como un meteoro, dirigirse a la casi iletrada irlandesa de Galway que apenas si lo leyó literariamente.

En todos los casos se trata de convocar, exhortar, suscitar algo en ese cuerpo que lo fascina desde su lejanía, escribirlas es un acto siempre recomenzado, el mismo Joyce lo explica en texto: «Hay algo obsceno y lascivo en el propio aspecto de las cartas. Su sonido es también como el propio acto: breve, brutal, irresistible y diabólico». La analogía entre carta y acto sexual es en él un modo de rodear cierto imposible, y cada vez que cae en la tentación de suprimir toda distancia llega a la desesperación.

Al parecer todo gran escritor tiene sus cartas. Curiosamente en Flaubert, León Bloy, en Kierkegaard y Kafka, siempre hallamos del otro lado el interlocutor más propicio a la obra que se está haciendo, como si éste fuera un lugar necesario para cada escritura. Esto no supone una sospecha pueril de narcisismo. Al contrario: significa que algo pasa entre unos y otros, que no hay fusión, sino interpelación. En Joyce no se trata de un diálogo intelectual, escribe para sobrellevar un fastidio que es el deseo de ella: «Estoy todo el día excitado. El amor es un maldito fastidio, especialmente cuando también está unido a la lujuria».

«Al igual que muchos otros genios, Blake no se sentía atraído por las mujeres cultas y refinadas», escribe Joyce en su ensayo sobre Blake (1902) y parece hablar de sí mismo cuando dice que «en su ilimitado egoísmo, prefería que el alma de su amada fuera lenta y penosamente creada por él». En las cartas, Nora ocupa un lugar de escucha: su palabra más insignificante tendrá una enorme importancia para él, como lo afirma en una carta sobre las mismas cartas.

Kierkegaard con Regina Olsen o Kafka con Milena tiene abismales diferencias con el autor del Ulises. Coherente con su concepción del estadio religioso como superior al ético —el del matrimonio—, Kierkegaard ha decidido permanecer célibe. En una carta «ordena» como un escenógrafo el casamiento de Regina con otro. Kafka en sus cartas teoriza precisamente su separación. Son, como dice en una, preparativos para una boda en el campo, siempre diferida. Uno de sus aforismos reza: «La amo. Estoy siempre al acecho para no encontrarla». Joyce aparece simultáneamente como más romántico y más realista. Sus cartas son preparativos para una fuga de Irlanda. Nora acepta partir sin previo casamiento, tendrá su primer hijo con él sin que todavía se haya unido legalmente. Recién en 1931 se legaliza el matrimonio.

Las cartas dicen algo de esto: Joyce quería preservar la primera imagen que tuvo de Nora a la que vuelve con insistencia. Verla lo hace hablar de su alma, que su espíritu era un «ópalo, lleno de matices y colores inciertos» y se da el lugar de una palabra de amante para con ella. No es aquí el registro civil sino el «cortés» —donde la dama es los pensamientos— lo que remite a Nora. No obstante las acuciantes necesidades económicas y la incertidumbre de una residencia, él vuelve a narrar la génesis de su historia de amor, cuenta que ha sido «tomado», iniciado por ella, y esto no es extraño a las voces que se inflexionan, del suspiro a la demanda de algo, a los súbitos pasajes que pueden ir de la degradación del objeto hasta su exaltación más sublime. Joyce se retracta y recomienza: «¿Crees que estoy algo loco? ¿O acaso el amor es locura? ¡Un instante te veo como una virgen y al instante siguiente te veo desvergonzada, audaz, insolente, semidesnuda y obscena! ¿Qué piensas realmente de mí? ¿Estás disgustada conmigo?».

Pero ¿qué es una carta? A diferencia de la literatura, cuyo criterio de publicidad la enrostra muchas veces al Señor Todo el Mundo que es, cierto, nadie y supone el encuentro con un lector singular —que para su obra, al decir de Joyce, debía esperar cuando menos cien años—, la carta es un género codificado que remite a formas juramentadas. Los filósofos del lenguaje hablarían de preformativo, donde promesa y cumplimiento hacen uno. Para el que escribe es el lugar de la impotencia o el poder omnímodo, porque quien la recibe puede dejarla caer. A través de las cartas Joyce hace sus votos a su amada, encuentra sus palabras para ella —también la mudez angustiante, diferente al silencio—, escribiendo la promesa como cumplimiento.

A Joyce no le gustaba mucho su Irlanda contemporánea. Se había quebrado el hilo de una tradición que fue de «santos y de sabios», cuyo último representante era para él James Clarence Mangan —en 1902 le dedica una conferencia en el College de Dublín, publicada luego como ensayo—, el «poeta manqué de un país manqué», en quien ahora «el nacionalismo histérico encuentra su última justificación».

En las cartas a Nora, Dublín aparece como la ciudad del «fracaso, del rencor y la desdicha». Lo irlandés se convierte en sinónimo de traición: «Cuando era más joven tuve un amigo a quien me di por completo, en cierto sentido más de lo que me entrego a ti, y en otro sentido menos. Era irlandés, es decir, me traicionó». También: «A mí me parece que aquí pierdo todo el día entre la gente vulgar de Dublín, a la que odio y desprecio».

Detestará el nacionalismo trasnochado, y los motivos no serán políticos. Es sabido de su simpatía por la causa de Parnell en su juventud bajo la influencia paterna, mucho de eso se lee en la conferencia dada por él en Trieste, L’ombra di Parnell (1912), ahí, demuestra a las claras que los irlandeses se encargarán de hacer lo que no pudieron los ingleses: devorar a su líder.

En sus escritos de la época de las cartas, también defiende las reivindicaciones de Irlanda respecto del imperialismo inglés, critica las posiciones adoptadas por la Iglesia, pero no deja de hacer referencia a la serie de reiteradas torpezas que constituyen, recurren en una historia que tendrá el lugar de una pesadilla en el Ulises.

A propósito de su polémica con el renacimiento literario irlandés, Stanislaus Joyce alude a él en una de las cartas como el «único hermano capaz de comprenderme» —recuerda en su libro My Brother’s Keeper (El guardián de mi hermano)—, informando de paso con su título que sólo es posible «hablar» de Joyce asumiendo el lugar de Caín: «La crónica atacaba el principal dogma a que estaba sujeta la poesía angloirlandesa, la creencia de que el patriotismo disimula todos los pecados literarios».

La crónica en cuestión —«Un poeta irlandés», 1902— era una nota sobre la poesía de William Rooney, recientemente fallecido y principal colaborador del diario United Irishman. En ella está una de las frases que será clave en el Ulises y hará eco en la historia de la literatura. En ella leemos que Joyce no era alguien que se deleitase con ensombrecer a los demás; Rooney, escribe «hubiera podido escribir bien, si no hubiera padecido la enfermedad de esas grandes palabras que tan desgraciados nos hacen», es su frase textual. El segundo miembro del argumento es el que se toma en cuenta y la cosa irá en crescendo, Joyce se ganará la hostilidad mediocre de otros contemporáneos. La diferencia estipulada por Yeats entre nacionalismo literario y poesía patriótica —como algo demagógico, extraliterario—, era demasiado débil como para ser entendida en ese contexto. Lo que rebelaba a Joyce contra esa «histeria nacionalista» no eran las justas reivindicaciones políticas, eran el determinismo y el fatalismo árido de una cultura que se había vuelto exánime tras la muerte de Mangan, lo molestaba que se colocara por las nubes lo mismo que debía ser sometido a crítica. Y en ese sentido era Joyce el que continuaba la tradición de los santos y los sabios de su isla. Joyce había sido coherente con su artículo universitario «El día del populacho» (1901), donde toma partido contra el giro populista del teatro irlandés. Su texto fue desautorizado y tuvo que editarlo como un folleto; ahí, comienza invocando a Giordano Bruno, con una frase que causa irritación: «Nadie, dijo el Nolano, puede amar la verdad o el bien si no aborrece a la multitud». Las últimas líneas que desliza pueden leerse como un alegato estético que hablan de su ética de escritor: «Hasta que no se ha liberado de las rastreras influencias que lo rodean, sórdido entusiasmo, astutas insinuaciones y halagador estímulo de la vanidad y las bajas ambiciones, ningún hombre es artista». Los artículos anteriores —sobre Mangan, el teatro y poesía irlandesa— junto a su extenso poema El Santo Oficio pueden leerse, junto a las cartas a Nora, como una tentativa de separación con una cultura determinada: en este poema Joyce satiriza a todos los escritores de su país, incluso a Yeats, a quien admira, porque se apresura a «satisfacer las frivolidades de sus atolondradas damas»; afirma que ahí donde otros se han «encogido, arrastrado y orado», él permanece sin amigos y solo, indiferente «como la raspa del arenque». Lo hace ahora invocando a Santo Tomás de Aquino en cuya escuela se ha templado su alma.

Stanislaus contará muchas anécdotas de su hermano que le presentan como un ser quijotesco. Estamos en una época previa a la floración de los fascismos y si en todo lo anterior Joyce afirma la singularidad del artista, en otro poema satírico, «Dooleysprudencia» (1916), reivindica el común sentido del hombre común, indiferente a los delirios que se preparan; Mr. Dooley —acaso prefiguración de Bloom— es el hombre que «no saluda al Estado, ni sirve a Nabucodonosor ni al proletariado». En cada una de estas tomas de posición —estéticas y éticas— subyace una política. En su Théorie des Exceptions, Philippe Sollers refuta la idea de que Joyce no tuviese preocupaciones políticas, que de un lado estuviese el arte y la política del otro. Escribe: «El rechazo de Joyce a abandonarse al menor enunciado muerto es justamente el acto político mismo».

En su conferencia «Irlanda, isla de santos y de sabios» —en Trieste, 1907—, ante caracterizaciones peyorativas de la prensa inglesa, afirma que «los irlandeses fuera de su país, se convierten muy a menudo en hombres respetables». En esta compleja relación con su patria, de una y otra manera, volverá siempre a la tierra del Shamrock (el trébol, símbolo nacional de Irlanda), su problema es con un estado de lengua y cultura, y no con el wine dark (vino oscuro) de los homéricos cielos de Mangan, con sus puertos, Galway, donde los pescadores se arrodillan mientras el dominico «sacude el hisopo sobre el mar», con las calles de Dublín cuyo derrotero trazará hasta el menor detalle. Las cartas aparecen como los preparativos de alguien que no será profeta en su tierra. No es casual que en una de las pocas grabaciones que se conservan de su voz, Joyce refiera a Moisés, se pregunte qué hubiese acontecido si éste no hubiera prestado oído a la palabra del éxodo. En una carta anticipa que un día será alguien importante en su país. Pero quiere apartarse de la asfixia y presión del contexto: «Me sentí orgulloso de pensar que mi hijo, mío y tuyo, este hermoso muchachito que tú me diste, Nora, será siempre un extranjero en Irlanda, un hombre que hablará otra lengua y estará educado en una tradición distinta».

A través de las lenguas y las cartas, Joyce va firmando su separación con Irlanda. Es sabido que también «declara la guerra al inglés» hasta volverlo irreconocible al gusto anglosajón y puritano, es decir, que lo suyo no irá a reducirse a un abstracto y vago internacionalismo. El folklore irlandés, sin raíces, y el argot, en otro humor, retornan en Finnegans Wake, monstruo verbal donde las lenguas se sueñan y analizan unas a otras, remitiendo a un padre muerto, tanto que el nombre irrumpe en sentido bíblico de travesía de fronteras, algo irreductible a cualquier tierra-madre (algunos hablarán de escritura matricida). En la página 447, leemos: «Burn only what’s Irish, accepting their coals». (Quema todo lo que es irlandés, aceptando sus carbones).

Cosa quemante, los carbones están en el Wake, el tema de la muerte-resurrección que opone al renacimiento (restaurador) irlandés, en un velorio que es el despertar de un ancestro, Finnegans, padre muerto por el cual la escritura elabora un duelo que hoy ninguna comunidad puede llevar a cabo, habida cuenta del cierre simbólico que imponen una sola lengua y un solo estado de cultura, naturalizados como lo propio.

Entre esos carbones, Nora resplandece como la brasa ardiente que es su nombre. El lector puede comprobar en la carta que refiere a la mudez que surge entre ambos, que él ha extraviado el código —lo que queda de sus reglas «corteses»—, y esto ocurre cuando rodea su nombre, Nora, se le revela la imposibilidad de escribirlo de una vez y para siempre: «¿Qué es lo que me lo impide, a no ser que ninguna palabra es lo bastante tierna para ser tu nombre?». Por eso las cartas girando en torno de ese nombre, son pródigas en antífrasis y antítesis, donde Joyce expresa a veces lo contrario de lo que piensa o desea.

En esta trama podría aseverarse, parafraseando las cartas de León Bloy: él es la inteligencia y ella el pudor.

Sensible inteligencia donde lo erótico, entre la palabra y el acto, rompe en la frase el delgado hilo de veneración cortés en que se apoya: «Mi amor me permite rogar al espíritu de la belleza y ternura eternas reflejadas en tus ojos, o revolcarte en el suelo…»

Los papeles de Nora están distribuidos en las mismas cartas, por ejemplo, el de iniciadora: «Cuando otros cuentan en mi presencia historias obscenas o lujuriosas sonrío apenas. A pesar de eso, parece que tú me conviertes en una bestia. Fuiste tu misma, tú, pícara muchacha desvergonzada, quien primero me enseñó el camino…» Una carta sucede a otra, reaparecen los celos —el recuerdo lacerante de haberla sorprendido besándose con otro—, los reproches, las correlativas retractaciones, las dudas sobre su paternidad —«¿Es Giorgio mi hijo?»—, junto a los problemas de subsistencia y residencia una derrota en una carrera de caballos. El fetichismo, incluso, que lo hace pedirle que ni las lavanderas vean su ropa interior —porque son cosas secretas, secretas, secretas—, y confesiones de su autocastigo: «Olvídame a mí y mis palabras vacías. Regresa a tu propia vida y déjame ir solo a mi ruina. No es bueno para ti vivir con una bestia vil como yo, o permitir que mis manos toquen a tus niños».

La sensibilidad y sensualidad católica de Joyce están en la brasa ardiente de estas cartas; él, que como bien se ha dicho, tenía a la teología como materia principal de sus pensamientos, al dirigirse a ella, piensa que todo puede ser dicho, incluso que no hay todo, ni el deseo ni el dolor se reprimen en tanto cosas despreciables como sucede en el puritanismo, encuentran un acento viril en este solista de las mil voces. De ahí la confesión humilde de su orgullo: «Te he dicho cosas que mi orgullo no me permitirá decir nunca más a ninguna mujer».

Pero ella no responde siempre, la imaginamos sonriendo, con esa sonrisa deseada (disiato riso) que Paolo quiere besar para descubrir que la sonrisa no es la boca sino más bien su mirada y que en el canto quinto del Paraíso es una estrella que cambia y sonríe: Beatriz.

Por eso Joyce puede abandonarse, hablar como la criatura que sus libros no permiten imaginar: «¿Me quieres, verdad? Ahora debes tomarme en tu seno y protegerme, y quizás apiadarte de mis pecados y locuras y conducirme como un niño».

Cuando Joyce le confiesa que ella estaba en sus primeros poemas ese nombre resuena en la vía láctea de un firmamento literario poblado de agujeros negros. Las cartas no son sino un eco más de una obra en proceso, en ellas se dirime la disyuntiva postulada por Yeats entre ser hombre y ser poeta.

A un lado del espejo, común al hombre, a Joyce, a Fausto —«yo soy el espíritu que siempre niega»—, las simetrías tradicionales invitan a un silencio ya comentado, pero al otro lado, una voz de mujer, la del libro que está naciendo, se fragmenta para enunciar: «Yo soy la carne que dice sí». Es Molly Bloom o la cantidad hechizada, nombrada, la vita nuova de un goce nuevo.

Las cartas tocan a término en 1920. Dos años después aparecerá el Ulises que palpita como una inminente explosión en las cartas, y 1939 en Finnegans Wake, obra que su autor consideró más importante que la Segunda Guerra Mundial.

LUIS THONIS