11 de diciembre de 1909

44 Fontenoy Street, Dublín

Queridísima Nora, anoche otra vez sin carta tuya. No has contestado.

Los cuatro italianos dejaron el Hotel Finn’s y ahora viven encima del espectáculo. Pagué unas veinte libras a tu última profesora, devolviendo bien por mal. Antes de dejar el hotel me presenté a la encargada y le pedí me dejara ver la habitación en la que dormiste. Me llevó escaleras arriba y me la mostró. Puedes imaginar mi excitación. Vi la habitación de mi amor, su cama, las cuatro paredes entre las que soñó con mis ojos y con mi voz, las cortinitas que abría por la mañana para mirar el cielo gris de Dublín, los pequeños y sencillos objetos de las paredes que su mirada recorría mientras por la noche desnudaba su lindo cuerpo joven.

Ah, no es lujuria, querida, no es la brutal locura con que te he escrito estos últimos días y noches, no es el salvaje y casi bestial deseo por tu cuerpo, cariño, lo que me atrajo a ti entonces. No, querida, de ninguna manera es eso, sino el amor más tierno, adorable y compasivo por tu juventud, tu adolescencia y tu fragilidad. ¡Oh, qué dulce pena trajiste a mi corazón! ¡Oh, de qué misterio me habla tu voz!

Esta noche no te escribiré como he hecho hasta ahora. Todos los hombres somos brutales, querida, pero en mí, al menos, a veces hay algo más elevado. Sí, también he sentido a veces en mi alma el ardor de este fuego puro y sagrado que arde para siempre en el altar del corazón de mi amor. Podría haberme arrodillado junto a la pequeña cama y abandonarme a mí mismo en un mar de lágrimas. Lágrimas que asediaban mis ojos mientras estaba mirándola. Podría haberme arrodillado allí y rezado tal como los tres reyes de Oriente se arrodillaron y rezaron ante el pesebre en el que yacía Jesús. Ellos habían viajado por mares y desiertos llevando sus regalos, su sabiduría y su séquito real para arrodillarse ante un niño recién nacido, y yo había traído mis errores, locuras y pecados anhelando dejarlos ante la cama en la que una joven muchacha había soñado conmigo.

Querida, lamento mucho no poder enviarte esta noche ni siquiera un pobre billete de cinco liras, pero el lunes te mandaré uno. Mañana por la mañana salgo para Cork, pero hubiera preferido dirigirme al oeste, hacia aquellos extraños parajes cuyos nombres en tus labios me conmueven, Oughterard, Clare-Galway, Coleraine, Oranmore, hacia aquellos campos salvajes de Connacht en los que Dios hizo crecer «mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor azul oscuro empapada por la lluvia».

JIM