1937

Los nacionales entran en Guernica y contemplan la desolación. Después de sufrir varios ataques, se hunde por fin el acorazado España en la costa de Santander. La conmemoración de la festividad del trabajo incluye desfiles de delegaciones pertenecientes a múltiples países.

Valencia, 1 de mayo, sábado

El día había amanecido gris, pero empezaba a despejarse según entraba la mañana. El día anterior, el viernes, había sido el primero en que la máquina de Ryti se había puesto en funcionamiento en pruebas. El ensayo consistió en programarla para calcular el número pi con una mantisa de veinte decimales. Para ese proceso, la máquina requirió diez minutos. Solo diez minutos. George estaba asombrado. Si podía realizar tal cantidad de operaciones —la labor de cien personas trabajando al unísono—, había que tener incluso miedo de ella.

¿Qué depararía el futuro cuando esos artilugios sustituyeran a las tablas de logaritmos…? George se iba preguntando esto mientras caminaba en dirección al hotel de Pilar. Como no tenía ningún interés en acudir a la fiesta popular que se había preparado en Valencia, optó por aprovechar el tiempo libre para pasarlo con ella. Hasta el momento no había querido que dejara el hotel y se fuera a vivir con él a su apartamento. Aún no se lo había dicho, pero había tomado la decisión de que era el momento de hacerlo.

—Podemos ir a algún lugar apartado —propuso George.

—O quedarnos en mi habitación —dijo ella con su sonrisa pícara, mirándole fijamente a los ojos porque sabía que le avergonzaba y, con toda dulzura, eso le gustaba mucho en él.

—Bueno, en tu habitación o en mi apartamento.

Aquella respuesta no parecía usual en George. Qué lanzado estaba siendo, pensó Pilar, que le dirigió un gesto inquisitivo como queriéndole decir que se explicara. Hasta el momento, ella nunca había estado en el apartamento de George.

—Creo que puedes venirte a vivir conmigo. No hay razón para que sigamos así, y…

Pilar notó con claridad que George quería decir algo más de lo que había expresado, algo que no se atrevía y que debía de ser importante para él.

—¿Y?

—Yo quería proponerte…

—¿Sí?

—Quería proponerte que nos casemos en secreto. Quiero que seas mi mujer.

Pilar abrió los ojos y la boca y en su rostro apareció reflejada la viva expresión del asombro como en las alegorías pictóricas. A George le había costado mucho decirle aquello. Una proposición de matrimonio es algo que no se hace a la ligera.

—Pilar, lo siento. No sé lo que estoy diciendo. Perdóname.

—No, George, no tengo nada que perdonarte —dijo ella, recobrada de la impresión—. No sé si me creerás, pero eres el único hombre con el que he estado íntimamente. Eso para mí significa algo. Pero no me gustaría esconderme, tener que buscar a un sacerdote y pedirle que nos case en secreto. Cuando lo hagamos, quiero que sea con una ceremonia tradicional y vestida de novia. Y tú con un traje deslumbrante. Te amo mucho, George. Espero que no te ofenda esta respuesta.

¿Cómo podía ofenderle aquello? Jamás nadie le había hablado con tanta ternura, con palabras que emergían del centro del corazón, de su lugar más profundo y sagrado.

—Yo también te amo, Pilar. Tienes razón. Es mejor esperar y hacer las cosas bien. Tú continuarás en el hotel y yo en mi apartamento. Algún día, espero que cercano, podremos vivir juntos para siempre.

—Nada de quedarme en el hotel. Quiero estar contigo y dormir contigo todas las noches.

Otra vez ponía ella ese gesto de picardía que aumentaba su belleza. Pilar era luminosa para George, como un ángel del cielo.

Andover, Inglaterra

Una guapa enfermera llamó con los nudillos a la puerta del despacho del director del hospital. Desde dentro se escuchó un melifluo «adelante», y la joven abrió la puerta y pasó al interior.

—Señor, el paciente que trajo la policía ha despertado.

—Ah, eso está bien.

—Pero, doctor… Tiene usted que venir.

La enfermera mostraba cierto azoramiento.

—¿Qué sucede, Beth?

—Será mejor que lo vea usted mismo, señor.

El director, un hombre de edad avanzada y aspecto respetable, se levantó de su asiento y dejó los papeles que estaba examinando sobre la mesa. Se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo del pecho de su bata. Le extrañaba la inusual actitud de la enfermera. Creyó oportuno hacerle caso, a pesar de que, en sus labores al frente del hospital, tenía la máxima de obrar siempre con mesura y tranquilidad. El apresuramiento salva pocas vidas; la calma, sin embargo, salva muchas más.

Cuando ambos llegaron a la cama ocupada por el profesor Abelyan, la enfermera hizo un gesto con la mano, indicándole al doctor que iba a mostrarle algo.

—Señor, señor… —llamó al paciente.

—Dígame. ¿Qué desea?

—¿Recuerda su nombre?

—Ya le he dicho antes que no, señorita. No recuerdo ni mi nombre ni qué hago aquí. No sé qué ha pasado. Estoy entre tinieblas.

Su inglés era excelente, aunque con desagradable acento americano, se dijo el director. Y eso le extrañaba, porque se suponía que aquel hombre era español. O al menos eso habían dicho los agentes de Scotland Yard que lo llevaron allí. Las órdenes de la policía eran atenderlo, obviamente, y comunicar cualquier variación en su estado de salud. Debía ser sometido a interrogatorio en cuanto fuera posible para dilucidar con su testimonio lo que había ocurrido. Todo era sumamente confuso. Ni siquiera llevaba documentación o algún objeto personal.

Para investigarlo y aclararlo se le había asignado el caso al detective Goliath Hart. Este llegó al hospital un poco después de la hora del almuerzo. El director le había comunicado que el paciente había recobrado la consciencia total. Luego, ya en su despacho, le informó de su estado de amnesia severa. Ese era un contratiempo con el que nadie en Scotland Yard contaba.

—¿Qué puede hacerse, doctor? Si es que puede hacerse algo —preguntó el detective.

—Sí, es posible hacer algo. Pero es una técnica poco experimentada. Tengo entre mi personal un joven médico psiquiatra. Él piensa que lo mejor en estos casos es estimular la memoria en un entorno de absoluta calma y tranquilidad. Ya he estado hablando con él, y a ese efecto me ha ofrecido trasladar al paciente a una casa de campo que posee no lejos de aquí.

Hart no se rio porque no tenía ganas. Pero en otra situación lo hubiera hecho. Él pensaba que todas esas nuevas terapias mentales no eran más que patrañas y basura. A sus cuarenta y cinco años, creía que la única psicología válida era la persuasión basada en el miedo. Pero esta idea estaba enfocada exclusivamente a criminales y no a personas como aquel hombre amnésico, que era la víctima de un secuestro. O al menos eso era lo que se suponía. Goliath Hart había decidido averiguarlo. Y ahora ese muro de la pérdida de la memoria se lo iba a impedir. Si es que era cierto que la había perdido.

—No tengo inconveniente en que lo trate ese doctor —mintió Hart, aunque solo en parte. La posibilidad de sacar al sospechoso del hospital le parecía una buena oportunidad para poner en marcha sus planes de acoso y derribo—. Siempre que yo pueda ir también a esa casa de campo. Es mi deber.

—Suponía que usted pondría esta condición. Estoy de acuerdo. Vaya con ellos y trate de no presionar al paciente. Los procesos de la psique humana nos son casi por completo desconocidos. Espero, sin embargo, que el éxito corone su recuperación.

El agente nacional que Ignacio Varela había enviado a Monk Sherborne, en espera de sus compañeros, recibió nuevas instrucciones. Al parecer —según fuentes próximas a la policía británica— los dos agentes que custodiaban al profesor Abelyan habían muerto en un accidente de automóvil cuando pretendían saltarse una barrera policial. El hombre al que llevaban secuestrado, el profesor Abelyan, estaba vivo aunque herido, y había sido internado en el hospital de una localidad llamada Andover. Hasta ella debía ir el agente y, si todavía no había recuperado la consciencia, acabar con su vida antes de que pudiera hablar. En caso contrario, la misión en zona republicana habría acabado y Pilar Varela y George Rojo tendrían que ser sacados de Valencia cuanto antes.

Los algo más de treinta kilómetros que separaban ambas poblaciones fueron recorridos por el agente nacional en un coche de su propiedad. Su tapadera en Londres era un trabajo como viajante, así que nadie se extrañaba de sus numerosos desplazamientos. Ni tan siquiera su casera, una mujer viuda y entrometida que regentaba una casa de huéspedes en el West End londinense.

Nada más llegar a Andover, el agente preguntó a un paisano por el hospital. Se sintió un poco estúpido cuando el hombre le indicó que lo tenía enfrente. Un golpe bajo para un espía. También le preguntó por un lugar donde alojarse y le explicó, con desinterés, que era representante de una compañía de prendas textiles. El viejo le dio las señas de la hospedería más cercana a la institución y siguió su lento caminar hacia ninguna parte.

Penton Mewsey, Inglaterra

El doctor Andrew van Dijken había estudiado en Oxford y Ámsterdam. Fue un niño precoz, interesado por las ciencias y la técnica aunque demasiado escrupuloso como para que alguien de su familia hubiera podido imaginar que, en su edad adulta, sería doctor en medicina. En esa decisión influyó mucho la prematura muerte de su madre cuando él contaba tan solo quince años de edad. Al ser hijo de un holandés afincado en Gran Bretaña, primero cursó sus estudios en este país y luego se trasladó a los Países Bajos para completar su doctorado.

Fue en el continente donde trabó contacto con un discípulo de Carl Jung, profesor suyo en la universidad, y quedó fascinado por la incipiente disciplina de la psiquiatría. Aunque su especialidad era la fisiología, leyó mucho sobre esa otra materia tan excitante y, con el tiempo, llegó a convertirse, si bien no en una autoridad, sí en alguien bastante versado en los procedimientos psiquiátricos. Cuando regresó a Inglaterra, un par de años atrás, encontró un puesto en el hospital de Andover, donde trabajaba en la actualidad como excelente médico, apreciado por todos sus colegas y el resto de personal de la institución.

Su labor allí era más bien prosaica. Andrew soñaba con penetrar los entresijos de la mente y conseguir algún descubrimiento de valor científico. En esos dos años, aumentó aún más sus conocimientos y ahora se le presentaba la oportunidad de afrontar un problema real, un caso de amnesia profunda para el que él creía tener la solución: el empleo de técnicas de relajación orientales adicionada a sesiones de hipnosis. Y estaba a punto de comprobar el resultado de esa terapia.

El doctor Van Dijken, el detective Hart y el hombre sin memoria llegaron a la casa de campo del primero a eso de las ocho de la tarde. El disco solar estaba muy bajo en el horizonte, próximo al ocaso, y las luces del atardecer conferían a la construcción, de dos pisos y buhardilla, con muros de ladrillo rojo y un par de altas chimeneas en el tejado, el aspecto de una pequeña mansión de cuento de brujas. Solo su tamaño, demasiado exiguo, rompía esa impresión al acercarse lo bastante como para percibirlo en su auténtica magnitud.

Andover

El hombre que pidió ver al director del hospital aguardaba tranquilamente en la antesala de su despacho, de pie, fumando un cigarrillo y con un ejemplar de The Times debajo del brazo. No lo había leído ni ojeado siquiera, pero le daba un aire de respetabilidad que le vendría bien; al igual que su impecable traje gris y su bombín, que ahora tenía en la mano. La secretaria del director, sentada a una mesa, le echaba una mirada de cuando en cuando en la que podía percibirse el deseo. Aquel hombre, de piel morena, era atractivo más que guapo.

Un timbre en el interfono hizo que la muchacha se levantara. Llamó a la puerta del despacho y metió dentro la mitad de su esbelto cuerpo. Luego volvió a salir, se giró hacia el agente y anunció:

—Puede usted pasar.

El hombre hizo lo que le decía, no sin antes dedicar una sonrisa a la joven. Ella cerró un momento los ojos y, cuando él ya no podía verla, se puso una mano en el pecho y suspiró.

—Siento haberle hecho esperar —dijo el director del hospital a modo de saludo—. Mi secretaria me ha informado someramente del motivo de su visita. Usted dirá, caballero.

—Supongo que le habrá comunicado que soy inspector de la policía del Gobierno español legítimo.

—Desde luego.

—Aquí tiene mi acreditación y mis documentos de identidad.

El doctor miró con desinterés lo que el agente le mostraba. No había motivo aparente para dudar de la palabra de aquel policía de la República española.

—Está bien. ¿En qué puedo serle útil?

—Hace unos días fue ingresado en este hospital un hombre que trajeron mis colegas de Scotland Yard.

—En efecto.

El médico jugueteaba con una estilográfica entre sus dedos. Tras él, un retrato del rey Jorge VI presidía la estancia, decorada con gusto y sin excesos.

—Pues bien, al parecer dos ciudadanos de mi país le habían secuestrado y se me encarga que abra una investigación conjunta a la británica. No recuerdo ahora mismo el nombre del agente inglés que lleva el caso…

—¿Se refiere al detective Goliath Hart?

—Eso es, el detective Hart. No sé dónde tengo la cabeza… El caso es que debo interrogar a su paciente con el fin de hacer mis averiguaciones, si es que no está demasiado grave para hablar.

El director hizo un gesto de extrañeza.

—El paciente ya no está aquí. Uno de nuestros médicos lo ha llevado a una casa de campo para tratarle en un entorno más tranquilo y acogedor. Es extraño. ¿No se lo ha comunicado Scotland Yard?

—¡Oh, era eso…! Ya le digo que un día perderé mi cabeza. Esta mañana me dijeron que tenía una llamada telefónica del detective Hart, pero me olvidé de devolverla. Debía de ser para comunicármelo.

El agente nacional se maldijo, aunque no tenía la culpa de su metedura de pata. Al menos acababa de conseguir una buena información. Si el director del hospital llegaba a sospechar de él, no creía que lo hiciera antes de que pudiera eliminar a Abelyan.

—Si no necesita nada más de mí, debo volver a mi trabajo.

—Por supuesto. Ya he terminado. Gracias y disculpe mi intromisión. Si no fuera tan despistado…

El agente se marchó después de dar un apretón de manos al director. Los ingleses no eran muy aficionados a esa práctica de saludo o despedida, pero, educadamente, el médico no se negó a estrecharle la mano al español cuando este se la tendió. Y después, ya de nuevo solo en el despacho, ante un buen número de informes clínicos, pensó en que la policía de España no debía de ser tan profesional y eficiente como la británica si estaba formada por agentes despistados que no sabían dónde tenían la cabeza.

El Gobierno republicano establece en Valencia la creación del arma de aviación. Se ocupa el santuario de Santa María de la Cabeza, cerca de Andújar, tras un asedio de más de ocho meses. En Madrid, el frente alcanza la zona de la carretera de La Coruña.

Valencia, 2 de mayo, domingo

George había pasado su primera noche con Pilar en su apartamento de la calle Barcas. Cenaron juntos allí mismo. Ella cocinó un guiso muy sabroso y George le prestó su ayuda en todo cuanto pudo. La verdad es que era un desastre en la cocina, aunque en muchas ocasiones había intentado elaborar algo que pudiera calificarse de comestible. Después de la cena, charlaron un buen rato y, finalmente, se acostaron e hicieron el amor.

A la mañana siguiente, Pilar se despertó antes que George, que aún dormía plácidamente con una sonrisa de felicidad. Sin levantarse de la cama, estuvo contemplándole varios minutos, disfrutando de su amor hacia aquel hombre y pensando una vez más en el engaño al que le tenía sometido. Lo importante, se dijo, era que su corazón no mentía.

George se despertó al fin, abriendo los ojos lentamente, con la serenidad de quien es feliz. Feliz a pesar de los peligros y los riesgos que había asumido. Se incorporó en el lecho y dio un beso a Pilar en los labios. Su mano se deslizó en una caricia que recorrió la espalda de ella.

—¿Hace mucho que me observas? —preguntó George, que se había dado cuenta de ello.

—Unos minutos.

—¿Por qué?

—Porque te quiero, tonto —dijo Pilar, y se metió por debajo de las sábanas para practicar juegos prohibidos.

Una hora después, ambos desayunaban con la radio puesta, escuchando música de big band americana. Fue entonces cuando, sin motivo aparente, en medio de una situación por completo rutinaria, George tuvo ese destello de genialidad que había estado esperando. Un repentino rayo de luz, fugaz y chispeante, cruzó su mente. Quizá era algo descabellado, pero al menos ya no estaría en dique seco. El panecillo que estaba comiendo se le cayó de la mano y se sumergió como un saltador de trampolín barrigudo en la taza de leche, salpicándolo todo. Pilar hizo un aspaviento y le preguntó si le ocurría algo, pero George ni siquiera la oyó, ni mucho menos contestó. Antes de que ella pudiera decir algo más, ya se había levantado y revolvía sus papeles con las anotaciones de la investigación secreta.

—No, no es posible. No es posible… —repetía George una y otra vez.

—Ya sé que mi voz no es tan atronadora como la de tu amiguito, el tuerto, pero, ¿podrías decirme qué pasa?

—¿Cómo…? ¿Decías algo?

Pilar prefirió no insistir. Estaba claro que George había tenido alguna clase de idea al respecto del códice y no convenía interrumpir al sabio en su trabajo. Sacudió la cabeza, hizo un mohín y volvió a la mesa para terminar su desayuno.

Penton Mewsey

Antes de someter a su paciente a la primera sesión de hipnosis, el doctor Van Dijken tuvo una agria discusión con el detective Goliath Hart acerca de la conveniencia de que estuviese presente o no durante el proceso. Hart sospechaba que aquel hombre no sufría realmente de amnesia y solo pretendía evitar a toda costa que la policía averiguara la verdad de los hechos. Para el médico, por el contrario, y fundamentándose en diversas pruebas previas a las que había sometido al paciente, su dolencia era auténtica.

La hipnosis fue la segunda etapa de una terapia más amplia, que Van Dijken tenía pensado aplicar al hombre sin memoria. Desde su llegada a Penton el día anterior, el médico estuvo con él practicando ejercicios de relajación. En su gramófono, a un volumen muy bajo, puso un disco de Palestrina. Las voces de un coro angelical llenaban el espacio con su sonido tranquilizador. Los dos hombres, médico y paciente, se sentaron en el suelo del salón, sobre una alfombra de lana bellamente tejida, y adoptaron la postura llamada «del loto». Con los brazos apoyados en las rodillas y las palmas de las manos extendidas, cerraron los ojos y se sumieron en una especie de meditación cuyo objetivo era dejar la mente en blanco, apartando de ella todo pensamiento que pudiera perturbar la relajación.

Mientras, desde una esquina del salón, el detective los observaba sin hacer el más leve ruido. No sabía si reírse o llorar. Todo aquello resultaba ridículo. De todos modos, les imitó, bajando los párpados. Pero no puso su mente en blanco. Al contrario, la llenó de ideas respecto a cómo arrancar una confesión a aquel hombre de mediana edad, casi pelirrojo, más bien rechoncho y con cara de bobalicón.

Sumido en esos pensamientos, afloró de nuevo al rostro de Hart la especie de mueca de desprecio que casi siempre exhibía. Su aspecto era el de un tipo duro, alto y fuerte, con el pelo oscuro y repeinado, nariz prominente y platirrina, y una ancha quijada. Sus facciones angulosas y sus ojos saltones le hacían parecer uno de esos personajes de los cómics americanos.

Cuando el doctor Van Dijken le prohibió la entrada a su despacho para asistir a la sesión de hipnosis, el detective había salido de la casa a regañadientes, ahora paseaba por el descuidado jardín fumando un cigarrillo y maldiciendo por lo bajo. Dentro, el médico empezaba a sumir al paciente en el estado sofrónico. Era la primera vez que practicaba esa técnica con fines terapéuticos desde hacía más de dos años, pero el hombre respondía bien y quedó hipnotizado en pocos minutos. Lo que dijo en ese estado de semiconsciencia, próximo al sueño, fue anotado por Van Dijken en un diario clínico. Por orgullo y celo profesional, no compartió nada con Goliath Hart. Pero debería haberlo hecho.

Valencia

Desde un sillón del saloncito, Pilar miraba hacia George sin decir nada. Él ocupaba una silla y tenía toda la mesa cubierta de papeles. Su lápiz, que afilaba regularmente con una pequeña cuchilla, surcaba las blancas hojas y las iba cubriendo de trazos de grafito. Ella no tenía ni idea de lo que hacía, pero hubo un momento en que aprovechó una pausa en su incansable labor y se dirigió a él. Antes no había querido interrumpirle.

—¿Has dado con algo?

—Creo que sí. Mira, ven aquí. El otro día, la rusa que dirige el equipo de investigación me habló de un artículo «mío» en el que se explicaba el método de Polibio. Recuerdo que yo también le conté ese método al actor que estaba en el Lluch, una tarde en que merendamos con el general Boada. Y ahora me ha venido una idea que tiene que ver con ello. En el método de Polibio se traza una matriz numerada de filas y columnas. En las casillas se ponen las letras del alfabeto, de manera que a cada pareja de números le corresponda una de las letras. ¿Me sigues?

—La verdad es que no.

—Te lo dibujaré. Fíjate bien.

1 2 3 4 5 6
1 A B C D E F
2 G H I J K L
3 M N O P Q R
4 S T U V W X
5 Y Z

—Falta la eñe —observó Pilar con retintín.

George obvió el comentario jocoso. Cuando estaba concentrado no apreciaba el humor de los chistes.

—Ahora mira. Si quiero escribir una palabra cualquiera, por ejemplo PILAR

—¡Eh, cómo que una palabra cualquiera!

—Era un decir, mujer…

—Bueno, sigue.

—Si quiero escribir PILAR codificado con esta tabla, no tengo más que anotar los números de fila y columna de cada letra. Así, tu nombre quedaría: 43-32-62-11-63.

—No es muy bonito —dijo ella sin abandonar el tono jocoso.

—Quizá no, pero sí efectivo. Al menos lo fue hasta bien entrada la Edad Media. Date cuenta de que el código podría haber sido distinto con el mismo método. Yo he puesto primero el número de columna y luego el de fila. Al revés, habríamos obtenido: 34-23-26-11-36. Y se puede complicar este sistema hasta límites increíbles si se hace una tabla más grande y se repiten letras, o si se colocan aleatoriamente. Además, la frecuencia de las letras, es decir, la cantidad de veces que aparece cada una, no tiene por qué ser la misma en todos los casos. E incluso la forma de la tabla puede cambiarse. ¿Lo entiendes?

—Más o menos… O sea, no.

—Te pondré otro ejemplo más complejo.

1 2 3 4 5 6 7 8 9
1 D U E V A C X L Z
2 A D I Q U W F K Y
3 S B C A I F A E Y
4 I A B V J M S G O
5 C R O H R A G Q L
6 H K D J D E W A X
7 T G A Z N T Q F M

—Ahora es la letra A la que más veces se repite, y no hay un solo alfabeto, sino que está escrito varias veces. Las distintas letras no ocupan un orden correlativo, ya que las he puesto como me ha venido en gana. Si codifico un mensaje con esta tabla, lo envío y el receptor tiene una tabla igual que la mía, únicamente él podrá descifrar el texto. Para cualquier persona que lo interceptase le sería imposible saber qué dice. ¿Lo comprendes ahora?

—Sí, pero…

—¿Pero qué tiene esto que ver con el códice? —George se adelantó a la pregunta de Pilar.

—Sí, ¿qué relación tiene?

—¿Conoces los números romanos?

—Claro. Se escriben con X, V, I, M, D

—Exacto. Pues, en griego, las letras también son números. Todas ellas corresponden a una cifra, que varía en magnitud en función de unas comitas que se sitúan por encima o por debajo del carácter, y a la derecha o la izquierda respectivamente. La alfa puede representar 1 o 1.000; la beta, 2 o 2.000; la gamma, 3 o 3.000, y así hasta la omega, que vale 800 u 800.000. La iota tiene como valor 10 o 10.000, y partir de ahí las cifras no son continuas, sino que saltan de diez en diez. La kappa vale 20 o 20.000, la lambda, 30 o 30.000, etcétera. Con la ro se llega a la centena. En adelante, los valores saltan de cien en cien hasta la omega. Cuando descubrí la primera cifra del códice, la de los símbolos desconocidos, me di cuenta de que cada uno de ellos era la unión de dos letras del alfabeto. Dos letras que pueden muy bien ser dos números de una tabla como la de Polibio. Mira esto.

George tardó un par de minutos en dibujar una nueva matriz, mucho mayor que las anteriores. En lugar de números árabes, escribió la sucesión de letras griegas en las cabeceras de filas y columnas.

—Pero está vacía… —comentó Pilar al ver la tabla.

—Así es. Aunque solo por el momento. Tengo que probar a rellenarla con el alfabeto. Tal y como la he dibujado, cabría veinticuatro veces completo. Ignoro el orden de las letras, o si este es el camino acertado. Pero la unión de dúos de letras en los símbolos del códice me hace pensar que estoy en lo cierto.

—Sí, aunque… Tú no tienes la tabla que utilizó el que la creó.

—Lo sé. Esto es lo único que me falta.

—¿Y si no la encuentras?

—No creo que tenga que encontrarla —dijo George, levantando su mirada y tocándose el labio inferior con un dedo—. El que cifró el texto tiene que haber incluido en el libro, de algún modo, la clave para completarla.

Penton Mewsey

A la hora del almuerzo, el doctor Van Dijken, el detective Hart y el desconocido personaje —incluso para sí mismo—, comían juntos en la amplia mesa de roble del salón. Se trataba de un mueble rectangular y hábil para doce comensales. Los tres hombres se habían situado de una manera algo peculiar: el médico en una de las cabeceras, con su paciente a un lado, cerca de él, y el detective en la otra cabecera. Hart se mostraba receloso, lo cual ya no era una novedad. Aquel policía se consideraba a sí mismo una especie de genio investigador, un moderno Sherlock Holmes de carne y hueso.

El doctor le devolvía sus miradas aviesas con gesto neutro. Aunque por dentro era una persona apasionada, rara vez dejaba entrever ese rasgo de su carácter, y su comportamiento social se cimentaba en la sobriedad que le inculcaran sus padres. El profesor, en cambio, miraba a las musarañas o a su plato, y bajaba la vista cada vez que se sentía observado por Hart. Antes de tomar los postres, el detective ya no pudo contenerse más y le espetó:

—Usted dice que no se acuerda de nada, ¿verdad?

—Así es —contestó esquivo el profesor.

Van Dijken apretó los labios y frunció el ceño. Estaba empezando a hartarse de la intromisión del policía. Este no le hizo el menor caso a su gesto de reprobación y empezó una especie de interrogatorio bastante desagradable.

—¿Cómo es posible eso? No se acuerda de nada, pero sabe usar los cubiertos, o hablar. ¿Le parece esto normal?

—¿Qué quiere que yo le diga, agente? Recuerdo cosas pero no cuándo o cómo las aprendí. No sé cómo me llamo y, sin embargo, sé el nombre del país en que nací.

—¿Ah, sí? ¿Y de dónde es usted?

—De los Estados Unidos.

La mención de ese país pareció turbar el ánimo del detective. Si aquel hombre, ladino y falsario, decidía ponerse en contacto con el consulado de los Estados Unidos, él tendría problemas para seguir investigando. La antigua colonia estaba empezando a amenazar la supremacía mundial del imperio británico, y las razones de Estado obligaban a tratar bien a los amigos estadounidenses. Sin achantarse, no obstante, el detective continuó:

—¿Y a qué se dedica allí?

El hombre se concedió unos momentos de reflexión.

—La verdad es que no lo sé. Pero estoy seguro de que tiene que ver con los números. No hago más que soñar con cifras, ecuaciones, polinomios, logaritmos…

—¿No puede ser más explícito?

—Yo… Lo siento…

—Vamos, inténtelo.

—Creo que ya es suficiente —dijo por fin el doctor Van Dijken, tajante.

Hart ni siquiera le dirigió una de sus miradas llenas de arrogancia. Lo que hizo fue insistir en su pregunta.

—Inténtelo. ¿Seguro que no recuerda algo más?

—Ahora que lo dice, sí. Me viene a la memoria algo difuso. No estoy demasiado seguro, pero creo que trabajo en algo relacionado con claves y mensajes codificados.

—Debo insistir —intervino de nuevo Van Dijken—. Mi paciente necesita reposo absoluto. Tiene que serenar su ánimo y…

—Enseguida, doctor —dijo Hart con los dientes apretados. Y luego volvió a dirigirse al otro hombre—: ¿Qué es eso de claves y mensajes codificados?

—Es el arte de ocultar información para que no pueda ser comprendida por el enemigo. O los competidores económicos. Los Gobiernos o las grandes corporaciones se valen de esos métodos para que sus comunicaciones sean privadas y secretas. Yo… Sí, soy criptólogo. ¡Estoy seguro!

El detective Goliath Hart no presionó más al paciente de Van Dijken durante el resto de la comida y del día. Pero lo último que dijo le pareció revelador. Ocultar información era justo lo que, creía Hart, aquel hombre estaba haciendo con él.

El Gobierno de la Generalitat ordena la inspección de la oficina de censura de la compañía telefónica en Barcelona, reducto de la CNT. Existen sospechas de que la central anarcosindicalista intercepta las comunicaciones. Se producen disparos entre la fuerza pública y los empleados de la Telefónica.

Valencia, 3 de mayo, lunes

Toda la tarde del domingo, la noche y parte de la madrugada, George estuvo probando configuraciones de la tabla de Polibio que había creado con las letras griegas. Antes de buscar soluciones más complicadas, hizo ensayos consecutivos con alfabetos completos colocados en formas geométricas. Colocó las letras en sentido inverso, vertical, en una diagonal y en forma de pirámide… Pero no sirvió de mucho. Al menos tenía que descartar esas posibilidades.

Si él mismo hubiera cifrado el texto, con toda seguridad habría empleado una disposición compleja. No obstante, el autor —Platón o quien fuera— deseaba que alguien llegara a descifrarlo. Y si había colocado las letras al azar, esta labor podía llevar años enteros, lo cual no concordaba con su promesa de ser descubierto por el más sabio de los hombres. George evocó una vez más aquellas palabras que martilleaban en su mente. El más sabio de los hombres no podía ser meramente el que hiciera más pruebas. No, la verdad tenía que estar ahí. Ante sus ojos. Tan cerca que, quizá, justo eso le impidiera verla.

Por la mañana del lunes se incorporó de nuevo al trabajo en el edificio del Gobierno, y se presentó en el despacho que compartía con la profesora Feodorova a las nueve en punto de la mañana. Nada más llegar, esta le dijo en tono triunfal, pues estaba en el despacho desde hacía casi una hora:

—Estimado colega y camarada, la máquina está a punto. El profesor Ryti ha estado programándola durante todo el fin de semana para que empiece a ejecutar las pruebas desde hoy mismo. Como sabe, las primeras consistirán en sustituir todos los símbolos por letras griegas al azar, aunque siempre forzando a que a un signo igual le corresponda la misma letra. Y como aquellos aparecen en un número superior a estas, las letras podrán repetirse. Hay que definir así el proceso. Si falla, tendremos que buscar otras vías de investigación. Pero esto no es más que repetirle lo que ya hemos discutido en los últimos días, profesor. Espero no haberle aburrido.

George hizo un ademán cortés y pensó en que, si Platón no mentía con aquello del más sabio de los hombres, los rusos iban a chocar contra un muro. Su táctica era justo lo contrario de lo que se decía en el códice. Y ojalá fuera así, porque el antiguo criptólogo no pudo ni tan siquiera soñar con artefactos como el construido por el profesor Wäinö Ryti. ¿O quizá sí…? La mujer misteriosa de la que se hablaba en el códice parecía tener a su alcance conocimientos igual de insospechados. ¿Quién pudo ser? ¿De dónde vino? ¿Cómo podía saber lo que sabía?

En todo caso, no era el momento de perderse en esa clase de disquisiciones. George empezó a fraguar una idea que culminaría con una decisión arriesgada: el sabotaje. Resolvió que, en cuanto se le presentara la menor oportunidad, dañaría algún elemento de aquella máquina de Ryti. No sabía cómo ni cuándo, pero lo haría.

—Acompáñeme, colega —le pidió Vera Feodorova, cogiéndole del brazo y tirando de él con suavidad—. Quiero que conozca al personal no investigador.

Entraron juntos en la sala vecina a la de los criptoanalistas. Un enjambre de hombres y mujeres, de todas las edades, ocupaban en parejas todas las mesas disponibles, que estaban repletas de papeles amontonados.

—¿Por qué tienen tantas hojas? —preguntó George—. Creía que la máquina aún no había empezado su trabajo.

—Y así es. Pero consideré útil empezar a entrenarles con documentos de prueba. Así veremos, por así decirlo, quién se porta bien y quién se porta mal. Por cierto, profesor, no me gusta nada ese tipejo del parche que le sigue a usted a todas partes. El capitán, el capitán… ¿Cómo se llama?

—Ramón Ybarra.

—Eso es, Ramón Ybarra. Le comunico que pedí el sábado al general Salinyan que se encargara de hacerle regresar a Barcelona. Ya ha salido de Valencia. Ayer mismo, de madrugada. Espero que lo apruebe. Parecía escrutarle a usted como si fuera un enemigo, sin ninguna consideración por su parte.

La profesora Feodorova, sin saberlo, había dado en el clavo. Él era un enemigo. Un enemigo de cualquier sistema político cuyo objetivo no fuera dar y consolidar la paz, la libertad y la dignidad a toda persona que viviera bajo su régimen.

—Oh, se lo agradezco de veras. Tiene usted razón. Se trabaja mejor cuando no se le presiona a uno constantemente.

—Yo pienso hacerlo, amigo mío —dijo Feodorova en tono simpático. Se notaba que aquella mujer sabía dirigir a sus subordinados.

—Y yo espero estar a la altura —respondió George con la misma gentileza.

Burgos

El «ojo derecho» de Franco, su ayudante personal, Eduardo Sáenz de Buruaga, había ido en busca de Ignacio Varela para que acudiera al despacho del Generalísimo. Este deseaba mantener una conversación con él sobre la misión que se estaba desarrollando en Valencia, y que empezaba a ponerse realmente peligrosa. Franco no estaba preocupado por quienes la llevaban a cabo, sino por la repercusión que podría tener en la prensa extranjera si salía mal. El riesgo es consustancial a los espías y agentes infiltrados en zona enemiga, pero el profesor George Rojo no pertenecía a la inteligencia nacional y, por añadidura, a pesar de su mitad española, gozaba de pasaporte norteamericano.

—Varela, si algo le sucediera al profesor Rojo, el enemigo haría mucha propaganda en contra nuestra en cuanto tuviera conocimiento de quién es en realidad —dijo el Caudillo en su tono siempre pausado, con voz queda y blanda. Parecía increíble que ese hombre, aparentemente sin energías, tuviera una voluntad de hierro y una resuelta capacidad de decisión—. Haría propaganda en muchos sitios, máxime teniendo en cuenta que el otro profesor judío está libre. No nos interesa ahora despertar nuevas simpatías en el extranjero y menos desde lo de Guernica. Ya tenemos bastante con la pifia que nos han jugado ahí los alemanes.

—Tiene usted toda la razón, excelencia.

El despacho de Franco no era demasiado grande ni acogedor. Una enorme bandera española ocupaba la pared del fondo, por detrás del sillón en que se sentaba el jefe supremo de los Ejércitos sublevados. La mesa era de pino, bien labrada pero sin especial valor. También había un par de cuadros colgados, con paisajes de Galicia.

—Tengo entendido que la propia hija de usted está también en Valencia.

—Así es, señor. Tenía que utilizar a mi mejor agente, y creí que mi hija Pilar era la persona adecuada.

—Un gesto muy patriótico por su parte, Varela. Y audaz.

Ignacio Varela miró hacia el suelo. Estaba preocupado. Demasiado preocupado para reflexionar con la necesaria claridad de ideas. No sabía qué hacer. Franco se encargó de tomar una decisión por él.

—Si el hombre que ha enviado no es capaz de eliminar al judío, tendremos que suspender la misión. Y, si lo logra, no deberá prolongarse más de dos semanas. Usted conocía mis reservas antes de comenzar todo esto. No debo permitir que se descubra la verdad. Ya sabe lo que tiene que hacer. Buenas tardes. ¡Arriba España!

—¡Siempre arriba!

Cuando Varela se hubo marchado, Franco se mantuvo unos instantes en completo y reflexivo silencio. Al final añadió, dirigiéndose a Sáenz de Buruaga:

—Mal asunto, Rubio. Mal asunto.

Valencia

El acto de poner en marcha la máquina computadora fue solemne. Estuvieron presentes la profesora Vera Feodorova, el profesor Wäinö Ryti, padre de la criatura, el general Stefan Sergevich Salinyan, el comandante en jefe de la región militar, George, un par de técnicos especialistas rusos y, por último, dos prominentes políticos. Los dos políticos eran nada menos que Manuel Azaña y Francisco Largo Caballero, presidentes de la República y del Gobierno respectivamente.

George se fijó mucho en esos hombres poderosos, huidos de Madrid ante los ataques nacionales y que habían trasladado la sede del Gobierno a la capital del Turia. No le agradó Azaña, pero sí Largo Caballero. El primero tenía el aspecto de un hombre soberbio. Miguel de Unamuno había dicho de él que era un «escritor sin lectores», y previno del peligro que suponía su excesiva ambición. En cualquier caso, sus intentos por convertir a España en una nación europea moderna eran dignos de encomio, por mucho que hubieran enfurecido a las esferas más tradicionalistas. Su afirmación de que España ya no era católica se tomó como una afrenta hacia la religión, cuando no era más que la expresión sencilla de una necesidad social en todo Estado libre. En cuanto a Largo Caballero, George pensó que su rostro inspiraba confianza. No sonreía en exceso, ni sus modales pretendían adular a los demás. Tenía todo el aire clásico de los castellanos, orgulloso y franco, al menos en apariencia.

El primer resultado que salió de la máquina tardó solo unos segundos en aparecer. Era una serie de tarjetas de cartón con perforaciones, similares a las que el profesor Ryti había introducido con los datos del cálculo. Aquello no parecía significar nada, aunque por supuesto era todo lo contrario. Ryti tomó las tarjetas y las fue metiendo en una especie de máquina de escribir. Cuando terminó de oprimir teclas, mostró a los presentes unas hojas de papel llenas de letras griegas impresas.

—Todavía no tengo acabado el modelo de impresor eléctrico que utilizará directamente las tarjetas y transformará su código en algo como esto. Por eso he tenido que transcribirlo a mano. Espero que este nuevo aparato esté listo para mañana mismo, o pasado mañana a más tardar.

Los políticos y militares fingieron admiración, pues no entendían casi nada de que lo que allí se estaba llevando a cabo. Aquel conjunto de engranajes, alimentado por un ruidoso motor de aviación, suponía un hito en la historia de la humanidad. Nadie sabría decir hasta dónde podría llegar su utilización y desarrollo futuro, pero estaba claro que iba a cambiar el mundo. Tareas antes inabordables o muy onerosas podrían efectuarse ahora con relativa sencillez. George se dio cuenta, ahora más que nunca, de que aquella máquina del profesor finlandés era su auténtico enemigo en la carrera por descubrir el código secreto del códice.

Antes de disolver la reunión y dar por terminada la prueba, la profesora Feodorova explicó a los invitados el modo en que se analizaría el texto resultado del proceso, comprobando el inicio, la parte central y las últimas líneas. Como no era de extrañar, justo antes de marcharse, Azaña hizo una de esas preguntas de profano que tanto molestan a los científicos:

—¿Cuánto se tardará en conseguir el éxito?

—Eso no es posible augurarlo con exactitud —le contestó la profesora Feodorova. Y agregó una frase que recordaba a la famosa respuesta que daba Miguel Ángel al papa Julio II, cada vez que le preguntaba cuándo terminaría de pintar los frescos de la Capilla Sixtina—: En cuanto sea posible, señor presidente.

Penton Mewsey

Ninguno de los tres hombres que habitaban la casa de campo fue consciente de la nueva presencia hasta que los acontecimientos se desencadenaron. Era ya de noche y, después de la cena, el doctor Van Dijken compartía con su paciente una de sus sesiones de relajación oriental con música de Palestrina incluida. Mientras, el detective Hart, ajeno a ello, escuchaba la radio en la cocina, en espera de una ocasión propicia para desenmascarar al hombre que, seguía estando convencido, fingía su amnesia.

Ninguno de ellos oyó el ruido que provenía de la puerta de la carbonera. El agente nacional no pudo evitar el agudo chirrido que produjeron las bisagras cuando levantó una de las hojas de madera. Con el mayor sigilo posible se deslizó hacia el interior y llegó al sótano. Ya estaba dentro de la casa. Ahora solo tenía que esperar unas horas. Cuando todos durmieran, saldría de su escondrijo y acabaría el trabajo.

Había llegado a Penton a la hora de comer, poco más o menos. Allí preguntó en una taberna por la ubicación de la casa del médico, haciéndose pasar una vez más por policía español. El hombre que le sirvió una pinta de cerveza le miró receloso. No se veían muchos extranjeros por el pueblo, y la leyenda negra de los españoles todavía calaba en las mentes de los ingleses menos instruidos. El camarero y dueño de la taberna creía tener ante sí a un papista, a un inquisidor. Y en cierto modo no se equivocaba, por lo menos en lo que tocaba a lo segundo.

Después de apurar su cerveza negra, el agente abandonó el establecimiento y se dirigió al lugar que le había indicado el desagradable hombre. Reconoció la zona y observó la parcela y la casa desde donde no podía ser visto. Trazó un pequeño croquis a mano alzada, en el que situó los detalles principales. Luego se marchó de allí y volvió a su automóvil. Lo puso en marcha y fue hasta el pueblo de al lado. En él buscó otra taberna y pidió algo de comer. Prefería alejarse de Penton hasta el momento en que regresara para ejecutar su plan.

Pasó la tarde analizando el modo en que debía actuar. Una posibilidad era llamar a la puerta principal e ir disparando a los hombres que estaban en la casa uno por uno. Pero ese plan resultaba demasiado cruel y poco fiable. No garantizaba que el profesor Abelyan no consiguiese escapar si se daba cuenta a tiempo de lo que ocurría. Hacerse pasar por agente de policía español no serviría en esa ocasión. En la casa había un policía de verdad, de Scotland Yard, y a él no sería tan fácil engañarle como al director del hospital o al camarero. No, lo mejor era introducirse en el edificio subrepticiamente y esperar el momento de asestar el golpe. Si todo iba bien, llevaría a término sus órdenes con prontitud y precisión, sin que los otros dos hombres, el agente y el médico, se enteraran de lo que había sucedido.

Antes de cenar volvió a montar en el coche y se dirigió a otro pueblo cercano. Prefería no estar demasiado tiempo en el mismo lugar. Cenó algo ligero y bebió solamente agua. Necesitaba tener la cabeza despejada. Ya de noche regresó a Penton, aunque dejó el vehículo oculto detrás de unos arbustos a un kilómetro de la localidad. Caminó por el arcén de la carretera hasta la casa del médico. No había casi nadie en las calles, y los escasos hombres que deambulaban por ellas eran impenitentes borrachines, haciendo eses, hipando y cantando canciones ininteligibles. En cuanto la ocasión se presentó, el agente nacional saltó la cerca, atravesó el jardín agachado y raudo, y se detuvo solamente al alcanzar una de las paredes de la construcción. Apoyó su espalda en el muro y sacó su arma de un bolsillo interior de su chaqueta.

La puerta casi horizontal de la carbonera quedaba en ese mismo lado de la casa. Había una ventana con luz entre el lugar donde él estaba y el acceso al sótano. Era una ventana baja, muy grande. El agente pasó gateando por debajo de ella y se movió con sigilo hasta alcanzar la puerta. Un candado y una cadena cerraban la entrada, pero no eran demasiado sólidos. El agente sacó una horquilla de su cartera y la introdujo por un extremo en la cerradura del candado. Le costó poco hacer saltar el mecanismo. Sin hacer ruido, retiró el candado y deslizó la cadena por las asas que había en ambas hojas de la puerta. La apartó a un lado, dejándola oculta detrás de una planta, y levantó una de las tapas. Ese fue el momento de máxima tensión, causado por el chirrido que emitieron las bisagras. El agente se quedó inmóvil durante unos segundos que le parecieron eternos, con la pistola firmemente sujeta en su mano.

Ningún sonido procedente del interior le indicaba que alguien lo hubiera oído. Se introdujo por el acceso y fue descendiendo con lentitud por las mugrientas escaleras, cubiertas por una capa de tizne de carbón. A medida que bajaba cerró la puerta muy despacio. Esta vez el chirrido que emitió fue mucho menor. Ya estaba dentro. Había conseguido cumplir la primera parte de su plan. No tuvo ningún problema en pasar de la carbonera a la bodega, ya que el portón que las comunicaba carecía de cerradura. Solo tuvo que accionar la manivela y alcanzó con facilidad la otra parte de los sótanos. Un par de estantes exhibían decenas de botellas de vino cubiertas por un dedo de polvo. Había telarañas cruzando las esquinas de los estantes.

El agente comprobó la puerta que, al final de una empinada escalera, daba acceso a la zona superior. Tampoco tenía cerrojo. Luego examinó bien la zona de la bodega y encontró en ella un hueco perfecto para esconderse, detrás de una vieja barrica de madera. Incluso si el doctor bajaba allí por algún motivo, no era probable que le encontrara. Y eso sería, además, una suerte para él.

La CNT declara la huelga general en Barcelona. Se instalan barricadas en las calles. El Gobierno de la Generalitat ordena la vuelta al trabajo. En el extranjero se pide a ambos bandos que suspendan sus bombardeos a poblaciones civiles.

Penton Mewsey, 4 de mayo, martes

El reloj de la torre del ayuntamiento sonó, indicando la una de la madrugada. Era el principio del fin de la misión; y el principio del fin de Nelson Abelyan. El agente nacional se marcó esa hora como momento idóneo para salir de su escondite y ascender a los pisos superiores de la casa. Durante el tiempo que pasó agazapado en la bodega, oyó ruidos de pasos y las voces de lo que parecía una discusión, pero no logró entender nada. Antes de la medianoche, los ruidos cesaron y, desde entonces, no había escuchado nada más.

El agente guardó su pistola en el cinto. Ahora llevaba un afilado cuchillo en la mano. Fue escalando los peldaños de la escalera que llevaba a los pisos superiores arrimado a uno de los lados, porque así era más probable que las tablas no crujieran. A pesar de esa precaución, las vetustas maderas emitieron a cada paso unos leves chasquidos, por fortuna para él inaudibles en la casa, por mucho que reinara el silencio más absoluto. Ya arriba, el agente asió la manija de la puerta, la giró despacio y la abrió con la misma lentitud. Como sufría de una leve sinusitis, prefirió abrir la boca y respirar por ella para evitar el sonido de su respiración nasal.

Sin cerrar la puerta tras de sí, pero comprobando que no estuviera descompensada, lo cual podría provocar un inesperado portazo, el agente caminó con paso de ladrón por el parqué del piso inferior. Con sumo cuidado recorrió toda la planta y comprobó que no había nadie. Enfrente del salón, junto a la pared izquierda, se hallaba la estrecha escalinata que comunicaba ambos pisos. Subió por ella de la misma forma que empleara antes, en la del sótano, y llegó arriba sin contratiempos.

Aunque la había memorizado perfectamente antes de iniciar la misión que ahora cumplía, el agente evocó la descripción que le habían dado desde Burgos del hombre que debía eliminar: un metro sesenta de altura, algo grueso, de pelo entre rubio oscuro y rojo, unos cuarenta y cinco años, rostro ancho y redondo, cejas pobladas y nariz aquilina. Caminó por el pasillo hasta alcanzar la primera de las cuatro puertas de los que debían ser los dormitorios. Lo hizo así porque, si entraba en la habitación equivocada y el médico o el policía se despertaban, podría degollar a quien fuera necesario sin dejar al profesor la vía de escape más próxima a la escalera.

Ante la puerta, giró la manilla y empujó la hoja. A pesar de la oscuridad, la escasa iluminación que penetraba por la ventana, a través de su visillo, le permitió distinguir la cama y un bulto en ella arrebujado entre las sábanas. El agente penetró en la estancia solo dos pasos. Escrutó el interior y se dio cuenta enseguida de que aquella habitación no podía ser la del profesor. El cinto de una pistola yacía colgando del respaldo de una silla. Debía de pertenecer al policía, aunque el arma no estaba en su funda, ya que probablemente aquel hombre dormía con ella bajo la almohada o en otro lugar en que la tuviera a mano. Él mismo hacía eso también.

Caminando de espaldas, volvió a salir al pasillo y cerró la puerta de nuevo para evitar que se oyera desde dentro algún sonido. Casi enfrente, un poco más adelantada, quedaba la segunda puerta. Sería la siguiente en probar. Repitió la operación anterior y, al no distinguir nada que pudiera indicarle si pertenecía al médico o al profesor, se acercó hasta la cama y vio el rostro del hombre que dormía plácidamente. No era Abelyan, pues no se parecía en nada a su descripción. Debía de tratarse, por tanto, del médico.

Ya solo quedaban dos puertas más, al fondo del pasillo. Por simple deducción, el agente consideró que era más probable que el médico le hubiera asignado a su paciente la que quedaba junto a la suya. No había un motivo del todo lógico para ello, ni se trataba de una idea completamente racional, pero el agente tenía que elegir una y esta vez acertó. El hombre que ocupaba la cama, y que emitía ligeros ronquidos, era Nelson Abelyan. La prominencia de su barriga sobresalía con claridad de la llanura del colchón. El agente endureció la mano en que portaba su cuchillo y se aproximó al profesor como un felino acechando a su presa. Le rebanaría el pescuezo sin hacer ruido, impidiendo que la víctima emitiera la más mínima queja tapándole la boca con su propia almohada. Antes de que pudiera darse cuenta de que estaba herido de muerte, sus ojos se cerrarían para siempre.

En el momento en que estaba inclinándose sobre la cama para asesinarle, un quejido de la madera que parecía provenir del pasillo le alertó. Aguzó el oído, completamente inmóvil, y se mantuvo en esa posición durante casi un minuto. Nada. Había sido una falsa alarma.

Ya tenía la mano a punto de agarrar la almohada y ponérsela en la cara al profesor cuando una detonación retumbó en el silencio de la noche. Abelyan abrió los ojos y pegó un brinco en la cama. El agente nacional se giró con rapidez hacia la entrada de la alcoba. En el umbral se dibujó la figura casi imperceptible de un hombre. El fogonazo de un nuevo disparo iluminó brevemente su rostro. Era el detective Goliath Hart.

Sin tiempo de hacer nada, el agente nacional cayó al suelo, sin vida, entre los gritos de terror del profesor Abelyan.

Valencia

George no había podido dormir apenas en toda la noche. Las primeras luces del alba hicieron que se levantara de la cama. Al dejar el lecho, Pilar se despertó y, con somnolencia, le preguntó si le pasaba algo. Tenía dos motivos para estar intranquilo. El primero, su lucha contra la máquina. Y el segundo, cómo sabotearla sin ser descubierto.

Pensó propinarle un buen golpe con algún objeto contundente o cortar uno de los gruesos manojos de cables que unían sus distintas partes. Pero si hacía algo como eso, el sabotaje quedaría en evidencia. Y además, no haría más que retrasar unas horas a lo sumo su incansable labor automática. Lo mejor, lo óptimo sin duda, sería desajustarla para que los resultados fueran equivocados pero nadie pudiera darse cuenta. Como no sabía nada de esos nuevos artefactos, tuvo que descartar esa idea por el momento. Quizá pudiera hacerlo en el futuro, aunque entonces quizá ya no sirviera de nada.

Estaba turbado por todos esos pensamientos. Una vez más le sobrecogían las dudas, y toda su seguridad estaba a punto de resquebrajarse bajo la enorme tensión a la que se veía sometido. Tendría que sobreponerse, como siempre, buscando el lado positivo de sí mismo y sus puntos fuertes. Iba por delante de los rusos en la investigación —muy por delante—, y estaba convencido de que solo le faltaba un paso para culminarla. Aunque a veces el paso más corto es el más difícil de dar, como decía su admirado filósofo Friedrich Nietzsche.

El códice se guardaba ahora en el despacho de la profesora Feodorova, bajo llave en un cajón de su mesa. Todo él había sido transcrito y se trabajaba con el escaso número de copias que se habían realizado, y que sumaban veinte en total. Cada criptoanalista tenía una, pero no estaba permitido que la sacara del edificio gubernamental. Por ahora, la mitad de los expertos se empleaba en proponer nuevos métodos de análisis para la máquina de Ryti, mientras que el resto leía y releía el libro en busca de alguna clave para descifrar el contenido de sus páginas finales.

Antes de ir a trabajar, George tomó una ducha caliente y salió del apartamento sin despertar a Pilar, que dormía otra vez profundamente. Era más pronto de lo habitual y George llegó al despacho unos minutos después de las ocho de la mañana. La profesora Feodorova aún no estaba allí. Era la primera vez que esto le sucedía. Los días anteriores la había encontrado detrás de su mesa cuando él aparecía por el despacho. Se sentó en su silla y tomó una copia del códice de un cajón. La verdad debía, tenía que estar encerrada entre sus páginas. Siempre había tenido esa certeza y por el momento no se había equivocado.

Tan enfrascado se hallaba en las páginas del libro que no se apercibió de la llegada de la profesora hasta que oyó su voz.

—Buenos días, camarada —le saludó, despojándose de su chaqueta de fina lana—. Ha madrugado usted hoy, ¿eh?

—Buenos días. Sí, no podía conciliar el sueño…

¿Por qué había dicho eso?, se preguntó George. Ahora tendría que explicar el motivo de su insomnio. Prefirió adelantarse a la pregunta de la mujer y se inventó una historia sobre la marcha.

—He estado pensando en que la clave podría haberse perdido con el tiempo. Este libro es una copia. No este que tengo en la mesa, que por supuesto es una copia, sino incluso el códice medieval.

—Eso ya lo hemos discutido —adujo ella—. Es posible, naturalmente. Pero si es así, la máquina resolverá esa deficiencia. ¿Es eso únicamente lo que le ha impedido dormir?

—Es que empiezo a creer que nunca lo conseguiremos.

—Ánimo, camarada, siempre ánimo. Si caemos en el derrotismo, no ganaremos. Esto es igual que las guerras. Las gana el espíritu, no las armas.

—Eso espero —dijo George con toda franqueza, aunque la profesora Feodorova no pudo entender el verdadero sentido de sus palabras.

Londres

Una fina lluvia caía en Londres, a pesar de que no hacía frío y, a ratos, el sol trataba de abrirse paso entre las nubes. Un enorme Rolls-Royce negro, que ocupaba el centro de una comitiva compuesta por otros dos coches y varias motocicletas, atravesó la verja del palacio de Westminster y se dirigió al pórtico que daba acceso al edificio sede del Gobierno británico. Como si anunciase la llegada de la comitiva, el imponente Big Ben emitió las sonoras campanadas que correspondían a las diez de la mañana.

En el vehículo principal viajaba el primer ministro, lord Chamberlain, proveniente del número diez de Downing Street. Esa mañana había salido más tarde a causa de una conversación con el ministro del Tesoro, que ocupaba otra de las casas de la misma calle que la del jefe del Gobierno. La charla versó sobre la necesidad expuesta por el primer lord del Almirantazgo de dotar con más medios económicos a la Armada. Según este, hacían falta nuevos barcos, efectivos y material. El bien conocido olor a guerra se percibía ya en el ambiente. La brisa lo traía desde el continente.

Ahora, Chamberlain iba a encontrase con otro asunto muy diferente y de menor importancia, sin duda, aunque mucho más intrigante. El jefe supremo de Scotland Yard iba a informarle de unos hechos acaecidos en los últimos días, y que tenían que ver con un secuestro y varios súbditos españoles en las islas. Algo extraño estaba ocurriendo en suelo inglés, relacionado probablemente con la Guerra Civil de España. Si el director de la policía solicitaba una entrevista personal con el primer ministro, es que la cuestión era grave.

De madrugada, el detective Hart había llegado a la central de Scotland Yard acompañado por el hombre sin memoria. Allí, Hart explicó a sus superiores la relación completa de los hechos después de la liberación del hombre de sus captores y el ingreso en el hospital de Andover, es decir, el frustrado intento de asesinarlo, esa misma noche, y su labor como criptógrafo en los Estados Unidos. Todo ello era muy raro. Detrás debía de haber algo importante.

La ciencia de la criptología estaba en alza desde la Gran Guerra. La confidencialidad de las comunicaciones es crucial para que un bando no pierda el factor sorpresa en sus acciones bélicas o el enemigo ignore detalles fundamentales y relativos a la ubicación de los mandos o los polvorines, el estado de las divisiones y su grado de operatividad, las fechas de llegada de suministros, etcétera. Cuando un experto de la joven policía científica fue informado de la historia referida por Goliath Hart, lo primero que pensó es que aquel hombre debía de haber descubierto algo importante y relacionado con su trabajo, y por eso habían intentado matarle. Un descubrimiento hecho en España o encargado por uno de los dos bandos en conflicto en ese país.

Aunque, si aquel hombre estaba amnésico, poco se podría descubrir. Ninguno de los españoles muertos tenía documentos de identidad. La única pista la constituía la fotografía de una mujer, dedicada por el reverso, que uno de los secuestradores llevaba en sus pantalones. Nada más.

Como el caso parecía relevante, el jefe del cuerpo decidió solicitar al primer ministro que pusiera a trabajar a los agentes del servicio de espionaje británico en España. Si ellos no conseguían averiguar algo, no habría mucho más que hacer. Salvo que el amnésico recobrara la memoria…

Burgos

El silencio radiofónico del agente nacional que Varela envió a eliminar a Nelson Abelyan solo podía indicar dos cosas: o bien no había conseguido cumplir su misión, o bien había tenido éxito, aunque podía haber sido abatido por quienes custodiaban al profesor. Cualquier otra posibilidad no debía ser tenida en cuenta. Incluso si ninguna de las dos opciones anteriores era cierta, había que asumir el peor de los casos: que Abelyan aún siguiera con vida.

Después del mediodía, pasadas con creces las doce horas preceptivas para el envío de algún mensaje por parte del agente, Varela acudió al despacho de Sáenz de Buruaga para informarle.

—Habrá que decirle al Generalísimo que el plan ha fallado.

—¿Está usted seguro, Ignacio?

—No puedo estarlo. Pero los indicios son suficientes como para abortar la misión del profesor Rojo.

—¿Ni siquiera queda una duda razonable?

Varela negó con la cabeza, con la mirada puesta en el suelo.

—Entonces —dijo el ayudante personal de Franco— habrá que hacer lo que usted dice. Espere la confirmación del Generalísimo, que yo mismo le daré, y alerte a sus hombres en Valencia. Pero no haga nada hasta que pueda confirmárselo.

—Descuide. Actuaré según las jerarquías.

En aquel momento, el corazón de Ignacio Varela palpitó con más fuerza, desbocado. Quizá había enviado al profesor Rojo y a su propia hija a la muerte. A la muerte en pos de una quimera.

Se produce una refriega entre miembros del POUM, la CNT y la FAI con las fuerzas gubernamentales. Los comunistas provocan una nueva crisis política en el Gobierno de la Generalitat.

Valencia, 5 de mayo, miércoles

Los primeros resultados del computador de Ryti fueron transcritos manualmente por la mitad del cuerpo de criptólogos. Usaron máquinas de escribir especiales, cuyas varillas encajaban en los orificios de las tarjetas e imprimían el tipo correcto, es decir, la letra griega que debía escribirse en el papel. El conjunto de hojas se pasaba después a la otra habitación y los lectores comenzaban a analizarlas. Un somero cálculo de las combinaciones posibles, incluso con las premisas establecidas por la profesora Feodorova, arrojaba una cifra astronómica, superior al millón.

Cada lector era capaz de comprobar unos cinco mil informes al día, pero estos debían ser revisados dos veces, lo que limitaba el rendimiento efectivo de los lectores a dos mil quinientos informes por jornada de trabajo. Esto suponía una capacidad total de análisis del equipo estimada en algo más de cincuenta mil. En una semana, sin contar el domingo, podían ser comprobadas al menos trescientas mil combinaciones realizadas por la máquina. Al haberse desviado algunos criptólogos como contingente extra, esta cifra quedaba elevada hasta aproximadamente los cuatrocientos mil. Como mínimo, aquella labor se prolongaría cerca de un mes antes de obtener el mensaje en claro. Y eso si Feodorova había acertado en la definición del método de pruebas.

George dividió la cifra a la mitad, para establecer un margen de seguridad amplio, y se dio cuenta de que tenía un máximo de dos semanas, tres a lo sumo, antes de que ya no hubiera nada que hacer. Si en ese tiempo no conseguía resolver por su cuenta el problema, los rusos y su máquina computadora le habrían vencido. Y, además, tenía que pasarse diez horas de cada día trabajando para ellos.

Su mente estaba tan tensa como un arco a punto de quebrarse. Era lo óptimo para atacar el asunto, pero una tensión así no podía mantenerse durante mucho tiempo. Como el atleta que corre la maratón, a George la fatiga acumulada le impediría prolongar mucho más ese ritmo intelectual y, entonces, ya no habría tiempo material para recuperarse.

Todo parecía estar en su contra. Salvo una cosa, quizá más importante que lo demás: él había comprendido el mensaje del códice. En cualquier pausa en el trabajo, o cuando volvía a su apartamento y hasta altas horas de la madrugada, despierto a base de café muy cargado, leía y releía el texto del libro. Sin que nadie le viera, consiguió llevarse una copia del mismo escondida en el pecho, por debajo de la camisa y la chaqueta. Si le hubieran descubierto… No quería pensar en lo que le hubiera ocurrido. Pero no tenía otra opción que hacerse con la copia y poder analizarla y estudiarla en privado durante sus horas libres.

Se sentía angustiado por la cercanía del éxito. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Platón debió de utilizar el método de Polibio en una de sus variantes complejas. La unión de las parejas de letras-números era una pista casi evidente. Si la matriz tenía, siguiendo el razonamiento, veinticuatro por veinticuatro casillas, es decir, quinientas setenta y seis en total, y el filósofo quería que el más sabio de los hombres pudiera descifrar su texto, el modo de rellenarlas debía de ser, en el fondo, elementalmente simple. Aunque solo para el que lograra resolver el último misterio. ¿Dónde estaría la clave del conjunto de letras que debían cumplimentar las distintas casillas? Seguro que a la vista de quien supiera verlo.

El número de combinaciones resultaba inabordable. Y por ese motivo tenía que ser algo más sencillo, aunque, a la vez, inaccesible para quien no hubiera entendido el mensaje del códice. George estaba seguro de ello. El sabio es capaz de ver lo evidente, lo que otros no ven porque están demasiado cerca. Es el árbol que impide ver el bosque.

Oxford

El jefe de Scotland Yard había decidido enviar al hombre desconocido, acompañado por el detective Hart, a la facultad de ciencias exactas de la Universidad de Oxford. Su idea era estimularle la memoria situándole en un entorno familiar, entre números y guarismos, y por ello solicitó ayuda a uno de los catedráticos más prominentes de la institución que, por añadidura, había sido compañero suyo en los lejanos días de colegio.

En cuanto a la otra petición, la formulada al primer ministro sobre las indagaciones en España de los agentes de la inteligencia británica, la respuesta fue positiva, pero no parecía que hubiera muchas posibilidades de averiguar algo acerca del asunto. Era evidente que la operación se mantendría en secreto por parte española, ya tuviera su origen en Burgos o en Valencia, ya fuera nacional o republicana.

Los dos hombres llegaron a Oxford en un coche de policía sin distintivos externos. El conductor les dejó ante la puerta del edificio de la facultad y estacionó un poco más adelante. Hart y Abelyan entraron, atravesando el pórtico de estilo neogótico, y se dirigieron al despacho del catedrático, que estaba en la primera planta. Como el detective tenía la descripción del edificio y la ubicación concreta del despacho, no tuvieron problemas en encontrarlo.

Muchos estudiantes caminaban por los pasillos con aire formal, charlando sin levantar la voz. De pronto, Abelyan se quedó parado, observándolos con la mirada perdida. Una chica, que llevaba un montón de gruesos libros agarrados con ambas manos, le devolvió la mirada con cara de extrañeza. El profesor dijo a Hart que le venía a la mente una imagen parecida a aquella, pero en los Estados Unidos, y añadió que le sorprendía su recuerdo, porque en él los pasillos estaban repletos de jóvenes bulliciosos, y no tan callados como aquellos. Era una buena señal que el amnésico fuera recuperando parte de su memoria perdida, aunque se tratara solo de imágenes inconexas o pequeñas escenas sin contexto.

Continuaron andando y, llegados a su destino, Hart llamó a la puerta de entrada a las dependencias de la cátedra. No esperó respuesta y abrió la ancha hoja de gruesa madera en el mismo momento en que una voz, de copetuda pronunciación, decía «pase». Se trataba de uno de los profesores adjuntos del departamento, un tipo altivo y algo amanerado que, amablemente, hizo de introductor ante el hombre al que iban a ver.

—¿Agente Hart? —dijo el catedrático, a modo de saludo, cuando salió a recibir a sus visitantes.

—Sí, soy el detective Goliath Hart —respondió este, exagerando la palabra «detective» para corregirle. No había pasado tantos años de servicio para permitir que le rebajaran de grado sin chistar—. Le presento a usted al hombre del que, sin duda, le habrán hablado mis superiores.

—Encantado, señor. Espero poder ayudarle. Es una tragedia perder la memoria, ignorar la propia identidad y todo el conjunto de experiencias de una vida.

Aquel hombre parecía estar declamando a Shakespeare, pensó Hart con fastidio. Le molestaban esos tipos con carreras universitarias que van por ahí mirando a los demás por encima del hombro con su arrogancia.

—Se lo agradezco de veras —dijo Abelyan—. Es cierto lo que dice. Tengo la sensación de haber nacido hace unos pocos días.

El catedrático apretó los labios y ladeó la cabeza antes de hacer un gesto afirmativo lleno de compasión.

—Pero pasen, pasen, por favor. He hecho subir de la biblioteca varios volúmenes de criptografía y criptoanálisis. Ojalá sirvan para estimular sus recuerdos.

Mientras los tres hombres se encerraban en el despacho y dos de ellos se sumergían en las páginas de los complicados libros, observados por el otro con aburrimiento mal disimulado, una joven cargada con libros de comprensión no menos complicada se sentó un momento en un banco de los jardines que circundaban el edificio. Se llamaba Christine O’Higgins, y era una licenciada irlandesa de familia procedente de Norteamérica. Estaba terminando su tesis doctoral en Oxford porque a su padre, ingeniero de Bausch & Lomb, le habían destinado a la delegación que la compañía de instrumentos ópticos tenía en Inglaterra.

La joven se acarició el pelo, revuelto por la ligera brisa, y trató de situar al hombre que, hacía unos minutos, había visto en un pasillo de la primera planta de la facultad. Estaba segura de conocerle, pero no conseguía recordar dónde lo había visto antes ni quién era. Enseguida se olvidó de él, cuando sacó de su bolso una pequeña manzana de piel verde y abrió uno de los libros para empezar a leerlo.

Valencia

El profesor Wäinö Ryti apareció en el despacho de Vera Feodorova y George cuando estaban a punto de irse a comer. Llevaba unos documentos en la mano y los agitaba visiblemente excitado, aunque sin perder la compostura de la que siempre hacía gala. George pensó en lo peor: habían conseguido romper el cifrado. Pero, ¿tan pronto? ¿Había jugado la suerte a favor de los rusos? Un escalofrío le recorrió el cuerpo desde los pies a la cabeza, erizándole el pelo.

—Camaradas, he terminado la máquina de escribir automática —anunció el finlandés.

Al escuchar esto, George pronunció un largo e inaudible «¡uf!» en el interior de su mente. Notaba las palpitaciones de su corazón golpeándole fuertemente en el pecho. Respiró hondo, dibujó una sonrisa en su rostro y, aún tembloroso, se levantó de la silla y felicitó a Ryti. La profesora le imitó y, juntos, salieron del despacho para que el finlandés les mostrara su nueva creación.

—Aún no está ensamblada al computador, pero tardará poco en ser plenamente operativa.

Dos técnicos especialistas se afanaban en conectar una manguera de cables marrones y asegurarlos mediante tornillos y tuercas a unas regletas de metal alargadas. Uno de ellos debió de equivocar un contacto, porque al accionar el interruptor que hacía pasar la corriente de una máquina a otra, un fuerte chisporroteo y una columna de denso humo negro emergieron del cableado.

«Aquí está mi sabotaje, y sin mover un dedo», se dijo George casi sin dar crédito a su buena suerte. Un poco antes casi se había desanimado, y ahora el destino le recompensaba por el sobresalto de su cruel embate.

Cuando cortaron la electricidad, entre las voces de Ryti, todo el circuito se había ya quemado. Con las manos en la cabeza, el científico, totalmente erguido y con ojos de pánico, ordenó que se retirasen los cables y se pusiera en marcha de nuevo el computador. Como temía, este no funcionó, limitándose a emitir una especie de lamento.

—¡Oh, no! —exclamó Ryti, desesperado.

—¿Qué ha sucedido? —le interrogó la profesora Feodorova.

—¿No lo ve? Se ha fundido el circuito interno de la máquina. Se vale de un grupo de transformadores muy voluminosos para distribuir la energía eléctrica entre las diversas partes de la máquina y a las intensidades adecuadas. Mucho me temo que haya que desmontarla por completo y reemplazar todos esos componentes.

—Pero, ¿tenemos repuestos?

—De casi todo, sí.

—¿De casi todo?

—Hay algunos elementos que no están duplicados. Si han quedado dañados, habrá que pedirlos a Moscú.

Feodorova miraba a aquel hombre con odio. Era la primera vez que George veía en su rostro una expresión semejante.

—Tenía usted que haber supervisado personalmente la conexión —le espetó al finlandés con los brazos en jarras.

—Sí, sí… —repetía el profesor, ahora cabizbajo.

—En fin. Pasemos página. Cursaré de inmediato la petición de los componentes que precise para reparar su máquina. Dé las instrucciones adecuadas a sus hombres para que empiecen a desmontarla y venga conmigo. No hay tiempo que perder.

Londres

El chófer del autobús no pudo evitar embestir a aquel peatón que cruzó la calle sin mirar a su derecha. El impacto fue tremendo. El hombre acabó a varios metros, tendido boca abajo y entre un charco de sangre. De entre la gente, que se congregó al instante en torno al accidente, surgió un médico. Pero sus atenciones fueron inútiles, porque aquel hombre bajo y rechoncho tenía el cráneo destrozado. Había muerto en el acto.

Era el profesor Nelson Abelyan, que regresaba a Londres desde Oxford, acompañado por el detective Hart. Iban a tomar un té a un local del Covent Garden cuando sucedió la desgracia. Hart se había detenido en la acera y un grito preveniente de su lado izquierdo le llamó la atención. Era una chica que saludaba de ese modo tan impetuoso al que debía de ser su novio. El detective giró la cabeza un instante y, cuando volvió la mirada al frente, ya no tuvo tiempo de detener al profesor. El autobús se lo llevó por delante y le lanzó por los aires.

Aquel hombre se había llevado su secreto a la tumba.

Burgos

Por suerte para la misión, Sáenz de Buruaga aún no había recibido la confirmación, por parte de Franco, de que esta debía ser abortada. El Generalísimo prefirió conceder un día más al agente de Inglaterra para que informara. En su experiencia, no siempre lo esperable es lo verdadero. Si no se dejase actuar a la Providencia, la Providencia nunca actuaría. Para que a uno le toque la lotería hay que comprar una participación. Claro que, si uno lleva un billete en lugar de un décimo, tiene más posibilidades de ganar el premio.

Si el mismo Franco no hubiera apuntado con su fusil al médico que pretendía abandonarlo en Marruecos, herido de un disparo en el vientre; si no le hubiera obligado a llevarle al hospital de campaña, en contra de su opinión facultativa, él ahora no estaría dirigiendo los destinos del Alzamiento. Para él era evidente que la Providencia obraba a su favor. Aunque no todos los españoles pensaran igual.

Ese sexto sentido del que siempre había hecho gala daba ahora la razón al Generalísimo. Varela estaba en lo cierto cuando afirmaba que la falta de mensajes en doce horas debía indicar que la misión había sido un fracaso. Y, sin embargo, la muerte accidental de Abelyan, atropellado en una calle de Londres, rehacía el nudo que ataba a George Rojo a Valencia. Los informadores nacionales en Inglaterra confirmaron también que el profesor sufría de amnesia, por lo que no pudo revelar nada a las autoridades de ese país.

Hubo un momento en que Francisco Franco cayó en la cuenta de que lo ocurrido al profesor Abelyan, y que tan bien le venía a su bando, era algo muy triste. Aquel hombre no había cometido ningún delito, ni sus intenciones habían sido nunca ilícitas o viles. Él únicamente había querido ayudar a quienes compartían su ideología. El jefe del Gobierno nacional evocó la célebre frase de Napoleón, dicha durante la campaña de Rusia, tras un sanguinario combate ganado por los franceses: «Después de la batalla no hay amigos y enemigos, sino solamente hombres».

Pero la victoria tenía un precio. Y la guerra era, sin duda, el más caro imaginable.

Se produce un intenso bombardeo aéreo sobre Zaragoza. La catedral resulta dañada por las bombas. Ante los graves acontecimientos y el desorden civil en Barcelona, el Gobierno de la República asume el mando de las fuerzas de orden público.

Valencia, 6 de mayo, jueves

Faltaban aún un par de horas para que amaneciera y George seguía quemándose las pestañas en la lectura de la reproducción del códice. En esta, al tratarse de una copia a mano, todo el texto quedaba reflejado. No había «zonas muertas». En la mesa del saloncito, una cafetera aún humeaba. Pilar había decidido hacerle compañía durante toda la noche, sin molestarle, y aunque el sueño la vencía de cuando en cuando, al menos estaba dispuesta a que George no tomara el café frío.

La oscuridad nocturna y el tiempo, en su lento discurrir, se congelaron por un instante cuando George encontró algo que podía suponer una nueva pista. Leyó en voz alta un breve fragmento, con tono de creciente excitación. Pilar se recobró de su adormecimiento y se incorporó en el sillón, mirándole en silencio.

La fuerza del lenguaje que siempre miente es el poema. El poema se aleja de la verdad. Es la fuerza de la imitación, el artificio y el simulacro. En él está, no la verdad, sino la ilusión de ella. El poema utiliza signos que representan al mundo; pero el mundo no se encierra más que en sí mismo. El poema es al mundo como la apariencia a la realidad. Podemos figurarnos el uno conociendo el otro, si es que sus símbolos están bien compuestos.

«Figurarnos el uno conociendo el otro, si es que los símbolos están bien compuestos»… En algún otro sitio del códice había un texto titulado «El poema del mundo». George lo buscó y, sumamente nervioso, contó las letras que lo componían: quinientas setenta y seis. Volvió a contarlas. ¡Quinientas setenta y seis exactamente! ¡Lo tenía! ¿Era realmente posible? Sacó la hoja en que había dibujado la matriz el día en que le explicó su idea a Pilar. Ella estaba de pie, observándole con una sonrisa que parecía incluso borrar sus ojeras.

—¡Ven, ayúdame! —le pidió George, dándose cuenta solo ahora de que estaba despierta.

Mientras él iba rellenando las casillas, Pilar le cantaba las letras griegas una por una. No las conocía todas, y algunas veces tuvo que preguntar a George por el nombre de alguna de ellas. Cuando hubieron terminado de hacer esto, él comprobó rápidamente que no había fallos y que todas las letras estaban en su sitio. Entonces empezó a descodificar el mensaje oculto usando la tabla que había confeccionado al descubrir la primera codificación, con la conversión inicial de símbolos en letras-números.

Quería traducir la primera frase, y eso solo le llevó algunos minutos. Ante su estupefacción, la frase no tenía ningún sentido. Trató de analizarla de un modo más amplio, leyéndola al revés o por sílabas, e incluso imaginando que perteneciera a otra lengua que no fuera la griega. Pero nada de eso sirvió. No había forma de leerla siquiera por la acumulación de consonantes. Era algo impronunciable y que carecía de significado.

Del éxtasis pasó al hundimiento. La más aguda desesperación se apoderó en un instante de su espíritu. Pilar lo notó por la expresión de su rostro. George estaba totalmente deshecho. Más que nunca. Más que cuando no sabía nada.

Pero, de pronto, su ánimo se transformó. El poema tenía justamente quinientas setenta y seis letras. Ni una más ni una menos. En algo se estaba equivocando, era obvio, pero la solución estaba ahí. Ya no lo sospechaba. Ahora lo sabía.

Las primeras luces del alba indicaron a George que debía prepararse para acudir al trabajo. No podía faltar, aunque llegó a plantearse la posibilidad de fingir una repentina dolencia para no ir ese día. Pero no, eso no era aconsejable. Seguiría con sus actividades normales y, cuando volviera por la tarde, acabaría la labor. Solo una jornada, una última jornada, le separaba del éxito final. Debía tener paciencia. ¿Qué era un solo día después de tanta espera?

Oxford

Christine O’Higgins se despertó al oír los desagradables timbrazos del despertador. Este era un modelo de esfera redonda con dos campanillas a los lados, a las que golpeaba alternativamente un martillete produciendo un ruido ensordecedor. Estaba segura de que ese reloj no solo la despertaba a ella en el edificio de la residencia de estudiantes donde vivía, en la misma ciudad de Oxford. Y, desde luego, esa mañana no se equivocaba. El chico que había a su lado también recuperó la consciencia con un sobresalto poco viril. Aunque su virilidad ya la había demostrado suficientemente esa noche hasta las primeras horas de la madrugada.

La joven y su compañera de habitación estaban liadas con dos muchachos del campus, también residentes en un colegio mayor, y algunas noches se cambiaban de habitación con ellos para formar dúos mixtos, mucho más divertidos. En una ocasión intentaron estar los cuatro juntos, en las dos camas de una de las habitaciones, pero no funcionó. Uno de los chicos adujo al día siguiente que los ruidos de los vecinos de lecho le desconcentraban.

—Vamos, John, levántate —dijo Christine a su compañero incidental.

A pesar de que la irlandesa familia de la joven estaba afincada en Inglaterra, concretamente en la cercana capital, su padre había querido que terminara su doctorado en matemáticas sin la presión de tener que desplazarse cada día hasta el campus y por eso estaba en una residencia de señoritas. Lo que aquel hombre ignoraba era que su hija no era precisamente una señorita a la vieja usanza, sino una mujer liberada que disfrutaba de su cuerpo a la vez que destacaba con una mente brillantísima.

No era muy habitual que las féminas cursaran estudios universitarios, y menos aún en la rama de las ciencias. Pero Christine, como en otras cosas, suponía una honrosa excepción. Su tesis doctoral versaba acerca de los métodos criptográficos modernos, e incluso había desarrollado una plausible teoría consistente en la aplicación de sistemas electromecánicos para la resolución, por la fuerza, de claves complejas.

Los dos jóvenes se vistieron a toda prisa. Él abrió la ventana, que daba al jardín trasero de la residencia femenina, y escrutó la zona. Cuando comprobó que no había nadie que pudiera verle, dio un fugaz beso a Christine y saltó a la hierba. Luego corrió hacia unos matorrales como alma que lleva el diablo. Ella, por su parte, se acicaló un poco y también dejó la habitación, pero por la puerta, como es debido. Fue a desayunar a la cafetería de la propia residencia y, al ir luego hacia la salida para dirigirse a la facultad, vio algo que la dejó de piedra.

Un celador, sentado en un banco por debajo de la amplia arcada de acceso al edificio, estaba leyendo tranquilamente The Daily Telegraph. Christine no pudo evitar fijarse en la primera plana. En ella aparecía la foto de un hombre al que había visto hacía muy poco, justo el día anterior. Sin mediar palabra, la chica le arrancó de las manos el diario a su dueño y leyó la noticia con creciente ansiedad.

—¡Eh! ¿Qué es lo que haces? —protestó el hombre, pero se mantuvo sentado y no hizo nada más. Estaba demasiado acostumbrado a las travesuras de aquellas niñatas.

Valencia

George no dejaba de dar vueltas al modo de colocar los caracteres que formaban el bello poema de quinientas setenta y seis letras. Por un lado, después de tanto ocultismo, el autor del cifrado debería de haber puesto el poema en su orden natural. No parecía tener sentido complicarlo aún más de lo que ya era. Por lo tanto, y siguiendo el tipo de razonamiento que a George le había dado hasta ahora tan buen resultado, lo más probable era que la propia forma de colocar cada letra griega también fuera elemental.

En cuanto a la avería en la máquina de Ryti, esta no había resultado ser tan grave como George hubiera deseado o como el propio creador de la misma había supuesto. Hubo que desmontarla solo parcialmente y no había ningún componente esencial dañado, por lo que bastó con reemplazar un par de elementos y volver a ensamblarla. Aquella mañana, cuando George llegó hacia las nueve, estaba de nuevo en funcionamiento y plenamente operativa.

Londres

El detective Goliath Hart había recibido a primera hora una llamada telefónica que le fue transferida desde la centralita de Scotland Yard. Se trataba del director de The Daily Telegraph, que quería ponerle en contacto con una joven que decía conocer al hombre muerto en el atropello del autobús, y cuya identidad, como se narraba en la noticia de su fallecimiento en el periódico, nadie parecía saber. Después de darle muchas vueltas, la joven había conseguido al fin recordar su nombre: Nelson Abelyan.

Esta muchacha estaba ahora en el despacho de Hart, declarando ante él lo que sabía. El detective no dejaba de mirarle las piernas mientras la escuchaba.

—Era un matemático y criptólogo americano de los más importantes. Una vez estuve en una conferencia suya en Nueva York.

Esta información confirmó lo que el propio Abelyan le había dicho a Hart acerca de su trabajo. De hecho, era profesor en la Universidad de Chicago.

—¿Sabe usted qué podía estar haciendo en las islas?

—Lo ignoro completamente. Le he dicho todo lo que sé. Fue una casualidad que nos cruzáramos el otro día en la facultad de matemáticas. Me resultó conocido, pero hasta esta mañana no he podido recordar quién era.

Barcelona

Un mensaje radiofónico cifrado, de alto secreto, llegó al Lluch procedente de Londres hacia las cuatro y media de la tarde. Lo enviaba el agente republicano en Inglaterra que había estado siguiendo al supuesto profesor Abelyan cuando este viajó de Dover a Calais. La información que llegó a sus oídos, por medio de un reportero de The Daily Telegraph, interesaría con toda seguridad a su jefe, el general Boada.

Con carácter de urgencia, nada más recibir la noticia, el general hizo llamar a Ramón Ybarra para que fuera a su despacho de inmediato. Allí le explicó lo que acababa de conocer.

—¡Ese maldito hijo de puta! —gritó Ybarra—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que escondía algo…!

—Vamos, vamos, modérese, capitán. No hace falta que grite. Quería consultarle acerca de lo que es mejor hacer ahora. Si se huele algo, seguramente huirá. No me fío de la serenidad de nuestros hombres. Sus ímpetus pueden fastidiar su captura. Voy a enviar un mensaje a Valencia haciendo hincapié en que sean extremadamente cautelosos.

Ybarra parecía no estar escuchando al general. De improviso, exclamó con furia:

—¡Ahora comprendo lo de la doncella! Era también una agente nacional infiltrada.

—No importa en este momento quién es quién. Lo único importante es detener a ese tipo y, si está con la mujer, a ella igualmente. Ya habrá tiempo de interrogarles. Tome, Ybarra, aquí tiene el texto del mensaje que hay que enviar. Vaya usted mismo a la sala de radio y encárguese de ello.

—No, general —dijo Ybarra con un brillo helado en su único ojo—. No.

Boada se quedó estupefacto. Aquello parecía una insubordinación de su hombre más leal.

—Explíquese —le ordenó.

—Tengo una idea mejor, general. Permítame a mí ir a Valencia. Si pone un aeroplano a mi disposición, estaré allí en dos horas.

—No puedo hacer eso. Y aunque pudiera, los aeroplanos no se consiguen así como así, en un minuto. Entiéndalo. Hemos de seguir el procedimiento establecido.

Ybarra gruñó. No estaba dispuesto a que aquel asunto se le escapara de las manos. El placer que ya experimentaba imaginando al falso profesor Abelyan en su poder era intensísimo. Interrogarle con violencia le colmaría de gozo. Torturar a quien le había arrebatado a una mujer que le gustaba, que le gustaba de veras…

—Entonces iré en coche. No tardaré más de cinco horas en llegar. Si lo que quiere es discreción y eficacia, sabe perfectamente que yo soy su hombre. Mientras ese bastardo no sospeche que sabemos quién no es, no tratará de escapar. Déjeme ir, se lo suplico, general. Hay que atraparle y evitar que robe nuestros secretos.

Valencia

Ajeno al peligro en ciernes, George siguió aquella tarde pensando en el problema de la colocación de las letras del poema, aunque sin desatender su trabajo. Estuvo más de una hora conversando con Vera Feodorova sobre las distintas posibilidades de análisis por si las premisas de las primeras pruebas fallaban. George se dio perfecta cuenta de que, por su nulo interés en hacer avanzar la investigación, causó una cierta decepción a la profesora rusa, que le creía más capaz de proponer ideas útiles y originales.

Y no es que George no pudiera hacerlo, obviamente, sino que no quería. No hizo más que servir a Feodorova como un «interlocutor necio», al estilo de aquellos de los que se valía Platón en los diálogos de sus obras. A todo lo que ella decía, él preguntaba el porqué como si no lo entendiera, y así la profesora se veía obligada a explicárselo todo con la consiguiente pérdida de tiempo.

La labor de la máquina y de los analistas continuó a pleno ritmo, sin ningún avance reseñable. A la caída de la tarde, hacia las ocho y media, George acabó su jornada y voló hasta su apartamento. Allí le esperaba Pilar, que había estado haciendo lo que él le pidió: tener dispuesta una buena cantidad de lápices afilados y un taco de papeles con la copia de la tabla de Polibio en blanco.

Ya había anochecido totalmente cuando George se sumergió en las tablas y, a pesar de la oscuridad reinante afuera, recibió por fin la iluminación…

Carretera de Tarragona a Castellón

El coche empezó a emitir malsanos vapores por el radiador. En su frenesí y su deseo de llegar cuanto antes a Valencia, Ramón Ybarra había forzado demasiado aquel Mercedes. Era el mejor automóvil que había podido conseguir en el Lluch. Al comienzo de la guerra había sido requisado a un alto cargo de la industria textil catalana, y solía utilizarlo el general Boada como vehículo oficial. Pero ni tan siquiera un Mercedes podía aguantar el ritmo al que Ybarra lo había sometido.

Entre imprecaciones y juramentos, el capitán tuvo que detenerse para que el motor se recuperara del calentón. Se bajó del coche muy enfadado y lo primero que hizo fue darle una fuerte patada a una rueda, que le dolió más a él en el pie que al inocente coche. Después buscó una lata con agua en el maletero, abrió con cuidado el tapón del radiador y añadió el contenido al circuito de refrigeración. Sin ninguna paciencia, esperó algunos minutos sentado en una de las grandes aletas delanteras, bufando, con los brazos cruzados y gesto de fiera salvaje.

Valencia

¿Realmente había sido tan tonto? ¿Podía haber cometido una estupidez semejante? El corazón de George le decía a gritos que ahora sí estaba en lo cierto. Y claro que era obvio. Tan evidente que, simplemente, no había caído en ello al transcribir la primera frase del texto codificado con la tabla de Polibio. A veces la razón juega malas pasadas a quienes son más racionales. Es como si, juguetona, quisiera reírse un rato de sus mejores amigos. Pero luego siempre retorna a su seriedad habitual.

Nada más llegar al apartamento, George se había lanzado a transcribir de nuevo la misma frase que no había logrado descifrar. Lo hizo con la misma matriz que solo unas horas antes, en la madrugada de ese mismo día, había rellenado con las quinientas setenta y seis letras de «El poema del mundo». Tenía que reconocer que cuando hizo la primera transcripción estaba muy cansado. Decía Nietzsche que el café ofusca; y debía de tener razón, porque a pesar de toda su agudeza intelectual, a pesar de todo lo que había descubierto hasta entonces, cayó en el error más elemental. Algo de lo que hasta un niño pequeño se habría dado cuenta.

De madrugada, había buscado cada letra correspondiente a la casilla que quedaba definida por el número de columna y luego el de fila. Pero no probó la opción inversa: primero la fila y luego la columna. Recordó cómo había explicado esa gran diferencia a Pilar, al hablarle del método de Polibio unos días atrás. Y él mismo no había caído en la cuenta de que ambas posibilidades son válidas.

Como supuso, a los pocos minutos tenía la frase completa y perfectamente descifrada en la bella lengua griega clásica. Nunca antes a George le había parecido un idioma tan hermoso:

Tú que has buscado mi secreto, por fin lo has encontrado.

George explotó en gritos de júbilo, se levantó de la silla y agarró a Pilar por la cintura. Le dio un beso con tal emoción e ímpetu que a punto estuvo de golpearla en la frente con su cabeza. Ella también estaba muy contenta. Al fin se resolvería el enigma que tantos peligros y sinsabores estaba acarreándoles, a su amado profesor y a ella misma. Lo había conseguido. Era un genio. Quizá, en ese momento, el más sabio de los hombres. O si no el más sabio, sí el más feliz.

Después de varios achuchones y frases de alegría incontrolable, George volvió a ponerse manos a la obra. Todavía le faltaba transcribir el texto completo y enterarse finalmente de qué demonios decía. ¿Sería tan importante como las páginas previas del códice hacían suponer? Esta pregunta llevaba George sin formulársela mucho tiempo. Pero había vencido a quien cifró el mensaje, Platón o un imitador. Eso daba ya igual. Ahora lo único que restaba era comprobar si lo prometido era cierto.

Después de casi tres horas de trabajo continuado, en el que Pilar le ayudó con la tabla de Polibio, George consiguió por fin tener ante sus ojos, y en claro, el texto completo. Mientras lo hacía, evitó cualquier intento de leerlo parcialmente. Como estaba en griego, eso no le resultó una tarea demasiado difícil. La lectura debía ser algo solemne. Así es que, con el texto completo, empezó a leer para sí, únicamente cuando hubo terminado la transcripción. Y lo hizo con gesto de creciente sorpresa.

Antes de que comenzara, Pilar pensó en decirle que lo leyera en voz alta, pero optó finalmente por no hacerlo. George se merecía ser el primero en saber qué contenía aquel conjunto de símbolos desconocidos que él, y solo él, había logrado descifrar. Para dejarle disfrutar de su victoria, del triunfo de un hombre moderno sobre otro antiguo y celebérrimo, Pilar se marchó un momento del piso con la excusa de ir abajo, hasta un restaurante próximo, a comprar algo de comida hecha. Ninguno de los dos había cenado.

—No puedo creerlo… —dijo George, lánguidamente, al finalizar la lectura.

Las hojas se le cayeron de las manos. Su mirada estaba turbada en extremo. Convertir el plomo en oro no era sino una ínfima parte, casi irrelevante, del saber que contenía el manuscrito. La formulación matemática de los procesos físicos que aparecían, y que George logró comprender, superaba con creces el conocimiento actual. Se hablaba de algunos hechos relacionados con la estructura de la materia recién descubiertos, de la radiación electromagnética, de los átomos y las partículas elementales… Todo eso era imposible… ¡Pero estaba ahí!

Cuando Ramón Ybarra dio una patada en la puerta del apartamento e hizo saltar la cerradura, tuvo el tiempo justo de recoger los papeles de la mesa y correr al cuarto de baño. Mientras el capitán, encolerizado y vociferando como un loco, destrozaba también la otra puerta, George ya había roto en pequeños fragmentos la transcripción y la tabla de Polibio, al igual que el resto de anotaciones relevantes, y vaciado el sanitario.

Desde la calle, Pilar había visto entrar a Ybarra en el portal del edificio. Ella doblaba en ese momento la esquina, pues el restaurante se encontraba en una calle perpendicular a la suya, y al verlo se pegó contra la pared de un salto. Tiró al suelo el paquete, con un par de bocadillos y dos botellines de limonada, y observó la llegada del tuerto capitán sabiendo que sola no podía hacer nada contra él. Ybarra llevaba la mano diestra en el bolsillo de su chaqueta de cuero, y en ella se notaba la prominencia que formaba el cañón de su arma.

La joven tuvo ganas de gritar y de llorar, pero su instinto de espía afloró como el de un felino. Sabía lo que tenía que hacer. Lo único que podía hacer. Pero estaba involucrada sentimentalmente y no sería fácil tomar decisiones que pusieran a George en peligro. Ignoraba cómo, pero su amado había sido descubierto y, en lugar de derrumbarse, tenía que ponerse en contacto de inmediato con los agentes nacionales en Valencia. Conocía la dirección de uno de sus pisos francos en la ciudad, así que podía llegar hasta ellos. Después… Solo la Providencia o el destino tendrían en sus manos el futuro de George, de su amado George.

Los últimos enfrentamientos populares en Barcelona arrojan un resultado de cuatrocientos muertos y más de mil heridos. Se intensifican los ataques a núcleos de resistencia anarquista, antes de la llegada de cinco mil guardias de asalto, seguridad y carabineros, procedentes de Valencia.

Valencia, 7 de mayo, viernes

La noche prometía ser muy larga. Demasiado larga. Ramón Ybarra se había quedado con George en el apartamento. No quería llevarlo al cuartel en que había estado alojado durante el tiempo que pasó en Valencia, antes de que aquella traidora rusa de Feodorova hiciera que lo devolvieran a Barcelona. Ybarra nunca hubiera creído que los camaradas soviéticos, y menos un general del Ejército Rojo, pudieran jugarle esa mala pasada. A él, que los idolatraba y hubiera muerto por su causa sin hacer ninguna pregunta. Pero la vida está llena de desengaños. Tampoco le pareció oportuno conducir a George ante la policía republicana. Prefería que fuera suyo, solo suyo.

Ahora aquel falso profesor Abelyan estaba en su poder e iba a pagar por todo, a saldar todas las deudas pendientes. El capitán le miraba con una horrible mueca que parecía la sonrisa del diablo. Estaban en el saloncito. George ocupaba una silla, mientras que su captor estaba de pie, en una esquina, apuntándole permanentemente con su revólver y cortándole el paso hacia la salida.

—Enseguida llegará un amigo mío. Es un gran tipo, y maneja ciertos instrumentos con la maestría de un escultor. Pero él no esculpe, sino que destruye. Era cirujano antes de que le pillaran borracho como una cuba, ¿sabe, profesor? ¿O debo llamarle de otro modo?

George no contestó. Ybarra aún le hablaba en inglés, aunque empezaba a sospechar que quizá supiera también español. Se lo preguntó en esta lengua y, por primera vez, le tuteó con el desprecio de quien tiene el control absoluto de la situación.

—No es momento para juegos. ¿Conoces mi lengua, cabrón? La verdad es que nos engañaste bien en Barcelona. Pero eso se acabó. Hiciste una buena actuación. Hoy vamos a hacer una mejor y mucho más real.

—Sí —respondió George, que hasta entonces no había pronunciado una sola palabra—. Sé hablar español. Pero no podré decirte nada, ni en español ni en inglés ni en griego, porque no sé nada.

—¿Estás seguro? ¿Crees que soy estúpido? ¿Crees que no he visto cómo cogías todos tus papeles y salías zumbando al retrete? Tú sabes algo y yo voy a hacerte hablar.

—¡No sé nada! —gritó George.

—Eh, silencio, no subas la voz o te… —Ybarra le hizo un gesto con la mano del revólver—. Bueno, si no sabes nada, como dices, también lo averiguaré. Pero por tu bien espero que mientas en eso. Todo será mucho más rápido y menos doloroso si cantas. Es más fácil comprobar lo que uno sabe que lo que no sabe. Cuando es así, cuesta mucho convencerse de que no miente. Y es muy desagradable, créeme.

Dos golpes en la puerta, intensos y separados por un largo intervalo, anunciaban la llegada del amigo del capitán. Al abrir, apareció en el umbral un hombre alto y extremadamente enjuto, con un grueso maletín negro en la mano. Ya dentro del piso, sin decir nada, se acercó a donde estaba George y le dedicó una maligna sonrisa en la que exhibió unos dientes amarillos y podridos. Sus ojos estaban en el fondo de dos hoyos y eran pequeños pero agudos. En su delgadez, los huesos de su cara se marcaban en la piel, especialmente los pómulos y el mentón. Era la viva imagen de un asesino de novela.

—Profesorcito, te presento a Ángel. El apellido no importa, pero te diré que todos le llaman el Doctor. Te va a encantar cómo trabaja, ya verás.

George estaba empezando a sentir auténtico miedo. Cuando el Doctor sacó sus herramientas del maletín, el pánico sustituyó a cualquier otra sensación.

—¿Empezamos, Ramón? —preguntó el individuo con una voz susurrante y quebrada, en tono muy bajo.

—Cuando quieras —afirmó Ybarra—. Átale primero a la silla y ponle una mordaza. Cuando tenga ganas de hablar, él mismo nos lo indicará.

Los ojos del Doctor se iluminaron con el brillo de la demencia. Hizo lo que el capitán le había pedido con la pericia de quien ha ejecutado esa operación muchas veces. En el momento en que le estaba ajustando la mordaza, George emitió un sonido gutural. A pesar del miedo, había ideado un plan. No sabía si daría resultado, pero tenía que intentarlo. No podía revelar la verdad a nadie, aunque eso le costara la vida. Lo que había en el texto cifrado era demasiado importante. Mucho más de lo que nadie hubiera podido imaginar.

Burgos

Una vez más, Ignacio Varela se veía obligado a abandonar la cama pasadas las doce de la noche. Su sueño no era plácido, ni mucho menos, así es que no le costó demasiado coger el teléfono. Le informaron de un mensaje radiado por su hija desde Valencia, a través de los agentes destacados en esa ciudad. Si Pilar había podido enviar el mensaje, la situación para ella no debía de ser excesivamente comprometida. Pero, como supo al escuchar el texto completo por teléfono, la de George Rojo sí era crítica en esos momentos.

Varela pidió que avisaran de inmediato a Eduardo Sáenz de Buruaga. Se encontró con él en el Ministerio de la Gobernación pocos minutos después. Ambos decidieron que no debían despertar al Generalísmo. Tomarían ellos mismos las urgentes decisiones. Valencia esperaba un mensaje de respuesta y la confirmación de las acciones propuestas en el suyo. Eran cabales, y quizá las únicas que se podían llevar a cabo. Varela no tuvo más remedio que dar su consentimiento con la aprobación de Sáenz de Buruaga.

Pilar informó de que George había resuelto el enigma, pero que ella no había podido tener acceso a su contenido. No mencionó la relación que mantenía con el profesor, y que su padre ignoraba, y se limitó a explicar sucintamente lo que había ocurrido esa noche cuando bajó a la calle a comprar algo de comida y vio al capitán Ybarra entrar en el edificio. Si no lo hubiera hecho, si no se le hubiera ocurrido salir, este ahora les tendría a los dos y la inteligencia nacional no sabría nada.

—Su hija ha pensado bien y con frialdad. Lo que hay que hacer es asaltar el apartamento y matar a ese canalla —dijo Sáenz de Buruaga mientras se acariciaba la frente sudorosa—. Aunque también muera el profesor. En la posición actual, eso es secundario. Si ha descubierto algo importante, que sea nuestro o de nadie.

Lo que ninguno de los dos hombres sabía era que Pilar no pensaba hacer exactamente lo que decía. Asaltar de frente el piso era demasiado arriesgado para George, y ella quería protegerle sobre cualquier otra consideración. Lo que hubiera descubierto no le importaba lo más mínimo. Así es que, con la ayuda de otro agente nacional, haría saber a Ybarra que estaba dispuesta a entregarle unos ficticios documentos con el texto descifrado. Ojalá George comprendiera la treta y no diera a entender al capitán, con su sorpresa, que aquellos documentos no existían. Si todo iba bien, cuando Ybarra estuviera dispuesto a pactar —y solo entonces—, los demás agentes aprovecharían la oportunidad para asestarle el golpe definitivo, eliminarle y liberar a George.

Un plan difícil, pero su única esperanza de rescatarle con vida.

Valencia

—¡Está bien! ¡Lo confesaré todo! —dijo George cuando pudo hablar, al haberle retirado el Doctor la mordaza por indicación de Ybarra.

—El profesorcito empieza a cagarse en los pantalones, ¿eh? Bien, ¿estás dispuesto a cantar de plano? Si esto es un truco, te aseguro que la próxima vez no te dejaremos decir nada hasta que el dolor no te permita ni siquiera pensar.

—No es ningún truco. Haga que este me desate para que pueda escribir.

El capitán miró receloso a George. Luego cruzó otra mirada con el Doctor. Este parecía ansioso porque Ybarra se negara a acceder a la petición; y su gesto se volvió aún más triste de lo normal, si es que eso era posible, cuando el capitán consintió en parte.

—Te dejaré libre el brazo derecho. Con poner tu silla junto a la mesa, podrás escribir todo lo que quieras. ¿Crees que soy un necio?

El Doctor obedeció a Ybarra a regañadientes. Liberó de sus ataduras la diestra de George y arrastró la silla, empujándola con ayuda del mismo capitán, hasta la mesa del salón. Ybarra le acercó unos lápices y el taco de papel en blanco que aún estaba donde George lo había dejado.

—También necesito la copia del códice. Está ahí.

El capitán le entregó la reproducción y se sentó a su lado, en silencio, con el respaldo de su silla hacia delante y las piernas arqueadas. Era una perfecta alegoría de la severidad.

—No podré pasar bien las páginas con una sola mano.

—Yo te ayudaré.

George escribió a toda prisa un texto en letras griegas. Cada vez estaba más angustiado ante la posibilidad de que Pilar regresara y cayera, como él, en manos de aquellos miserables; aunque también extrañado de que aún no lo hubiera hecho. Cuando acabó de escribir, se lo hizo saber a Ybarra.

—¿Solo es esto? —dijo el capitán al comprobar la brevedad del texto.

—Lo que importa no es lo largo que sea, sino lo que dice.

Ybarra asintió sin estar aún muy convencido. Luego dijo:

—Yo no sé griego, mentecato. Tradúcemelo.

—¿Delante de ese? —preguntó George, señalando con la cabeza al Doctor.

—Ángel, por favor, espera en la cocina.

—Como desees —aceptó el aludido sin el menor rastro de emoción. Lo único que le importaba era su trabajo con George. Confiaba en que, después, el capitán le permitiera disfrutar con él.

Los dos hombres que quedaron en la estancia se mantuvieron un instante en el más absoluto silencio. Afuera no se escuchaba ningún ruido. Todo estaba en calma. Pero si alguien hubiera podido oír el lenguaje de cualquiera de sus dos corazones, habría tenido que apartarse con dolor.

—Empieza —ordenó por fin el capitán.

—Voy a leerle, en español, lo que he escrito en griego en estas hojas. Es el texto descifrado por mí. Espero que sea capaz de comprender el mensaje.

Tú, que has buscado mi secreto, por fin lo has encontrado. Tú, que iniciaste un largo viaje, por fin lo has concluido. Has vuelto al lugar de tu partida, has arribado al centro de tu mundo, pero siendo más sabio que cuando te fuiste. Buscaste el oro sin saber que el oro está en tu corazón. Ahora lo comprendes. Buscaste el poder sobre los otros, pero el poder verdadero reside en el espíritu. Ahora lo comprendes. La libertad te doy con estas palabras; te entrego la mayor de las verdades. Tú mismo eres el dorado elemento, la fuente de la energía, el que buscaba y halló.

—¿Qué? —gritó Ybarra—. ¿Pretendes que me crea esa sarta de memeces? ¿Es eso todo lo que dice el maldito libro? ¿Para esta mierda hemos hecho todo lo que hemos hecho? —El capitán estaba realmente encolerizado. Se levantó y soltó el brazo contra el rostro de George—. ¿Qué más hay, hijo de perra? No soy idiota. El texto es mucho más largo. Dímelo o atente a las consecuencias.

—Lo esencial es lo que he traducido. El resto son enseñanzas para el hombre sabio. No hay más: ni piedras filosofales ni elixires de la vida, ni nada por el estilo —respondió George con fingido aplomo.

—¿Por qué será que no te creo…? En fin, tú lo has querido. ¡Ángel!

Al punto, la puerta de la cocina se abrió y la cabeza del Doctor asomó como si estuviera indeciso, como si no estuviera seguro de si debía o no volver al salón. Ybarra disipó sus dudas.

—Puedes empezar.

—¡No, no, lo confieso, he mentido! —gimoteó George antes de que el médico loco, que se movía con suma calma, llegara hasta él.

—Ya no voy a creerte, bastardo. Tendrás que apechugar.

—No, no, por favor. Diré la verdad.

—Es tarde.

—Es el oro, el oro…

—¿El oro? ¿Qué oro? —Ybarra detuvo al Doctor con un gesto de la mano cuando este empezaba a sacar unas enormes tenazas de su maletín. Otra vez se dibujó en su rostro una mueca de desagrado que dio paso a la resignación de un ascético monje de pintura manierista.

—Es el método para hacer oro.

—¿Ves? Ya nos vamos entendiendo. Pero quiero asegurarme de que no vas a volverte atrás. Ángel, dale un «pellizco».

El aludido mostró los dientes y se puso manos a la obra. No quería dar tiempo a Ybarra para que se arrepintiera. Recuperó las tenazas que había sacado de su maletín y las acciono en el aire para amedrentar a George. Este intentó evitar lo que iba a hacerle con nuevas protestas, pero Ybarra se mantuvo impasible. El Doctor fue hasta él, se inclinó y le rasgó la tela del brazo que seguía atado a la silla. George quiso lanzar su brazo libre contra aquel bastardo. Antes de que pudiera hacerlo, Ybarra se lo aferró y le obligó a bajarlo de nuevo. Se quedó agarrándolo mientras el Doctor le amordazaba para que sus gritos no alertaran a los vecinos.

—No me gusta que me mientan —dijo Ybarra con voz gélida—. Ni tener que preguntar las cosas dos veces.

La pinza de las tenazas era como la boca de un cangrejo gigante. El Doctor enganchó un pedazo de carne y lo oprimió con fuerza. George se agitó y gritó por detrás de la mordaza. Pero eso no era nada. El enloquecido médico fue girando las tenazas hasta que la piel se deshizo bajo la presión y la sangre empezó a brotar. El dolor resultaba insoportable. George creyó que iba a desmayarse, pero aquel tipo sabía bien lo que hacía. Aflojó la presión justo en el momento adecuado.

Al otro lado de la silla, Ybarra chasqueó la lengua. Por un momento pensó que no le gustaría tener que verse nunca bajo los cuidados de su amigo Ángel. Contempló a George, esperando a que su respiración se calmara y dejara de gemir. Solo entonces le quitó la mordaza.

—Ahora sigue contándome lo que estabas diciendo.

—¡Pero no lo entendería usted! —dijo sin alzar la voz, pero con vehemencia. Su brazo le dolía como si le quemara—. Es una cosa científica. Se necesita un laboratorio, aunque sea pequeño. Hay que reunir ingredientes y aparatos. ¡No es tan sencillo!

Ybarra se acarició el mentón. Había sido traicionado por los suyos, que no habían confiado en su lealtad y prescindieron de él. La República necesitaba dinero, y también los rusos en su afán de extender el comunismo al mundo. Pero, en ese momento, el capitán solo pensó en sí mismo.

—Hagamos un trato —ofreció a George—. Yo te consigo todo lo que sea preciso, tú haces el oro y luego nos lo dividimos entre los tres. Yo me llevo una mitad y la otra os la repartís entre Ángel y tú. ¿Conforme?

George hizo como que se tomaba en serio la oferta.

—De acuerdo.

—¿Ángel? —dijo Ybarra.

—Por mí, bien.

Menos mal que a aquel hombre desequilibrado le interesaba alguna otra cosa aparte de infligir dolor a los demás por puro deleite, pensó George. El capitán habló de nuevo:

—¿Qué cantidad se puede hacer aquí mismo y qué hay que traer?

—Se pueden transmutar en oro unos veinte o treinta kilos de plomo. En cuanto a lo necesario, en primer lugar un atanor. Aunque bastaría con un alambique pequeño para destilar alcohol. También necesitaré algún combustible líquido para calentarlo, así como el plomo, diez centímetros cúbicos de mercurio, un paquete de sal, un litro de glicerina, otro de ácido nítrico, uno más de ácido sulfúrico y unos gramos de azufre.

—¿Dónde se puede conseguir todo eso? Me refiero a lo último —dijo Ybarra.

—En un laboratorio químico. ¿Dónde si no?

—Yo puedo encargarme —terció el Doctor con un inesperado punto de emoción en su voz atonal.

—¿Cuándo? —le preguntó el capitán.

—Mañana por la mañana. Dentro de unas horas. Déjalo en mis manos, Ramón.

Ybarra aceptó el ofrecimiento con una sonrisa y se frotó las manos. En su interior no pensaba compartir el oro con nadie. Sería solo para él. Cuando supiera cómo hacerlo, George y el Doctor acabarían con un tiro en la cabeza.

—Yo iré por el alambique y el combustible cuando tú hayas vuelto, Ángel. Y tú, profesor, como te llames, describe todo el proceso en las hojas.

—Como quiera. Por cierto, si vamos a ser socios debería decirle mi verdadero nombre, ¿no cree, capitán?

Ybarra asintió con la cabeza, aunque no le importaba lo más mínimo cómo se llamaba ese cadáver viviente.

—Soy el profesor Otto von Edelmann, de la Universidad de Hamburgo —mintió George.

Le pareció que la nacionalidad alemana era la que más casaba con el bando franquista.

—De modo que eres un nazi, ¿eh?

—Soy alemán, pero he vivido muchos años en los Estados Unidos. No crea que soy nazi o fascista. Yo también quería el oro y me uní al Gobierno nacional para que me ayudara a conseguirlo. Ahora usted me ha descubierto, pero todos saldremos ganando.

—Tú lo has dicho. Todos, todos ganaremos…

Frisaban las seis de la madrugada cuando Pilar regresó a la calle Barcas acompañada por uno de los agentes nacionales destacados en Valencia. No le costó mucho acreditarse ante ellos, pues existía un santo y seña general que todos eran capaces de reconocer, estuvieran donde estuviesen. Además —luego se enteró—, en Valencia servía un antiguo amigo suyo, un joven teniente al que había conocido antes de la guerra, cuando vivía en Madrid. Este era quien la acompañaba ahora en la vigilancia, esperando el momento propicio para actuar.

Por supuesto, Pilar ignoraba dónde estaría a esas horas George. Lo más natural sería suponer que Ybarra le habría llevado a las dependencias de la policía o al Gobierno Militar. Pero algo le decía que aquel hombre, herido en su orgullo por los mandos republicanos y rusos, aquel hombre de lealtad fanática, se habría pensado dos veces ante la traición de los suyos qué hacer con George. Una luz en la noche, proveniente de la ventana del saloncito, confirmó la sospecha de Pilar. Estaban aún en el apartamento.

El plan de la nuevamente activa agente nacional debía iniciarse de inmediato, pero tendría su término ya de día, con luz y las calles repletas de transeúntes. Su compañero estaba preparado para subir al apartamento y llamar directamente a la puerta. Tendría que insistir hasta que Ybarra abriera, eso seguro, pues no era probable que este lo hiciera sin más. Para animarle a ello, el agente debía pronunciar el nombre completo del capitán republicano: Ramón Ybarra. Así sabría que quien pretendía entrar le conocía.

—Vamos allá —dijo el agente, dándose ánimos. Había que tener arrestos para lo que ese joven iba a hacer.

—¿Recuerdas todo lo que te he dicho? —le preguntó una vez más Pilar.

—Sí, no te preocupes por eso. Mejor será que te preocupes por mí y por ese profesor tuyo. No me extrañaría que nos sacaran del piso con los pies por delante.

Aquel muchacho mantenía un cierto buen humor, aunque bastante negro. Su rostro exhibía un gesto de resignación y una sonrisa temblorosa. Sin más preámbulos, se despidió de Pilar y entró en acción. La mejor medicina para disolver los nervios es ponerse manos a la obra. En cuanto cruzara la calle y entrara en aquel edificio, ya no habría vuelta atrás.

Burgos

—¿No hay aún noticias de Valencia, Ignacio?

Esta fue la pregunta que hizo a Ignacio Varela el ayudante del Generalísimo, Sáenz de Buruaga. Había subido a su despacho con un par de tazas de ardiente y pésimo café.

—Nada. Silencio absoluto.

—¿Cree usted que el intento saldrá bien?

Varela le miró a los ojos, con una fijeza que casi daba miedo. Su gesto quedó impasible cuando pronunció un seco:

—No.

Valencia

Los golpes en la puerta hicieron que Ybarra se pusiera alerta. George creyó que se trataba de Pilar, con el consiguiente sobresalto y vuelco de corazón. Aunque enseguida recapacitó y se dio cuenta de que ella no necesitaba llamar porque tenía un juego de llaves. Además, había pasado el tiempo suficiente como para pensar que ya no iba a volver. No sabía cómo, pero debía de haber tenido la fortuna de ver algo o de escuchar algún ruido que la advirtió del peligro. George solo deseaba que no hiciera una locura. Pero ¿y si estaba punto de hacerla? ¿Y si, a pesar de todo, era ella la que llamaba a la puerta?

—Silencio, Gunter —susurró Ybarra a George, acompañando sus palabras con un expresivo gesto de la mano. Lo de llamarle Gunter era lo mismo que referirse a un catalán como Jordi o a un gallego como Pepiño.

Los golpes se hicieron más enérgicos. El capitán apretó la culata de su revólver. Al poco, una voz masculina proveniente de detrás de la puerta pronunció con claridad: «Ramón Ybarra. —Y luego añadió—: Tengo una propuesta para usted».

En un primer momento, el aludido pensó que debía de tratarse de alguien del Gobierno o el Ejército republicanos. Pero la referencia a una «propuesta» le hizo comprender que no podía ser así. ¿Qué clase de proposición iría a ofrecerle uno de los suyos?

—¿No vas a abrir? —preguntó el Doctor en su tono siempre bajo y áspero.

—Sí. Pero estate atento. Me huelo una trampa.

Ybarra caminó hasta la entrada con el revólver bien firme en su mano y abrió al fin la puerta. Ante él apareció un muchacho de poco más de veinte años, con cara aún infantil y lampiña. No parecía muy fuerte y, al menos que se viera, iba desarmado. El capitán le hizo pasar y cerró de nuevo tras él, sin dejar de apuntarle en ningún momento con su arma.

—¿Quién eres tú, que sabes mi nombre?

—Un amigo del profesor —mintió el joven—. Traigo un mensaje para usted.

El muchacho no tuvo problemas para reconocer a Ybarra por su parche en el ojo.

—¿Un mensaje para mí? ¿De quién?

—De Pilar, la novia del profesor. Quiere ofrecerle un trato. Ella conoce el descubrimiento y está dispuesta a entregárselo a cambio del profesor.

La misma súbita perplejidad llenó las mentes de Ybarra y de George. El Doctor estaba a su aire, como en otro planeta. Ninguno de los otros dos entendía muy bien lo que estaba pasando, quién era ese joven o qué relación podía tener con Pilar. Mientras George seguía tratando de entenderlo, el capitán empezó a reírse con ganas. Cuando hubo acabado, sacudió la cabeza y, tornando de pronto su gesto en glacial, dijo:

—Vaya, vaya. La furcia piensa que este es un héroe, pero ya ha cantado como un canario. Tenemos un pacto, mozalbete, y no necesito que nadie me cambie nada por algo que ya poseo. Pero tú vas a decirle que acepto. Volved aquí juntos en menos de diez minutos o, de lo contrario, le doy dos tiros al profesor. ¿Lo has entendido bien? Pues hala, ve a buscarla.

—¡Ybarra, si hace que ella venga no le diré nada! —intervino George en tono amenazador.

—¿Qué? ¿Quieres que me ría otra vez? Con ella aquí ya no podrás negarte a hacer lo tuyo. Nuestra asociación cambia de cláusulas. Ahora nos lo repartiremos todo entre Ángel y yo. Y da gracias si os dejo iros de rositas cuando todo acabe.

—¡Le digo que no hablaré! ¡Chico, no vayas por Pilar!

—¡Silencio! —Ybarra apuntó ahora a George y apretó los labios. Parecía realmente dispuesto a disparar contra él. El joven contemplaba la escena en silencio, parado en medio del salón—. Tú te vas ahora y haces lo que te he dicho. ¿O voy a tener que romperte la crisma?

Ante la amenaza del capitán, el joven salió del apartamento como alma que lleva el diablo.

—Así que yo tenía razón y la putilla esa era también una espía fascista… —dijo Ybarra como para sí, pero en voz alta.

George no era capaz de encajar las piezas del rompecabezas, pero optó por simular que estaba al tanto de todo.

—Sí, es una agente nacional, como yo. A estas horas todos nuestros hombres en Valencia estarán informados. Y le aseguro que son más de los que puede imaginar. No permitirán que yo le revele el secreto, así que estamos listos. No viviremos mucho.

—Eso dependerá de tu novia. Yo tengo olfato para esas cosas. La chica te tiene cariño, auténtico cariño. Hará lo que yo le diga con tal de salvarte. Ya lo verás.

Si Pilar se entregaba a Ybarra, todo estaría perdido. Cuando su compañero le contó lo sucedido en el apartamento, su corazón le pidió a gritos ir al encuentro de George, pero su frío razonamiento de espía frenó ese impulso. Solo había un camino a seguir, muy diferente, el único que restaba al haber fracasado su intento. Estaba inmersa en las dudas que la atormentaban. ¿Cómo podía George haber accedido a revelar al capitán su descubrimiento? Se negaba a pensar que fuera el acto de un cobarde. Lo hacía por ella. Sí, solo por ella. Tenía que ser eso.

El tiempo pasó sin que Pilar se diera cuenta, sumida en sus más íntimos pensamientos. Al cabo de media hora, cuatro hombres armados aparecieron en escena. Eran los más aguerridos agentes nacionales en la zona. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que lograran su objetivo de liberar a George con vida. Uno de los hombres dijo a Pilar que habían comunicado la situación al Alto Mando y que estaban preparados para entrar en acción de inmediato.

¿Era eso aceptable para ella? No, no lo era. Escuchó finalmente a su corazón y, aunque la mente le adujera miles de motivos para no hacerlo, salió corriendo en dirección al portal del edificio. Antes de desaparecer en el interior, gritó hacia sus compañeros:

—No dejéis que nadie salga por aquí.

Ya arriba, llamó a la puerta del piso y esperó. Enseguida le abrió un hombre horrible al que nunca había visto antes. Era el Doctor. Desde la entrada se podía ver a Ybarra de pie, en el centro del saloncito, pero no a George, que quedaba fuera del campo visual.

—¿Has venido sola? —inquirió el maldito tuerto. Si una vez había habido un rescoldo de humanidad en su negra alma, este se había apagado para siempre.

—Sí. Estoy sola.

Pilar miró a George. Sus ojos dijeron todo lo que tenían que decirse.

—¿No dije que también regresara el muchacho? —voceó el capitán en un tono más vehemente que elevado.

—Sí, pero a él no le necesitas para nada.

—Es cierto, qué demonios. Tú eres la importante.

—Antes de empezar esta bonita reunión, Ybarra, déjame decirte una cosa. Abajo hay cinco hombres armados que no van a dejar que nadie salga de aquí. Al menos con vida. Moriremos todos. O podemos hacer un trato. George te revelará todo lo que sabe y, luego, cada uno por su lado. ¿De acuerdo?

—¿George? ¿Cómo…? Un momento, amiguito. Tú has mentido aquí a alguien. O no te llamas George o no te llamas Otto.

Pilar se dio cuenta al instante de su metedura de pata. No había siquiera imaginado que George le hubiera dicho un nombre falso a Ybarra. ¿Con qué intención podía haberlo hecho? Era absurdo… O quizá no. Él podía haber intentado hacer creer a Ybarra que era un agente al servicio del bando nacional. Un agente ayudado por otros agentes, y estos podían tener armas. Y todo eso era en cierto modo verdad, aunque la auténtica agente era Pilar y no él.

—George es su nombre en clave, estúpido patán —espetó Pilar al capitán intentando desviar su atención.

—Buen intento —dijo este—. Pero te equivocas. No soy un estúpido patán, como tú me has llamado. Tus insultos no valen de nada conmigo. Ahora te hablo a ti ,George: dime toda la verdad o le vuelo la tapa de los sesos a tu novia.

No hizo falta que Ybarra lo repitiera dos veces. George Rojo contó al capitán toda la historia y no mintió en nada. O «casi» en nada. Ya no tenía sentido ocultar su identidad ni los detalles de la misión. Incluso el nombre de Ignacio Varela era conocido perfectamente por Ybarra, con lo que la historia de George ganó verosimilitud. Y eso le permitió ocultar ciertos detalles que no podía revelar. Parte de sus mentiras, por necesidad, estaban referidas a Pilar. Él mismo ignoraba quién era ella realmente, aunque empezaba a sospecharlo.

Mientras hablaba, George iba notando cómo un sentimiento de honda decepción se apoderaba de su espíritu. Si Pilar era en realidad una espía nacional, entonces todo lo que sentía por él debía de ser falso. Todo era parte de una simulación, un sencillo modo de tenerle vigilado y controlado. Aunque había sido tan hermoso… La tristeza dio paso a la rabia. La desolación reemplazó al miedo. Ya nada podía importarle lo que a él le ocurriera. Aunque Pilar le hubiera engañado, su único deseo era que ella se salvara. Había sido manejado como un títere, como la marioneta de un teatro de guiñol. El que ya creía el amor de su vida era una falsedad, la ilusión de un idiota. ¿Qué podía atarle al mundo sin la persona a la que creía amar?

Estaba amaneciendo cuando George terminó su narración. Ybarra le había escuchado muy atentamente, asintiendo a menudo como quien comprende por fin algo que estaba antes oscuro en su mente.

—Así que eres medio español. Qué curioso. ¿Y no te da vergüenza haberte unido a los fascistas? Por mucho que digas, has estado sirviendo a sus fines. Pero ya te enderezaremos… Ahora hay que trabajar. Tú y yo nos quedaremos aquí. La furcia acompañará a Ángel a buscar todo lo que necesitamos. Si alguno de tus amigos intenta hacer algo, zorra, evítalo como puedas o ya sabes lo que le espera a tu querido profesor. A las ocho en punto iréis por las cosas. Solo faltan unos minutos.

Ybarra entregó al Doctor la lista que George le había dado por la noche, y a la hora indicada, el enjuto cirujano y Pilar abandonaron el apartamento. En cuanto salieron del portal, ella distinguió a sus compañeros mezclados entre la gente. Todos ellos, cada uno desde el lugar en que se hallaba, parecían a punto de lanzarse para liberarla de aquel extraño personaje que la acompañaba. Pero Pilar hizo un gesto de negación con la mano, sin que él pudiera verlo, y detuvo su inicial arrebato. Debían aguardar a una mejor oportunidad. Ese no era el momento.

En el piso, mientras esperaban los elementos necesarios para la transmutación, Ybarra y George se quedaron solos. El primero empezó a hablar.

—¿Así que es tu novia, novia, eh? ¿Qué tal es en la cama? Supongo que buena.

—Deje a Pilar al margen de esto, por favor. Al menos no sea grosero.

—¿Grosero? ¿Yo? Ah, comprendo. Crees que ha llegado la hora de comportarte como un hombrecito. No tengas cuidado. Yo tengo un arma y tú no. Los héroes no existen.

Quizá era cierto que los héroes no existían, pero George iba a demostrarle al capitán que podían existir. Al menos, ciertos hombres habían intentado serlo. Y eso es ya una forma de heroicidad. Él no era un cobarde. Nunca creyó que, enfrentado a una situación de verdadero peligro como aquella, respondería con valor y arrojo. Pero son las ocasiones de mayor riesgo las que hacen a cada persona dar su auténtica medida. Y George estaba a punto de dar la suya. Sin embargo, y por el momento, que Ybarra creyera que él era un cobarde resultaba conveniente. Por otra parte, aquel hombre era inteligente; despiadado, sí, pero inteligente. Y no convenía tratar de adularle para simular un acercamiento a él. Cuanto más tiempo mantuviera su especie de enfurruñamiento, mejor para George.

Hasta que casi una hora después Pilar y el Doctor regresaron con la peculiar «lista de la compra», Ybarra se mofó de George a satisfacción, sin sospechar que él seguía fingiendo. Su adulación era, justamente, no adularle. Así el capitán se creía superior, y eso constituía una debilidad. Estaba convencido de que controlaba la situación a placer.

—¿Lo habéis conseguido todo? —peguntó Ybarra a la extraña pareja cuando entró por la puerta.

—No falta nada.

Quien respondió fue el Doctor, dejando un par de abultados sacos encima de la mesa del salón. Pilar también apoyó en el suelo, junto a la mesa, otras dos bolsas más pequeñas. Un improvisado laboratorio de alquimia iba a ser instalado en aquel pequeño apartamento de Valencia. Pero un laboratorio con un cometido muy diferente al que Ybarra esperaba.

—Empecemos —ordenó el capitán, con su único ojo brillando de codicia—. Quiero ver todo lo que se hace.

George asintió y levantó su brazo libre. Se señaló el otro, herido y atado aún a la silla.

—Libérale, Ángel —dijo Ybarra al Doctor—. Y ponle una venda o algo.

El aludido obedeció al punto. Mientras, Pilar comenzó a desempaquetar los productos químicos. Por indicación de George, colocó el pequeño alambique en el centro de la mesa. Luego, una vez con el brazo vendado, él mismo se puso a manipular los ingredientes de la supuesta piedra filosofal. Ybarra lo observaba todo con ojo avizor. Pero carecía de los conocimientos necesarios para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo realmente. Solo lo comprendió cuando ya era demasiado tarde.

La explosión fue terrible. Un fogonazo, un ruido atronador y los cristales de todas las ventanas del apartamento se precipitaron, hechos añicos, sobre la calle. Los agentes nacionales, abajo, camuflados entre las gentes que pululaban a esas prontas horas de la mañana, se quedaron boquiabiertos. Los coches que circulaban y los transeúntes se detuvieron para contemplar la escena. Los agentes nunca hubieran esperado algo semejante. ¿Qué demonios había sucedido? ¿Alguien había hecho estallar una bomba? No podía tratarse de un accidente.

Antes de que ninguno de ellos reaccionara ante lo inesperado del desenlace, varias personas empezaron a salir del edificio. Muchos vecinos de los pisos colindantes o cercanos miraban desde sus ventanas y balcones. Entre los que huían del edificio había dos personas, un hombre y una mujer, que tenían los rostros tiznados y las ropas chamuscadas. La mujer ayudaba al hombre a caminar. Este se apoyaba en su espalda, rodeándola con uno de sus brazos. Por encima de sus cabezas, las ventanas del apartamento vomitaban llamas como bocas de dragón.

Se empiezan a desmantelar las barricadas en Barcelona. La ciudad retorna a la normalidad después de los graves enfrentamientos de los últimos días. Franco lanza una proclama dirigida a los vascos, instándoles a la rendición.

Burgos, 8 de mayo, sábado

Después de escapar de Valencia casi milagrosamente, Pilar y George volaron a Burgos en un avión DeHavilland de cuatro plazas que aterrizó en medio de la noche en una llanura próxima a la ciudad. Para recogerles, el piloto hubo de tomar tierra con ayuda de unas antorchas que se encendieron solo un momento, indicándole la franja destinada a pista de aterrizaje.

Ignacio Varela fue a recibirles al aeródromo donde arribaron, ya a salvo. Abrazó y besó a su hija en ambas mejillas y la estrujó contra su pecho. Él había sido su padre y su madre desde que esta muriera, hacía ya casi diez años, de una enfermedad desconocida por los médicos —cólico miserere, dijeron—. La sola idea de perderla le turbaba el ánimo; y, sin embargo, había consentido en que Pilar se uniera a uno de los servicios más peligrosos de la guerra. Había sido por patriotismo. Aunque cada día se preguntaba más seriamente qué significaba eso, si los hermanos luchaban contra los hermanos, los vecinos se mataban entre ellos sin ninguna compasión o los hombres y mujeres estimulaban sus odios en lugar del amor fraternal. Un bando habría de ganar la guerra. Él era un patriota de la media España que le había tocado, aunque con la intención de construir una España entera con espacio para todos aquellos que pusieran los altos ideales por encima de sus egoísmos. Algo que ya sabía imposible.

Después de abrazar durante varios minutos a Pilar, Varela también saludó efusivamente a George. Cuando se enteró por sorpresa de que su hija y él eran novios, y deseaban formalizar su relación por medio del matrimonio, no tuvo otra reacción que la sincera alegría. Pilar y George formaban una buena pareja.

Ya en las dependencias del ministerio le contaron todo lo que había sucedido y cómo habían escapado de sus captores. George había engañado a Ybarra haciendo que le procurara los materiales necesarios para producir nitroglicerina. Consiguió que le desatara con el supuesto fin de realizar su labor de un modo más operativo y le pusieran una improvisada venda en el brazo herido. Calentó el atanor y mezcló en él unos fragmentos de plomo con mercurio, azufre y sal. Esto solo fue una maniobra de distracción, cuyo único objetivo era el de ganar tiempo. Aparte, George nitrogenó la glicerina con los ácidos y, en cuanto tuvo en su mano un frasquito con el potente explosivo, aprovechó la primera ocasión en que Ybarra y el Doctor mostraron un descuido para echar a un lado a Pilar y lanzarlo sobre ellos.

La explosión les hizo volar a los dos por los aires. Un error de cálculo estuvo a punto de matarles a todos, aunque por fortuna no fue así, y George y Pilar sufrieron únicamente quemaduras leves. Él también se cortó en una pierna con un fragmento de cristal que impactó en ella, pero la herida no resultó demasiado grave. Aprovechando el desconcierto, los dos salieron a la calle y se confundieron entre la gente que contemplaba el suceso. Para cuando la policía republicana llegó al lugar, estaban ya muy lejos de allí y ocultos en un piso franco de los agentes nacionales en Valencia.

Varela también quiso saber, durante los siguientes días, cuál había sido el resultado de las investigaciones de su futuro yerno. Este le refirió el mismo texto poético que a Ramón Ybarra. Sin creerse una palabra, el jefe del servicio de inteligencia nacional pareció quedar satisfecho. Prefirió que todo quedara así. Al fin y al cabo, quizá los hombres no debieran conocer lo que George Rojo había averiguado.

Y también pensó que, si alguien llegara, algún día lejano, a tener noticia de aquella aventura, seguramente escribiría con ella una novela.