1937

Las tropas del general Mola continúan su imparable avance por Guipúzcoa. Se ocupan los pueblos de Éibar y Ermua.

Valencia, 27 de abril, martes

La máquina del profesor Wäinö Ryti llegó desmontada a Valencia en el mismo avión en el que habían viajado él y la profesora Feodorova. Ocupaba casi todo el fondo de la sala, pues medía aproximadamente siete o siete metros y medio de ancho. Como mínimo llegaba a los dos metros y medio de altura y su profundidad era de unos dos metros. A primera vista, se asemejaba a una pila formada por varias columnas de engranajes delgados y aplastados, y utilizaba un generador eléctrico de motor de combustión. En realidad, se trataba de un propulsor, con una potencia de seiscientos cincuenta caballos de vapor, perteneciente a un avión ruso Polikarpov I-16 —el célebre Mosca—, que no se había traído desde Rusia porque esa clase de aparato ya servía en España en el bando republicano.

Varios técnicos, todos ellos rusos, seguían las instrucciones de Ryti, un hombre de aspecto aristocrático y bien plantado. Demostraba una enorme paciencia, pero se notaba que esta no surgía de su auténtica manera de ser, sino de su exquisita educación. A veces, ante un fallo o un error de alguno de los especialistas, su rostro se encendía por la ira, pero siempre lograba controlarse y que las nubes de tormenta no afloraran al exterior. En el trato personal se mostraba reservado, aunque no llegaba con ello a la incorrección. Todo lo contrario: aquel finlandés de modales refinados, pelo de un rubio pajizo y rostro ligeramente mongoloide, encarnaba la cortesía y la delicadeza.

Cuando no estaba dirigiendo los trabajos de montaje o ajuste, el profesor Ryti ilustraba a Vera Feodorova y George acerca de su máquina. Les explicó cómo funcionaba en lo básico y qué se podía esperar de ella; la cantidad de operaciones por hora que era capaz de realizar y el modo en que debían introducirse los datos. Mientras lo hacía, George recordó en un cierto momento la frase de Casca en la obra Julio César de Shakespeare, que dio como respuesta a Bruto y a Casio cuando le preguntaron por Cicerón. La frase era así, poco más o menos: «No sé lo que dijo, pues habló en griego. Los que lo entendieron se sonreían. Para mí, hablaba en griego». Un chiste muy famoso, aún vigente, y que venía muy al caso.

Pero no hacía falta, en realidad, que George, Feodorova o el resto de criptoanalistas conocieran en profundidad el funcionamiento de aquella máquina computadora. Bastaba con que tuvieran claro lo que Ryti les había explicado, haciendo gala de una aguda inteligencia que le permitió adelantarse a muchas de las preguntas de sus interlocutores. Se comportaba como si estuviera dando una clase a sus alumnos de la universidad.

Empezaba para George la recta final de su investigación. Era el todo o nada, la baza decisiva de aquella partida de naipes, el movimiento definitivo de la partida de ajedrez. Lo llamara como lo llamara, sabía que no le quedaba mucho tiempo. Era un hombre solo contra una legión de expertos, tan competentes como él, y contra el cerebro de una fría máquina sin sentimientos ni corazón.

Carretera de Wonston a Oakley, sur de Inglaterra

El pequeño utilitario de la marca Morris avanzaba lentamente. Los agentes nacionales lo habían robado en la localidad de Northington, cercana a Owslebury. Antes de ir allí habían pasado la noche en un húmedo bosque no demasiado frondoso. A la mañana siguiente uno de ellos bajó hasta el pueblo y se hizo con el automóvil. Abandonaron la serré, que tenían en la casa de campo y que habían utilizado para huir, y tomaron una vía secundaria que conectaba Northington con la carretera de Winchester a Basingstoke, a la altura de otro pequeño pueblo de la comarca llamado Wonston. En realidad, no sabían muy bien hacia dónde dirigirse y simplemente trataban de alejarse de Owslebury.

En las órdenes de Varela se les pedía que fueran por carreteras poco importantes, en dirección norte, y que trataran de llegar a una localidad de nombre Monk Sherborne. El jefe de la inteligencia nacional había dado instrucciones a un agente de Londres para que se encontrara con ellos allí y les prestara su ayuda. En caso necesario, deberían anular al profesor Abelyan. Pero solo si era verdaderamente imprescindible.

Ambos estaban seguros de que el sargento Ebenezer Rode habría sido ya encontrado. Lo único bueno para ellos de todo el asunto era que el policía no había tenido tiempo de enterarse prácticamente de nada antes de desvanecerse y caer como un saco de patatas en el suelo de la habitación donde estaba cautivo el profesor Abelyan. Con toda seguridad, Scotland Yard sería alertado y les buscarían por toda la región, pero sin saber nada acerca de quiénes eran o qué hacían allí con un hombre atado en una cama.

El agente nacional que conducía, y que había robado el vehículo, pidió al otro que le diera un cigarrillo. Acababa de iniciar la marcha cuando se puso a llover a cántaros.

—¡Cochino clima! —masculló entre dientes.

Nelson Abelyan estaba embutido en el maletero, maniatado, amordazado y con una manta cubriéndole.

—Esto se pone feo —dijo el otro, y añadió—: Me refiero a la misión.

Su compañero no contestó. Se limitó a proferir una especie de gruñido de aprobación. Estaba molesto por no haber podido eliminar al profesor cuando, según él, debieron hacerlo, en medio del bosque. Podrían haberle enterrado en la blanda tierra y haberse marchado sin dejar rastro. Aunque llegaran a detenerles, la misión en zona republicana y las vidas de sus compañeros no estarían el peligro. Sin embargo, Varela dejó muy claro en su mensaje que no debían deshacerse del profesor a menos que no tuvieran otro remedio. Y el otro agente, más humanitario quizá, le recordó esas órdenes cuando su compañero sugirió dar a Abelyan un tiro en la nuca.

—¿Ves eso? —preguntó el agente que conducía, quitándose el cigarrillo de la boca. Su voz era de alarma.

—¿El qué? —replicó el otro, asustado por el tono de su compañero.

No hubo más palabras. Delante de ellos había una barrera con un furgón de la policía cortando el paso. El hombre al volante trató de esquivarlo sin reducir la velocidad, aprovechando el espacio que quedaba en el arcén. El coche reculó al pisar la hierba mojada y no pudo evitar perder el control del mismo, que dio una vuelta de campana y fue a detenerse, tras colisionar de lado contra un árbol, junto a unos matorrales.

A pesar de la lluvia, el automóvil empezó a arder. El profesor Abelyan, como un fardo, salió despedido del portaequipajes en el momento del vuelco. Los policías corrieron para socorrerles y encontraron al hombre con las ataduras y la mordaza. A los agentes nacionales les sacaron del coche, que estaba boca abajo. Uno de ellos tenía el cráneo abierto y falleció a los pocos instantes. Era el que no había querido matar a Abelyan. El otro, casi ileso, salvo una fuerte contusión en un brazo y probablemente alguna costilla rota, fue capaz de levantarse, sin dejarse vencer por el dolor, sacó su arma de debajo de la chaqueta y se lanzó hacia donde tenían tendido al profesor.

Pero no pudo disparar un solo tiro. Antes de que lo hiciera, un policía le había volado la cabeza.

Horas después del incidente, el profesor Nelson Abelyan se despertaba en la cama de un hospital. Poco a poco empezó a percibir cada hueso y cada músculo de su cuerpo. Se sentía como si le hubieran dado una paliza y además tuviera resaca. Todo le daba vueltas. En un hilo de voz, consiguió llamar la atención de una enfermera, que después de decirle que se tranquilizara fue en busca del doctor.

—Debe descansar y no pensar en nada —le recomendó dulcemente el médico—. Ha sufrido un accidente, pero se pondrá bien. Ahora intente dormir.

La enfermera le administró una pequeña dosis de morfina, para calmar sus dolores y favorecer la aparición del sopor. En menos de un minuto, el profesor se había sumido en un profundo sueño.