El Pardo, Madrid
No hubo tiempo de hacer casi nada. Consuelo, la joven prostituta de la pensión de El Pardo, hizo lo que Napoleón le había solicitado. Su ánimo no concebía otra pretensión que la de ganar unas monedas de oro. El emperador se compadeció de ella, por su bajeza, sin darse cuenta de que él mismo no pretendía otra cosa, aunque en una cantidad infinitamente superior. Eran dos reflejos de la misma realidad.
Pero, a pesar de que el plan estaba bien urdido, salió mal. Saint-Germain fue a la posada a la caída del sol, para cenar algo y disfrutar de compañía femenina. Consideraba un vicio despreciable el de andar con fulanas, pero su carne era débil y sus energías aún muchas. Hubiera querido ser como los austeros y célibes monjes del cercano convento franciscano que, en lo alto de un otero al que se llegaba atravesando el río, vivían en la contemplación y el rezo, procurando con sus plegarias y su ascetismo que Dios se apiadara de los hombres y les otorgara el don de la fe que les librara de su maldad, dándoles fuerzas para obrar el bien.
Con Napoleón no había ya nada que hacer. Era tarde para él; porque nunca es tarde solo para quien no posee un orgullo tan grande que le ciegue y le impida implorar el perdón. Su espíritu estaba corrupto, aunque la natural nobleza de su carácter aún le hiciera, muy de vez en cuando, emitir un destello de humanidad. Es el destino de quienes tienen un puesto en la historia: a menudo ganan el mundo a costa de perder su alma. Y, sin embargo, quizá nunca hubo otro hombre con más derecho a ser llamado empereur.
Mientras el conde permanecía en la alcoba de la furcia, esta había salido, antes de yacer, con el pretexto de lavarse sus partes íntimas. Esto era un detalle por su parte que Saint-Germain nunca le pidió, pero que agradecía. Fue el momento aprovechado por ella para alertar a Napoleón, que ordenó a sus hombres arremeter contra la puerta, de mísero aunque robusto pino castellano. Consiguieron apresarle, pero, antes de que el emperador entrara, de improviso, unos vapores de extraño aroma invadieron la estancia poco a poco, como una bruma suave que, al cabo de unos segundos, se transformó en la más densa de las nieblas. Cuando se disipó, tan rápido como se había concentrado, el conde ya no estaba allí, ante la estupefacción de los militares. Los grilletes de sólido hierro con que habían esposado sus manos, estaban ahora en el suelo. No quedaba ningún rastro de aquel hombre que acababa de obrar un prodigio. O puede que un milagro.
Los dos capitanes se pusieron a temblar como niños asustados. Sus rostros traslucían el más intenso pánico, tanto a lo que acababan de presenciar como a la reconvención que el sire habría de dedicarles. No encontraban una explicación a lo sucedido. Aquello era obra, sin duda, del demonio.
Napoleón, menos supersticioso que sus subordinados, no creía en tales explicaciones, propias de ignorantes y cobardes. No, el conde le había burlado de nuevo con ayuda de sus artes. Nada había de milagroso, pero ya nunca podría hallarlo otra vez. Saint-Germain se había disuelto como la niebla entre la que escapó. Para siempre.
El conde vivió sus últimos años en el norte de España, y murió treinta años después de aquel encuentro. Dejó el códice escondido en un antiguo subterráneo, en Gerona, bajo una pequeña iglesia. Antes de morir, no obstante, tuvo tiempo para reflexionar sobre la más importante enseñanza que había aprendido en todos sus años, sus muchos años en el mundo: el hombre sabio es quien padece con más rigor todos los peligros, es el verdadero perseguido, el eterno judío errante, sin rostro, desconocido incluso por sus mejores amigos. Tan aislado y solo está el sabio que lo sea de veras, como el poderoso sentado en su trono. Es el precio de la inmortalidad.