1937

Se produce uno de los actos más viles y sanguinarios de la guerra: el ataque de la Legión Cóndor alemana a la localidad vasca de Guernica, arrasándola por completo.

Valencia, 26 de abril, lunes

El fin de semana había sido un tiempo destinado a preparativos más que a trabajo propiamente dicho. La máquina de Ryti empezó a instalarse en el gran salón en el que habrían de prestar sus servicios los criptoanalistas, y en el que también fueron colocadas casi dos decenas de mesas. La profesora Feodorova ocuparía un despacho adyacente y George, como ayudante suyo, tendría a su disposición una parte del mismo.

Sin embargo, durante esos días, George se dedicó también a su propia investigación paralela. Los últimos días en Barcelona, y esos primeros en Valencia, no había tenido la mente para ello. Solo era capaz de pensar en Pilar. Ahora tenía que ponerse de nuevo manos a la obra si quería vencer a los rusos y a su poderosa máquina. Pilar le apoyaba y estaba dispuesta a verle en menos ocasiones a cambio de que siguiera con su labor. La sensación que tenía no era de frustración o desánimo, ni siquiera percibía como una losa la amenaza del nuevo equipo repleto de grandes expertos y dirigido por aquella profesora tan competente. No, sabía que les llevaba la delantera al haber roto el primer cifrado y disfrutaba de una seguridad quizá absurda, pero positiva. No hay mejor impulso que la fe. O el amor.

Ante sus ojos, de madrugada, George tenía los papeles que había rellenado en Barcelona con la tabla de conversión de símbolos en letras griegas. Los extendió en la cama de su habitación y, a la luz de una lámpara que no alumbraba demasiado, volvió a analizar su contenido. Aunque solo habían transcurrido unos pocos días, la tensión intelectual que es capaz de adquirir una mente se pierde enseguida. Y necesitaba de nuevo esa tensión para penetrar el misterio que pretendía y ansiaba desvelar. Cada signo diferente representaba una pareja de letras ordenadas de un modo específico. Pero la trascripción directa no ofrecía nada inteligible, ni había sido capaz hasta el momento de atisbar una solución. Si él tuviera a su disposición una máquina automática que le permitiera calcular miles de posibilidades en breve tiempo, la usaría sin dudarlo. Pero no era así y prefería evitar pruebas inopinadas.

El secreto estaba ahí, ante sus ojos. Estaba convencido totalmente de que la respuesta se hallaba a su alcance. El más sabio de los hombres, como se mencionaba en el códice, al que solo era lícito descifrar el código, no podía ser el que realizara más intentos. George se dio cuenta de que de alguna manera lo entendía; en lo más profundo de su espíritu, creía y confiaba en aquellas palabras. Puede que fueran lo que le confería su seguridad frente a los rusos y sus nuevos métodos.

Owslebury

Unos golpes en la puerta, muy temprano por la mañana, extrañaron a los dos agentes nacionales. El viernes anterior, ya casi de noche, uno de ellos había ido al pueblo en busca del doctor Collins, el único de aquella localidad. Este era un hombre mayor, de mediana estatura pero encorvado y encogido por los años, que lucía una plateada mata de pelo y un enorme mostacho. Su aspecto era el de un venerable anciano, el abuelo que todo niño desearía tener. A pesar de su profesión de médico, su afición por la ginebra y la inhalación de cloroformo le estaban destruyendo el cerebro, y demasiado a menudo su esposa lo encontraba sumido en el embotamiento.

El agente y el doctor fueron a la casita de campo en una serré de un solo caballo. Durante el trayecto, el español fue contándole al médico la historia inventada por Varela con cierta aparente indiferencia, como debía hacerse en esos casos. La verosimilitud de una mentira depende muy directamente de la forma de relatarla. Ya delante del accidentado, el doctor le hizo un somero reconocimiento y dijo a los otros dos hombres que su supuesto amigo estaba grave y sería mejor llevarlo a un hospital. Aunque desaconsejaba el traslado. Ambos agentes estaban perplejos. Aquel médico no parecía ser consciente ni de lo que decía. Por fin, después de un par de minutos de aparente ausencia, el doctor Collins cambió el vendaje de la cabeza a Abelyan, que seguía inconsciente desde su conato de suicidio, y le recetó unas medicinas que podrían comprar en la botica del pueblo.

Antes de que el agente que lo había ido a buscar lo llevara de retorno a su casa, el médico les dijo que no se preocuparan. Aunque poco antes había asegurado que las heridas eran muy graves. El otro agente, después de despedirle en la puerta, masculló una súplica al cielo: «Ojalá que Dios asista al profesor».

Desde entonces, los agentes habían hecho todo lo que les había recomendado el doctor: cambiaron a Abelyan el vendaje con regularidad, limpiaron su herida y le administraron las medicinas. A veces el profesor parecía recobrar ligeramente la conciencia y pronunciaba algunas palabras inconexas e ininteligibles. Después volvía a su estado de inconsciencia. A medida que la fiebre fue haciendo presa en él, y los dos hombres a su cuidado tuvieron que refrescarle la cabeza con paños húmedos, esos momentos de delirio se hicieron más habituales y angustiosos. Sin embargo, cuarenta y ocho horas después del suceso, Abelyan parecía estar recuperándose, volviendo a la vida desde la frontera del mundo de los muertos.

La noche anterior, la del domingo, los agentes nacionales se habían acostado más tranquilos. El susto había sido muy grande y el nerviosismo, unido a los cuidados que hubieron de darle al profesor, les había agotado completamente. Por eso aquella mañana de lunes ambos dormían aún cuando los golpes en la puerta, golpes recios y cadenciosos, les despertaron con un sobresalto. Uno de ellos, el que se había negado en un principio a que el profesor fuera atendido por un médico, se levantó, se adecentó, se puso la ropa con rapidez y se dispuso a averiguar quién estaba llamando con tal brusquedad. Cuando la puerta se abrió lo suficiente como para ver quién era, el agente se quedó de piedra al instante y tuvo un escalofrío que le recorrió la columna vertebral. Se trataba de un bobby, un policía británico de Scotland Yard, armado únicamente de una negra porra que llevaba a la cintura.

—Buenos días, caballero —saludó el bobby, muy ceremonioso, tocando su gorro rígido con dos dedos extendidos de su diestra.

—Sí, ¿qué desea?

—Permítame presentarme. Soy el sargento Ebenezer Rode. Espero no importunarle. Es un asunto embarazoso… Se trata del doctor Collins. ¿Me permite pasar?

El agente le miró con disimulado recelo desde el umbral de entrada, pero se notaba que el gesto grave del policía no era más que una pose. Aquel tipo se tenía subido lo de «servidor de la ley».

—Cómo no. Adelante.

El sargento Rode había aparcado afuera su bicicleta. Le echó un último vistazo antes de entrar en la casa —no por miedo a que se la pudieran robar, sino para comprobar que estaba bien apoyada en la cerca—, y se quitó el gorro que mostraba el emblema policial.

—Usted dirá, sargento.

El otro agente estaba en la habitación del profesor Abelyan. Como el paciente empezaba a volver en sí parcialmente, y estaba entrando en un estado de semiconsciencia, le amordazó con un pañuelo por si intentaba gritar.

—Bien, el caso es que… Ya le he dicho que es algo embarazoso. El caso es que el doctor Collins estuvo hablando conmigo ayer. Los domingos por la tarde solemos jugar una partida de cartas en la taberna de Humprey y nos tomamos unas pintas de cerveza. El doctor había bebido un par de pintas, o quizá tres, cuando me refirió su visita a esta dirección el viernes pasado. Me dijo que… ¡ejem!… que aquí estaba pasando algo muy raro. Son sus palabras, por supuesto. Me insistió en que lo comprobara y, aunque no doy demasiado crédito a lo que va contando por ahí ese borrachín del doctor, el deber me obliga a investigarlo. Espero que usted, caballero, se haga cargo…

—¿Le apetece una taza de té o café? —le preguntó el agente nacional con el objeto de darse tiempo para pensar una respuesta coherente. La disposición del policía, desde luego, no era mala. No parecía creerse una palabra de lo que el doctor le había contado, pero los ingleses a veces son tan impenetrables como los orientales.

—Oh, se lo agradezco. Tomaré, si es tan amable, una taza de té.

—¿Lo prefiere solo o con leche?

—Con una gota de leche, se lo ruego.

El policía sonreía y se comportaba muy educadamente. Demasiado para el gusto de un español, que a ese tipo de conducta afectada suele llamarla remilgo. Su aspecto era el del típico inglés: alto y desgarbado, con la cara larga y el mentón hundido, un fino bigote ralo y los ojos amigables. Mientras el agente iba a la cocina para preparar la infusión, el policía comentó en voz bastante alta para que le oyera:

—¿Entonces, son ustedes españoles y han venido aquí de vacaciones?

—Sí —afirmó el agente desde la cocina.

—¿Y están esperando a sus esposas?

—Así es. Llegarán en un par de días.

—Es curioso. ¿Y qué puede hacer alguien aquí de vacaciones?

Aquella última frase sonó menos enérgica y fue dicha más despacio que las anteriores. El agente nacional tuvo un mal presentimiento. Regresó de la cocina movido por un impulso desconocido, pero ya no le dio tiempo a impedir al policía que entrara en la habitación del profesor Abelyan.

—¡Pero…!

Eso fue lo último que pudo decir el sargento Ebenezer Rode antes de recibir un golpe en la nuca que lo dejó sin sentido.

Burgos

—¿Cómo? ¡No puedo creerlo! —exclamó Ignacio Varela cuando leyó el breve informe recibido desde Owslebury en que se refería el último suceso con el policía británico. Los agentes habían tenido que secuestrarlo también a él y quedaron a la espera de instrucciones. No pasaría mucho tiempo hasta que alguien echara en falta al sargento de Scotland Yard y, si alguien sabía que esa mañana pensaba visitar la casita de los «españoles de vacaciones», todas las sospechas se dirigirían de inmediato hacia allí.

Por lo pronto, los agentes nacionales ataron y amordazaron al policía y lo pusieron a hacer compañía al profesor Abelyan. Luego escondieron su bicicleta en el cobertizo y radiaron el mensaje a Burgos, informando de la precipitación de los acontecimientos y la gravísima situación en que se hallaban. Por suerte para ellos, si es que acababan atrapándoles las autoridades inglesas, el policía no había muerto por el golpe en la nuca. Al ir prácticamente desarmados, sin pistola y con una porra nada más, el asesinato de un bobby suponía la condena a muerte.

Para Varela, que sobre todo deseaba proteger a su hija, a George Rojo y la misión, estrictamente por este orden, lo que debían hacer estaba muy claro: era, de hecho, la única posibilidad razonable. Abandonar la casa y al bobby en ella, y huir de allí en un coche con el profesor Abelyan. Lo más importante era que nadie descubriera la identidad de este último. Todo lo demás pasaba a segundo plano. En cuanto al policía, lo encontrarían sus compañeros con toda seguridad. No había peligro de que esto no ocurriera y el hombre finalmente muriera de sed e inanición.

Las órdenes de Varela, por tanto, fueron salir de la zona cuanto antes, localizar un automóvil discreto, robarlo sin ser vistos ni levantar sospechas y dirigirse a algún bosque. Los agentes españoles estaban entrenados para sobrevivir en las más duras condiciones. Podían soportar toda clase de privaciones y procurarse el sustento con lo que encontraran en la tierra o mediante el asalto y el pillaje. Pero no era esto lo que Varela deseaba. Si actuaban como bandoleros, echados al monte, no tardarían demasiado en caer. Esas técnicas de supervivencia estaban pensadas para tiempos de guerra o graves conflictos sociales. En cuanto tuvieran oportunidad de localizar un sitio para esconderse de nuevo, deberían aprovecharlo. Llevaban dinero suficiente para alquilar otra casa en algún otro pueblecito de la campiña inglesa y desaparecer discretamente.

Varela hizo que les comunicaran sus órdenes y luego se quedó solo en su despacho, con aire de aparente tranquilidad. Pero cualquiera que hubiese visto el cenicero de su mesa, habría llegado a la conclusión de que ni mucho menos era así. Sus nervios no afloraban a sus manos o piernas, o a su cuello, haciendo que la cabeza vibrara o las extremidades sufrieran temblores. No, su ansiedad, su turbadora preocupación, su miedo a lo que pudiera acontecer con su hija y con el profesor Rojo, pero sobre todo con su amada hija Pilar, era una procesión que iba por dentro.