1809

El Pardo, Madrid

La carretera que unía Madrid con el pueblo de El Pardo partía del noroeste de la capital, más allá del convento de los frailes menores de San Bernardo y el camino de las Cruces. Ataviado como un simple paisano, Napoleón salió del palacio de Oriente con otros dos hombres, ambos jóvenes capitanes de su Ejército, y se dirigió hacia dicha localidad, separada de Madrid unos doce kilómetros. Era media tarde, aproximadamente las cinco, de un día espléndido de primavera. A buen ritmo, los tres jinetes podrían estar en El Pardo a eso de las siete de la tarde.

Los bosques que circundaban aquella villa estaban poblados de encinas, chopos y alcornoques, así como jaras y otros matorrales bajos. El monte había sido uno de los favoritos de los reyes españoles, desde Felipe II, para la caza del oso, el jabalí y el venado. Ahora, la caza que Napoleón se disponía emprender era muy distinta. Una batida sin perros, voces enfervorecidas o el soplido estridente de los cuernos entre el relinchar de las cabalgaduras. Esta caza habría de utilizar la astucia como arma. Quizá hubiera disparos, pero eso no era lo más conveniente. Si Saint-Germain caía abatido, quizá se llevara para siempre el secreto del lugar donde tenía el códice. Aunque, si esa era la única posibilidad, mejor sería que no cayera en otras manos que no fuesen las de Napoleón.

Nada más llegar a El Pardo, los jinetes se dirigieron a la única posada que allí había. La regentaba un anciano pardeño, al que asistía su hija, el marido de esta y una nieta que, decían, deslumbraba con su belleza, sus senos abultados y firmes y una cintura capaz de anular el sentido del más pintado. La joven, para aumentar los ingresos de sus progenitores, comerciaba con su cuerpo, y eran muchos los que se llegaban a la villa en busca de su grata compañía. Se llamaba Consuelo. Los informadores de José Bonaparte habían averiguado que Saint-Germain solía visitarla y yacer con ella a menudo.

Por tanto, este era el plan: Napoleón y los dos capitanes solicitarían los servicios de aquella fulana. Ya en la intimidad, le ofrecerían una enorme suma de dinero a cambio de que les entregara al conde o les revelara, si lo conocía, su paradero. El emperador no dudaba de que Saint-Germain aparecería tarde o temprano, así que no tendrían más que hospedarse en la casa de los posaderos y esperar. En cuanto llegara, la joven prostituta, emulando el beso de Judas, se lo haría saber y no resultaría difícil detenerle. Por supuesto, con Saint-Germain en su poder, Napoleón no cumpliría su pacto con la fulana. «Roma no paga a traidores», recordó el emperador la célebre frase dicha por los romanos a los asesinos de Viriato, el líder revolucionario lusitano que osó levantarse en armas contra los conquistadores del Lacio.