1937

Como resultado del decreto de unificación de FET y las JONS, se crea la Junta Política. Franco nombra a la mitad de sus miembros, aunque con algunas dificultades de corte ideológico provocadas por los falangistas.

Owslebury, sur de Inglaterra, 23 de abril, viernes

La verde llanura de Hampshire se extendía alrededor de la casa de campo en que el profesor Nelson Abelyan estaba cautivo desde que, varias semanas atrás, fuera secuestrado por agentes del Gobierno español. El pobre hombre no era precisamente un héroe, y se pasaba las noches llorando hasta que el sueño le vencía. Luego, al despertarse por las mañanas, gimoteaba un poco hasta que le llevaban el desayuno, y entonces se sumía en una especie de reflexión interior en la que mostraba un agudo aire estuporoso que desembocaba en una ausencia total.

Owslebury estaba a algo más de quince kilómetros de Southampton. En la casita de campo, que no llamaba la atención en ningún sentido, al menos en ese pintoresco entorno rural, había dos agentes nacionales encargados de la custodia del profesor. Dos hombres que se turnaban en las labores de su cuidado y vigilancia, así como de comprar alimentos en el mercado del pueblo y el resto de las tareas necesarias. Tenían orden de quedarse allí hasta que les fuera notificado lo contrario. Entonces dejarían libre al verdadero Abelyan y desaparecerían sin dejar rastro. Eso, si todo iba bien. En caso contrario, si las cosas se complicaban, habían recibido instrucciones de utilizar la fuerza de un modo tan expeditivo como fuera necesario. No debían incurrir en un fallo que pusiera en peligro la misión que se estaba desarrollando en zona republicana. El éxito de esta y las vidas de George Rojo y Pilar Varela dependían de ello.

Esa mañana, uno de los hombres había salido al pueblo para aprovisionarse de alimentos frescos, carne, leche, verduras y unas manzanas. Nunca dejaban solo al profesor. El otro agente se quedó en la casa, y estaba jugando al solitario con unos naipes cuando escuchó un fuerte golpe en la habitación ocupada por Abelyan. Mantenían al cautivo permanentemente atado de pies y manos. Los primeros días, incluso lo sujetaban al armazón de la cama, pero después, a la vista de su pasividad, decidieron dejar de hacerlo salvo durante las noches.

El agente tiró el mazo de cartas sobre la mesa y corrió hacia el cuarto, al tiempo que sacaba su pistola del cinto. Abrió la puerta con cuidado y lo que vio le dejó atónito: el profesor yacía boca abajo en el suelo, junto a la ventana sellada con gruesas planchas de madera, y parecía sin sentido. De su cabeza manaba un pequeño reguero de sangre que empezaba a formar un charquito en las baldosas que había debajo. El agente comprendió enseguida lo que había sucedido. El profesor Abelyan, abrumado por los acontecimientos, no había podido ya aguantar más, e incapaz de soportar la tensión y la desesperanza, optó por la única vía de escapatoria posible: el suicidio.

Valencia

La noche había sido de George y Pilar, y de nadie más en el mundo. Ningún freno pudo detener su amor y su deseo. Pilar empezó besando a George en el diván de su cuarto. Ella estaba con las piernas recogidas sobre el asiento y llevaba un vestido de una sola pieza, de color claro, con la botonadura delante. Sus rodillas quedaban al aire y el corte de la falda dejaba entrever una amplia zona de la parte alta de sus piernas. El delicioso bocado de su cintura quedaba solo oculto por las sombras, y sus pechos, firmes y abundantes, exhibían unos pezones que se marcaban en la tela.

Las caricias de Pilar fueron descendiendo del pecho de George, donde este lucía la estrella de David del profesor Abelyan, hasta su vientre. Él venció el inicial embarazo y dirigió sus manos a los senos de ella. Notó su turgencia y su calor, antes de desabotonar el vestido y acariciarlos desnudos. Estaba tan excitado como un purasangre antes de la carrera. Pilar suspiró y empezó también a quitarle los botones de la camisa. Sus labios besaron su pecho mientras él le acariciaba los muslos y hundía el rostro en su hermoso pelo castaño.

Así estuvieron unos minutos, hasta que Pilar se levantó del diván y terminó de desnudarse ante George. Durante un instante se quedó inmóvil, como una estatua, mostrando sus encantos de mujer. Luego se inclinó sobre George y se colocó a horcajadas sobre él. Pilar empezó a gemir, pero acallaba unos gritos que, de haber estado solos en algún lugar desierto, hubiera proferido sin reparos. Un espejo situado frente a ella, en el fondo de la estancia, hacía que pudiera ver su propio rostro, sudoroso y con los labios apretados, mientras George le hacía el amor. Primero dulce, sensualmente; luego como una fiera salvaje, colmándola de placer.

Dos horas después podía verse, a través de la ventana de la habitación, la luz de un farol que brillaba casi aislado en la oscuridad. No había ya nadie en la calle. Aquella solitaria luz se mantenía firme entre las tinieblas. Como Pilar y George aquella noche. Aquella noche en que ambos se iluminaron mutuamente en medio de la oscuridad.

Los rusos terminaron por la mañana de conformar el equipo de trabajo, con hombres y mujeres que se dividieron en dos secciones claramente diferenciadas. La primera estaba compuesta por los expertos criptólogos, mientras que la segunda la integraban meros conocedores de la lengua griega. La idea de la profesora Vera Feodorova, llegada con adelanto hacia las once en un avión procedente de Moscú, vía Cracovia, se basaba en realizar un estudio criptoanalítico del código del libro y, si no daba resultado, emplear la máquina de Ryti. Como de todas formas la citada máquina tardaría aproximadamente una semana en ser instalada y ajustada, la labor inicial era obligatoria para no perder tiempo, a pesar de que la profesora no confiaba demasiado en la efectividad del análisis clásico, dada la carencia de resultados positivos de los estudios anteriores de Pons y el supuesto Abelyan.

La función del segundo grupo del equipo sería la lectura de los mensajes extraídos como resultado de la actividad de la máquina. Si todos los ensayos y pruebas fallaban, Feodorova sabía que aún quedaba ese camino: analizar todas y cada una de las combinaciones posibles hasta dar con un mensaje que tuviera sentido en lengua griega. Alguien que no supiera nada de criptografía podría haber aducido como objeción que, de un texto compuesto por cierto número de signos, el resultado final sería cualquier otro texto del mismo número de letras. Pero no era así, puesto que la máquina, en su programa, habría de tener en cuenta ciertas premisas básicas. A cada signo igual se le haría equivaler la misma letra griega. Aunque, al ser el número de signos superior al de las letras del alfabeto, podrían repetirse las letras que correspondieran a cada símbolo.

Con dichas reglas, los resultados se limitaban, no ya solo en la cantidad, que sería metafóricamente inmensa, sino en el hecho de que uno y nada más que uno de los textos resultantes del proceso podría tener sentido pleno. Naturalmente, la doctora Feodorova había asumido algunas cuestiones no seguras, como que el autor del cifrado no hubiera incluido «paja» al principio o al final del texto, o que el idioma original en que estuviera escrito fuera verdaderamente el griego. Pero todo esto se antojaba más que probable. Las pruebas deberían, en todo caso, ir aumentando en complejidad. Si no lograban romper el código con esas premisas, tendrían que alterar de nuevo el modelo de trabajo.

En el edificio del Gobierno se crearon asimismo dos salas diferenciadas y separadas. En una, los matemáticos y analistas desarrollarían su labor y se instalaría la máquina computadora, y en la otra los «lectores» comprobarían si los textos significaban algo en griego. Este último gabinete sería un moderno scriptorium, como el de los monasterios medievales, pero allí los monjes habrían sido sustituidos por soldados y milicianos, profesores, catedráticos y otras personas que conocieran la lengua de Platón.

La profesora Feodorova tenía muy claro lo que quería conseguir. A George le sorprendió su aguda penetración intelectual. Su intención era que los lectores comprobaran solo las primeras palabras de cada texto, luego las que estuvieran aproximadamente en el medio y, para terminar, las del final. Ningún texto sería comprobado por un único lector, sino por dos elegidos de forma aleatoria, de manera que los posibles errores quedaran anulados y el tiempo de análisis de cada prueba fuera reducido al mínimo. A pesar de que George no deseaba en modo alguno que los rusos —o los republicanos o sus enemigos nacionales— obtuvieran finalmente el secreto encerrado en el códice, tuvo que reconocer para sus adentros que la profesora se disponía a acometer la investigación como él mismo hubiera hecho de haber tenido esos medios.

En el fondo, la cuestión era muy simple. O bien los mejores criptoanalistas reclutados lograban descubrir la clave de cifrado, o la fría máquina de calcular probaría todo lo imaginable a un ritmo desconocido para el cerebro humano hasta la fecha. De un modo u otro, tarde o temprano, el misterio quedaría resuelto. Era un hecho matemático.

Terminada la charla que Vera Feodorova dio a los miembros de su equipo —únicamente a los criptógrafos—, y antes de que se marchara, pidió a George hablar con él un momento en privado. Se trataba de una mujer menuda pero de gran energía. Era delgada, incluso demasiado, y vestía de riguroso color negro. Su pelo gris, recogido en un sencillo moño alto, y su rostro seco hacían que pareciera mayor de lo que en realidad era.

—He estado analizando su trabajo mientras volaba hacia aquí —dijo ella en inglés y en tono muy cortés—. Lo que usted ha hecho es encomiable, a pesar de la falta de resultados. Con su ayuda avanzaremos a una velocidad mucho mayor que si tuviéramos que empezar desde el principio. Ya no daremos palos de ciego.

—Le agradezco sus palabras, camarada Feodorova —respondió George, tratando de corresponder a su delicadeza y empleando el modo de expresión típicamente comunista.

—No son un cumplido, estimado colega. Es usted un excelente investigador y querría pedirle que acepte el puesto de ayudante personal mío.

La perplejidad de George no pasó desapercibida a la profesora, que la achacó a lo inesperado de la proposición.

—Espero no haberle ofendido…

—No, no, en absoluto —dijo George, recuperado de la sorpresa—. Al contrario. Acepto su propuesta con gusto y agradecimiento.

George no podía negarse a ser el ayudante de la profesora Feodorova. Pero, además, se dio cuenta al instante de que esa posición le sería útil en su afán de confundir a los nuevos investigadores. O de ralentizar su trabajo mientras él continuaba el suyo de un modo secreto e independiente.

—No sabe cuánto me alegro de que acepte, camarada Abelyan. ¿Sabe?, hace un par de años leí un artículo suyo. No me lo figuraba tan joven y apuesto. Versaba sobre los métodos de cifrado utilizados hasta el Renacimiento. Me agradó especialmente su exposición del método de Alberti y sus múltiples derivados.

Aquella mujer de mirada penetrante estaba citando un escrito del que George no sabía nada, así que este trató de derivar el tema hacia algo genérico.

—Los métodos antiguos son sumamente interesantes.

—Es curioso que diga usted eso, camarada profesor, porque recuerdo que en el artículo los criticaba como meros juegos de principiantes.

—Por eso mismo —acertó a aseverar George con una lucidez en la que sus piernas empezaban a no confiar demasiado—. Los antiguos nos han enseñado a no subestimar a los criptoanalistas, que, en el fondo, somos nosotros mismos.

—Tiene razón. El que cifra es capaz de descifrar, y el que consigue descifrar es porque conoce hondamente los recovecos más íntimos de la criptografía.

—Exacto, camarada Feodorova, exacto.

—Por cierto, le espero dentro de media hora en el comedor. Quiero presentarle al profesor Wäinö Ryti, que ha venido conmigo en avión desde Moscú. He preferido que no estuviera presente en mi anterior charla porque no me parece necesario que esté al tanto de la investigación hasta que sea realmente imprescindible.

George suspiró aliviado cuando la enjuta mujer se despidió de él. Aparentemente no sospechaba nada. Aunque eso era lo normal. Ya le había asegurado Varela en Burgos que quienes no tienen motivos para sospechar raramente lo hacen. Desde entonces no habían transcurrido más que unas semanas, pero para George parecían años enteros. Su trabajo como profesor en Salamanca, la visita de Varela después de su conferencia sobre «El otro Císter», el viaje a Burgos y luego a Santander, y de allí a Southampton, el inicio de aquella misión que aceptó emprender sin la necesaria reflexión… Todo ello lo veía ahora con la lejanía con que se rememoran los acontecimientos pasados, muy lejanos en la memoria.

Como aún disponía de media hora antes del almuerzo, George pensó que le daba tiempo a hacer una rápida visita a Pilar. En cuanto salió por la puerta del salón, Ramón Ybarra apareció ante sus ojos. «Este hombre es Escila y Caribdis en un solo ser», se dijo George sin perder el humor, pensando en los monstruos mitológicos. Era feliz, tan feliz como una doble pasión, hacia una mujer y una labor, pueden hacer a un hombre. ¿Qué más se podía pedir? El riesgo pasaba ahora a segundo plano.

—¿Va usted a algún sitio? —inquirió Ybarra al tenerlo a su altura.

—Sí —respondió George secamente.

Ybarra no dijo nada más. Pero se podía leer en su mirada el más intenso furor. Menos mal que solo tenía un ojo… George estaba seguro de que le seguiría y no le importó lo más mínimo. Su relación con Pilar irritaba al capitán y eso le alegraba, pues suponía una especie de resarcimiento.

Algunos coches circulaban por las calles y los transeúntes llenaban las aceras. Era la zona más céntrica de Valencia y la actividad cotidiana no había sido detenida aún por la guerra. Aquella hermosa ciudad de agradable clima acogía ahora al Gobierno de la República desde que el presidente, Manuel Azaña, optara por la evacuación de Madrid, el 6 de noviembre de 1936, debido a la proximidad del frente y la posible caída de la capital de España en manos de las fuerzas nacionales. El jefe del Gobierno de entonces, Largo Caballero, había aceptado la decisión del presidente y Valencia se había convertido en el nuevo centro de poder político republicano.

George esperó a que pasara un tranvía antes de cruzar la calle. Enfrente tenía el hotel. Entró en la recepción y pidió al recepcionista que avisara a Pilar. Se limitó a decir, con mala pronunciación: «Pilar Varela. Habitación ciento siete». El hombre pulsó un timbre en una consola repleta de ellos, que tenía un altavoz, pero nadie respondió al otro lado del intercomunicador a pesar de su insistencia. George pensó que quizá Pilar estuviera en el cuarto de aseo, al final de la planta, y que por eso no atendía a la llamada. Pero el recepcionista, un muchacho joven y con aspecto de tener pocas luces, se dio un golpecito con la palma de la mano en la frente y emitió una exclamación.

—Se me había olvidado… Señor, ¿es usted Nelson Abelyan?

George hizo como que no le entendía.

Nel-son A-be-ly-an —repitió el joven muy despacio y en tono exagerado.

—Sí, sí.

—La señorita me ha pedido que le diga que está aquí al lado, en el restaurante en el que cenaron ustedes anoche.

Definitivamente el recepcionista tenía muy pocas luces. El hombre con el que hablaba no entendía español, como había quedado claro, y él volvía a soltar una parrafada sin tenerlo en cuenta. George tenía que mantener aquella pantomima. Levantó un poco ambos brazos y extendió las manos, acompañando este gesto por otro de su cara. Levantó las cejas y sacudió la cabeza.

—Res-tau-ran-te Ba-rret. Baaa-rreeet.

Para darle las gracias, George le hizo una leve reverencia y salió de nuevo del hotel. Aquel muchacho se merecía el tratamiento de un rey. Esto lo pensó George con ironía mientras daba la vuelta a la esquina y llegaba al Barret. Entró en él y escrutó las mesas. Tardó unos segundos en distinguir a Pilar, que estaba casi de espaldas, sentada a una de las del fondo. Fue hasta ella y se sentó sin decir nada, con una gran sonrisa.

—Ah —dijo ella al verle, y le devolvió la sonrisa—. ¿Qué haces aquí? Creía que no podías comer hoy conmigo. Todavía no he pedido. Llama al mozo y…

—No, Pilar, no puedo quedarme. Tengo menos de media hora libre y he venido a hacerte una visita rápida. En el hotel me han dicho dónde estabas. Aunque no ha sido tarea fácil…

—¿A qué te refieres?

—A nada, a nada. Es que el recepcionista parecía un poco lelo.

—Ah, bueno. Entonces, ¿has venido hasta aquí solo para verme unos minutos?

—Así es. Te quiero.

Pilar bajó la mirada. Los hombres casi nunca comprenden que las mujeres necesitan más que ellos saberse amadas. Y George no lo hacía como cumplido o por mera conveniencia, sino porque lo sentía de verdad.

—Quería decirte una cosa, Pilar. Lo de anoche… —Se notaba el embarazo de George al empezar a decir aquello—. Lo de anoche…

—Lo de anoche fue maravilloso, George.

—Es que no quiero que pienses de mí que solo…

—Lo único que pienso es que me quieres. Y yo te quiero a ti. ¿Qué más hay que decir?

George se quedó en silencio y recobró, al poco, su sonrisa. Ella también se mostraba contenta y le miraba con ese gesto pícaro que tanto le gustaba. Realmente amaba a aquella mujer y esperaba que su misión o la guerra no acabasen separándoles. No podía permitir que le desenmascararan. Ahora ya no. Ahora ya no lo hacía solamente por él, o por desvelar a la humanidad un conocimiento oculto y olvidado. Ahora había alguien que movía su ánimo, que le impulsaba a vivir y a desear seguir viviendo.

Pilar leyó todo eso en su rostro. Y se sintió mal una vez más por haberle mentido acerca de ella y quién era en realidad. Pero no podía decírselo todavía. Si lo hacía ahora, él quizá no lo entendiera. Quizá creyera que lo había fingido todo para poder vigilarle y que lo que sentía por él era falso. Ya vendría el momento de aclararlo todo sin perderle.

Owslebury

El profesor Abelyan aún estaba vivo. Bajo el estado de completa desesperanza en que se hallaba, se levantó del lecho y, a pesar de tener los pies atados, fue dando saltitos hacia la mesa de recia madera de pino que ocupaba la pared en la que también estaba la ventana. Allí se había dejado caer sobre la tabla, o se había lanzado hacia ella de cabeza. Poco importaba. El golpe fue tremendo, pero no bastó para que consiguiera su objetivo de quitarse la vida.

El otro agente nacional, que no estaba con él en ese momento, regresó del pueblo y, nada más dejar las compras en la cocina, fue a la habitación de Abelyan. Se encontró de sopetón con la escena de su compañero atendiendo al profesor.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó muy alarmado.

—Ha intentado matarse.

—¿Pero cómo…?

—Eso da igual. No lo sé. Tiene la frente abierta. Creo que no vamos a poder hacer nada por él.

—Hay que llamar a un médico.

—¿Pero qué dices? ¿Te has vuelto loco?

El primer agente miró al otro con gesto severo. Avisar a un médico suponía dar al traste con la operación. Aunque era cierto que, de lo contrario, aquel hombre seguramente fallecería a causa de su lesión en la cabeza.

—Tenemos que llamar a un médico para que le atienda.

—¡No! Ya te lo he dicho. Le vendaremos bien y esperaremos a ver qué pasa. Manda un mensaje a Burgos para informar del suceso. A ver qué dice el mando. Que decida el jefe.

Burgos

El militar a cargo de las comunicaciones secretas en el Ministerio de la Gobernación se encargó personalmente de llevar el mensaje de Inglaterra a Ignacio Varela. Las cosas se estaban complicando. Primero con la desaparición de José María Zárate en Barcelona y ahora con el intento de suicidio del auténtico Nelson Abelyan. Lo racional, aunque despiadado, hubiera sido dejar morir al profesor. Máxime habida cuenta de que, desde su traslado a Valencia, Varela no tenía modo alguno de ponerse en contacto con su hija para avisarla del peligro y que esta se lo transmitiera a su vez a George Rojo.

Ante una de las decisiones más difíciles de su vida, el jefe de la inteligencia nacional ordenó que los agentes de Owslebury demandaran la atención de un médico local. Pero, antes de cursar la orden cifrada por radio, elaboró con urgencia un plan que los agentes deberían seguir. Ideó la historia que debían contar al médico. Primero, si Abelyan era capaz de hablar, tendrían que emborracharle hasta que perdiera el conocimiento, y luego explicarle al médico que estaban allí los tres de vacaciones, esperando la llegada de sus esposas. Era algo bastante extraño, incluso insólito, porque nadie veraneaba en esa zona de Inglaterra y menos unos extranjeros. Pero, según su propia máxima, Varela se dijo que no sospecha el que no tiene motivos para hacerlo. Y había que actuar deprisa si quería salvar la vida de aquel hombre que no tenía la menor culpa de nada.