1809

Madrid

Napoleón, a pesar de los seis años transcurridos, no olvidó en ningún momento cómo el conde de Saint-Germain le había engañado. Le había engañado como a un niño, como a un vulgar idiota. A él, que regía los destinos de Francia, que pugnaba por extender sus dominios por toda Europa y había sido ungido con la corona y el cetro imperiales. Y le había robado el códice de Platón.

Ahora el emperador estaba en España, país donde había elevado al trono a su hermano José. Por medio de viles argucias, Napoleón había embaucado al rey Carlos IV y a su familia, y tenía a todos presos en el sur de Francia. Hubo revueltas por parte del pueblo español, pero estas fueron aplastadas por los soldados franceses que entraron en el país con el engaño de atravesarlo para llegar hasta Portugal, aliado de Inglaterra.

Los informadores del emperador aseguraban que el conde de Saint-Germain estaba en Madrid. Desde que huyera de las Tullerías con el códice, y procurando alejarse de la órbita de Napoleón, había decidido esconderse en España, donde podría vivir con tranquilidad. Pero se equivocaba. Los últimos acontecimientos ponían en la palestra que el ahora emperador no estaba dispuesto a poner coto a su ambición expansionista en Europa. Hasta que alguien lograra frenarle, él seguiría ampliando su poder.

—José, ¿se sabe dónde está el maldito?

—Más o menos —respondió el hermano de Napoleón, sentados ambos en un salón del Palacio Real de Madrid.

—¿Cómo que más o menos?

—Si me das unos días…

—Ya te he dado muchos. Te he dado demasiado tiempo. Dime lo que sepas exactamente.

—Sé que el conde está oculto en algún lugar de un pueblecito cercano a la capital, llamado El Pardo. Es un sitio muy pequeño, a orillas del río Manzanares.

—¿Y no basta con eso?

—No. Eso creo yo, porque si advierte nuestra presencia, y que le estamos siguiendo la pista, desaparecerá como una escurridiza anguila.

Napoleón miró a José con severidad. Su hermano había resultado ser un inútil hasta que él le entregó un trono sin mover un dedo, como un regalo fraternal que, en realidad, no merecía.

—Ya basta de esperas y tonterías —le espetó el emperador—. Que se me informe de lo que sepan tus espías y yo mismo, de incógnito, con un par de hombres, iré a El Pardo y prenderé al maldito conde.

—¿No lo juzgas demasiado arriesgado?

—¿Y qué no lo es, cuando se trata de obtener algo que se desea? Dime, hermano mío, ¿qué hay que no lo sea?