El Ejército nacional avanza con firmeza en el frente vasco. Se publican los veintiséis puntos de FET y de las JONS, los cuales constituyen la base del Estado nacional.
Valencia, 22 de abril, jueves
A diferencia del palacio del Lluch, en Valencia George viviría en un apartamento de la ciudad. Cada mañana se trasladaría a las ocho en punto a su lugar de trabajo, un edificio del Gobierno republicano situado en la plaza Porchets, en el esquinazo que forman la calle Ribalta y la avenida de María Cristina. El apartamento asignado a George se hallaba muy cerca de allí, a unos cinco minutos caminando a paso tranquilo, en la calle Barcas, enfrente del ayuntamiento de la ciudad. Se trataba de un pisito de escasos cuarenta metros cuadrados, compuesto por un salón exiguo, una habitación, cocina y cuarto de baño. Tuvo suerte de que el general Boada se ocupase personalmente de su alojamiento, porque no era habitual en esa zona que los apartamentos tuvieran baño propio.
Ramón Ybarra y Zenón Pons también se desplazaron a Valencia. El primero fue adscrito a un cuartel del Ejército contiguo al edifico gubernamental, mientras que el segundo fue alojado en el mismo bloque que George, justo en el piso de abajo y en la misma letra de apartamento. En cuanto a los rusos, estaban todos juntos en un hotel de la calle Linterna, aún más cerca del edificio de la plaza Porchets. Cuando se enteró de su ubicación, George se dijo que esperaba que la «linterna» no iluminara sus mentes. Y que ojalá la suya sí recibiera un fulgurante destello para resolver la segunda codificación.
En cuanto al traslado hasta la capital del río Turia, Pilar y George no viajaron juntos. El profesor lo hizo en un coche militar, acompañado por Pons y el omnipresente capitán Ybarra. El doctor no sabía nada de Pilar, pero sí Ybarra, que fue informado por el general Boada y recibió instrucciones de no hablar de ello con los rusos. Seguramente, Pons se enteraría más pronto que tarde, pero no tendría por qué saber que la mujer que vivía con el profesor Abelyan había venido desde Barcelona. No creía que se hubiera fijado en ella en el Lluch. La puritana moralidad observada en el bando nacional no concordaba con la más moderna ética republicana. Gracias a Dios, los americanos también habían dejado a un lado esos remilgos hacía tiempo.
Los tres hombres provenientes de Barcelona llegaron a Valencia a eso de las doce de la mañana, con tiempo algo inestable. Durante el trayecto por carretera había llovido un poco, aunque no hacía frío, y la tarde, de tramontana, parecía anunciar nuevas lluvias. George recogió luego a Pilar, a las ocho, en un tren que debía haber llegado a las siete. Al menos por el momento, prefirió buscarle un hotel. Según el desarrollo de los acontecimientos futuros, la llevaría a su apartamento u optaría por dejarla allí instalada todo el tiempo.
Ybarra se mostró contrariado ante el general Boada por la cuestión de Pilar. Pero no sospechó nada. O casi nada. Al general no se le pasó siquiera por la cabeza que ella pudiera tener relación alguna con el espía capturado en el puerto, aunque el capitán sí que lo pensó fugazmente. Abandonó sus pensamientos enseguida, como una luz que se enciende y vuelve a apagarse de inmediato, pero la mente humana es un misterio. Lo que se almacena en el lugar más recóndito y se cree totalmente olvidado, puede resurgir de improviso en cualquier momento sin saber por qué. Sin embargo, y por ahora, Ybarra se creyó la versión de George dada a su jefe, y simplemente se irritó por lo que ya estaba molesto en Barcelona: la relación de Pilar con el profesor.
Ese primer día en Valencia nadie trabajó en la sede del nuevo equipo de investigación. Nadie excepto los rusos no investigadores, es decir, el general Salinyan y su ayudante, que se pasaron la tarde preparando las dependencias e intercambiando mensajes por radio con Moscú. La doctora Feodorova se había visto obligada a retrasar su viaje a España, por un motivo que el alto mando soviético explicó al general sin que este entendiera prácticamente nada. Antes de abandonar la Ciudad Condal, el coronel Ivanov tenía la orden de enviar a un emisario en avión a Rusia con un microfilm del código secreto del libro. No fue posible hacerlo porque esa operación tenía que llevarse a cabo en secreto, sin que las autoridades españolas republicanas se apercibieran de la treta, y los rusos nunca estuvieron a solas con el códice, por lo que la oportunidad no se presentó. No obstante, Ivanov describió en un mensaje ciertas características del código que la doctora le había encargado específicamente, y esas características habían propiciado el retraso.
La doctora Vera Feodorova, tras un somero análisis de lo que Ivanov le transmitió, había sugerido a las autoridades soviéticas —al mismo Stalin en persona, muy aficionado, como su colega Hitler, al misticismo y los saberes antiguos— la oportunidad de utilizar una técnica nueva en el descifrado de mensajes crípticos. Sabía que los norteamericanos y los británicos ya estaban trabajando en proyectos similares, basados en la construcción de una máquina, alimentada por energía eléctrica, que mediante un programa de cálculos pudiera realizar automáticamente miles de operaciones para las que, sin su ayuda, se necesitarían decenas o cientos de criptoanalistas.
Con los resultados ofrecidos por la máquina, bastaría que una limitada cantidad de expertos analizara los mismos, lo cual ahorraría tiempo y aumentaría la eficacia de la investigación. Una de aquellas máquinas, en fase experimental, estaba siendo puesta a punto por un profesor finlandés, Wäinö Ryti, que trabajaba en la Universidad de Riga. La doctora Feodorova propuso reclutarle y rogarle —esto era, por supuesto, una simple cortesía— que empleara su máquina en el proyecto. Un artefacto basado en los trabajos de un matemático inglés del siglo XIX, llamado Charles Babbage, al que él había bautizado como Máquina Diferencial. En ella, la entrada de los datos que configuraban el proceso de cálculo se realizaría mediante unas tarjetas con pequeñas perforaciones, las cuales significaban en su lenguaje cuáles eran las operaciones que debía efectuar.
Los servicios de inteligencia soviéticos habían averiguado que Ryti, a pesar de su matrimonio aparentemente feliz y sus dos hijos, solía buscar la compañía de jovencitos menores de edad, y también que pertenecía a una sociedad secreta llamada Paragnosis, con ramificaciones en Polonia y Alemania. Tanto lo uno como lo otro no estaban permitidos en la Rusia revolucionaria, así que un agente enviado especialmente para entrevistarse con él se encargó de hacerle comprender que lo sabían todo. De esta forma se aseguraban una fidelidad y una colaboración por su parte de la que no se fiaban por simple adhesión a un Estado al que ni siquiera pertenecía en realidad.
Así las gastaban los servidores de Stalin, artífice de uno de los regímenes de terror más brutales, sanguinarios e inicuos de la historia. Un juego para el que el Führer alemán se preparaba en aquel tiempo. La historia habría de juzgar quién de los dos fue peor, si es que ello es cabal y posible.
Aquella noche, la primera en Valencia, Ramón Ybarra cenó con el doctor Pons. No creyó necesario seguir a George en persona, porque aún no habían empezado los nuevos trabajos y, al menos supuestamente, él no había conseguido descubrir nada susceptible de interesar al enemigo. Así que no se enteró hasta el día siguiente de que el profesor no había dormido en su apartamento de la calle Barcas, sino que la había pasado en un hotel. Uno de los soldados a las órdenes de Ybarra lo vio entrar allí con una mujer y salir poco antes del amanecer del día siguiente.
Después de comer algo juntos en un restaurante de cocina casera, George había acompañado a Pilar hasta su hotel. Sin entrar en la recepción, le había dado un beso de despedida, temblando por la emoción y colmado del amor que sentía hacia ella.
—¿Quieres subir? —le dijo Pilar.
—Prefiero no hacerlo —respondió él.
—¿Por qué? Nadie va a decirnos nada.
—Ya lo sé, pero sería… peligroso.
Pilar notó que su amado profesor hablaba con el corazón. Si subía, quizá no pudiera contener sus impulsos y su deseo. Por eso prefería declinar la invitación e irse a dormir solo, en su apartamento, pensando en ella.
—Está bien —aceptó Pilar—. ¿Mañana comeremos juntos?
—No lo creo. Ybarra me ha dicho algo sobre presentarme a no sé qué ruso durante la comida.
—Bueno, no importa. Hasta mañana. Ven cuando puedas. Te esperaré en mi habitación.
—Hasta mañana, Pilar.
George vio cómo ella entraba por la puerta del hotel y le dolió en el alma su expresión de tristeza. Solo el hecho de no poder verle durante tantas horas parecía llenarla de aflicción. Reflexionó un instante. Había dicho que no quería subir porque temía el peligro de sus propias acciones. Y eso no era digno de un caballero. Ni siquiera de un hombre que, como tal, se preciase. Pero ella quería estar con él. No permitiría que el miedo a lo que pudiera suceder se lo impidiera. Corrió a la recepción y gritó su nombre:
—¡Pilar!
No la veía ya. Había desaparecido escaleras arriba. Sin hacer caso del recepcionista, que intentó detenerle, se lanzó hacia la escalinata y galopó por ella como un jovenzuelo entusiasmado ante su primer amor.
—¡George! —exclamó ella al verlo, primero con cara de asombro y luego con un gesto luminoso.
Solo por aquel gesto valía la pena no haberse marchado sin más.
—Soy un idiota. Déjame que suba contigo.
Ella le miró y sacudió la cabeza. Una de las cosas que más le gustaban de George era su forma tan candorosa de comportarse en muchas ocasiones.
—Sí, eres un idiota. Pero te quiero.