París
Había transcurrido casi un año entero desde que el conde de Saint-Germain llegara a las Tullerías reclamado por el cónsul vitalicio de Francia. Once meses de prácticas alquímicas hacia las que, como tales, Napoleón había mostrado muy poco interés. Solo quería el oro que aumentara su fuerza. El oro, el maldito oro, cegó los ojos de su mente, le hizo enfermar de las fiebres de la codicia, de la sed de poder; como a tantos otros hombres, que habían llegado a convertirse en malvados en su afán de conseguir el dorado elemento como fuera posible. Quien padece esas fiebres, no cree en nada más que el áureo brillo del oro.
También en esos once meses, el conde tuvo que fingir que intentaba descubrir el significado del misterioso texto de Platón. Napoleón se estaba poniendo nervioso por la carencia total de progresos. Su falta de paciencia podía ser una virtud en ciertas ocasiones o situaciones, pero en casi todos los órdenes es un vicio de los más detestables. Al menos así lo consideraba Saint-Germain. Las cosas estaban yendo de mal en peor. Estaba llegando al colmo del aguante del cónsul de Francia, pero el conde había ideado un plan: escapar a España con el códice, quitárselo de las manos a Napoleón y desaparecer en algún lugar del vecino del sur. Lo único que hacía falta era que se presentase la oportunidad. Y aquella fría mañana, surgió la ocasión.
Hacía ya algunos meses que Saint-Germain llevaba pidiendo a Napoleón licencia para estudiar el libro en su alcoba privada, durante las noches, en un ambiente más acogedor que el de la fría biblioteca del palacio. Pero el sire no se lo había concedido hasta entonces, pues prefería tenerlo vigilado permanentemente. Sin embargo, muy poco a poco, el conde fue ganándose la confianza de aquel hombre sediento de poder y corroído por la ambición. Le entusiasmaron sus relatos de tesoros inmensos en lejanas ciudades del Oriente; o la cueva mora en la que los antiguos señores de Granada habían ocultado sus riquezas antes de huir a África; o también la leyenda de una ciudad perdida en la cordillera de los Andes, en el Perú, poblada por monjes paganos y construida con bloques de oro. Igualmente empezó a producir mayor cantidad de este metal en el laboratorio, consumiendo casi toda su piedra filosofal, que tantos años le había costado amalgamar.
Qué podía importar eso ahora. A Saint-Germain solo le interesaba el códice, el libro cuyo secreto estaba destinado al más sabio de los hombres. Algo de lo que el conde estaba perfectamente enterado.
Cuando Napoleón accedió a su petición, y sabiendo el conde que por fin podría revisar la obra a solas en sus aposentos, concluyó en unos días la labor que comenzara hacía ya muchas semanas: la copia de las tapas del libro; y del libro mismo, aunque lo que puso en el interior era solo un ejemplar manuscrito de la Odisea, que eligió porque su tamaño se correspondía con el necesario. Un ejemplar, no obstante, de gran valor, aunque nunca comparable al de La Rosa del Mar.