Franco decreta la unificación de la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Obreras Nacionales Sindicalistas, con el nombre de FET y de las JONS, y asume la jefatura de la nueva fuerza política. El buque inglés Seven Seas Spray burla el bloqueo marítimo y alcanza el puerto de Bilbao.
Burgos, 19 de abril, lunes
La noticia de la captura de Zárate llegó al Ministerio de la Gobernación por la noche, en un mensaje de radio. Una llamada de teléfono sacó de la cama a Ignacio Varela bien entrada la madrugada. Aunque la información exacta recibida desde Barcelona no aseguraba la captura del agente, sino solo su desaparición, aquello no podía significar más que una cosa: Zárate había caído en poder de los republicanos.
Cuando sonó el teléfono de su alcoba y Varela descolgó el auricular y oyó la voz de un agente que le llamaba del ministerio, se temió lo peor, que su hija hubiera sido descubierta. Sin embargo, las palabras del hombre le tranquilizaron en alguna medida. Su hija era lo que más quería en el mundo. Y ello a pesar de que la desaparición de Zárate, su ayudante en Barcelona, suponía un gran contratiempo para la operación y un riesgo para ella, además de un hecho lamentable. Si los rojos le habían cogido, ya podía despedirse de la vida.
Su entrenamiento era bueno. No en vano se trataba de uno de los mejores agentes de la inteligencia nacional. Pero si le sometían a interrogatorio, si le aplicaban una de esas nuevas drogas que Varela tanto detestaba… Si conseguían arrancarle los detalles de su misión, esta, el profesor Rojo y su propia hija correrían un grave peligro.
Todo esto lo pensó Varela de camino al ministerio en su coche privado. No esperó a que fuesen a recogerle. Conducía como un suicida su Buick automático —necesario por su cojera— en medio de la oscuridad nocturna, con la única iluminación de unos faros semicubiertos para no ser detectados por los aviones enemigos. Había que tomar alguna decisión inmediata para garantizar la seguridad de su hija y de Rojo. Su hija…
Barcelona
Pilar se incorporó al día siguiente a su trabajo como si nada hubiera sucedido. Pero en realidad estaba muy asustada. No creía probable que hubieran conseguido arrancarle ninguna información a su compañero, pero eso era algo de lo que no podía estar completamente segura. Dudó entre ir ese día a trabajar o no hacerlo. La segunda opción pondría en peligro a George, así que se comportó en todo momento con naturalidad y evitó cambiar su rutina para no ser descubierta.
La noche anterior, cuando regresó al apartamento que compartía con José María Zárate, este no se encontraba allí. A Pilar le extrañó mucho que así fuera y que, por añadidura, no le hubiera dejado una nota avisando del motivo de su salida. Había llegado a casa un poco antes de las doce de la noche y esperó sin dormirse hasta pasadas las dos de la madrugada. Toda su alegría de la jornada se fue desvaneciendo a medida que pasaban los minutos, formando las horas sin que su compañero apareciera. Después de la exquisita cena con George, lo había besado por segunda vez. Ella también se estaba enamorando de aquel valiente profesor que se jugaba la vida tras las líneas enemigas.
Nerviosa, decidió al fin enviar un mensaje por radio al cuartel general en Burgos. Sabía que su padre lo leería y se preocuparía por ella, además de por Zárate. Aunque Ignacio Varela fuera el jefe supremo de la inteligencia nacional, no podría olvidar que ella era su hija.
Esa misma mañana Ybarra había aparecido muy temprano en el cuarto de George. En la casi total oscuridad, solo deshecha por la escasa luz del día recién nacido que se filtraba entre las rendijas de las contraventanas, el capitán le distinguió aún dormido plácidamente, acurrucado entre las blancas sábanas y bajo la manta de lana tosca. Le despertó agitándole, pues George no había oído cómo entraba a pesar del chirrido de las bisagras de la puerta. Antes de hacerlo, sin embargo, le estuvo observando unos instantes. El rostro de aquel americano, que había optado por trasladarse a Barcelona y ayudarles con el códice, parecía feliz. Y el capitán no pudo por menos que suponer el motivo: la joven y hermosa doncella con la que salía tan a menudo últimamente.
No siempre se puede ganar, se dijo Ybarra para sus adentros. El profesor podía quedársela. Cuando una mujer no le hacía caso, el capitán empezaba a sentir desprecio hacia ella. No era consciente de que eso era solo una protección, una forma de calmar sus ánimos queriendo creer que no se merecía a un hombre como él.
Después de estar allí, de pie ante el profesor en completo silencio, Ybarra le había zarandeado asiéndole por los hombros. La noche anterior se había acostado tarde porque estuvo fuera del palacio, cenando con Pilar en un local céntrico de Barcelona. Cuando llegó al Lluch no quiso informarle de la visita de Stefan Sergevich Salinyan, como el general Boada le había ordenado que hiciera. Prefirió esperar al día siguiente. Después de todo lo ocurrido con el espía enemigo, de su torpeza al capturarlo prematuramente y de la tortura y ejecución del mismo, no estaba de humor para mantener una charla con el profesor.
Ahora hablaban del asunto en la cantina, en inglés y con voz queda.
—Tarde o temprano tenía que ocurrir… —dijo George entre dientes, con voz tan átona como solo puede emitirse en lengua inglesa.
—¿Le parece a usted mal que intervengan nuestros amigos rusos? —inquirió Ybarra extrañado y con un punto de irritación.
—No, en absoluto, capitán. Es solo que…
—¿Qué?
—Lo único que me entristece es no haber sido capaz de finalizar mi trabajo.
—Irá a Valencia y podrá participar en el nuevo equipo de investigación.
—Lo sé.
George miró pensativo al fondo de su taza de café. En quien pensaba era en Pilar. Si se iba a Valencia, lo cual parecía inminente —a lo más cuestión de días—, tendría que separarse de ella. Estaba muy contrariado y triste. Tuvo el impulso de dejarlo todo y escapar de allí con Pilar, cruzando la frontera de España con Francia por los Pirineos, y regresar a los Estados Unidos. Estaba seguro de que con su currículum encontraría un buen empleo como profesor en alguna universidad americana. Sintió repentinos deseos de ir en busca de Pilar y contárselo todo: quién era en realidad, por qué estaba allí y qué hacía tantas horas enclaustrado en aquella habitación aneja a la biblioteca del palacio. Ella había confiado en él al revelarle su filiación política y su historia. Ahora le tocaba corresponder a su sinceridad. Y proponerle que huyeran juntos a una nación en paz.
Tuvo que esperar a mediodía. Como había sido su costumbre en las últimas jornadas, George recogió a Pilar y fueron juntos al Txiqui. Ybarra también los siguió, al igual que otro hombre del servicio secreto republicano lo hiciera la noche anterior, pero esta vez no parecía haber ningún otro agente de la inteligencia nacional; o, si lo había, no estaba a la vista. Era algo lógico, después de la captura de uno de sus hombres. El capitán no confiaba en que cometieran el mismo error en dos ocasiones. Pero convenía asegurarse.
Después de un breve paseo por el dique del puerto, George y Pilar entraron en el restaurante y ocuparon su mesa de siempre.
—Hoy no estás muy hablador —dijo ella, cuyo rostro no dejaba entrever su preocupación ni los graves pensamientos instalados en su mente.
—No, pero tengo que contarte algo importante —respondió George.
Pilar imaginó que quizá se tratara de algo sobre su compañero. Si los republicanos le habían cogido, cosa que no dudaba, le habrían interrogado con métodos expeditivos. Ella los conocía bien, pues debían de ser los mismos que empleaba su bando. La guerra es la guerra, y en la guerra hay siempre pocos escrúpulos y mucho sufrimiento.
—Mi verdadero nombre no es Nelson Abelyan.
No fue necesario que Pilar fingiera sorpresa: se sorprendió de veras ante aquella revelación, que además fue pronunciada en un perfecto español. No por la información en sí, que evidentemente conocía, sino por el hecho de que George se la estuviera confiando.
—Sí, Pilar —continuó él—, mi nombre auténtico es George Rojo, y soy profesor de historia antigua en la Universidad de Salamanca…
George le contó toda la verdad sobre él, el códice de Platón, la misión que estaba llevando a cabo, el hombre del Ministerio de la Gobernación que se la encargó —y que, sin saberlo, era el padre de ella—. Y también le refirió su plan de huida juntos. Aunque más que un plan era una intención. El plan como tal deberían estudiarlo sin levantar sospechas en el tiempo que tardasen en elaborarlo.
Aquel hombre estaba dispuesto a abandonarlo todo por ella, pues la continuación de su trabajo, por el que sentía una honda devoción, significaría dejar de verla. Pilar veía escrito en sus ojos el entusiasmo cuando hablaba del códice y de las claves de cifrado, de cómo había descubierto la primera codificación y cómo ahora trataba de averiguar la segunda. Se notaba que él no ansiaba tanto el secreto que podría revelarse como el hecho de descubrirlo. Aunque aquel secreto podía ser crucial para el hombre que lo poseyera. O el bando al que le fuera revelado.
Pilar estaba profundamente conmovida. George iba a sacrificarlo todo y ella se sentía mal por haberle engañado. No le era posible decirle ahora quién era en realidad, ni tenía derecho a manipularle. Eso no quería hacerlo. Pero sí comprendió que George necesitaba continuar la investigación del códice como el aire que respiraban sus pulmones. En ese momento no pensó en su Gobierno, ni en su padre, ni en la guerra. Lo que dijo fue fruto de su corazón.
—George, debes ir a Valencia. Termina lo que estás haciendo y luego nos iremos juntos. Te lo prometo.
—Hagámoslo ya. Ahora mismo.
—Eso no puede ser. Ve a Valencia y espérame allí. Yo renunciaré a mi trabajo en el palacio y también iré en cuanto me sea posible. No quiero levantar sospechas dejándolo justo cuando tú te marches.
La idea de Pilar no pareció desagradar a George, aunque hizo amago de protestar un par de veces. Luego, recapacitando, aceptó su plan.
—Bien. Haremos lo que dices —dijo, aunque enseguida se le iluminaron los ojos y exclamó—: Tengo una idea mejor. Tú me acompañarás porque eres mi… mi…
Pilar comprendió muy bien lo que él no se atrevía a decir.
—¿Tu novia?
—Sí, eso… Mi novia. ¿Qué te parece?
—¿Lo de ser tu novia?
George se quedó un tanto apurado. Ella bromeaba con picardía y él era bastante tímido.
—Te pregunto si te parece bien lo de venir conmigo a Valencia —dijo.
—Me parece bien ser tu novia. Y también acompañarte en tu nuevo destino. Lo único que espero es que tu amiguito, el del parche, no ponga objeciones.
—Tranquila, no las pondrá —dijo George, sin olvidar que ella acababa de decir que le parecía bien ser su novia—. Ybarra no toma esa clase de decisiones. Si hace falta, diré al general Boada que estoy a punto de descubrir algo importante.
—¿Y es cierto?
—Sí, aunque ellos no lo saben. De hecho, ya he averiguado algo: la primera clave del código, como te he dicho antes. Quizá estoy a las puertas del descubrimiento definitivo. Eso no puedo asegurarlo, pero ya es mucho más de lo que saben ellos.
Un hombre con el uniforme del Ejército Rojo estaba sentado a la mesa de trabajo de George cuando este regresó de la comida. Nunca antes le había visto, y ahora revolvía sus papeles y los observaba como si quisiera robarles el alma. Ramón Ybarra no había tenido tiempo de avisarle, porque George se bajó del coche y cruzó el patio como una centella. Antes de que el capitán se diera cuenta ya había entrado en la sala contigua a la biblioteca.
—¿Qué sucede aquí? —casi gritó al ver a Ybarra llegando desde el exterior.
El hombre que husmeaba en los documentos se levantó e hizo el saludo militar ante el capitán.
—No se altere, profesor. Quería decírselo, pero no he tenido oportunidad. Los rusos se han hecho cargo de la investigación desde hoy mismo. Le presento a su colega, el coronel Anton Ivanov, doctor en matemáticas por la Universidad de Moscú.
El ruso, de piel sonrosada y cara simpática, se acercó a George para saludarle. Esbozó una amplia sonrisa y le habló en un inglés casi perfecto:
—Espero no haberle importunado. Mis órdenes son elaborar un informe acerca de lo que usted y el doctor Pons han hecho o conseguido. ¿Tendrá usted la amabilidad de ayudarme a completarlo?
George miró al único ojo de Ybarra con dos puñales ardientes, pero tuvo que abandonar su inicial hostilidad y se avino a colaborar con el coronel Ivanov. Al fin y al cabo, previendo que algo así pudiera ocurrir, había escondido sus notas más importantes antes de salir de allí a mediodía.
Ybarra dijo que tenía que marcharse y dejó solos a los dos hombres. Antes de irse, sin embargo, devolvió a George su mirada sanguinaria, con aún mayor ímpetu que de costumbre, y dirigió una media sonrisa al coronel, lo cual era una gran gentileza por su parte.
Las siguientes cinco horas fueron dedicadas, con el ruso, a la revisión meticulosa de las investigaciones que se habían realizado hasta la fecha. Zenón Pons se había unido a ellos al poco de empezar la pesada y aburrida tarea. George contestó a todas las preguntas del coronel Ivanov evitando parecer hosco, pero el doctor Pons no se quedaba ahí, en la mera cortesía, sino que intentaba prolijamente justificar lo que se había hecho como si tuviera miedo del ruso. Parecía un alumno empollón examinándose ante un profesor «hueso».
La principal preocupación de George era que el coronel quedara perfectamente desinformado. Él había asumido la posibilidad, debida a su aparente falta de avances, de que no contaran con su ayuda en el nuevo equipo. Como Pilar había dicho, el códice era ya parte de su vida. Creía poder separarse de él y marcharse con ella fuera de España. Pero, de hacerlo, no estaba seguro de encontrar la paz espiritual que ansía todo hombre. Si no terminaba la investigación, habría fracasado, habría violado el compromiso que tenía consigo mismo. Y deseaba seguir investigando, aunque fuera solo por vencer a Platón o quienquiera que hubiese codificado aquel texto mediante unos métodos tan deslumbrantes.
Frisaban las nueve de la noche. Los tres hombres estaban a punto de dirigirse a la cantina, para cenar algo antes de ponerse de nuevo manos a la obra, cuando los generales Boada y Salinyan aparecieron en la sala acompañados —cómo no— por Ramón Ybarra. El catalán no era bajo, pero al lado del ruso se le veía escuchimizado. En un tanque de agua, habría desplazado solamente algo más de la mitad de volumen que su colega soviético.
—Señores… —saludó Boada en español, y luego añadió—: El general Salinyan desea conocerles a usted, profesor Abelyan, y a usted, doctor Pons. Me ha asegurado que están a su disposición dos puestos en Valencia dentro de su equipo.
Ybarra tradujo al inglés lo que había dicho para que George lo entendiera.
—El presidente Azaña en persona —intervino Salinyan también en español— me ha encargado dirigir la nueva investigación. Yo encabezaré el grupo en el aspecto militar, pero el equipo científico será liderado por uno de nuestros mayores expertos en criptografía, la profesora Vera Feodorova, que se reunirá con el resto de los hombres en Valencia dentro de tres días. La profesora Feodorova pertenece a una importante familia dedicada a la ciencia y la técnica, y estoy seguro de que es la más indicada para asumir esa responsabilidad.
De nuevo Ybarra hizo las veces de intérprete, aunque exageró la parte final de la última frase, seguramente para ofender a George. Aunque el capitán no sabía nada de criptografía, parecía contento de dejar claro al «profesor Abelyan» que no daba la talla. Su adoración casi religiosa por los rusos le llevaba a preferirlos antes que a un americano, por mucho que este fuera, supuestamente, tan comunista como él.
—Pero antes vayamos a cenar —dijo Boada, siempre interesado en el bienestar de los demás.
Ybarra empezó a traducir cuando el general Salinyan intervino y le cortó sin dejarle terminar la frase.
—No, por favor. Ya tendremos tiempo de comer después. Ahora hay cosas más importantes que hacer. O mejor aún, que nos traigan algo de comer aquí. Este es un lugar discreto.
George se hizo el loco. Ya estaba saliendo por la puerta cuando el propio Ybarra le agarró por un brazo y le dijo:
—Be quiet, professor! We will eat here.
A George se le antojó un gesto hostil el haberle tirado de esa manera del brazo. Tuvo que contenerse para no marcharse de la sala sin dar explicaciones, o incluso para no lanzar su puño contra el maldito tuerto. Era cierto, por mucho que se dijera que solo le importaba Pilar, que también quería seguir en el equipo formado por los rusos.
—All right.
El día estaba siendo muy largo. Después de todo lo que habían examinado y revisado, ahora tocaba una charla del coronel Ivanov para poner al tanto, con palabras sencillas, al general Salinyan. Y los demás tuvieron que asistir en silencio y en el más absoluto hastío. Cenaron unos pequeños bocadillos y bebieron cerveza. Boada fumaba en su pipa y el general ruso encendía un cigarrillo tras otro. El ambiente estaba cargado de tal modo que resultaba casi irrespirable, y esto se agravó con un olor pestilente que inundó de pronto la sala. Venía seguramente de un sumidero que había en el suelo de la habitación, pero allí nadie se atrevió a decir nada. Todos se mantuvieron con la boca cerrada, salvo el coronel, claro está, que siguió hablando como una metralleta sin cambiar su impertérrito gesto amable.
Después de la soporífera reunión, George había pedido al general Boada que le permitiera hablar con él de un asunto no relacionado con el códice. Le contó que quería llevar a su novia consigo a Valencia. Por supuesto, no le había revelado nada de su trabajo ni de la inminente partida hacia aquella ciudad, pero quería saber si el general estaba conforme en que lo acompañara. Le aseguró su discreción y le confió el secreto de que estaban pensando casarse. La actuación de George fue tan buena como la que pudiera haber llevado a cabo Leslie Thomson, que ahora estaba en el frente «actuando» de un modo muy distinto.
Boada se lo pensó un poco, pero al final le dio su conformidad. George le pidió también —y en esto el general compartía plenamente su opinión— que no informara a los rusos de ello, no fuera que decidieran prescindir de él por ese motivo. Una última zalamería dirigida a la República por parte de George, y el general estuvo completamente en el bote. Incluso le pidió que fuera el padrino de su boda, de producirse esta en el futuro próximo y, claro estaba, permitírselo sus obligaciones militares.