1802

París

El fuego permanecía encendido día y noche bajo el atanor. Saint-Germain podía fabricar oro para Napoleón, pero no revelarle el auténtico secreto del códice. En ambas cosas estaba el cónsul decepcionado. Para producir una onza de oro se necesitaban días enteros; y el texto secreto parecía imposible de resolver incluso para el famoso conde de Saint-Germain, el más célebre alquimista de los tiempos modernos.

Por suerte para este último, Napoleón ignoraba que hubiera tenido el libro en su poder. O, mejor dicho, sabía que había estado en sus manos, pero creía que lo había perdido antes de tener tiempo ni siquiera del más somero análisis, antes incluso de poder leerlo. Un informador suyo, monje de la abadía de Chateaubriand, le había dicho que el conde llevaba buscando el libro desde tiempos perdidos en la memoria. Era una fijación, su obsesión, su mayor y quizá único anhelo. Justo antes de empezar la Revolución, al fin había conseguido una pista digna de confianza. Pero durante los primeros días del levantamiento popular y la toma de la Bastilla, el conde se había visto obligado a huir por el Sena, en donde perdió el libro, que justo antes acababa de entregarle otro hombre.

Todo esto era una sarta de necedades, pues el monje había confundido al conde con el amigo que le recogió para sacarle de París. Hablaba de oídas, aunque contó su historia a Napoleón como si conociera los detalles en persona. Al menos provocó una confusión que favorecía al conde. Y este no iba a desaprovechar aquella situación, así que corroboró lo que el monje había dicho ante el cónsul, añadiendo un par de detalles igual de absurdos pero convincentes. Cuando alguien desea creer algo, es fácil conducirlo por la senda de lo que quiere oír.

Mientras el atanor producía el escaso oro que los alquimistas llamaban la Gran Obra, que no era otra cosa que la legendaria piedra filosofal junto con la destilación del elixir de la vida, Saint-Germain se dedicaba por encargo del mismo Napoleón a estudiar el códice. Quienes conocen la alquimia por las exageraciones de la mayoría de los textos, suponen que la piedra filosofal permite fabricar oro en cantidades inconmensurables; o que el elixir de la vida prolonga la existencia eternamente. Pero la alquimia verdadera no es otra cosa que ciencia, una ciencia que hunde sus raíces en saberes antiguos, olvidados por los hombres en el transcurso de los siglos, y redescubiertos luego poco a poco como si fueran primicias.

La piedra filosofal consistía en transmutar el plomo en oro mediante un proceso lento y complejo, en el que la estructura atómica del primer elemento resultaba alterada para convertirse en el segundo. Solo tres protones en su núcleo diferencian a ambos elementos; tres únicos protones que hacen a uno vil y vulgar, mientras que el otro es objeto de deseo y se le considera noble y egregio. Así sucede a menudo con los seres humanos, tan parecidos en unos aspectos y tan diferentes en otros. El más ruin tiene ojos, miembros y corazón, al igual que el más insigne. Sangran ambos de la misma manera, o sienten frío y calor, como decía Shakespeare. Poseen ambos un alma inmortal. Pero sus diferencias espirituales son enormes e insalvables.

La existencia de las partículas subatómicas era desconocida en muchos aspectos por los antiguos, y aun así consiguieron un modo de inducir la transmutación. El elixir de la vida tampoco otorgaba la inmortalidad, sino que extendía el vigor de la juventud y alargaba el tiempo en que se llegaba a la senectud. Saint-Germain no contaba su edad en siglos, aunque a sus ciento dos años parecía un hombre de aproximadamente la mitad.

Pero lo que más interesaba a Napoleón era el códice. A pesar de su escaso conocimiento de la lengua griega clásica, el cónsul leía y releía el manuscrito con veneración. Y ansiaba descubrir su íntimo secreto. Como tantos hombres antes que él. Y tantos que vendrían posteriormente.