El Gobierno británico limita la protección naval a sus buques mercantes hasta las tres millas de la costa española. El frente de Madrid se recrudece.
Barcelona, 18 de abril, domingo
Un gran automóvil negro cruzó con majestuosidad, entre las alargadas sombras del atardecer, la entrada del palacio del Lluch, atravesó el patio y se detuvo frente al acceso principal de las dependencias de guardia. Llevaba las insignias del Ejército Rojo y en su interior viajaba el general Stefan Sergevich Salinyan, apodado Triple S, jefe del servicio de inteligencia soviético en España. Aunque de forma oficial sus labores correspondían y se limitaban a las de un asesor militar de alta especialización, cuya misión era únicamente ayudar a los mandos republicanos a ganar la guerra.
Era el final de una espléndida jornada. Apenas asomaba ya el sol por el horizonte, próximo a su ocaso, y el último fulgor rojizo se desvanecía poco a poco hasta ir convirtiéndose en el negro que da paso a las estrellas. La visita del general ruso no hacía sino complicar aún más las cosas. Desde que los republicanos supieron que el Ejército nacional había interceptado al mensajero que trasladaba las fotografías del códice a Valencia, extremaron las precauciones. Por eso se había decidido llevar a cabo el estudio en el palacio del Lluch, auténtica fortaleza inexpugnable, a la que se había dotado con una guardia redoblada. Todo su perímetro se cercó con alambre de espino y los soldados cubrían permanentemente la zona.
Pero el general Boada siempre había temido que los fascistas intentaran algo. Si ellos tenían interés en el códice, no había motivo para que ese interés no fuera común. Por eso estaba allí Ramón Ybarra, su mejor hombre, astuto, frío y extremadamente duro. Ahora había capturado a un espía nacional en el puerto. Un agente que, sin duda, estaba vigilando al profesor Abelyan. Era ilógico pensar que trabajara solo, pues parecía evidente que los nacionales tendrían un plan, fuera cual fuese. Quizá trataban de buscar el mejor momento para secuestrarlo o, sin llegar a tanto, ofrecerle alguna clase de trato con ellos. El servicio de inteligencia fascista era muy eficiente y no convenía subestimarlo.
Cuando Ramón Ybarra detuvo al espía, con ayuda del conductor militar que había llevado a George al Txiqui, el general Boada montó en cólera. Pero no por la confirmación de las sospechas que tenían desde el principio sobre que algo de ese jaez acabaría sucediendo, sino por la torpeza de Ybarra al atraparle sin más. Debería haberle seguido antes de hacerlo y averiguar lo más posible acerca de la organización enemiga en Barcelona. Un error así parecía absurdo en un hombre de la inteligencia del capitán, que se excusó reconociendo su falta. La sangre le hirvió y no pudo contener sus ansias de cogerle.
Ahora estaba con el general en los sótanos del palacio, en una pequeña habitación alicatada con blancos azulejos y suelo de piedra. Una única bombilla desnuda colgaba del techo abovedado, en el que podían verse diversas manchas producidas por la humedad. Más parecía un quirófano que lo que en realidad era: una sala de interrogatorios en la que los gritos de los torturados no llegaban a la superficie. El olor a rancio se unía con el aromático humo de la pipa que fumaba el general, en una mezcla indefinible.
En el centro de la estancia, ocupada por una mesa inclinada de liso mármol casi vertical, también similar a una mesa de operaciones, se hallaba atado el agente nacional por las muñecas y los tobillos con anchas cintas de cuero. Un brigadista hacía las veces de interrogador. Su alargado rostro era inexpresivo y su aspecto, ataviado con una chaqueta de piel marrón, guantes y pantalones militares, resultaba sobrecogedor. Miró un momento al general y este le hizo un gesto con la mano indicándole que se apartara. Boada se adelantó hasta la mesa y, con la mirada fija en los ojos del agente nacional, se dirigió a él con tono de voz seco.
—Espero que nos diga cuál es su misión. Eso le ahorrará mucho dolor. Ya sabe que el trato a los espías es el paredón de fusilamiento, pero créame, hasta llegar ahí puede sufrir lo indecible. Usted elige entre una muerte rápida o lenta. Espero que no tenga que desear el paredón como si fuera un dulce premio.
El hombre se mantuvo en silencio. En su rostro no había el menor atisbo de miedo. El general aguardó unos instantes. Luego habló de nuevo:
—Solo se lo diré una vez más. Confiese todo lo que sabe o lo lamentará.
Las palabras de Boada eran amenazadoras y hubieran helado la sangre de cualquier hombre. Pero José María Zárate se mantuvo firme y dominó el pánico.
—En fin. Si así lo quiere…
Boada hizo un nuevo gesto al brigadista de la chaqueta de piel, que se acercó al agente nacional frotándose el puño derecho con la mano izquierda. Ybarra estaba a un lado de la habitación, apoyado en los fríos azulejos. Boada se apartó y fue hacia él. El brigadista tomó su lugar frente al detenido y descargó el puño contra su rostro con fiereza animal. Una mezcla de sangre y saliva saltó por los aires y regó el suelo. Luego le cogió por el pelo sin contemplaciones, centró su cabeza y descargó en su cara un segundo golpe aún más cruel. Al agente se le hinchó el pómulo izquierdo casi al instante. Pero el hombre que le castigaba no le formuló ninguna pregunta. Para eso estaba allí Ybarra. El general abandonó la estancia y le dejó encargado del interrogatorio.
—Haga lo que tenga que hacer —dijo al fiel capitán antes de marcharse.
Durante unos segundos, en su caminar por un corredor oscuro que llevaba a las escaleras de salida, Boada aún pudo oír un par de golpes más, sin que el menor lamento escapara de la boca de aquel recio espía fascista. Antes de llegar arriba, un militar de la intendencia apareció por la puerta que comunicaba la superficie con los sótanos. Estaba visiblemente alterado.
—¡A la orden de vuecencia, mi general! ¡Ha llegado el general Salinyan!
—¿Salinyan? ¿Aquí?
—Sí, señor. Acaba de llegar y reclama ver a vuecencia.
—Bien, cabo. Dígale que enseguida le recibiré en mi despacho. Que me espere allí. No tardaré más que un minuto.
¿Tendría alguna relación la llegada de Triple S con el espía capturado? ¿Sabrían algo los rusos de todo aquello? Boada no podía creer que fuera una simple casualidad.
El general Salinyan era alto y fornido. Si hubiera medido solo diez centímetros menos de altura, muchos le habrían calificado de obeso —aunque no a la cara, por miedo a un trompazo suyo—. Con sus casi dos metros y sus anchas espaldas era un gigante con tanta fuerza como una mula. En otro aspecto, el personal, el famoso refrán de que las apariencias engañan era, aplicado a aquel hombre, un aserto irrefutable. Su mirada bonachona y su carita de ángel eslavo —un ángel grande, eso sí— ocultaban un espíritu carente de espacio para la misericordia. Era amigo personal de Stalin, al que había ayudado a consolidar su poder. Si estaba ahora en España, y no en Moscú, era por decisión personal. Le entusiasmaba estar al pie del cañón, y no en una oficina agrandando el trasero en un cómodo asiento.
Su primera reacción al ver al general Boada entrar en su despacho, en el que lo aguardaba ojeando tranquilamente el diario Mundo Obrero, fue levantarse como por resorte, con una gran sonrisa que dejaba ver su perfecta dentadura y lanzarse hacia él tendiéndole la mano. Hablaba un español excelente en cuanto a gramática, pero su pronunciación era más bien mala, pues tenía un acento ruso muy marcado.
—Me alegro de verle, camarada general Boada. ¡Salud y República!
Los dos hombres se habían conocido unos meses atrás, durante una reunión conjunta de mandos militares en Zaragoza.
—¡Salud y República! Yo también celebro volver a verle, amigo mío.
Hubo un instante en que los dos tuvieron el puño en alto, como si estuvieran a punto de liarse a golpes.
—¿Quiere tomar una copa, general Salinyan? ¿Vodka?
—¿Una vodka ahora? No, no, por favor. Preferiría un jerez, si es posible.
—Naturalmente.
Boada sirvió dos copas de jerez. En esa entrevista inesperada había preferido prescindir de su ayudante personal. Tampoco Ybarra podía estar presente, pues tenía trabajo con el agente detenido. Mientras el general republicano escanciaba el preciado líquido, trató de hacerse una rápida composición de lugar. Salinyan no parecía alterado en absoluto ni daba impresión de nerviosismo. Claro que, con personas como él, era difícil, por no decir imposible, saber lo que estaba pasando por su mente. Quizá ignorara todo acerca del incidente. En cualquier caso, estaba seguro —aunque fuera a través de subterfugios— de que enseguida se enteraría del motivo de su visita.
—Excelente caldo. No me extraña que los ingleses lo aprecien tanto. Esa gente sabe vivir, ¿no cree, camarada general?
—Sí, cómo no… Pero, en fin, supongo que habrá un buen motivo para su aparición hoy aquí sin que se me haya informado. No lo tome como una descortesía por mi parte, pero comprenda mi extrañeza.
El general Boada habló sin ambages. A sus sesenta años recién cumplidos, muchos de ellos repletos de duras y amargas experiencias, la diplomacia o el buen tono pasaban a segundo término.
—Claro, claro. Tiene derecho a saberlo. El que haya venido sin avisar se debe a que viajo de incógnito. Y el motivo es que se me ha ordenado conducir el códice que ustedes tienen aquí a Valencia, y asegurarme de que llega sin contratiempos. ¿No le habían informado tampoco de eso?
—Sí, general, de eso sí estaba al tanto.
—Pero, dígame, ¿debemos seguir contando con el profesor Abelyan?
—Esa decisión no me corresponde a mí. En la comunicación que recibí, y así se lo hice saber al profesor, el Gobierno me aseguraba que continuaría en el equipo de investigación.
El ruso se acarició el mentón y sorbió un largo trago del jerez, apurándolo. Señaló su copa vacía y Boada hizo el amago de levantarse para rellenársela, pero Salinyan le detuvo con un gesto de la mano y se incorporó él mismo, fue hasta el carrito de las bebidas y se sirvió generosamente.
—Sí, supongo que nos vendrá bien su ayuda. Aunque sea americano —dijo.
—Americano, pero fiel a la causa de la libertad en el mundo. Es un comunista convencido y reconocido.
—Lo sé, lo sé. Pero sigue siendo americano. No nos podemos fiar del todo de esa gente. Aunque usted, camarada general, dígale que estará en el nuevo equipo. Que mañana sin falta me entregue los datos de su investigación hasta el momento. Quizá nos sirvan de algo.
La última frase fue dicha por Salinyan con cierto tono de desprecio.
—También está trabajando en ello un experto nuestro, el doctor Zenón Pons. ¿Qué le digo a él?
—¿Es bueno?
—Eso creo. Se le considera un gran matemático, especializado en criptografía.
—La experiencia de sus hombres será siempre bien recibida. Lo que ellos han probado nos evitará repetir tareas. Dígale igualmente que estaré gustoso de que venga él también a Valencia.
Tanta mansedumbre era extraña en un hombre como el gigantesco ruso. Debía de tener, pensó Boada, instrucciones específicas de obrar de ese modo, aunque le tanteara para recabar su opinión. En ese momento, para el jefe del Estado Mayor republicano en Cataluña, Abelyan y, por supuesto, Pons, eran más suyos que los rusos. Estos venían ahora con fanfarronería a resolver lo que ellos no habían conseguido. Y casi sentía deseos de que también fallaran.
—Bueno, camarada general, amigo mío, estoy cansado y agradecería irme a la cama cuanto antes. ¿Puede usted hacer que me lleven algo de cena a la habitación?
—Por supuesto. Ahora mismo ordenaré que le acomoden en la mejor alcoba del palacio y podrá pedir lo que desee. Pero permítame una última pregunta. ¿El traslado se hará mañana mismo?
—No. Cuando mi equipo esté ya instalado. Calculo que eso será dentro de tres o cuatro días.
Satisfecho en su curiosidad, Boada pulsó el botón de un aparato en su escritorio. Al punto apareció un hombre en el despacho, después de llamar a la puerta y esperar el permiso para entrar. Hizo el saludo militar con el rigor de una persona meticulosa. Era el ayudante personal del general. Este le encargó de todo lo que le había dicho al ruso.
En cuanto Salinyan se fue con el ayudante, Boada salió de su despacho y regresó a los sótanos. Allí seguía el interrogatorio del agente enemigo. Ybarra le informó de que no había hablado, ni siquiera bajo la influencia de la escopolamina, y no creía que fuera a hacerlo. Cuando se traspasa la frontera límite del dolor ya no hay nada que pueda conseguirse. El capitán lo sabía muy bien.
—Entonces déjelo —decidió el general. Y añadió en voz baja, para que solo Ybarra lo oyera—: Ha venido un general del Ejército Rojo. Se llevan ya el libro a Valencia. Informe al profesor. En cuanto a este espía, no podemos fusilarlo en el patio. Es preferible que nuestros aliados rusos no sepan nada de ello. Encárguese usted en persona.
Sin más palabras, salvo una última mirada al rostro desfigurado del agente y a su cuerpo contraído por los golpes, Boada abandonó la estancia. Ybarra pidió también al brigadista que se fuera. Este mostraba un aspecto de carnicero, manchado por toda su ropa de salpicaduras de sangre, en especial sus guantes, tan empapados que parecían negros. Cuando hubo salido, el capitán caminó hacia la mesa central. Extrajo su arma del cinto y apuntó a aquel castigado hombre que no podía verle, ni seguramente sabía ya dónde estaba. Emanaba de él un desagradable olor a orines y excrementos, que no había podido evitar cuando su cerebro dejó de controlar sus esfínteres.
Ybarra no sentía compasión por él, ni tampoco iba a disparar para ahorrarle más sufrimientos. Lo haría porque se lo habían ordenado. Y porque le convenía a la República. Aunque, después de descargar con saña cinco de las seis balas de su revólver en aquel cuerpo más muerto que vivo, Ramón Ybarra notó un casi imperceptible estremecimiento. Antes de irse él también, y dejar el cadáver allí solo en la total oscuridad, rodeó al espía y le disparó la última bala en la nuca.