1802

París

¡Napoleón tenía el códice perdido de Platón, La Rosa del Mar! Cuánto tiempo había añorado el conde de Saint-Germain poseer de nuevo ese libro… Pues ya lo había tenido en su poder durante años; desde hacía mucho, mucho tiempo. Desde que lo encontrara en la biblioteca de un noble francés del Rosellón. A partir de ese momento, su vida había cambiado. Se enfrentó al secreto del códice y venció, lo descifró y lo leyó con ávido deseo de sabiduría. La misma sabiduría de la que el propio Platón hablaba en el resto de la obra.

Allí descubrió mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Más de lo que cualquier mortal, no solo pudiera, sino quisiera saber. El conocimiento más profundo es como un abismo sin fondo, inquietante y formidable: hay que tener valor para saltar al vacío y penetrar sus misterios. La mayoría de los hombres prefieren tener una vida tranquila y cómoda, sin preocupaciones que vayan más allá de procurarse el alimento, un techo bajo el que cobijarse, el amor de otra persona vulgar y pequeños ratos de ocio igualmente vulgares. Los peligros del conocimiento no atraen a los millones de seres acomodaticios del mundo.

Para Saint-Germain, el abismo se abrió permitiéndole comprender una parte de la esencia del mundo, una verdad que le produjo el vértigo de la mirada que se pone en la lejanía más profunda. Le hizo cambiar radicalmente su modo de ver el Todo y cada una de las Partes. Y comprendió, en suma, que su espíritu, un espíritu liberado por la sabiduría, era el mayor tesoro que hay sobre la faz de la tierra.

Pero ahora Napoleón le había devuelto a la vida de los hombres corroídos por ambiciones y vanidades mundanas. Él tenía el libro. Poseía la única cosa de la que el conde ansiaba ser de nuevo dueño. Al perderlo, una infausta noche en el río Sena, cuando cayó de sus manos como si él mismo quisiera huir y liberarse de su poseedor, hastiado de estar tan largo tiempo con el mismo hombre, como si quisiera abrir sus páginas ante otros para transmitir su oculto saber entre los más sabios, entonces se dio cuenta de que amaba aquel conjunto de pergaminos escritos con bellísima letra y no inferiores ilustraciones.

Si no hubiera sido por la densa bruma exhalando el frío aliento del río, la escena podría traer a la imaginación el episodio en que la madre de Moisés puso al recién nacido en el Nilo para evitar que el faraón lo asesinara. El códice también flotó, en una recia caja de madera, y fue arrastrado por la corriente al capricho de su voluntad, hacia nadie sabe dónde. Solo quien lo hallara en la orilla podría imaginar cómo había aparecido allí. Aunque no el porqué. Los mayores dones se conceden así a menudo, sin esperarlos, repentinamente, como caídos del cielo.

El conde ignoraba si el cónsul de Francia sabía que él había tenido el libro en su poder. Si así era, quizá supusiera que había logrado desentrañar su secreto. Pero eso sería una mera conjetura. No debía poner aquel conocimiento al alcance de un ser devorado por el afán de poder. Solo a los más sabios entre los hombres estaba reservado ese conocimiento. A hombres que hubieran mirado muy hondo en su propia alma y soportado el reflejo de su rostro. Únicamente a aquellos que hubieran puesto sus ojos en lo más alto, hombres de corazón limpio de veras, aunque alcanzar esa pureza les hubiera costado toda una vida.

No, a Napoleón no debía revelarle el secreto del códice —la parte que él había comprendido—. Si lo hacía, su poder llegaría a la cumbre del poder terrenal. Se habría liberado de la última cadena y del último lastre de los humanos. Y eso sería terrible…