Se constituye el nuevo Consejo de la Generalitat, presidido por Josep Tarradellas, y en el que hay miembros de la Ezquerra Republicana, la CNT, la UGT y la Unió de Rabassaires. Se producen nuevas escaramuzas en Aragón.
Barcelona, 17 de abril, sábado
Sus incipientes sentimientos hacia Pilar dificultaban a George concentrarse del todo en su trabajo. También le daban ánimos renovados, pero su mente siempre acababa, de un modo u otro, llegando a ella. Solo cuando comprendió que debía separar sus sentimientos de su trabajo, pudo retomar las investigaciones con la debida capacidad de meditación y abstracción interior. Aun así, el segundo cifrado se le resistía desde que lograra desencriptar el primero.
La fecha del ultimátum de Azaña se aproximaba sin remisión. Si George hubiera conseguido romper el código, lo habría mantenido en secreto hasta el día en que el códice se trasladara a Valencia. Él habría iniciado el viaje a la benigna capital del Turia, pero antes de llegar desaparecería sin dejar rastro. No estaba seguro de cómo hacerlo, pero lo haría. Y no precisamente para ir a Varela con el descubrimiento, pues el corazón le dictaba que podía fiarse de aquel hombre, pero la razón le contradecía. Todo esto, sin embargo, únicamente si llegaba a romper la segunda clave, y de momento no estaba cerca de conseguirlo. En caso contrario tendría que desplazarse a Valencia y plegarse al nuevo escenario, con los rusos como capataces de un equipo de investigación más amplio. Allí intentaría ganar tiempo en un trabajo paralelo y secreto, al servicio de nadie. Pero quizá aún tuviera suerte, o una iluminación repentina que le llevara al conocimiento ansiado del texto de Platón.
Las palabras de esas últimas páginas del códice, que ahora ya podía leer en alfabeto griego, carecían de sentido. No guardaban la menor relación con ninguna estructura lingüística ni se correspondían con un modelo matemático sencillo. A la desesperada, George trató de aplicar modelos más complejos, con funciones cíclicas que no le aportaron nada nuevo, de manera que volvió a su idea inicial. Estaba seguro de que la transformación no podía ser tan complicada. Seguramente la dificultad de romperla estribaba en tener una chispa de ingenio, al que los griegos eran tan aficionados. George recordó el famoso enigma de los tres sabios tumbados bajo una higuera, y cómo necesitó varias horas para resolverlo cuando se lo propusieron siendo un adolescente. Para él fue un reto intelectual de gran magnitud, pues casi todos esos enigmas los resolvía prácticamente al instante o en pocos minutos.
Los tres filósofos más sabios de Atenas, después de un agudo intercambio de ideas, decidieron echarse la siesta a la acogedora sombra de una higuera. Mientras dormitaban, tres palomas se posaron en las ramas del árbol y les cagaron en las frentes sin que ninguno se diera cuenta de lo sucedido. Al despertarse, sentados en el suelo formando un triángulo, los tres empezaron a reírse cuando vieron las cagadas en la frente de los otros. Pero, de pronto, uno de ellos, el más sabio de todos, dejó de reírse y, ante el asombro de sus compañeros, se limpió la cagada de su propia frente. ¿Cómo supo que él también la tenía?
La respuesta era una mera cuestión de ingenio y cierta dosis de retorcimiento mental. Si solo uno de los sabios tuviera la cagada en la frente, los otros dos se reirían, pero él no, ya que sería el único con la frente manchada; y él era un gran sabio, así que se daría cuenta al instante de que tenía algo que hacía reírse a sus compañeros. Si dos de ellos tuvieran las cagadas, pero no el tercero, los tres reirían, puesto que cada uno de los manchados se reiría del otro, y el tercero, sin cagada en su frente, de los dos a la vez. Pero, en ese caso, y como eran todos tan sabios, cada uno de los que tuvieran la frente manchada se daría cuenta de que, si el tercero la tenía limpia, el otro tenía que estar riéndose de él. Y se limpiaría la frente. De manera que, si ninguno de los sabios se limpiaba era porque los tres tenían la frente manchada. Y eso solo lo advirtió el más sabio de todos.
El problema de dichos juegos era que muchas veces contenían un truco que los invalidaba. Estos entretenimientos suelen agradar a las personas con mente lógica, pero siempre que no recurran a esos trucos que falsean el resultado y los convierten en mera especulación. Al respecto del códice, esa era al menos la esperanza de George: si la resolución del segundo código era intrínseca a alguna especie de juego de ingenio, que este no tuviera estúpidos trucos para engañar a quien intentara descifrarlo.
Unos golpes en la puerta de la Sala del Grial hicieron que George guardara todas sus anotaciones importantes en un portafolios, entre decenas de papeles repletos de notas sin valor.
—Adelante —dijo en español.
Al punto apareció Ramón Ybarra con rostro alegre. Era la primera vez que George veía sonreír a aquel hombre sin estar hablando con una mujer.
—Le traigo buenas noticias, profesor —dijo el capitán en su especial inglés.
George lo miraba con gesto neutro, en espera de esas buenas noticias. Si lo eran para Ybarra, quizá no lo fueran para él. Y no se equivocó.
—He venido con el doctor Pons. Al fin se ha recuperado de sus fiebres. Está aquí, en la biblioteca. El general piensa que le será de gran ayuda. ¿Le digo que puede pasar?
—Naturalmente —respondió George. Y al darse cuenta de la ambigüedad de su contestación, añadió—: Por supuesto que su ayuda me será muy útil y estaré encantado en empezar a trabajar con él ahora mismo.
No era cierto, pero no podía decir otra cosa. George fingió alegría y contestó el típico «salud» al hombre que no veía desde la cena de bienvenida con que le agasajaron al llegar al Lluch. Le recordaba más orondo. Probablemente la enfermedad le había hecho bajar de peso. Llevaba unas pequeñas gafitas redondas que tampoco recordaba haberle visto antes. Su nariz era muy chata y estaba completamente calvo. Su fino bigote parecía una columna de hormigas enmarcada en un rostro tan circular que recordaba a una esfera. Se acercó a George y le tendió la diestra, mientras le saludaba con marcado acento catalán y expresión lisonjera.
Aunque Ybarra daba miedo por su aspecto, George casi le prefería al doctor Pons, porque aquel al menos parecía más franco en su ferocidad. A Pons le podrían estar clavando un cuchillo en la espalda y no abandonaría esa máscara aduladora. Había que tener cuidado con él; un cuidado doble, porque de los hombres así es difícil saber lo que están pensado. Son como el Polonio de Hamlet: solo dirán lo que convenga decir y siempre harán lo que convenga hacer, astutos, taimados e interesados.
—I am very glad of work with you —dijo Pons, que al parecer creía saber inglés.
—You are welcome, mister Pons.
Ybarra se había acercado a la mesa mientras George y el doctor se estrechaban la mano. Ahora husmeaba de forma distraída en los papeles que había en ella, e incluso levantó ligeramente la tapa del portafolios en que George guardaba su descubrimiento. Este lo observaba de reojo mientras hablaba con Pons, en una conversación repleta de mutuas alabanzas huecas. Por fin, George se decidió a regresar a su silla. Hizo ademán al doctor para que se sentara a su lado y así ahuyentó al capitán, que se retiró con la misma indiferencia con la que examinaba los papeles.
—Bien, caballeros, yo les dejo —anunció Ybarra en inglés antes de irse—. ¿Comeremos hoy los tres juntos? El general me ha dicho que quizá pueda unirse a nosotros, si las obligaciones se lo permiten.
Había cierto retintín en la pregunta. George miró a los ojos al capitán y le dijo que lo sentía, pero no podía ser. Tenía una cita previa con otra persona. Le devolvió la ironía con un exagerado tono de aflicción en sus palabras, en las que remarcó eso de «otra persona». El capitán sabía muy bien a quién se refería. Apretó los labios y se marchó sin despedirse. Quizá George tentaba a la suerte enfrentándose con aquel hombre, pero no pudo evitar darle esa respuesta.
Luego puso a Zenón Pons en antecedentes, hasta el punto que le interesaba. Le explicó supuestamente todo lo que había probado y le preguntó por sus investigaciones antes de que él llegara. George pudo notar cómo el doctor sentía una extraña satisfacción al comprobar que el gran profesor Abelyan le consultaba porque tampoco era capaz de romper la clave. Juntos habrían de conseguirlo: dos mentes brillantes al servicio de un fin común no pueden ser vencidas por ninguna clase de desafío. Eso era lo que Pons decía. Si algo odiaba George era a las personas que se sobreestiman y que hablan de sí mismas con el orgullo lícito únicamente a una madre.
—Pensaba que ya no vendrías —dijo Pilar en inglés cuando George se acercó a ella tras descender del coche oficial en que había ido hasta el malecón del puerto. Ya que les gustaba el Txiqui y allí podían hablar con tranquilidad, apartados en su mesa de la ventana, no había razón para comer en otro sitio.
—¿Y qué te ha hecho pensar eso? —le preguntó George.
—No sé… Tuve miedo de que quisieras olvidarte de mí.
George se quedó unos segundos callado. Sintió de nuevo la ternura que le inspiraba Pilar. Sin que él lo supiera, José María Zárate, el otro agente nacional, los observaba desde lejos fingiendo ser un marinero del puerto. Solo era una precaución.
—¿Olvidarme de ti? ¿Cómo podría?
—¿Sientes algo por mí?
La pregunta le pilló tan por sorpresa que no consiguió balbucear más que una tímida afirmación. Las palabras de la joven resultaban extrañamente emotivas. Pero enseguida cambió la expresión de su rostro y volvió a su radiante alegría habitual. Una alegría inspiradora.
—Bueno, señor profesor, vamos a comer. Tengo hambre.
Durante el suculento almuerzo y la sobremesa, Pilar estuvo contando a George cuánto sentía aquella horrible guerra. Las guerras son siempre una desgracia, pero aún son peores las que se libran entre hermanos. Cuando los hombres recurren a las armas para resolver sus diferencias es porque algo falla. Algo muy grave. Cada uno parece olvidar que los otros son sus hermanos, y no ya por moral cristiana, sino por la realidad de la naturaleza. A menudo un hombre odia a su vecino y aprovecha la menor oportunidad para hacerle daño. Si no es su vecino, puede ser el alcalde de un pueblo o alguien que le sirvió mal un café. Y en cuanto la situación lo permite, se lanza irreflexivamente en una venganza injusta y desproporcionada.
España quería vivir en paz. Los españoles querían vivir en paz. Pero había mucho odio. Demasiado.
Luego Pilar y George hablaron de cosas más triviales. Comentaron el buen tiempo y la belleza del Mediterráneo, las picaduras de los abundantísimos mosquitos y lo simpático que era el cocinero vasco dueño del restaurante. Hablaron de las relaciones personales y de si aquello que estaba naciendo entre ambos tendría futuro en un país en guerra.
—La guerra no puede durar para siempre —dijo George.
—Pero las heridas sí. Algunas no cicatrizan jamás —contestó Pilar.
Confiando en que no fuera así, y para evitar el giro que la conversación estaba a punto de dar de nuevo hacia terrenos menos gratos, George dijo:
—Cuando vuelva a los Estados Unidos podrías venir conmigo.
Ella le miró entre sorprendida y halagada.
—¿Lo dices en serio? ¿Me llevarías contigo?
—Sí. Lo haría.
—Me conoces muy poco.
—Lo suficiente.
—¿Estás seguro?
—Si tú quieres.
Pilar sintió un escalofrío que le recorrió todo su cuerpo. Y en ese momento comprendió que las guerras tienen, o deben tener, un único sentido: luchar para que las personas como George, honestas y buenas, puedan vivir en paz. Pero, por el momento, eso no era posible.
En el puerto, Ramón Ybarra había visto a un marinero con aspecto sospechoso. Él conocía bien a la gente de mar. Su padre fue pescador hasta que un día de tormenta no volvió a casa. El barco en que salía cada mañana a faenar se hundió sin dejar rastro. No hubo supervivientes. Ybarra tenía entonces trece años y su madre tuvo que sacarle adelante sola. A él y a sus dos hermanos y tres hermanas. Ellos ayudaron todo lo que pudieron. Ybarra era el mayor y ya trabajaba esporádicamente en el puerto. Pero tuvo que partirse la espalda como estibador, cargando y descargando mercancías por cuatro míseras pesetas. Era fuerte, tanto física como psíquicamente. Se juró que él nunca acabaría muriendo por los ricos que podían pagarse las flotas de barcos de pesca o los géneros que transportaban los buques mercantes.
Pasó tres años haciendo ese duro trabajo hasta que consiguió otro mejor en una fábrica de bombillas de Tarragona. No había olvidado su orgulloso juramento, pero se daba cuenta de que la vida lleva a cada uno por caminos que jamás sospechó. Poco a poco se fue politizando. La CNT, la central sindical anarquista, era la única formación, junto con el Partido Comunista, que parecía ocuparse de los derechos de los trabajadores. Allá en los casinos de recreo, los prebostes de cualquier industria, los opulentos banqueros, los hombres de negocios saboreaban sus copas de brandy y sus puros habanos sin que el dolor de los que no tenían nada, salvo sus brazos para trabajar, les afectara lo más mínimo. Así aprendió a odiar a todos aquellos hombres gordos y bien vestidos, con relojes de oro en los bolsillos de sus chalecos y zapatos relucientes. El sufrimiento le cegó. Y los sentimientos altruistas de mejorar la vida de todos los hombres se transformaron en una negra pátina que cubrió su alma y le apartó de la luz. Aunque, muy en el fondo, un rescoldo casi extinto aún humeaba.
No, aquel hombre que deambulaba por el puerto sin quitar ojo del Txiqui no era un pescador. La piel de su rostro no estaba curtida y, a pesar de la distancia prudencial desde la que le observaba, Ybarra también podía apreciar que sus manos eran demasiado finas como para imaginarlo tirando de unas redes, bogando en un bote de remos o manejando una áspera sirga.
Ajenos a todo ello, después de la comida, el café, un cigarro puro que fumó George y sendas copas del delicioso aguardiente con que les obsequió el dueño del restaurante, él y Pilar regresaron al Lluch. Ambos tenían trabajo. Durante el trayecto de vuelta ninguno de los dos dijo una palabra. Pero sus manos se mantuvieron unidas. El lenguaje que hablaron fue más profundo que el de las palabras. Era el lenguaje del corazón.