1802

París

El conde de Saint-Germain se quedó estupefacto al ver el laboratorio que Napoleón había hecho instalar en los sótanos de las Tullerías, en una sala subterránea de gran amplitud y alto techo abovedado, con todos los elementos necesarios para practicar esa vieja arte llamada alquimia. En los estantes, repletos de frascos de vidrio y tarros de porcelana, no faltaba ningún ingrediente: azogue, plomo, azufre, sal, esencias… El centro de la estancia estaba ocupado por una mesa de tabla de mármol blanco. A un lado había un atanor, el horno de los alquimistas, y sobre la mesa descansaban los diversos recipientes y utensilios que le serían precisos para trabajar en la Gran Obra.

Desde su llegada a París, el conde había estado reflexionando sobre su forzada vuelta al ruido del mundo. El cónsul vitalicio de Francia le reclamaba, y no era posible negarse a tal solicitud. Pero él ahora había cambiado mucho. Desde su huida de la prisión de la Bastilla, había decidido caminar por una senda muy diferente a la que había seguido en muchos años. Su enorme fama, extendida por toda Europa y otros lugares de la tierra, le parecía ahora como los pies de barro de un gigante mitológico. La verdadera alquimia es la que guía a los hombres por el camino del mejoramiento, de la búsqueda de la perfección. Tuvo que alcanzar una profunda sabiduría antes de comprender esa gran verdad. Había dado la vuelta al mundo para regresar al punto de partida. Y allí, en el mismo lugar en que empezó el viaje, todo adquiría un color nuevo, un significado distinto.

Pero Napoleón quería que volviese a practicar su arte con fines exclusivamente materiales. Como la mayoría de los grandes hombres, el cónsul se creía infalible y guiado por los invisibles hilos de un destino magno y glorioso: la gloria del mundo que el conde había ya abandonado, superado en su largo caminar entre los mortales. Sin embargo, se plegó a las exigencias de Napoleón y aceptó servirle en la práctica de la alquimia hermética.

Una tarde, estando el conde en el laboratorio, ataviado con un mandil de cuero y las mangas de su camisa remangadas, el cónsul entró de improviso y observó su trabajo durante un rato. En cierto momento dijo:

—¿Sabéis realmente cómo supimos de vos?

Saint-Germain se quedó estupefacto y solo acertó a responder un extrañamente categórico:

—No, sire.

—Permitidme que os haga, antes de revelároslo, otra pregunta. ¿Conocéis un libro antiguo, medieval, llamado La Rosa del Mar?

A medida que las palabras salían de la boca del cónsul, al conde iba encogiéndosele el corazón.

—¿Lo tenéis vos?

Napoleón no respondió, pero una sonrisa traicionera quiso poner la verdad en su rostro. Saint-Germain insistió, con creciente agitación:

—¿Lo habéis encontrado? ¿Está en vuestro poder? ¿Lo tenéis aquí?

Casi se atropellaba al hablar por la emoción que sentía. Hacía años que se había separado de aquella obra del filósofo de los filósofos, del griego Platón, discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, cuya filosofía inspiró a San Agustín y a tantos otros hombres y mujeres a través de los siglos. Tenía ansias de saber lo que Napoleón había averiguado sobre el enigmático libro, y llegó al paroxismo cuando este contestó por fin:

—Lo tenemos. Y deseamos que vos lo estudiéis.