Franco ha ordenado el bloqueo marítimo a los puertos republicanos del Cantábrico. El Ejército de la República intensifica sus actividades en el frente de Madrid, con el fin de debilitar la ofensiva nacional en el norte. La aviación nacional ensaya los ataques en cadena.
Barcelona, 13 de abril, martes
Habían transcurrido siete días desde que George descifrara el primer código del mensaje secreto y, como había supuesto —ahora lo sabía—, era insuficiente para tener acceso a su significado. Había otra clave secundaria que le estaba desconcertando aún más que la primera. Durante esa semana terminó de realizar su tabla de conversión de símbolos en letras griegas y luego transcribió el texto. Pero no había nada en él que le diera una pista de por dónde continuar.
George creyó que la codificación inicial sería la más compleja y dura de romper, y ahora se encontraba con que la que imaginó sencilla estaba poniéndole otra vez al borde de la desesperación. En aquellos tiempos pretéritos, por muy sabios que fueran los más sabios entre los sabios griegos, no conseguía comprender cómo pudieron desarrollar claves tan difíciles de descifrar para un criptólogo moderno. No tenía sentido, máxime teniendo en cuenta que el autor pretendía que alguien, aunque no cualquiera, llegara a comprender el mensaje oculto.
Y a todo esto, inmerso como estaba en la investigación, George también tuvo que ocuparse de no permitir que Ybarra tuviera conocimiento de ningún dato de sus avances, o quienquiera que lo espiara detrás del muro de la habitación en la que trabajaba con tanto ahínco.
Firmemente resuelto a superar cualquier obstáculo, pero dispuesto asimismo a relajarse y tomárselo con calma —pues la fatiga cerebral es la peor de las fatigas, que anula la capacidad de juicio y desdora la brillantez de la mente más preclara—, George aceptó por fin la visita al parque Güell que Ramón Ybarra le ofreciera nada más llegar a Barcelona. Estuvo también de paseo en el puerto bombardeado hacía algunos meses por la aviación nacional, observando a los pescadores descargar su mercancía, y vendiéndola a voz en cuello en la lonja. Contempló ensimismado la arribada de grandes buques mercantes y fieros navíos de guerra, e incluso estuvo de picnic con el capitán y un par de muchachas del servicio del palacio.
Ybarra era un mujeriego impenitente. A pesar de su aspecto rudo, sus muchas cicatrices y la desventaja de ser tuerto, o incluso precisamente por todo ello, parecía poseer un atractivo irresistible para la mayoría de las mujeres. Era un experto en el arte de la caza de la hembra humana y no dejaba pasar una oportunidad si la presa se ponía a tiro. George, en cambio, se comportaba con bastante timidez cuando trataba con féminas, y toda su seguridad intelectual, incluso arrogancia en ocasiones, se convertía en vacilación irresoluta ante ellas. Y más si le gustaba una determinada mujer.
Una de las dos chicas que habían ido al picnic campestre, en una bonita colina de vegetación exuberante, fue la doncella que George había visto una vez en la Sala del Grial. Ella entró un momento y sus ojos se cruzaron sin que pudiera entender sus palabras. Ybarra hizo de intérprete durante la comida y las horas previas al hermoso atardecer. George no siempre estaba de acuerdo con lo que el capitán ponía en su boca, pero tenía que morderse la lengua para evitar descubrirse. Parecía que a él también le gustaba esa joven, y no la otra, muy dicharachera y amable pero menos agraciada físicamente. La criada guapa dijo llamarse Pilar Valbuena; la otra tenía por nombre Angustias Tocino, lo cual ya era una especie de augurio de su dudosa belleza.
Pero, a pesar de los intentos de Ybarra por interesar a Pilar, esta solo parecía tener ojos para George. Unos ojos que le recordaban a alguien… aunque no sabía a quién. Quizá no fuese más que la confirmación de que hay realmente personas que uno parece haber visto toda su vida, aunque las acabe de conocer. George sentía que esos ojos le transmitían algo más que su propia belleza. Algo próximo y lejano a la vez, profundo.
Después del agradable día de campo, George vio a Pilar una vez más. La encontró en el patio del palacio y la invitó a tomar una copa. Eso había sucedido el día anterior, y ahora a George le costaba quitársela de la cabeza. Soñó con ella y se levantó con más energía de la habitual, como cuando era un jovenzuelo y el peso de la vida de los adultos aún no había cargado tan onerosamente sus espaldas. ¿Estaba empezando a enamorarse de Pilar? Desde luego sentía las punzadas de esa daga, que le producía un estado extraño, difícil de definir.
Aquella mañana de buen tiempo, instalado ese mes en Barcelona como un bienvenido huésped, George volvió a sumergirse en su trabajo. Más tarde, a mediodía, se había citado con Pilar para comer con ella. Así se libró de la compañía mucho menos grata de Ybarra, que tuvo que aceptar a regañadientes esa decisión, que significaba tanto la dificultad de vigilarlo como la evidencia de que la joven prefería al profesor antes que a un tipo como él. Aunque el problema del idioma sería como un muro infranqueable entre ellos, pues Pilar no hablaba inglés y George no podía hablar español, salvo unas cuantas palabras y frases sueltas simuladamente aprendidas a lo largo de su estancia en Cataluña.
—Hola, Pilar —dijo George con mala pronunciación al verla esperándole en la puerta de la biblioteca. Ramón Ybarra los observaba con su mirada de cíclope inquisitivo.
—Hola —respondió ella y sonrió con fingida timidez.
El general había asignado a George un coche para que pudiera moverse por Barcelona, con la petición firme de que no se alejara mucho de la ciudad. Podía haber un bombardeo que le sorprendiera en una carretera, sin lugar donde ponerse a cubierto, y las circunstancias, además, no aconsejaban otra cosa.
Mientras iban en el vehículo militar, en dirección a un restaurante del puerto donde mandaba los fogones un cocinero vasco y se comía un excelente guiso de pescado, George recordó la tarde en que el general Boada y él merendaron con Leslie Thomson, el actor australiano. Aquel hombre era todo energía y pura vitalidad, un idealista de alma limpia. No podía decirse que fuera culto, pero su deseo de aprender resultaba encomiable. Su personalidad arrolladora le auguraba un brillante futuro en su carrera. Salvo, claro está, que le mataran en una guerra que solo era la suya por convicciones democráticas. George había sentido casi lástima de él. Pero son precisamente los seres más románticos y espirituales los que a menudo se ciegan ante la verdad, pues ellos persiguen un ideal.
Thomson se quedó boquiabierto cuando George le explicó en qué consistía la criptología y cuáles eran sus métodos básicos. Le habló de Histieo, que en la guerra griega contra los persas mandó afeitar la cabeza a un esclavo, escribió un mensaje secreto en su cuero cabelludo y, cuando le volvió a crecer el pelo, lo envió a su destino tras la líneas enemigas. También le contó el método de cifrado que empleaba Julio César en sus comunicaciones en el frente, y que consistía en sustituir cada letra del mensaje por la tercera siguiente en el abecedario latino. Le dijo que el nombre LESLIE THOMSON transformado según este método, con el alfabeto moderno, quedaría como OHVOLH WKRPVRQ.
También le explicó otros métodos clásicos más complejos, como el de Polibio, o los que empleaba la Cancillería papal en el Renacimiento para cifrar los secretos de Estado y la correspondencia diplomática. Lo que más interesó, sin embargo, a Thomson fue la descripción del sistema empleado por los alemanes durante la Gran Guerra, un método llamado ADFGVX, que los aliados lograron secretamente «romper», obteniendo así una enorme ventaja en el conflicto.
El mismo hecho de que el actor utilizara el nombre de Leslie Thomson, y no el de Errol Flynn, podía considerarse también una especie de codificación. Así nadie sabría quién era en realidad, salvo que le conociera en persona y supiera su nombre completo, pues en verdad se llamaba Errol Leslie Thomson Flynn.
El coche se detuvo junto al inicio del malecón del puerto. El soldado que lo conducía pronunció un lánguido «ya hemos llegado», consciente de que el profesor no entendía español y la muchacha no era más que una sirvienta del palacio. Pilar puso su mano en la de George y le miró con una sonrisa.
—Ya hemos llegado —repitió, al tiempo que levantaba las cejas y adelantaba un poco el rostro como indicándole que abriera la puerta para bajar.
—Oh, yes! —exclamó George.
Esa zona del puerto resultaba especialmente pintoresca. Los hombres trajinaban en los pequeños pesqueros o descargaban las bodegas de los buques mercantes. Muchas mujeres, sentadas en dura piedra, se afanaban en reparar los aparejos de pesca y recoser las redes malolientes. La mezcla abigarrada de seres en faena llenaba todo el espacio con un agudo aire de vida. De vida que supera las dificultades porque no sabe obrar de otro modo. El instinto de los hombres es conservarse a pesar de todas las dificultades o de la imposición de una existencia dura y mísera. La felicidad es un misterio mayor que el cifrado en el códice de Platón.
George y Pilar caminaron los escasos metros que separaban el vehículo de la entrada del restaurante. Su nombre era Txiqui, que era en realidad el apelativo con que llamaban a su dueño, un orondo bilbaíno de rostro redondo, calva pronunciada y barriga exuberante. Un tipo que, no obstante su aspecto casi grosero, poseía también la elegancia natural de la mayoría de los vascos sin caer en el vicio de la testarudez infinita, también propia de ese pueblo.
Acompañado de Ybarra, George había estado allí comiendo otro día, y el amable cocinero lo reconoció nada más verlo. Se afanaba en organizar el comedor cuando él y Pilar entraron.
—Señor Güi… Güi… —Parecía un tartamudo tratando de pronunciar el nombre de «Wilson». Por fin dijo—: Bienvenido, señor. Y compañía.
El vasco no era uno de los amigos de Ybarra, pero por su carácter dicharachero estuvo hablando con él y George algunos minutos durante la sobremesa el día en que habían comido allí —con un buen aguardiente de hierbas—, y el capitán le había dicho que el profesor era un brigadista llamado Peter Wilson. Fue el primer nombre que se le vino a la cabeza y no dudó en utilizarlo. Ahora George tenía que asumir ante él una nueva identidad más, y ya iba por la tercera. Esperaba no volverse loco antes de terminar su trabajo en Barcelona.
—Bueno, señor y… señorita… je, je. Pueden ponerse ahí.
El cocinero tenía un pronunciado acento bilbaíno, bastante atonal, y les miró con un simpático y leve gesto pícaro. Enseguida les indicó la mesa que había junto a una de las ventanas, probablemente el mejor lugar del salón, que a decir verdad no estaba demasiado ocupado por comensales.
Pilar cogió a George del brazo y se dirigieron hacia aquella mesa, agradeciendo ambos con un cortés gesto su amabilidad al cocinero. Ya sentados, Pilar se aseguró de que nadie estaba escuchando. Aun así, con mucha precaución, dijo a George:
—I know your language.
El aludido se quedó estupefacto. Dio un respingo en su silla que a él mismo le recordó al de las estiradas señoritas inglesas, y pronunció un casi inaudible:
—Oh!
Pilar le miró a los ojos fijamente. Los suyos eran tan hermosos que casi podía ver reflejada su alma en ellos. Le cogió la mano por debajo de la mesa y la apretó con una inesperada firmeza.
—Yes, I speak English.
El cocinero, cuyo perfil corporal, con el largo mandil a la cintura, recordaba a una campana, los observaba a distancia y no pudo evitar una leve agitación de cabeza antes de decir para sí: «Qué bonito es el amor; incluso en la guerra».
—But, but… —George solo acertaba a decir eso. Su mente se llenó de conjeturas centelleantes.
—Yo no soy republicana —confesó ella en un no del todo mal inglés, consciente de que George no pondría el grito en el cielo.
—¿Por qué? —inquirió él, también en su lengua nativa. Y nada más formular la pregunta se dio cuenta de lo tonta que era.
—Mis padres son de Valladolid. Yo estaba en Barcelona cuando estalló la guerra y no pude irme. Vivía con una tía mía que murió hace unos meses, y tuve que buscarme un empleo de sirvienta para ganarme el sustento. —La historia de Pilar estaba bien hilada y resultaba convincente—. Antes de la guerra estudiaba derecho en la universidad. Por eso estaba aquí con mi tía. Espero que no me delates. Si alguien se entera de esto… Sobre todo tu amigo, el del parche.
George no sabía qué decir. Representaba el papel de americano afecto a la República y al comunismo internacional. ¿Qué debía hacer? Lo único que se le ocurrió fue la galantería como salida a aquella situación tan inesperada.
—No te preocupes por nada, Pilar. Yo respeto las ideas de todo el mundo. En una democracia nadie debe imponer sus criterios a los demás. Eres libre de tener la ideología política que más te convenza.
Esto fue lo que salió de su boca, pero en su fuero interno George no daba crédito a la sarta de tópicos que estaba soltando como una metralleta bien ajustada. Hablar le permitía pensar sin ser estorbado por las palabras de Pilar. Aquella joven estaba abriéndole su corazón. Eso significaba que sentía algo por él. Y no podría decir que el sentimiento no empezara a ser recíproco. Guardaría su secreto, por supuesto, y trataría de seguir con ella, aunque eso quizá le pudiera acarrear más riesgos. Si Ybarra les descubría, no dudaba que sospecharía una trama de espionaje.
—Nada has de temer de mí —habló George de nuevo, mientras ella le miraba con ternura—. Cada uno tiene su propio camino, y debe seguirlo con honradez. Tú eres una persona honesta. Lo veo en tu mirada.
Pilar no respondió. Por un instante, a George le pareció que sus ojos temblaban. Soltó su mano, que seguía aferrándole por debajo de la mesa, se acercó a él incorporándose de su silla y le dio, inesperadamente, un leve beso en los labios. Lo que George sintió en ese instante fue muy intenso; como un relámpago que ilumina el cielo nocturno entre la tormenta. Como un faro que señala a los barcos su camino en el mar proceloso.
El camarero, un muchacho de voz chillona, rompió entonces el dulce momento. Pilar puso una cara muy curiosa, de cierto sobresalto, antes de echarse a reír. George la imitó, a la vez que sentía que algo estaba naciendo dentro de él.
Burgos
Ignacio Varela estudiaba unos papeles en su despacho del Ministerio de la Gobernación. Se preparaba una ofensiva nacional en Teruel, y sus agentes debían allanar el camino a los cañones y los tanques. Las fuerzas republicanas habían concentrado allí varias divisiones perfectamente dotadas. O eso era lo que se suponía a la luz de los informes que Varela recibió de una de sus fuentes. Pero eso no bastaba. Era perentorio confirmar la exactitud de tal información.
Muchas decisiones habían de tomarse en breve tiempo, y eran decisiones muy difíciles. La estrategia del espionaje militar superaba aún en complejidad a la estrictamente bélica. En una España dividida por un frente real en la guerra, pero imaginario en el corazón de muchos hombres y mujeres, resultaba de crucial importancia recabar la mayor cantidad de datos posible: quién estaba realmente en un bando y quién en otro, si la población civil defendería, llegado el caso, una cierta localidad, o si la desinformación republicana podía quebrarse mediante la infiltración de elementos nacionales. Todo era importante. Todo lo que se pudiera saber del enemigo.
A pesar de tantas preocupaciones inmediatas y de la acumulación de trabajo, Ignacio Varela dejó por unos instantes la lectura de los informes. Se encendió un cigarrillo con su mechero de oro y pensó en George Rojo. Y en su hija Pilar. El día anterior había recibido un mensaje proveniente de Barcelona en que se decía que la misión se estaba desarrollando sin contratiempos. Aunque el profesor Rojo parecía no avanzar en sus investigaciones.
De momento todo seguía adelante, lo cual era ya mucho, pensó Varela saboreando el humo de su cigarrillo y perdiendo la mirada en los caprichosos dibujos del humo al evolucionar en el aire. Pero si Rojo conseguía su objetivo y descifraba el código secreto, y si había algo importante allí escondido… Entonces tendría que esforzarse mucho para protegerle. El Gobierno nacional no podía permitirse que un solo hombre pusiera en peligro la victoria en aquella guerra.
El teléfono de su mesa zumbó en ese preciso momento. Varela lo descolgó y se puso al auricular.
—¿Sí? Ignacio Varela al aparato… Por supuesto. Cómo no… Enseguida voy para allá… Sí, dígale a su excelencia que tengo lo que necesita.
El Generalísimo en persona lo reclamaba para ponerle al tanto de la labor de su servicio de espionaje. Una maquinaria casi infalible. Incluso amoral, si era necesario; inmisericorde, si se trataba de conseguir sus objetivos. El fin justificaba allí todos los medios. Pero no para Ignacio Varela, que, tras colgar, continuó unos segundos contemplando las formas que adquiría el humo al disiparse y diluirse en el mar etéreo de la atmósfera. Un mar parecido al que sumergía a España en la guerra civil; pero este de galerna.