1802

París

Sire, ha llegado el mariscal Murat —anunció ante Napoleón un emperifollado criado de librea de las Tullerías.

El cónsul vitalicio alzó la vista de unos documentos que tenía sobre la rica mesa de su despacho, y le hizo seña de que podía decir al mariscal que entrara.

Murat era un íntimo amigo de la familia Bonaparte, y servía fielmente a la causa francesa. Una causa, así llamada, que en la mente del cónsul, en su concepción más honda, habría de pujar por extender el poder de Francia en todo el continente europeo, el viejo sueño romano y también del emperador Carlos V. Pero, a diferencia de este último, no bajo el dominio de la religión católica o cualquier otra, sino de la libertad y la dignidad humanas. Para conseguirlo, primero habría que imponer el orden y conquistar a los pueblos con las armas. Después, un nuevo horizonte se tendería para recibir el sol de una nueva era.

—Mi señor Napoleón —dijo Murat al entrar en la amplia sala ricamente decorada con mármoles y pan de oro.

—A mis brazos, querido amigo —le contestó el cónsul, levantándose de su sillón y yendo a su encuentro. Los dos hombres se fundieron en un caluroso abrazo—. ¿Y bien? ¿Lo has conseguido?

Murat hizo una pausa teatral antes de que una enorme y luminosa sonrisa apareciera en su duro rostro marcial.

—Así es. El conde está aquí.

—¡Aquí! ¿Ya?

Napoleón no daba crédito a las buenas nuevas. Su confianza en las aptitudes de Murat era tan grande como incuestionable, pero aquello sobrepasaba cualquier expectativa. Esos eran los hombres que la patria necesitaba: eficientes y resueltos en conseguir los objetivos que mejor la sirvieran. El cónsul se sintió orgulloso y, saliendo de su asombro, añadió ufano:

—Que pase. Quiero verle ahora mismo.

—A la orden de su excelencia —respondió Murat, humorísticamente ceremonioso. Era un tipo duro en la batalla pero muy cordial y simpático en el trato personal.

El propio mariscal salió del despacho y regresó a los pocos segundos acompañado de otro hombre. Este iba ataviado con ropas oscuras, un abrigo largo y un sombrero que se retiró al entrar como signo de respeto al cónsul. Napoleón lo observaba con gesto serio, ocultando su excitación bajo una máscara de fingida indiferencia.

Sire, os presento al famoso conde de Saint-Germain —anunció Murat.

Y un reflejo del sol de la mañana, esplendoroso, filtrado por los amplios ventanales, pareció emerger de los ojos de aquel misterioso personaje.

—Señor, me complazco enormemente de estar ante vuestra excelencia. Si no lo consideráis demasiado atrevido, espero que me digáis cuanto antes la razón de que haya sido reclamado a venir a las Tullerías, obligándome a abandonar mi retiro casi monacal en Estrasburgo.

—Encantado de conoceros, mi querido conde —contestó cortésmente Napoleón, al tiempo que le tendía la mano para estrechársela—. No tardaréis en saber por qué sois hoy, y los próximos días con ayuda de la Providencia, mi huésped y mi invitado en palacio.