1937

El buque mercante inglés Thorpehall es detenido por el crucero Almirante Cervera antes de llegar con sus suministros al puerto republicano de Bilbao. Este hecho constituye un éxito de los servicios de inteligencia nacionales.

Barcelona, 6 de abril, martes

La noche anterior, George había estado en la habitación del códice hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Lo cierto es que había perdido la noción del tiempo copiando uno a uno los símbolos diferentes que componían el texto cifrado. Una cosa parecía segura: si había símbolos repetidos, como en cualquier escritura que usara un alfabeto determinado, era porque cada uno debía representar lo mismo en distintas partes del texto. George no creía que, más de dos mil años atrás, alguien hubiera podido utilizar una clave de sustitución mezclada con otra de transposición.

Las claves de sustitución consisten en cambiar una letra por otra a lo largo de un texto. Julio César ya empleaba este sencillo método para impedir la comprensión, por parte del enemigo, de sus mensajes eventualmente interceptados. En este sistema, basta conocer la correspondencia entre una letra y la que la sustituye para poner «en claro» todas las que aparecen en un texto. Conocidas todas las letras, el mensaje estará descifrado. Su seguridad es muy baja, pues, aunque no se conozcan las correspondencias, hay una serie de detalles que posibilitan «romper» la clave a base de pruebas simples. En primer lugar, cada palabra está compuesta por el mismo número de letras, tanto en el mensaje en claro como en el texto cifrado. En un cierto idioma, la repetición de artículos o conjunciones facilita detectar esas palabras y conseguir sus transcripciones. Incluso, en el caso más desfavorable, basta con probar con todas las letras del alfabeto hasta conseguir un mensaje con sentido. Si el texto cifrado está escrito con símbolos distintos a letras, el proceso es idéntico, pues los símbolos se repetirán igualmente.

Una clave de transposición es más compleja, pues recurre a pautas matemáticas o geométricas para cifrar un cierto texto, según la colocación de las letras en él. Una de estas claves, muy conocida, es la que consiste en escribir el mensaje en una cinta enrollada en torno a un cilindro, el escítalo, de modo que, sin otro cilindro del mismo grosor, no es posible leer el mensaje. Salvo, claro está, que se rompa la codificación. Fue utilizada por los espartanos en la guerra del Peloponeso.

Aunque George suponía que los símbolos del texto de Platón constituían algún tipo de clave de sustitución, la no correspondencia directa con letras, ya comprobada por él, hacía suponer que habría un segundo cifrado en combinación con el primero; y eran más los símbolos diferentes que las letras griegas del alfabeto. El método parecía muy ingenioso, pues utilizaba fórmulas simples para conseguir un resultado complejo. Puesto que, además, no había espacios entre las supuestas «palabras», ello dificultaba más aún cualquier ataque a la clave.

Sí, pensó George de nuevo, los símbolos iguales tenían que representar lo mismo… Pero qué. No se correspondían uno a uno con las letras del alfabeto. De haber sido así, la cuestión se hubiera facilitado hasta un punto inconcebible. Aunque le resultaban familiares… Si no era capaz de descifrar uno solo de esos signos, poco importaba todo lo demás. No obstante, ese hecho le dio una nueva idea. Desde la primera vez que había visto los símbolos, le sorprendió que el texto fuera relativamente breve —tan solo unas páginas—, teniendo en cuenta lo que se prometía a través de su significado en claro. ¿Y si cada signo era más de una letra?

De pronto, George recordó uno de los pasajes rojos. Lo tenía en algún sitio, en su cuaderno de notas. Pasó las páginas en su búsqueda hasta que lo encontró y lo leyó en voz alta, en un tono cada vez más elevado a medida que aumentaba su excitación:

No hay arriba ni abajo, ni derecha o izquierda. Nuestro mundo es una imagen en el espejo de la perfección. El grande precede al chico, el discípulo sigue al maestro, en una unión plena que da sentido a ambos y cada uno.

No hay arriba ni abajo…

George tomó el primer signo de la lista, los dos ochos entrelazados, uno vertical y otro horizontal y de distinto tamaño.

¿Qué combinación de dos letras podría dar origen a ese dibujo? No hay arriba ni abajo… Lo primero era analizar qué letras griegas estaban formadas por trazos eminentemente curvos. En mayúsculas, eran las siguientes:

Θ Ω Ψ Ο Φ Β

Y en minúsculas:

θ ω ε ρ ψ υ ο α σ δ η φ ζ ξ β μ

Si eliminaba las que exhibían trazos rectos de cualquier clase, restaban solo:

Ο ω ε υ ο δ ζ ξ

No hay derecha o izquierda…

George se dio cuenta de que dos épsilones (ε) en adición, una en su postura correcta y otra invertida especularmente, daban ese ocho vertical que aparecía en el signo. Y dos omegas (ω), una también normal y la otra dada la vuelta hacia abajo, producían el ocho horizontal. Ambas en minúsculas.

El grande precede al chico… ¡La épsilon precede a la omega! ¿Estaba en lo cierto? ¿Había descifrado el código de símbolos? ¿Ese primero era una épsilon y una omega consecutivas? George no cabía en su camisa de gozo y exaltación. Probó con el segundo de los signos.

Asumiendo que las letras cifradas eran, al parecer, las minúsculas, intentó aplicar ahora el mismo procedimiento, y vio que las letras válidas a priori, siendo flexible en las grafías, podían ser estas:

ρ ο ψ κ λ χ

Buscó la primera de ellas oculta en el símbolo. El aspa podía ser simplemente la ji (χ), pues tanto volteada horizontal como verticalmente no sufría variación. También pensó en la kappa (κ), pero se dio cuenta de que esta tiene un trazo vertical igual de largo que sus brazos diagonales, lo que la anulaba, pues la raya vertical del signo era algo más corta. La lambda (λ), en cambio, sí podía dar un aspa, al reflejarla en un espejo y superponerla consigo misma.

Y si ambas letras carecían del trazo vertical, debía ser, por tanto, la segunda la que lo tuviera. Había solamente dos letras que, invertidas y fusionadas, ofrecieran un círculo atravesado por una línea vertical: la ro (ρ) y la fi (φ). Bien, pensó George, ¿y cuáles eran las letras acertadas entonces?

χ λ en el primer caso, ρ φ en el segundo.

¡Pero qué tonto había sido! En el segundo de los casos, la ro no podía dar el signo pequeño, porque este debería mostrar el trazo vertical a la izquierda del círculo y no atravesando su centro. La letra correcta, por tanto, debía ser la fi. No había duda. Pero la primera… ¿sería la ji o la lambda? En ese caso sí que parecía no haber diferencia. Aunque… Nervioso, George buscó en la lista completa de símbolos si había otro con la parte central idéntica al que estaba analizando y dos aspas unidas verticalmente. ¡Ahí estaba! Consiguió encontrarlo: era la ji adicionada con la fi:

Por lo tanto, el anterior debía estar compuesto por la lambda y la fi en ese orden, pues la primera era más grande que la segunda.

El grande precede al chico, el discípulo sigue al maestro…

Inmerso en la extracción de las letras de todos los símbolos distintos, George no se dio cuenta de que las horas habían transcurrido como relámpagos iluminadores de una tormenta benévola. Eran las dos de la tarde y Ramón Ybarra, como siempre, llamó a la puerta de la estancia. Sin apercibirse de ello, George sonreía como un niño contento mientras rellenaba en su libreta una matriz con los diferentes signos y sus letras griegas correspondientes. Al oír los golpes del maldito tuerto en la madera, su gesto se invirtió. Nadie debía saber nada de sus avances hasta que completara la transcripción del texto. Si, como creyó en un principio, existía una clave de cifrado secundaria por debajo de la sustitución del texto por aquellos símbolos, y según la complejidad de ese nuevo cifrado, podría permitir que se supiera lo que había logrado. Pero ¿y si no había ninguna otra clave? ¿Y si, al sustituir los símbolos por las letras que les correspondían, aparecía sencillamente el mensaje en claro? No, tenía que evitar, al menos por el momento, que Ybarra o el general Boada se enteraran de su descubrimiento.

Todo esto pasó por la mente de George con la misma velocidad que una centella. Antes de decir a Ybarra que podía entrar, tapó su cuaderno con unas hojas repletas de dibujos sin sentido, pruebas anteriores y sin valor alguno de sus intentos por romper la clave.

—Saludos, profesor —dijo Ybarra, ya dentro, en inglés.

—Hola, capitán —correspondió George en un español precario.

—Ah, veo que va aprendiendo mi idioma. Ustedes, los intelectuales, siempre están ampliando sus conocimientos… En fin, ¿cómo se encuentra hoy de fuerzas? Ayer se acostó muy tarde.

Aquel hombre conocía cada uno de sus movimientos. Era lógico: su labor consistía en vigilarlo, por mucho que el general lo hubiera llamado «proteger».

—Así es. Creí estar sobre una pista acertada, pero…

—¿Pero?

—Nada. Se desvaneció como una nube en el aire.

—Usted no se desanime, de todos modos. Confiamos en que lo conseguirá, a la postre. Es una pena que el doctor Pons siga enfermo y no pueda ayudarle… Pero ahora hay que comer y tomar un descanso. Anoche no cenó usted apenas. Y un bocadillo antes de acostarse no es precisamente el mejor alimento para su cerebro. ¿Quiere comer fuera y dar un paseo a la orilla del mar? El día es excelente.

George tardó unos segundos en comprender por qué de pronto sintió un intenso desasosiego. Mientras recapacitaba, dijo a Ybarra lánguidamente que le parecía bien su idea. Pero lo que le turbó fue lo que este había comentado del bocadillo. Durante la cena de la noche anterior, desganado por las preocupaciones, George se guardó un pequeño bocadillo de jamón y queso por si luego tenía hambre, como de hecho ocurrió a eso de las tres de la madrugada. Un poco antes de abandonar el trabajo, con la mente llena de ideas frustrantes, antes de subir a su habitación para acostarse y soñar con símbolos entonces aún incomprensibles, se comió el bocadillo en la sala del códice. Allí estaba únicamente él y nadie más. Estaba solo… ¿Realmente solo?, se preguntó.

Pilar Varela se hallaba en la cocina, picando lacrimógenas cebollas, cuando se oyeron los primeros disparos. No es que fuera algo habitual escuchar detonaciones de armas en el interior del recinto del palacio, pero ninguna de las chicas del servicio pareció alterarse inicialmente. Al fin y al cabo, aquella era una fortaleza militar llena de hombres armados. Aunque la percepción cambió cuando la cadencia de los tiros aumentó y los gritos provenientes del patio hicieron ver que se trataba de algo grave.

Las chicas se quedaron inmóviles, como petrificadas con los utensilios que estaban usando y con sus rostros pálidos de miedo. De pronto, la Doña entró en la cocina con tal ímpetu que una de las hojas de la puerta golpeó contra la pared emitiendo un ruido parecido al de una detonación, amplificado al resonar en la amplitud de la estancia. Una de las chicas dio un alarido justo antes de desmayarse. Otras se tiraron al suelo, lanzando por los aires lo que tuvieran en sus manos. Pilar fue la única que conservó la calma. No sabía lo que estaba pasando, pero asustarse no la ayudaría.

Lo primero que pensó, con enorme rapidez, antes de que doña Otilia hablara, fue que quizá ocurría algo relacionado con el códice o con George. O con ambos. ¿Se le habría cruzado por la mente hacer alguna locura? ¿Habría resuelto el enigma y le habían capturado tratando de escapar? Sus dudas quedaron disipadas de inmediato.

—¡Han entrado unos pistoleros en el palacio! ¡Que nadie salga de aquí! —ordenó la mujerona con autoridad.

El ruido de los tiros también alertó a George. Él pensó, irreflexivamente, en Varela y sus agentes nacionales. Puede que hubiesen optado, a la postre, por asaltar la fortaleza y robar el libro. Pero eso no tenía sentido. Si no quisieron hacerlo antes, ¿por qué ahora? Además, deberían haberle avisado de algún modo para que pudiera ayudarles… Aunque, ¿acaso lo haría? Esta reflexión le hizo considerar el hecho de que Varela debía imaginar que él no iba a revelarles ningún secreto, si es que lo descubría y resultaba de auténtico valor. Aquel hombre daba la impresión de saberlo todo.

¿Serían los nacionales?, se preguntó de nuevo. Ramón Ybarra irrumpió en la estancia y, con excitación contenida, pidió a George que lo acompañara.

—¿Qué es lo que sucede? —inquirió George, nervioso.

—No lo sé. El caso es que hay un tiroteo en el patio. Vamos, sígame.

Ybarra se dirigió a la chimenea de la habitación y metió una mano hacia dentro. Accionó alguna clase de mecanismo que George no pudo ver, porque la parte trasera del hogar se abrió como una puerta, dejando acceso a un pasadizo secreto.

—Profesor, coja el libro y todos sus apuntes. ¡Dese prisa, por favor!

Ambos hombres se agacharon y penetraron en el oscuro túnel. A un lado, George observó claramente un espacio detrás del muro y una leve iluminación que provenía de la estancia del códice. «Un mirador para poder espiarme —se dijo—. Así es como Ybarra supo lo del bocadillo. Me han estado vigilando todo el tiempo». Ybarra encendió una linterna y volvió a accionar, esta vez por el interior, el mecanismo de entrada al pasadizo. Este se cerró con un gemido que retumbó en las paredes del húmedo y frío corredor.

Mientras sucedía lo que estuviera sucediendo, George se mantuvo oculto y sin emitir ningún ruido en el lugar donde Ybarra le había dejado. Desde que entró en el pasadizo no pudo oír ya nada de lo que acontecía en el patio. Al principio se sintió alarmado, pero, al poco, este sentimiento se transformó en el impulso racional de analizar la situación con calma. Si se trataba de un comando nacional, quizá los agentes supieran exactamente quién era él y podían llegar a confesarlo si se les sometía a tortura. Aunque no lo supieran, un acto semejante, a la desesperada y fallido, habría de provocar graves trastornos a su labor; una labor que, por el momento, se iba desarrollando sin contratiempos ni sospechas por parte de los republicanos. Estaba a punto de conseguir algo importante. Había roto la primera clave. Quizá la única clave. La solución al misterio podía estar cerca. Podía ser desvelado en cuestión de horas…

Pero, ¿y si no eran agentes nacionales? ¿Y si se trataba de un simple ataque bélico, un acto de guerra? No, eso no podía ser, se dijo George. Varela sabía que él estaba en el Lluch y habría impedido una ofensiva semejante. ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Quién estaría tan loco como para asaltar la sede del Gobierno Militar en Barcelona?

Esos pensamientos que, como una espiral, sumían a George en una cada vez mayor confusión, se detuvieron cuando un militar apareció en los subterráneos. No era Ybarra, y eso le sorprendió. El capitán era su sombra en todo momento.

Mister, mister… —le llamaba el militar, y parecía ciertamente que eso era lo único que sabía decir en inglés.

Here, over here. I am here —respondió George, confiando en que el mero sonido de su voz lo guiara. En todo caso, aunque hubiera podido hablar en español no habría sido capaz de especificar dónde se encontraba.

Por fin el hombre llegó hasta él. La luz de su linterna fue iluminando la especie de recoveco en que Ybarra le había dejado oculto. Sin cruzar más palabras, George le siguió en dirección a la salida, desde la oscura caverna a la luminosa superficie, con el códice y sus anotaciones bajo los brazos.

No salieron por el acceso secreto de la chimenea de la sala aneja a la biblioteca, sino por una empinada escalera que conducía a un salón repleto de mesas y soldados trabajando. Desde allí, el militar le condujo directamente al despacho del general Boada. Esas eran sus instrucciones. Cuando llegaron, este aún no había regresado. En la salita previa al despacho, el militar señaló una silla e hizo gesto de que esperara sentado en ella.

Transcurrieron unos pocos minutos hasta que, por fin, el general apareció por la puerta de la sala que precedía a su despacho. Al ver a George con la cara pálida, aferrando el códice y un buen taco de papeles, se acercó a él y le agarró amigablemente por uno de sus brazos. Una leve presión, una sonrisa y el gesto de la otra mano abierta con el brazo estirado le hizo entender que Boada le invitaba a levantarse. Así lo hizo, y le siguió hasta su despacho, donde volvió a sentarse en una de sus lujosas sillas de nogal. El general ocupó su sillón detrás de la mesa de trabajo.

El intérprete tardó poco en aparecer, asomando la cabeza con timidez a pesar de que el general había dejado abierto. En cuanto entró, le pidió que cerrara y comenzó a hablar con George.

—Ante todo, esté usted tranquilo. Ha sido un simple altercado entre hombres demasiado tensos. Ya está resuelto.

—Me alegra oír eso.

George sí que estaba tenso, pese a que veía al general muy amigable como para que el asunto tuviera implicaciones negativas para él. Aunque, si habían sido capturados agentes nacionales, hubieran confesado ya o no, quizá Boada lo mantuviera todo en secreto para que George continuara sus investigaciones. Al fin y al cabo, era un experto de la misma talla que Nelson Abelyan, si no superior, y sus servicios les seguirían resultando útiles y necesarios. Lo único que se le ocurrió preguntarle al general, sin mostrar un nerviosismo exagerado, fue:

—¿Y el capitán Ybarra?

—Oh, el capitán enseguida subirá aquí. Vengo de hablar con él. No tenga cuidado. Ha tenido una pequeña… disputa con André Marty. Como le he dicho, ya está todo solucionado.

Así que era Marty el que había provocado aquel escándalo, pensó George con gesto beatífico. Debía disimular. Cuanto menos pareciera entender las cosas que sucedían fuera de su trabajo, mejor para él. Mejor para su seguridad.

En efecto, el tiroteo que había causado sensación entre las criadas del palacio y que provocó la huida de George con Ramón Ybarra, había tenido un origen muy diferente al que la Doña había imaginado. No eran pistoleros los que disparaban en el patio, sino André Marty, el jefe de las Brigadas Internacionales que George había conocido durante su cena de bienvenida y que tan mala impresión le causara por su aire despótico. Había descubierto a dos brigadistas, un muchacho palestino y una chica húngara, haciendo el amor escondidos en un cuarto de suministros. Allí, entre cajas de fusiles y cartuchos, los dos jóvenes, desnudos, yacían en pasional abrazo. El jefe de las Brigadas los hizo salir al patio, completamente desnudos, y descargó sobre ellos las balas de su pistola. El chico recibió el primer tiro en los testículos y, después, ella también en su sexo. Luego Marty les disparó varias veces más y les remató, antes de gritar a voz en cuello que ese era el fin que esperaba a todos los que no pensaran únicamente en aplastar el fascismo.

Después de dejar a George en los subterráneos, Ybarra salió afuera para ver qué sucedía y se encontró a Marty vociferando en el patio, con los dos cadáveres en el suelo, vestidos nada más que con una roja capa formada por su propia sangre.

—Maldito bastardo… —había mascullado Ybarra con los dientes apretados.

¿Era realmente aquel hombre, el capitán Ybarra, tan malvado como George había deducido de su mirada, o como Pilar Varela pensaba por las informaciones recibidas del servicio de inteligencia nacional? ¿Un hombre tan despiadado podía sentir compasión de aquellos dos pobres muchachos, que habían entregado sus vidas de forma absurda y no por la defensa de sus ideales? El verdadero ser despiadado y sanguinario era André Marty. Ramón Ybarra no tenía ni un ápice de su bajeza.

Ybarra había elegido su bando y cometido crímenes ominosos. Era cierto. Y no se arrepentía, porque estaba convencido de que servía a una idea más alta que sus prejuicios o sus escrúpulos. Se obligó a vencer esos humanos sentimientos y consagró todos sus esfuerzos al servicio de la República. La República ejercería un efecto redentor lícito a quienes la sirvieran sin cuestionarse los métodos para afianzarla, para establecer de forma definitiva un régimen de justicia y libertad en España… ¿Puede ser respetable quien equivoca sus juicios y los dirige hacia lo contrario de lo que cree? Probablemente Ramón Ybarra era un claro exponente de ello. Sus intenciones eran rectas en renglones torcidos. Como las de tantos hombres de esa oscura época.

—¡Marty! ¿Qué coño has hecho, hijo de perra? —le había gritado el capitán al jefe de las Brigadas.

—Que te jodan —respondió este último con gesto de desprecio—. He hecho lo que me ha salido de los cojones. ¿Pasa algo? ¿Quieres tú también que te dé un tiro?

—Inténtalo, canalla. Aquí me tienes, con mi arma en la mano.

Los ojos de ambos hombres se cruzaron, fijos, como en los duelos entre pistoleros del Far West. Ybarra tenía la limitación de su único ojo, que le impedía percibir distancias por la imposibilidad de tener visión estereoscópica. Pero no le hacía falta. Había sido un tirador excepcional, y lo seguía siendo incluso desde la pérdida accidental de su ojo. Fue durante una batida en los montes de Guadarrama, en busca de los que para él eran bandidos afectos al bando nacional. Una bala perdida impactó contra una roca y una lasca le alcanzó de lleno en el ojo izquierdo.

—¡Vamos, españolito! —gritaba Marty, con su pistola bajada y haciendo un gesto arrogante de incitación a que el otro hombre actuara.

Por suerte para Marty, en aquel momento apareció el coche del general Boada, que regresaba de una reunión con otros jefes militares cerca del frente del Ebro. Cuando vio a los dos hombres en aquella actitud y los cuerpos sin vida de los jóvenes brigadistas en el suelo del patio, montó en cólera y, sin saber lo que había sucedido en realidad, hizo que arrestaran a ambos a punta de fusil. Marty volvió a gritar y se negó a entregar su arma. Solo lo hizo cuando el general le amenazó él mismo con volarle la cabeza. Ybarra, en cambio, no opuso ninguna resistencia. Antes de que se lo llevaran en espera de la solución a la disputa, dijo al general que el profesor estaba oculto en los sótanos y que mandara a alguien a sacarle de allí.

Ahora, en el despacho de Boada, George saboreaba a tragos largos un whisky ofrecido por su anfitrión. Como pudo —si es que lo logró— trató de evitar que los ojos se le salieran de las órbitas cuando vio aparecer a Ramón Ybarra. Este traía cara de pocos amigos y no dijo nada al entrar. El general se dirigió a él en español, sin tapujos, ya que George no debía entenderles.

—Ramón, lo de hoy ha sido intolerable. Ya sé que toda la culpa es de Marty, pero nunca más debes comportarte como lo has hecho ni enfrentarte a él. Aunque esta vez no lo tendré en cuenta. Por otra parte, ya he mandado un cable a Valencia informando del crimen de ese majadero. No confío demasiado, de todos modos, en que nos lo quiten de encima. Es demasiado bueno en su trabajo, aunque con gusto le descerrajaría yo mismo un tiro en la cabeza. La gentuza como él tiene la culpa de todo lo que dicen los fascistas de nosotros.

—Marty es el verdadero y cochino fascista… —dijo Ybarra en un susurro.

El general le miró con tristeza, casi compasivamente, como queriendo expresar que estaba de acuerdo con él. Sin embargo, dijo:

—Basta ya, Ramón. La cosa está zanjada. Olvídalo todo y sigue cumpliendo con tu labor. —Se detuvo un momento—. Bien, ahora debo informar al profesor de algo que tú también has de saber. —El general pidió al intérprete que tradujera al inglés—: Esta mañana, antes de salir hacia el puesto de mando avanzado, he recibido un mensaje procedente del Gobierno en Valencia. Es una orden directa del presidente Azaña en la que me informa de una decisión suya respecto a la investigación del códice. Al parecer, los rusos sospechan algo. No saben exactamente qué hacemos aquí, pero están inquietos desde su llegada, profesor. El presidente cree que podremos mantenerles al margen un par de semanas, pero luego… Si los progresos no son satisfactorios, se creará un grupo de investigación más amplio en Valencia y se compartirá el trabajo con los rusos. No hay otra posibilidad. Usted, por supuesto, seguirá en el equipo, pero no ya a la cabeza. Llegado el caso, también se convocaría al profesor Pons, si es que se recupera a tiempo de su dolencia.

Lo primero que dijo el general, cuando se creyó protegido por una lengua que George conocía a la perfección, causó un doble efecto en él. Por un lado, se tranquilizó al estar ya completamente seguro de que la historia de Marty era cierta. Nada habían tenido que ver los disparos en el patio con agentes de Varela, ni se trataba de un ataque nacional a la fortaleza. Pero también le hizo recapacitar sobre la posibilidad de que algo mucho más grave aconteciera, y eso no dependía de él en absoluto. Su investigación podría truncarse en cualquier momento, como era de esperar si el códice se enviaba a Valencia, según las órdenes del presidente de la República, y los rusos se metían por medio.

George comprendió que debía evitar a toda costa que se llegara a aquello. No iba mal del todo. Acababa de descifrar la primera de las claves. Tendría que comprobar si era la única o, como pensó desde el inicio, había otra secundaria asociada para dificultar aún más el proceso. Ardía en deseos de continuar su trabajo, ahora que el susto había pasado.

Professor… —dijo el intérprete repetidas veces, aunque con suavidad. George estaba en un lugar muy lejano, ensimismado en sus pensamientos.

Yes? —respondió este, y se dio cuenta de que el general estaba intentando hablarle.

—¿Ha conseguido algún avance, profesor?

—Oh, he descartado muchos caminos. Estoy vislumbrado la senda…

—Me alegra oír eso. Y me gustaría saber si esta tarde querría usted merendar con el señor Leslie Thomson y conmigo. Se trata de una pequeña despedida antes de que parta al frente del Ebro, y como él me ha preguntado por usted en un par de ocasiones, quizá podría unirse a nosotros. Al parecer, Thomson tiene mucho interés en su supuesto trabajo. ¿Sería usted tan amable de contarle algo sobre criptología? Sin hablar de su auténtica función aquí, por supuesto.

—Cómo no. Siempre a su disposición, mi general.

George habló en inglés, pero dijo «mi general» en español. La alarma en el palacio había terminado, y también lo había hecho en su ánimo. Estaba casi alegre; sobre todo al recordar su descubrimiento. Y ello a pesar de todo lo acontecido, el susto del supuesto asalto y haberse dado cuenta de que Ybarra, o quien fuera, le espiaba desde el otro lado de la pared. A partir de ahora tendría que ser más cauto, más cuidadoso, no mostrar su estado de ánimo ni dejar a la vista sus papeles más importantes. Quién sabe, quizá tuvieran lentes de aumento o cámaras fotográficas… Aunque también era necesario, para no levantar sospechas, que siguiera comportándose con naturalidad cuando estuviera a solas en la habitación del códice.

Consciente del peligro que, como la cáscara de una nuez, lo rodeaba, George empezaba a adquirir esa especie de valor del soldado que, incluso el que nunca imaginó alcanzarlo, recibe el hombre que está en el frente y se juega la vida día a día en la ruleta de los invisibles fusiles enemigos o las granadas de obús, que silban mortalmente antes de caer. Y ese valor le daba fuerzas para seguir y le otorgaba la conciencia de que su labor pertenecía igualmente a la guerra que se estaba librando en España. Era un espía, sí. Pero de ningún bando. Se sentía un espía del mundo, de la humanidad toda, de los hombres y mujeres que habrían de heredar el mundo y reconstruir la paz sobre la destrucción y las cenizas.