1802

París

Napoleón Bonaparte era un hombre guiado por los hilos de la Providencia. O al menos eso creía él. Y durante mucho tiempo, mientras su buena estrella duró, cualquiera hubiese puesto la mano en el fuego para dar fe de ello. Demostrado su incomparable genio militar y derrocado el Gobierno del Directorio en 1799, el corso-italiano Napoleone se había hecho nombrar primer cónsul del Gobierno francés. Tres años después, su cargo se transformó en vitalicio, y acumuló en sus espaldas un poder absoluto y omnímodo. En poco tiempo se convertiría en emperador de Francia y se lanzaría a la conquista de Europa…

Pero ahora acababa de ser designado cónsul vitalicio y residía, desde su ascenso al poder tres años atrás, en el palacio de las Tullerías. Napoleón estaba sentado tranquilamente al fresco, en un banco de piedra, en medio de los inmensos jardines del palacio. Reflexionaba en silencio acerca de un asunto que le robaba últimamente mucho tiempo, y que ejercía sobre él una atracción embrujadora. Hasta sus oídos había llegado una curiosa leyenda de la Bastilla. Cuando los revolucionarios la tomaron, el 14 de julio de 1789, en uno de sus calabozos se hallaba preso un enigmático personaje, el llamado conde de Saint-Germain —aunque en realidad no gozaba de título nobiliario alguno—, alquimista célebre cuya vida estaba rodeada por una aureola de misterio.

Poseedor de grandes riquezas, se decía de él que había alcanzado el secreto de la inmortalidad y que llevaba en el mundo varios cientos de años; que había conocido a grandes hombres y mujeres de antaño, como Leonardo da Vinci, el emperador Carlos V, los astrónomos Tycho Brahe y Johannes Kepler, Isabel I de Inglaterra y su médico, John Dee, gran alquimista; René Descartes, Galileo, el matemático Gottfried Leibniz y el colosal científico Isaac Newton; el zar de Rusia Pedro el Grande, el filósofo Jean-Jacques Rousseau, Johann Wolfgang von Goethe, los poetas Karl Friedrich von Schiller y Friedrich Hölderlin; Catalina la Grande, Wolfgang Amadeus Mozart o Immanuel Kant. Se afirmaba que había visitado los lejanos reinos de Catay y Cipango, las ciudades de Lhasa, Pekín y Edo; la India, Rusia, África y América; ciudades perdidas del Perú, reinos del África central, desiertos tórridos y helados; toda Europa y muchas de las islas de los siete mares, e incluso lugares que ya no existían. Y también había quien aseguraba haberlo visto, con sus propios ojos, transmutar el plomo en oro: la Gran Obra de la alquimia.

Pero, aunque los meticulosos registros de presidiarios de la Bastilla lo tenían inscrito, y se sabía cuándo entró, nadie tenía idea de qué sucedió después con él. Su carcelero recordaba su celda vacía poco antes de la toma de la Bastilla por el pueblo en armas, aunque él no recibió orden de soltarlo ni tenía noticia de que ningún otro funcionario lo hubiera hecho. Cuando el carcelero llegó aquel día a su trabajo, el conde estaba allí; horas después, ya no, inexplicablemente.

La Revolución acabó con la fama de aquel hombre enigmático. Ya nunca más se supo nada de él, a pesar de que no faltaron quienes dijeron haberse encontrado con él o haberlo visto en cierto lugar. Ni se quedaron cortas las especulaciones sobre su destino. Napoleón no fue ajeno a todas estas cuestiones. En aquellos días cruentos, en aquel tiempo de continuas decapitaciones en la guillotina, él no sabía más que los otros. Ahora sí. Ahora sabía qué había sido del conde de Saint-Germain. Y de cierto códice medieval que llevaba consigo cuando se esfumó entre la bruma nocturna de París.