Se refuerzan las posiciones republicanas en los frentes de Madrid, mejorando sus posiciones en el Jarama, la carretera de La Coruña y Carabanchel.
Barcelona, 5 de abril, lunes
Una muchachita de aspecto humilde, ataviada con un feo vestido azul y cubierta con un pañuelo, se aproximó al puesto de guardia del acceso principal al palacio del Lluch. Mostró a los guardias su documentación junto con una carta, firmada y sellada por el secretario del Gobierno Militar, en que se especificaba que había sido admitida su solicitud para trabajar como asistenta en el palacio.
El suboficial de la puerta le indicó que se dirigiera a la intendencia y el modo de llegar hasta ella, cruzando el patio, y una vez allí preguntara por el oficial de guardia y le enseñara de nuevo la carta. Él le explicaría los detalles de su ocupación. La necesidad de hombres en el frente hacía conveniente recurrir a las féminas para la ejecución de tareas de cocina, limpieza y otros servicios, incluso en dependencias militares. En esto, la República y el bando nacional coincidían: en general, la mujer no estaba considerada en pie de igualdad respecto del hombre; salvo honrosas excepciones, como la diputada Dolores Ibárruri Gómez, la famosa Pasionaria, la mujer admirable que acuñó una de las mayores expresiones de dignidad concebidas por el ser humano: «Antes morir de pie que vivir de rodillas».
Pero dejando aparte esas excepciones, de las que la propia Pilar Varela era un caso en la sombra, la sociedad española aún no había alcanzado la comprensión de esa igualdad a priori, no condicionada por el sexo, la raza o el credo.
Cuando Pilar llegó a la intendencia, después de fijarse bien en todos los detalles de la vigilancia en el patio, hizo lo que el suboficial de la entrada le había mandado, presentarse ante el oficial de guardia. Este, un joven bastante dicharachero, fue muy simpático con ella —quizá porque Pilar era realmente hermosa— y le explicó con todo detalle sus ocupaciones, lo que nunca debía hacer, dónde no podía entrar, en qué lugar se cambiaría de ropa o dormiría, si es que alguna noche era necesario, y quién, por fin, sería su jefa. La mujer que le presentó, llamada Otilia Gómez Torres —luego se enteró de que la apodaban la Doña—, tenía el aspecto de una jamona caduca y mal encarada, que pretendía ocultar las marcas inexorables del paso del tiempo arreglándose de un modo exagerado y ridículo. A Pilar no le gustó desde el principio. Parecía autoritaria y despótica, y se daba unos aires de superioridad de todo punto inconvenientes. Se veía que trabajar en el palacio, haber conseguido ese puesto de emperatriz de las sirvientas, era para ella el colmo de sus aspiraciones.
Conocedora, a pesar de su juventud, de ese tipo humano, Pilar decidió que la mejor manera de tratarla sería la moderada adulación. Las personas como aquella mujer solo están a gusto si se aporta continuamente a su caldera de la vanidad el carbón del elogio, la lisonja y el servilismo que les haga sentirse importantes. Ella misma se decía todo, mientras iba enseñando a Pilar las cocinas, el comedor, las cantinas, las habitaciones, la biblioteca y resto de las dependencias donde habría de trabajar, según los requerimientos de la Doña.
George había pedido al general Varela, a través de Ramón Ybarra, que se le permitiera estudiar el códice por las noches, pues la tranquilidad de esas horas le ayudaba a relajarse y pensar mejor, y luego empezar su jornada diaria más tarde, a eso de las diez de la mañana. El general no tuvo inconveniente, pues lo principal era que estuviera a gusto y eso favoreciera el éxito final del proyecto. Así que ese día George no estaba aún en la sala aneja a la biblioteca cuando Pilar entró en esta última con doña Otilia.
—En esa habitación no debes entrar nunca —dijo la mujerona a Pilar.
—¿Por qué?
—¡Porque no! Está prohibido. Cuando limpies aquí, te vas luego a hacer las habitaciones. De todos modos, la puerta está cerrada con llave, así que tú te olvidas y ya está. Ahí trabaja un extranjero, no sé cómo se llama, Abenllán, o algo así. Si le ves, no le molestes.
—No, señora. Lo que usted diga.
—Así me gusta. Creo que vamos a ser buenas amigas. Se ve que eres una chica buena.
Las bisagras de la puerta de la biblioteca emitieron su agudo y habitual chirrido, lo que hizo girarse a la Doña para mirar quién entraba. Su gesto resultaba incluso desagradable, ofensivamente descarado.
—Ah, mira, justo —dijo en voz baja y tono de confidencia—. El profesor ese del que te estaba hablando, niña.
George entró en la amplia sala con gesto distraído. Miró hacia ambas mujeres y las saludó apáticamente antes de dirigirse a la habitación del códice. Ellas correspondieron a su saludo y esperaron a que abriera la cerradura de la puerta y desapareciera dentro de la estancia.
—¿Has visto? Debe ser un tipejo raro. Es americano, creo, ¡pero judío! Aunque no tiene pinta…
Habría que ver lo que aquella mujer tenía por «pinta de judío», pensó Pilar. En todo caso, tenía razón: de hecho, el profesor George Rojo no era judío.
—Bueno, venga, empieza a limpiar por aquí y luego vas a buscarme y te encargo más faena. Las cosas de limpieza están en ese armario de ahí —dijo la Doña, señalando la doble puerta de un armario empotrado—. Ten cuidado al quitar el polvo a los libros, no vayas a tirar alguno. Y no los mojes al limpiar los bordes de las estanterías. Hazlo rapidito y bien, niña, y daré informes positivos para que te quedes fija.
—Así lo haré, señora.
—Ah, pero antes tienes que ponerte la ropa de trabajo. Ya sabes dónde está el vestuario. Que te den las cosas de tu talla y empieza enseguida.
Las dos mujeres salieron juntas de la biblioteca y luego tomaron caminos distintos. Pilar obedeció a la Doña y fue a los vestuarios, donde una chica de ojos saltones le dio la ropa de trabajo que debía usar, y que consistía en una bata de color verde claro, una cofia y unas zapatillas de suela de esparto. Sin demora, Pilar regresó a la biblioteca y abrió el armario que su jefa le había indicado. Extrajo de él un cubo de metal, un cepillo, un plumero y varios trapos, así como una gruesa pastilla de jabón y una botella de vino rellenada con lejía. Salió al patio un momento y, de un caño que emergía de la pared, llenó de agua el cubo hasta la mitad de su capacidad. Luego volvió, deshizo parte de la pastilla de jabón en el cubo, añadió también un chorro de lejía y fregó el suelo con un cepillo. El resto de los artilugios los dejó colocados en diversos lugares para simular que estaba trabajando y se dirigió a la puerta de la sala aneja, la sala prohibida. Llamó con los nudillos suavemente. Una voz desde el interior, en inglés, dijo:
—Come on.
Pilar abrió la puerta despacio, tratando de escrutar si el profesor estaba solo. Dio un paso hacia dentro y observó la estancia con cuidado disimulo. Aunque sabía hablar inglés, dijo en español:
—Señor, tenga cuidado al salir. El suelo está mojado y podría usted resbalarse.
—I don’t understand you. I’m sorry.
Ella hizo como que se sorprendía y salió de nuevo, cerrando la puerta. «Bien —se dijo—, he tenido suerte hoy de empezar justamente por la biblioteca. Ahora ya sé dónde trabaja el profesor y podré vigilarlo desde dentro. Él no debe saber quién soy yo realmente». Antes de seguir con la limpieza, también pensó que el profesor George Rojo era más guapo y apuesto de como lo había imaginado. Quizá el hecho de tratarse de un académico, un intelectual, la había llevado a figurárselo de otro modo.
Desde dentro de la Sala del Grial, como George había empezado a denominar la estancia en que estudiaba el códice, él también se quedó cavilando sobre algunas cosas cuando Pilar se hubo marchado. Pensó que era una joven hermosa, a pesar de su indumentaria de faena. Su pelo castaño, oscuro y brillante, que sobresalía en algunos mechones bajo la cofia, las formas de su esbelto cuerpo, adivinadas aunque ocultas tras la bata que vestía, su bello rostro bien perfilado, su nariz levemente respingona, aquellos ojos dulces que le miraron un momento, fugaces…