París
Una figura siniestra y huidiza, amparada por las sombras de la noche, rasgaba la espesa bruma a orillas del Sena. En el cielo, casi oculto por la bruma, solo el exiguo y tembloroso brillo de algunas estrellas se sumaba al de los faroles de luz amarilla y mortecina. De pronto, un coche de caballos, oculto entre las sombras, se puso en marcha acompañado por el chasquido del látigo y el relinchar de los caballos. El misterioso hombre se detuvo. Tenía el rostro casi oculto entre las solapas de un grueso abrigo y el ala de su sombrero. Sus ojos brillaron a la luz de un farol. Bajo su brazo izquierdo llevaba un paquete envuelto en una tela tosca y oscura. Lo aferró. No sabía cómo, pero lo habían descubierto. Dudó unos instantes, inmóvil, mientras el carruaje se aproximaba a él. Estaba seguro de que sus ocupantes eran miembros de la Sûreté, la policía francesa.
El coche se movía con lentitud, acechador, como una fiera salvaje a punto de abalanzarse sobre su víctima indefensa. El hombre miró a ambos lados: a uno estaba el río; al otro una pequeña plaza. No había escapatoria. Repentinamente, el carruaje aceleró su ritmo. Parecía que todo estaba perdido. Sin embargo, el hombre se mantuvo inmóvil, con la mirada fija en el embozado cochero que lo guiaba. Extrajo una pistola de uno de los bolsillos de su abrigo, apuntó a su figura y realizó un disparo certero que le alcanzó en la cabeza. Muerto en el acto, el conductor soltó las riendas. Los caballos se desbocaron y el carruaje se precipitó al Sena sin que los ocupantes de su cabina tuvieran tiempo de saltar. Se hundió rápidamente en las gélidas aguas.
Por unos momentos el silencio volvió a ser profundo, casi sepulcral. Pero el ruido de la detonación había alertado a los policías de la ronda nocturna. En la lejanía se oyó el sonido de un silbato, gritos y el rumor de pasos acelerados. Algunas lámparas se encendieron en las viviendas cercanas. El hombre que acababa de disparar parecía ajeno a todo ello. Aún miraba perdidamente hacia el punto por el que el coche había desaparecido. Absorto, guardó de nuevo su arma en el mismo bolsillo del que la había sacado y comenzó a correr, alejándose del lugar a toda prisa.
Instantes después, frente a él, consiguió distinguir la silueta de otro hombre junto a un pequeño embarcadero usado por los pescadores. Vestía un abrigo azul y fumaba nerviosamente un cigarro, cuyo humo ondulante se confundía con la bruma que lo inundaba todo. El hombre estaba alterado, seguramente por el ruido del disparo y el ligero retraso de aquel a quien esperaba. Si lo descubrían, se arriesgaba a la guillotina después de un juicio inicuo y sumarísimo. Cuando por fin lo vio, tiró su cigarro y se lanzó a su encuentro agitando los brazos.
—¿Por qué habéis tardado tanto? ¿No habéis oído un tiro? —preguntó el hombre con vehemencia, aunque sin levantar la voz.
—Tranquilizaos —contestó el hombre misterioso, y acompañó al otro hasta un bote que tenía amarrado en el río.
No cruzaron más palabras. Solo se miraron a los ojos un momento. Ninguno de los dos podía ocultar su aflicción. Poco después, ambos se perdieron en la niebla.