1937

El órgano central del POUM ataca duramente a los comunistas. Se abre una brecha entre los republicanos demócratas y los totalitarios marxistas.

Barcelona, 4 de abril, domingo

Al igual que la jornada precedente, el día se despertaba claro y diáfano, con la promesa de sol y moderado calor primaveral. George abandonó su plácido sueño con las primeras luces del alba, tomó una ducha y se vistió. Esta vez no esperó a que llegara Ramón Ybarra para acompañarle y bajó solo a la cantina. Tenía hambre, a pesar de la cumplida y suculenta cena de la noche anterior, así que tomó un desayuno fuerte a base de café, pan tumaca, queso y jamón.

A los pocos minutos apareció Ybarra, buscándolo con su tuerta mirada y aparentemente algo nervioso. Cuando lo vio, apretó los labios y, con ritmo pausado, se aproximó a la mesa que George ocupaba.

—Buenos días, profesor.

—Buenos días, capitán.

—Hoy ha madrugado.

—Así es. Ardo en deseos de seguir con la investigación. Ayer no fue más que una toma de contacto. Hoy empieza de veras el trabajo. Aunque sea domingo, no tengo motivos para descansar.

Ramón Ybarra no se atrevió a censurarle por no haberlo esperado en su habitación. Al fin y al cabo, estaba allí como un experto que había decidido libremente ayudarles con el códice y con seguridad, por indicaciones del general Boada, era mejor tenerlo vigilado pero no presionarle. Si aquel hombre se ofendía y optaba por abandonar, se verían seriamente perjudicados. Le necesitaban. Y también era patente que preferían no pedir ayuda a los rusos.

Ybarra estaba empezando su desayuno cuando George acababa ya el suyo, así que se levantó y se despidió del capitán.

—¿Comeremos juntos? —le preguntó antes de irse.

—Por supuesto. A las dos en punto iré por usted.

O. K. Por cierto, ¿el doctor Pons…?

—Olvidé decírselo. El doctor está enfermo. Seguramente le sentó mal la cena de anoche. Pero en cuanto se haya recuperado le asistirá como ayudante.

Mejor solo que con un espía experto que pudiera entender cualquier avance en la investigación, pensó George. Aunque no faltó a la verdad ante Ybarra cuando le dijo que el día anterior había sido únicamente una toma de contacto con el libro y que el auténtico trabajo empezaría hoy. Durante la noche, antes de dormirse, había estado pensando cómo iniciar el «asalto» a los símbolos cifrados. Para él, o para cualquier criptólogo, eran como una fortaleza que debía expugnar. Sabía que los pasajes rojos eran la llave del código secreto. ¿Pero cómo? Eso lo ignoraba. Y lo peor era que no tenía ninguna idea concreta, ningún método a seguir que le permitiera ir avanzando, ya fuera con aciertos o con la eliminación de vías inadecuadas.

Aunque en realidad sí tenía una idea, por muy vaga que esta fuera: analizar los símbolos del texto cifrado uno por uno, tratando de que los pasajes rojos le inspiraran algo teniéndolos delante. Tomó una hoja de papel en blanco, abrió el códice por las últimas páginas, donde empezaba el texto cifrado, y copió el primer signo, que parecía el dibujo de dos números ocho entrelazados en vertical y horizontal.

George estuvo más de media hora mirando el símbolo y buscando algo, lo que fuera, en los pasajes rojos. Pero no consiguió nada, ni descubrió una mínima pista, aunque fuese minúscula, de lo que podía significar o de lo que aquello representaba. Copió el segundo signo, compuesto por un círculo atravesado por una línea vertical y cruzado por un aspa.

El resultado fue idéntico y negativo. No parecía haber nada en los pasajes rojos que llevara a poder transformar aquellos signos desconocidos en letras. Los pasajes rojos eran solo texto, como los demás fragmentos del libro, texto normal, aunque escrito en tinta roja y con las líneas sin numerar. Nada más. George dibujó otros tres símbolos: una cruz con un semicírculo a la izquierda, un aspa con un círculo en su centro, y algo así como dos líneas paralelas horizontales y otras dos verticales enlazadas, con las verticales terminadas en curva.

«Muy bien, George —se dijo, dándose irónicamente ánimos—, estás como al principio. Pero, claro, no podía ser tan fácil». Ahora sí que se sentía perdido del todo. No porque creyera que los pasajes rojos fueran a mostrarle con facilidad su íntimo secreto, sino porque estaba en blanco, anulado en su capacidad analítica. Aquellos signos no guardaban ninguna relación con el texto, y era claro que en ningún otro lugar podía estar la explicación más que en el propio texto, como resultaba para él evidente.

En estas disquisiciones se ocupaba George cuando se dio cuenta de que había llegado la hora de comer. Y con ella, apareció también Ramón Ybarra. Propuso a George, al verlo con cara de cansancio, que almorzaran fuera del palacio. Conocía un pequeño restaurante de comida típicamente catalana a poca distancia de allí. Si le daba un minuto, avisaría a un conductor y pediría un coche. George aceptó y agradeció, en su interior, que el capitán no le hubiera preguntado por sus progresos. Cuando los progresos no existen, resulta molesto que a uno le pregunten por ellos. Es como cuando un cazador no ha cobrado apenas presas o un pescador lleva su cesta casi vacía y con peces chicos: parece que los otros le preguntan con el único objeto de fastidiar. No era el caso, por supuesto, pero George se sentía así.

Pilar Varela dio un codazo a José María Zárate, que leía tranquilamente un diario. Se encontraban en el coche, en una zona desde la que podían observar la entrada del palacio del Lluch. Cuando les era posible, y no resultaba sospechoso, cambiaban la ventana de su apartamento por el automóvil y vigilaban la fortaleza, por si George salía. Ella estaba ahora con los prismáticos, que ocultaba dentro de una especie de gorro de lana agujereado. Hacía calor, y no era un escondite muy afortunado, pero eso era mejor que exhibirlos sin tapujos.

Pilar Varela había visto salir un coche negro y dentro, en la parte trasera, estaba segura de que iban George y el criminal de Ramón Ybarra. Reconoció a este último por su inconfundible parche en el ojo. Mientras su supuesto marido, y agente como ella de la inteligencia nacional, arrancaba el motor y les seguía a cierta distancia, ella evocó las atrocidades cometidas por el «capitán» Ybarra desde antes de que comenzara la guerra. Había entrado al servicio del espionaje de la República a mediados de 1934. En realidad, carecía de grado militar. Antes de la guerra, sirviendo ya como sicario del ala más dura del Partido Comunista, había sido operario de una fábrica de bombillas en Tarragona. Su vocación de traidor y delator sirvió bien a sus amos, pues hizo que metieran en la cárcel a los directivos de la compañía por delitos inexistentes relacionados con una conspiración militar. También había sido muy útil en el extranjero como espía del Gobierno. Más tarde, desatada la conflagración, encabezó un grupo de asesinos encargado de «dar el paseo» a terratenientes, sacerdotes y disidentes del régimen. Muchos cayeron también de su propio bando, quitados de en medio por la vía más rápida y quirúrgica: el tiro en la nuca. Algo parecido a lo que Hitler hizo en Alemania en la Noche de los Cuchillos Largos, durante la que mandó asesinar a un buen número de miembros del partido nazi, algunos de los cuales murieron gritando heil Hitler con el brazo en alto.

Su padre había contado a Pilar Varela todas esas cosas terribles, que infundían miedo y tristeza en su joven corazón; un corazón que, a su edad, debería estar pensando en el amor y no en la guerra, la muerte y la destrucción. Pero así eran las cosas en España…

El coche de George e Ybarra se detuvo frente a la puerta de un restaurante llamado Poblet. Pilar Varela lo conocía bien, pues estaba regentado por la esposa de un buen amigo de Ybarra, Josep Mur Serrano, otro canalla al que se conocía por el apodo del Dulce.

—¡Ramón! ¡Ramoncito! —gritó desaforadamente la mujer que había tras el mostrador del restaurante, al ver entrar en el local a Ramón Ybarra.

—¡María! ¿Cómo estás, mujer? —respondió él, también a voz en cuello, pues era pronto y el salón estaba aún vacío, a pesar de que era durante fin de semana cuando iban más clientes.

—Muy bien. Y mejor ahora, contigo por aquí, cagüen to. Cada vez es más caro verte, hijo.

—Voy a presentarte a un amigo de la República, el profesor Nelson Abelyan.

—¿Nelson qué? Coño, Ramoncito, ¿qué pasa con este, que es también de las Brigadas? ¡Vaya nombre raro! —espetó la lenguaraz mujer, sin saber nada de que George no hablara español. De hecho, el profesor Abelyan no lo hablaba, pero él sí conocía muy bien la lengua de Cervantes; y mucho mejor que ella, probablemente.

—Pero qué bruta eres, María, qué bruta… —dijo Ramón, con gesto reprobatorio más bien burlesco—. Menos mal que no puede entenderte.

—Pues entonces… me cago en su puta madre, señor mío —añadió ella, sonriendo ampliamente y mirando a George a los ojos.

Él ni se inmutó, correspondió de inmediato a su sonrisa con otra y le dedicó, por fin, un cálido y mal pronunciado «hola», sintiendo, no ofensa, sino la profunda satisfacción de quien condesciende con los imbéciles. Eso notó George en su interior, aunque se dijera a sí mismo que no estaba molesto.

—Queremos comer. ¿Qué tienes hoy? —preguntó Ybarra.

—Para vosotros tengo unas buenas habas verdes y guiso de carne. Os sacaré de la bodega una botella de vino, vino, y no esa porquería que les cuelo a los demás. Oye, y por cierto, Ramoncito, ¿sabes algo nuevo de mi hombre?

—Nada. Pero no temas. Ese sabe cuidarse.

—Sí, pero estoy algo inquieta por ese cabrón. Hace dos semanas que no sé nada de él y…

—Tranquila, que me informaré y ya te diré algo.

—Bueno, pues venga esa comida para chuparse los dedos… ¡Adela!

Al punto, una jovencita alta y delgada como un palillo, de piel tan blanca como el algodón y expresión triste en los ojos, apareció por una puerta que daba a la cocina.

—Sube de la bodega una botella de Cavernet y luego trae a estos señores dos platos de habas. ¡Vamos, rápido!

Afuera, Pilar Varela y José María Zárate esperaron algo más de una hora, con el coche estacionado detrás de unos arbustos para evitar que el conductor del vehículo militar pudiera darse cuenta de que estaban allí. Trascurrido ese tiempo, los dos agentes nacionales vieron salir de nuevo del restaurante a George y a Ybarra. Los siguieron de vuelta al palacio del Lluch y, sin llegar a detenerse, dieron la vuelta para regresar a su apartamento. Había sido una simple salida normal para comer fuera. Pero, a medida que transcurrieran los días, debían estar más atentos a lo que pudiera suceder.

Ya en el edificio destartalado en el que vivían, José María Zárate preguntó a Pilar Varela si estaba lista para su nueva labor, que empezaría a partir de la mañana siguiente. Ella contestó afirmativamente. Siempre se podía apostar por su eficiencia. Sin duda, era el mejor agente con que contaba el Gobierno nacional en Barcelona. Había heredado las mejores aptitudes de su padre y tenía al valor de un legionario de África. No se dejaba arredrar por las dificultades o los peligros. Actuaba siempre fría y meticulosamente, con precisión, con cautela y con viril arrojo. Por eso era la única mujer que dirigía todo un equipo de espionaje, compuesto en Barcelona por tres células de agentes en la sombra, además de decenas de colaboradores e informadores que ignoraban su identidad y su paradero.

A menudo se preguntaba si su bando era realmente mejor que el enemigo. Cada uno luchaba por sus convicciones, por un modelo de sociedad diferente en el que muchos habían puesto sus esperanzas. Ella conocía las atrocidades de los republicanos. Y también de los suyos. Quería creer que hacía lo correcto y servía a un alto ideal: el de la justicia. Pero no siempre lo tenía claro. Su padre, ecléctico en lo político y religioso en lo ético, solía decir que lo único importante era conseguir una paz duradera. Los regímenes cambian, los pueblos también, pero siempre debe evitarse el asesinato de inocentes, la opresión de los débiles. Aquella guerra entre hermanos debía tener esa finalidad: dar a España un Gobierno sólido y firme, tan justo como ecuánime y caritativo. Lo cual no estaba ni mucho menos garantizado, y menos habiendo visto con sus propios ojos el fusilamiento de hombres cuyo único crimen había sido luchar en el bando republicano.

Muchos de quienes juraron fidelidad a la República ahora se levantaban en armas contra ella. ¿Puede la palabra dada ser más importante que la justicia? No, seguramente no. Sin embargo, no era ajena al hecho de que había también muchos que habían violado sus votos por conveniencia, por simple ambición. O quienes se cegaron a los hechos moldeándolos a su interés.

En todo caso, pensó Pilar Varela para dar por finalizadas sus reflexiones y hacer algo más útil, cuando hay una guerra, cuando hay dos bandos enfrentados, uno debe elegir en cuál está. Nadie es perfecto, nadie tiene la razón absoluta como posesión y la lucha no ha de servir únicamente para decidir el triunfador: el que vence debe luego trabajar en la paz para afianzarla y mejorar la vida de todos, vencedores o vencidos.