1741

Narbona

Los primeros días del nuevo año trajeron frío y un ambiente desapacible. En otoño, el arzobispo de Narbona había muerto a causa de una desafortunada caída mientras galopaba por los campos de las afueras de la ciudad. Se rompió el cuello y nada pudo hacer Laurent Varignon para salvar su vida —sus últimas horas, por lo demás, fueron horrendas—. Desde entonces, el médico estaba al servicio personal del conde D’Allaines. Para ambos fue una suerte la desgracia del arzobispo. Antes se veían con regularidad, pero no con la asiduidad deseada. Ahora ese problema, como monseñor Macci, había desaparecido.

Desde aquella mañana de verano en que el conde mostrara a Varignon el códice, el médico había estado tratando de desvelar su misterio con ansias rayanas en la obsesión. La promesa de la Gran Obra parecía estar asegurada a quien lograra desentrañar el secreto código. El dorado elemento… Pero todos sus intentos fueron en vano. Sus conocimientos de alquimia solo le serían útiles una vez revelado el texto, y sus matemáticas no eran lo bastante profundas como para resolver el críptico código.

Por ello, a finales de año, antes de la Navidad, el médico propuso al conde que reclamara los servicios de un famoso matemático polaco, llamado Juliusz Kosler, discípulo del gran Gottfried Leibniz, y que desempeñaba el puesto de catedrático en la Academia de Ciencias de la Universidad de la Sorbona. Así lo hizo Gilbert. Y Kosler, soltero recalcitrante, aceptó gustoso la invitación de pasar unos días de vacaciones en el sur, en casa de un noble que lo agasajaría cumplidamente, y estudiando un «libro de características únicas».

En su carta, el conde no especificó mucho más, salvo que se trataba de un reto matemático apto únicamente para el «científico más preclaro del continente». Kosler no sabía si él era ese científico, pero, intrigado por las palabras del noble, que iban acompañadas de una referencia a Laurent Varignon, el célebre médico, decidió trasladarse a Narbona durante la Navidad. Si monsieur Varignon afirmaba que el reto era real, entonces no había duda de ello.

En efecto, el reto era auténtico y genuino: tanto que Kosler, incapaz de superar el cifrado, decidió alimentarse solo a base de una dieta ligera y café para, al parecer, estimular su mente. También se hizo colocar en la biblioteca una especie de campana que un lacayo del conde debía tocar cada hora. Se trataba, en efecto, de un hombre maniático. No era un experto en griego, pero asumió filosóficamente que la codificación matemática debía estar por encima de todo lo demás. Las matemáticas lo eran todo para él, su verdadero dios creador del mundo.

Pasaron los días de frío y ventisca. El matemático seguía con sus pruebas. Intentos y más intentos que se estrellaban contra dura roca. Hasta que, una noche, ya entrada la madrugada, solo en la biblioteca, con la única compañía de una jarra llena de café, tuvo una idea que quizá… Que podía ser… ¿Estaba en lo cierto? ¿Había descubierto el enigma? ¿Era tan sutilmente simple? Kosler se levantó de la silla y dio varios pasos sin rumbo por la estancia. Esa noche había bebido litros de denso café. Estaba sobrexcitado. De pronto sintió una repentina y honda confusión. Se echó las manos a la cabeza al mismo tiempo que estallaba en un ataque de risa sardónica. En un instante había perdido el equilibrio y caía hacia atrás. Era un hombre muy alto y robusto, y el impacto de su nuca contra el esquinazo de un mueble fue terrible.

Cuando un criado lo encontró a la mañana siguiente, muerto en medio de la biblioteca, con el cuello partido, al igual que el arzobispo unos meses atrás, aún había una extraña y enigmática sonrisa en sus labios morados.