La aviación republicana ataca el acorazado España en las costas del mar Cantábrico. Se inician las conversaciones para la creación de un nuevo Consejo de la Generalitat.
Barcelona, 3 de abril, sábado
El tiempo había cambiado totalmente de un día para otro. La mañana era espléndida e invitaba a salir y disfrutar de los cálidos rayos del sol de primavera. Aunque no tan temprano, quizá. Ramón Ybarra despertó a George a las siete en punto y le dijo que en media hora vendría a buscarle para ir al comedor y tomar juntos el desayuno. No es que fuera una orden, ni mucho menos, pero las palabras del militar fueron autoritarias a pesar de su pésimo inglés.
A las siete y media, ni un minuto más ni un minuto menos, George bajaba de su habitación, con los ojos semicerrados y una gran nostalgia de su lecho, en compañía del capitán Ybarra. Pensó en la puntualidad tan estricta que mantenían: ni que fueran alemanes. Los españoles, al menos eso se suponía, eran muy individualistas y desobedientes. A un español hay que obligarle a hacer las cosas o dejarle a su propia iniciativa. Los alemanes, sin embargo, son personas sumisas y dóciles con el mando. Por eso daban tanto miedo. Una nación entera capaz de seguir a un líder hasta la muerte, como un rebaño de ovejas sin cerebro pero con fusiles y armas mucho peores.
George odiaba a los nazis, pero no a los alemanes, en realidad. Al contrario, su admiración por los prohombres de ese pueblo europeo llegaba a elevadas cotas. Sus filósofos, como Hegel, Kant, Nietzsche; sus músicos, como Beethoven, Bach, Wagner, Mozart (pues Austria es un «país alemán»); sus científicos, como Planck, Hertz, o el mismo Einstein… El gran Albert Einstein, judío, sí, pero alemán, y posiblemente el más grande físico moderno. Los postulados de Hitler eran despreciables, al igual que los del principal ideólogo del racismo, Alfred Rosenberg. Mientras ellos lucubraban sus delirios, Einstein daba al mundo una nueva visión del mismo y un nuevo significado. George recordó entonces las palabras leídas en el códice, cuando Platón decía algo parecido de la enigmática mujer extranjera que recogió en la playa.
El desayuno fue sabroso, aunque algo ligero para lo que George estaba acostumbrado. El jamón a la plancha estaba delicioso, tanto como las rebanadas de pan tostado con aceite y tomate, el pan tumaca, muy típico en Cataluña. Era curioso que tuviera tanta hambre, dadas las circunstancias, y también que no se notara alterado. Incluso había dormido bien, mucho mejor que su última noche en Burgos o las pasadas en Inglaterra y Francia. Volvió a pensar en el libro de Jerome K. Jerome: aquello era la tranquilidad propia de la falta de opciones entre las que elegir. Ahora jugaba a todo o nada.
En cuanto terminaron de desayunar, Ybarra acompañó a George a la biblioteca del palacio. En una habitación aneja a la sala de lectura, repleta de estanterías con cientos de libros, reposaba el códice bajo un lienzo de algodón crudo para evitar la acumulación de polvo. Antes de retirar el cobertor y tocar y ver por primera vez las tapas de aquella obra, George pensó que su investigación era doble, pues habría de seguir dos caminos distintos: uno, tratar de autentificar el texto como genuino de Platón; y la otra, la más excitante y retadora, encontrar el código oculto entre sus páginas y descifrar el mensaje final. Para lo primero, quizá carecía de los conocimientos adecuados. Al menos para conseguir una autentificación inapelable. Pero en el segundo caso, estaba seguro de que sí disponía de las herramientas intelectuales necesarias. Cuestión distinta era si llegaría a lograr su objetivo. Eso estaba por ver, naturalmente. Y sobre todo, ardía en deseos de confirmar si su teoría era cierta, si algunos fragmentos del texto estaban caligrafiados en color rojo.
—Aquí lo tiene, profesor —dijo Ramón Ybarra en su inefable inglés, al tiempo que descubría el códice. George se quedó embobado mirando su tapa superior y la bella rosa que lo ilustraba—. El general me ha pedido que le transmita varios mensajes. Puede usted pedirme a mí personalmente todo lo que requiera para su estudio, tanto en lo que se refiere a material como a colaboradores. El general supone que le vendrá bien algún ayudante, y por eso se permite ofrecerle la asistencia del experto que mencionó su nombre para acometer este trabajo.
A George, embobado todavía, le dio un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Si aquel experto había sugerido al profesor Abelyan, era factible que lo conociera en persona. Si así fuera, toda la operación se iría al traste y su vida correría peligro. Al fin y al cabo sería, a los ojos de la República, un espía enemigo infiltrado nada menos que en el Estado Mayor de Barcelona.
Ramón Ybarra continuó:
—También me ha pedido el general que le transmita su intención de que prolongue sus investigaciones el tiempo que haga falta. No debe tener prisa, si la prisa supone errar en la meta final. Aunque espera que, con su talento, todo se resuelva lo antes posible. No se sienta presionado. Si necesita despejar su mente, yo mismo le acompañaré a visitar la ciudad, la playa o museos y lugares de interés. De hecho, tenemos pendiente la visita prometida al parque Güell, que gustosamente le mostraré cuando usted lo desee. Hoy puede dedicar el día a una primera toma de contacto. Esta noche, en la cena con el general, le presentaré a nuestro experto, el doctor Zenón Pons I Vendrell. Como usted, es matemático y también un importante médico famoso en toda Cataluña. Si tiene alguna cuestión que formularme…
George seguía turbado por la idea de que el tal Zenón Pons pudiera desenmascararlo. Tuvo deseos de preguntar a Ybarra si aquel hombre lo conocía en persona, pero resultaba absurdo hacerlo: tendría que descubrirlo él mismo, que supuestamente era el profesor Abelyan. Entonces se le ocurrió un modo de averiguarlo sin descubrirse.
—Capitán, por favor, solo tengo una duda. ¿Por qué el doctor Pons me eligió a mí?
—Ah, creía que se lo había dicho en su carta —dijo Ybarra con cierta expresión de asombro.
«Mal, muy mal», pensó George en su interior, aunque sin inmutarse exteriormente. Sin embargo, y por suerte para él, el militar pareció no darle ninguna importancia y respondió con toda naturalidad:
—Es un admirador de sus trabajos y sabe de su marxismo militante. ¿Qué mejor que uno de los nuestros para venir a ayudarnos?
—Por supuesto, capitán, por supuesto. Debo agradecerle al doctor su confianza.
—Como le he dicho, podrá hacerlo en persona esta misma noche durante la cena de bienvenida que el general Boada le tiene a usted preparada.
—Será un placer asistir a esa cena y saludar a mi amable colega.
—Bien, profesor —dijo Ybarra, satisfecho—, yo he de retirarme. Si me necesita, llame al centinela de la puerta. Él se encargará de localizarme. Únicamente debo recordarle, como ya sabe usted, que esta investigación debe mantenerse en estricto secreto. Durante la cena limítese a decir que es un criptólogo encargado de diseñar códigos para comunicaciones de radio. No lo olvide, por favor. En fin, le dejo solo. Que tenga suerte. ¡Salud!
—¡Salud!
George se estaba ya cansando de esa cantinela y de levantar el puño. En la zona nacional no extendía el brazo para saludar, ni se le hubiera ocurrido hacerlo bajo ninguna circunstancia. Pero aquí la situación era otra, y no por la ideología, a cual más perversa: se había infiltrado allí simulando ser otra persona y no era momento de hacer ascos morales a un simple gesto, para él carente de significado o valor. En realidad, lo importante estaba en que ahora tenía ante sí el códice original y, por el momento, todo había salido bien. Hasta la cena, al menos, podía estar tranquilo. Se le pasó por la mente la idea de escapar, pero enseguida la olvidó como si nunca hubiera existido. Debía comportarse como un hombre, como un español. Esbozó una sonrisa, y se sentó para examinar el libro.
Como siempre que las ansias de hacer algo, lo que fuera, le invadían, se obligó a sí mismo a actuar con sosiego y tomarse su tiempo para cada cosa. Primero observó cuidadosamente las tapas del códice, de piel teñida de un brillante tono azul. La rosa inserta en la portada, hecha a base de pan de oro y tinte bermellón, era una auténtica filigrana. El paso del tiempo casi no la había deteriorado, salvo por algunas rascaduras y pequeños golpes. La tapa posterior, peor conservada, exhibía una especie de mancha que había ajado parte del cuero. Detrás de la cubierta venía la alfombra, de formas sinuosas y colores diluidos, como el reflejo de la luz en una mancha de aceite. Solía emplearse ese tipo de protección entre el interior de la tapas de un libro y las páginas de inicio y final. Después, George llegó a las hojas que ya había visto en las fotografías, pero ahora sin la sencilla gama de grises de aquellas tristes reproducciones.
La Rosa del Mar, leyó George, de nuevo, aquel hermoso título escrito en lengua griega clásica. Pero hubo algo ya en esa primera página que no había visto antes, un marco rojo que bordeaba los márgenes de la misma. «Esto es prometedor», se dijo, con ganas de pasar las hojas en busca de los fragmentos perdidos. Aunque se contuvo. Fue examinando página a página sin acelerarse, por mucho que su corazón latiera cada vez más deprisa. Su boca estaba seca y sus oídos percibían claramente cada pulsación de la corriente sanguínea en sus venas.
Si en las reproducciones fotográficas ya se había percatado de la belleza de aquella obra medieval —una obra con más de setecientos años de antigüedad, quizá ochocientos—, ahora estaba maravillado y asombrado en la misma proporción. Pocas veces había tenido el privilegio de admirar un libro de semejante factura, tan perfecto y bien conservado, tan soberbio que haría palidecer de envidia a cualquier ilustrador o impresor moderno. Ya no se hacían maravillas como aquella, de la misma forma que no se construían catedrales, sino edificios de oficinas o viviendas diminutas. A lo más, feas residencias de ricos sin gusto, palacios de exposiciones mediocres, sedes de departamentos gubernamentales, rascacielos en América y, con notables excepciones, otras cosas sin valor para la futura historia. Las ruinas que dejará la práctica totalidad de las obras del siglo, al menos por ahora, no merecerían ese calificativo, sino únicamente el más adecuado de escombros inservibles.
Si algo admiraba George de las sociedades antiguas era su afán de elevar la mirada a las alturas. Aunque uno careciera de fe, ese deseo de elevarse, ese idealismo, debía resultar admirable para cualquier hombre y un ejemplo de grandeza. No es que todo lo demás fuera igual, pues la Antigüedad estaba también repleta de injusticias y barbarie, pero las dos últimas centurias, si no más, habían erigido un nuevo altar coronado por el dinero, el bienestar, la felicidad del burgués sin otras ambiciones que pasar una vida cómoda y sosegada.
Estos pensamientos sorprendieron al mismo George: ¿no se estaría volviendo comunista?, se preguntó con humor. No, la doctrina de Karl Marx y sus discípulos no había traído al mundo la justicia, que en el fondo es lo único que importa, sino una opresión semejante a la de los autócratas con poder sobre la vida y la muerte. Un nuevo zar rojo sustituía en el Kremlin de Moscú a los antiguos zares, egregios pero inicuos con el pueblo. La Revolución bolchevique de octubre de 1917, según la opinión de George, había sido tan justa como inevitable. Una nación no puede ni debe someterse al yugo de un dictador sin sentimientos, un monarca capaz de vender siervos como si fuesen cabezas de ganado. Pero el asesinato ulterior de la familia real, y los aún más sanguinarios acontecimientos que siguieron, deshonraban al nuevo régimen de los sóviets.
La libertad es el único don por el que merece la pena morir y por el que, llegado el caso, es admisible matar. El estudio de aquel códice, para George, no podía en ningún sentido justificar una muerte, pero si él era descubierto y lo mataban, al fin y al cabo sería una víctima inmolada en aras de la libertad, del derecho al conocimiento, del derecho a descubrir al mundo su pasado. Es lícito poseer bienes materiales, pero todo lo etéreo, la belleza del mar o un cielo estrellado, el deleite de la lectura o la música, la escalada a la montaña del conocimiento, donde el aire es más frío y más puro, donde, como decía Nietzsche, el torrente vacía la copa en su ímpetu, antes de llenarla… todo ello debe pertenecer al común de los mortales. Cada uno debe tener acceso libre a esa ancha pradera, sin límites ni puertas. Que sea uno mismo el que decida recoger la fruta madura del árbol o tumbarse en la hierba bajo la sombra. La caverna de Platón no está más que en el ánimo de los hombres. Unos prefieren vivir en la tranquila oscuridad de la gruta, mientras otros osan abandonarla y salir al mundo exterior y desconocido, donde brillan el sol y la luna, y las estrellas guían el camino del que ignora la meta, pero aun así la busca con ahínco.
Los malditos nazis, de nuevo, se dijo George, le habían robado a Friedrich Nietzsche, del mismo modo que habían hecho con Richard Wagner. Se adueñaron de aquellas dos gigantescas figuras de la cultura occidental más reciente. Tomaron de ellos lo que les interesaba y lo tergiversaron en su provecho. Sostenían sus razonamientos en la alteración arbitraria de las ideas de aquellos dos grandes hombres. El mismo Heinrich Himmler, el jefe de las funestas SS alemanas, había estado tentado en su juventud de comprar una finca en Turquía porque interpretó de forma literal las palabras de Nietzsche cuando hablaba del «amor a la tierra», que no significaba cabalmente hacerse campesino, sino valorar los dones de nuestra vida sin fiarlo todo a los mundos futuros prometidos por las religiones.
La sucesión de páginas del códice se entremezclaba con los pensamientos de George, emocionado en lo más íntimo de su ser. Hasta que llegó a una que disolvió todas sus dudas y supuso la ratificación de la teoría que lo animara a iniciar aquella arriesgada misión. En una de las hojas había un breve fragmento escrito en el color que la fotografía ortocromática no podía registrar: un rojo tan vivo como la sangre recién derramada, pero aún más brillante. Allí estaba. El paso de los siglos no lo había deteriorado apreciablemente y exhibía un orgulloso esplendor. George lo leyó con extrema atención. Más allá de la comprensión de su significado literal, buscaba penetrar su íntimo secreto. Sabedor ya de que estaba en lo cierto, se dedicó a pasar las páginas y anotar en una libreta todos los fragmentos, tal y como figuraban en el libro. También tuvo razón al pensar que no habían sido numerados, pues se trataba de inserciones poéticas ajenas al texto en sí. Eran las palabras de la extranjera, cargadas de simbolismo. Aquella mujer tenía una concepción de la realidad —Platón lo percibió claramente— que iba muy lejos de la más avanzada en aquella época. En cierto sentido, aunque el libro fuera una falsificación medieval, en el propio Medievo resultaba inconcebible tan aguda percepción. Ese era también un gran misterio, merecedor de estudio aparte; una tercera vía a añadir a las otras dos: autentificar la obra y descifrar el enigma. Aunque George estaba allí, sobre todo, para la última de ellas.
El resto de la mañana y, después de almorzar con Ybarra, también durante toda la tarde, George estuvo analizando aquellos pasajes del códice que debían encerrar el método de cifrado que buscaba. Los «pasajes rojos», como los bautizó —sin demasiada imaginación, es cierto—, no parecían contener nada especial. No había símbolos dibujados entre las letras griegas. Pero, claro, tampoco él confiaba en que resultara tan fácil descubrir el código. En caso contrario, no habría hecho falta reclutar al prestigioso profesor Abelyan. O a George mismo, álter ego de este, a todos los efectos, en el bando contrario. Aunque, se repitió una vez más, él no colaboraba realmente con nadie.
En eso le asaltó una nueva duda. Si Ignacio Varela sospechaba que él no era un verdadero espía suyo, y suponiendo que hallara en el libro un secreto de gran relevancia, es decir la piedra filosofal o algo por el estilo, y por muy descabellado que esto llegara a sonar, ¿no creería Varela que podría huir con el secreto y no revelárselo a nadie, o entregárselo a sus compatriotas estadounidenses? Ya le había avisado del peligro de desvelarlo a los republicanos y que estos, para preservar el secreto solo en sus manos, pudieran asesinarlo. ¿No estarían dispuestos los nacionales a hacer algo similar? En su afán académico, no se le había pasado por la cabeza tal cosa, pero ahora que lo consideraba fríamente, tenía una responsabilidad con lo que descubriera y también debía preocuparse de su pellejo. Si uno de los dos bandos de la Guerra Civil en España obtenía un poder semejante, aplastaría con toda probabilidad al contrario; y por sus alianzas con el extranjero, bien el régimen nazi alemán o el comunista ruso heredarían con seguridad el secreto. Y eso no debía ser. No podía ser.
Ahora comprendió George con toda claridad, con la misma transparencia que el cielo de aquel día luminoso, que Varela habría previsto esas posibilidades desde el inicio de la misión. Tenía que haber alguien más infiltrado entre los republicanos. Ese agente hipotético garantizaría de algún modo que él no escapara con lo que pudiera descubrir. George no sabía cómo o de qué modo, ni tan siquiera podía imaginarlo, pero le resultaba evidente. Se le habían abierto los ojos. Allí debía de haber alguien vigilándole.
Por un momento, un breve instante fugaz como una centella, consideró la posibilidad de destruir el libro. Pero recapacitó enseguida y comprendió que ni él como investigador tenía derecho a hacerlo ni, en suma, podía sustraerse al embrujo que para su intelecto significaba aquel estudio. Sería después, cuando hubiera desentrañado el misterio, si lo lograba, cuando tendría que empezar a preocuparse de qué hacer con el libro y cómo mantener su propia integridad física. Estaba en la boca del lobo, como pensó antes de iniciar la misión, pero ahora lo comprendía de veras. Hiciera lo que hiciese, el peligro era grande.
Turbado por los aciagos pensamientos que le sobrevinieron por la mañana de su primer día de investigación del códice, George se dispuso a vestirse para la cena de bienvenida, en honor suyo, de la que le había hablado Ramón Ybarra por la mañana. Ya no temía tanto por él cuanto por las consecuencias de su eventual y ansiado descubrimiento. Era como si, frente a una situación de mayor gravedad e importancia, el espíritu humano se sobrepusiera a sus miedos íntimos y elevara sus miras al bien común. También era probable —y esto sirvió a George de válvula de escape— que todo aquello de la «piedra filosofal» o el «elixir de la vida», y demás paparruchas de la alquimia, no fuera más que eso, una majadería de aprendices de brujo y charlatanes. Aunque también tomaron por loco a Heinrich Schliemann, el arqueólogo alemán que descubrió las ruinas de la antigua cuidad de Troya, cuya guerra fuera narrada por Homero en la Ilíada. Entonces muchos tópicos de la arqueología y la historiografía se quebraron, pues quedó demostrado que los mitos de la Antigüedad podían no ser absolutamente falsos y poéticos, sino tener una base real y bien tangible. Quizá ese fuera también el caso de la Atlántida —narrada por Platón en sus diálogos Critias y Timeo— y, por qué no, de la búsqueda de los alquimistas.
George prefería no darle más vueltas. El tiempo, inexorable e insobornable, daría la solución tarde o temprano, a través de él o de cualquier otro. Admitió por tanto su condición de pieza en el juego de ajedrez del destino y asumió su tarea. Llegado el momento, decidiría qué camino tomar.
Acababa de terminar de anudarse el lazo de la corbata cuando unos golpes en la puerta de su habitación le sacaron de sus pensamientos y le hicieron volver a la realidad. Era Ramón Ybarra —cómo no—, que iba a recogerle a la hora exacta que le había anunciado para la cena. Incluso, comprobó George mirando el reloj de bolsillo que pertenecía realmente al profesor Abelyan, el tuerto militar llegaba con medio minuto de adelanto, si es que el cronómetro estaba bien ajustado.
—Enseguida salgo —dijo George, desde dentro en inglés.
—Bien, profesor —respondió el hombre—. Le espero aquí. No se demore, por favor.
Cuando George salió, un par de minutos después, esperando que aquello no se considerara un gran retraso teniendo en cuenta la estricta puntualidad de aquella gente, Ybarra le avisó una vez más de que no hablara sobre la auténtica naturaleza de sus investigaciones. George sabía que el general había decidido que fingiera estar desarrollando una nueva clave de cifrado para los mensajes emitidos por radio. La captura de buques con mercancías para la República por parte de los nacionales, al conseguir descifrar sus códigos secretos, hacían necesario el desarrollo inmediato de sistemas alternativos. Ybarra también le informó de que habría otro invitado especial esa noche, un actor australiano, fiel a la causa de la República, pero que deseaba no llamar la atención para evitar que le perjudicase en su incipiente carrera en Hollywood.
—¿Cómo se llama? —preguntó George.
—Leslie Thomson.
—Creo que no le conozco…
Los dos hombres atravesaron el patio. Varios centinelas hacían la ronda por el perímetro. Otros custodiaban la entrada, un amplio arco con una verja de hierro forjado. Afuera había también varios guardias vigilando el exterior de la fortaleza. Desde la ventana de la sala donde se guardaba el códice podía verse a dichos soldados en su ronda. George se había fijado en que eran suficientes como para abandonar toda esperanza o intención de perpetrar un robo. Ignacio Varela tenía razón.
El salón comedor del palacio estaba ocupado por una decena de mesas circulares de unos doce comensales cada una, en un amplio espacio rectangular de aproximadamente quince metros de lado, distribuidas en torno a una central algo mayor. Solo esta última mesa estaba preparada, mientras que el resto quedarían vacías esa noche. Cuando George llegó, acompañado por el capitán Ybarra, un grupo de personas charlaban amigablemente en corrillo. En este, George distinguió al general Boada. A su lado tenía a otros militares de alta graduación, así como las que, con toda probabilidad, eran sus esposas. Todos lucían trajes de gala y tenían copas en las manos. Ybarra indicó a George que se acercaran a ellos.
George caminó con paso seguro hacia el grupo. Aquella era la prueba de fuego: si el profesor Zenón Pons no le reconocía, entonces ya todo debería ir como la seda en adelante y habría superado los principales obstáculos. Siempre que no cometiera un lamentable error hablando en español o delatándose por algún detalle erróneo de su personaje.
—Profesor, me alegro de verle. ¿Desea tomar un vino antes de presentarle a estos amigos? —saludó el general en inglés, e hizo un gesto a un camarero para que se acercara.
—Sí, gracias —respondió George—. Un vino blanco.
El general fue presentándole a los militares y, efectivamente, a sus esposas. No se había equivocado al pensar que lo eran. También le presentó al profesor Pons. La expectación de George fue grande. Sintió su corazón encogerse hasta que el viejo médico le saludó con efusión y sin ningún gesto extraño. Para finalizar, conoció a otros dos hombres, André Marty, el francés que dirigía las Brigadas Internacionales, y el actor australiano que había mencionado Ramón Ybarra, Leslie Thomson. Nada más contemplarle, George pensó que le sonaban su rostro y su fino bigote. Le resultaba familiar, aunque no conseguía acordarse de dónde lo había visto. En cuanto a André Marty, si la mirada de un solo ojo de Ybarra era capaz de helar la sangre, la de aquel, duplicada, podría congelar la de hombres como este. Nada más saludarle, por el modo en que lo hizo, sus gestos y pose, George se dio cuenta de que aquel hombre era un auténtico ser despiadado.
Zenón Pons no hizo más que sonreír y deshacerse en halagos hacia el supuesto profesor Abelyan. Se trataba de un tipo bastante servil y desagradable, pero eso significaba y hacía patente que no conocía al profesor en persona. George podía estar tranquilo. No sabía por qué, ni había auténtico motivo para ello, pero se sintió de repente eufórico y totalmente sereno.
Al poco, el camarero regresó con el vino blanco que se le había pedido. La conversación continuó, con el general Boada, el profesor Pons, André Marty, Leslie Thomson y George formando un nuevo y más pequeño corrillo. Ybarra se quedó aparte, como solía hacer, cual si fuera el perro fiel de su amo.
—El señor Thomson nos honra hoy también con su presencia —dijo el general, ante la expresión algo tímida del aludido—. Aunque es australiano de nacimiento, ha venido de los Estados Unidos, como usted, para servir en las Brigadas. Estoy seguro de que ha visto usted alguna de sus películas.
—No lo sé. El caso es que sí creo haberlo visto antes. Lo estaba pensado, pero…
—Quizá me conozca por otro nombre —intervino Thomson—: En mis películas aparezco como Errol Flynn.
—¡Claro! Ahora sí que lo recuerdo. Es usted el protagonista de El capitán Blood, junto a Olivia de Havilland.
—Ah, veo que le gusta el cine —dijo el general.
—Menos de lo que puede parecer —respondió George—. Lo tomo como una mera distracción. Pero no se ofenda —añadió, dirigiéndose a Thomson (o Flynn)—, creo que es usted un actor muy prometedor. Mis películas preferidas son las humorísticas: las de los hermanos Marx, Buster Keaton, Laurel y Hardy. Ya sabe.
—De todos modos, agradezco sus palabras, y más aún viniendo de un hombre de su cultura. El general me ha informado de que es usted criptólogo. —Flynn pronunció esa última palabra como si se tratara de algo místico y desconocido.
—En efecto. Preparo claves de cifrado para comunicaciones de radio.
—Un trabajo interesante, desde luego. Si tenemos oportunidad, me encantaría que me explicase usted algo sobre la criptología.
—Bien, señores —anunció entonces el general—, podemos sentarnos a la mesa.
La velada transcurrió sin contratiempos y con una animada conversación a varias bandas entre George, Errol Flynn, el profesor Pons y el general Boada. Marty se mantuvo callado durante toda la cena y la sobremesa posterior. Hubo momentos en que George lo miraba de soslayo y pudo comprobar cómo aquel hombre de aspecto aterrador dirigía sus ojos al infinito. A veces incluso sonreía sin aparente motivo. Como decía Julio César a Marco Antonio en la obra de Shakespeare, refiriéndose a Casio, Marty podría ser «uno de esos hombres que rara vez se ríen, y si lo hacen, parecen desdeñar el humor que les hizo sonreír».
Ybarra, sin embargo, departió más de una hora con la bella mujer de un coronel, mucho más joven que este, y que a pesar de su más alta graduación no hizo otra cosa que observar a ambos con gesto torcido. Quedaba en evidencia que el grado militar, de por sí, no era lo más importante en el Ejército republicano.
—¿Usted cree que lo conseguirá, mi general?
Tras la cena, Boada e Ybarra se quedaron unos momentos para hablar a solas sobre el cometido del ilustre sabio americano.
—No sabría decir, Ybarra… No soy un entendido en criptología, criptoanálisis y todas esas cosas científicas. Las matemáticas nunca han sido mi fuerte. Pero parece ser que el profesor Abelyan es uno de los mayores expertos en tales disciplinas.
—Y además marxista hasta la médula.
—Sí, aunque eso no es lo que me preocupa.
—¿Señor…?
Ramón Ybarra no entendía el motivo de que el general Boada estuviera preocupado. Ni lo habría imaginado siquiera.
—El problema son los rusos. Ya sé que son nuestros aliados y nos apoyan en esta guerra. Pero…
—No le entiendo, mi general.
—¿Tú querrías que España se convirtiera en un dominio suyo?
—En absoluto. Claro que no. Pero ellos nunca…
—Ya. Ellos nunca han querido eso, ¿verdad?
—Por supuesto. El comunismo no sabe de colonias ni de imperios.
—Cierto, Ramón, pero la Unión Soviética, sin embargo, es el país más grande del mundo y podría decirse que mantiene el imperio oriental heredado de los zares.
Ybarra guardó silencio. No parecía comprender las palabras del general; o quizá producían en su mente una agitación de ideas que no era capaz de admitir.
—Sí, amigo mío, los rusos son nuestros aliados, pero nuestro verdadero objetivo es hacer una España republicana, sin siervos ni opresores, sin miedo a los poderosos. Una España del pueblo, de todos, sin exclusiones.
El general se detuvo un instante. Apretó los labios y cerró los ojos. Evocaba para sí un mundo más justo, un mundo sin bandos ni intereses personales que propiciaran el sufrimiento de millones. Ybarra lo miraba con expresión neutra.
—Tú encárgate de que el profesor trabaje a gusto —continuó el general—. Y vigílalo sin que se dé cuenta. Si te enteras de que consigue algo, incomunícalo de inmediato y me lo dices sin perder tiempo. Que el presidente Azaña decida entonces.
—Y, llegado el caso, ¿qué haremos con Abelyan? Si lo que pone en ese libro es realmente importante, ¿no sabrá él demasiado? Nos convendría eliminarlo…
—¡Eso no, Ramón! No somos asesinos. Tendremos que confiar en su palabra y su fe en el comunismo.
—Sí, señor —aceptó Ybarra. Pero en su íntimo fuero sabía que eso no era tan fácil. El general Boada se engañaba si creía que la República o la Unión Soviética permitirían seguir viviendo a un hombre que dispusiera de un secreto crucial para ellos. La revolución mundial, a la que se habían consagrado los seguidores de la doctrina de Marx, establecía una prioridad fundamental: el bien del Estado por encima del bien de un individuo. El bien común a cualquier coste.
Era tarde, y los dos hombres se separaron para irse a dormir. Cada uno, antes de cerrar los ojos y esperar a un nuevo día, evocó para sí muy distintos pensamientos.