Los católicos norteamericanos intentan presionar al jefe del Gobierno vasco, Aguirre, para que se rinda a las fuerzas nacionales. Reunión entre los líderes republicanos Líster, Nenni, Valdés y el comandante «Carlos».
Barcelona, 2 de abril, viernes
George y Ramón Ybarra habían llegado a Barcelona a la hora del crepúsculo. El viaje por Francia fue lento y pesado. El automóvil en que lo hicieron era casi una antigualla, que más de una vez los sorprendió con una explosión imprevista o con vapores provenientes del radiador debidos al sobrecalentamiento. La primera noche la pasaron en Aurillac, una hermosa localidad de la Auvernia, en una posada que debía de tener más de cien años, regentada por un amable matrimonio de comunistas católicos.
A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, Ramón despertó a George y continuaron su camino hacia el sureste. Llegaron a Perpiñán a la hora de comer. Almorzaron una excelente comida típica de la región y partieron de nuevo, sin más descanso, hacia la frontera con España. Atravesaron los Pirineos y llegaron a Figueras, desde donde fueron bordeando la costa hasta su destino final: Barcelona, la Ciudad Condal, un espléndido y elegante núcleo urbano y capital de Cataluña.
Allí había nacido el padre de George, y él la había visitado una vez en 1934. Comparada con Madrid quizá tenía menos solera, pero indudablemente era más europea y moderna, y la zona conocida como el Ensanche, trazada sobre una cuadrícula atravesada por la vía Diagonal, resplandecía como un centro de majestuoso esplendor económico, tanto industrial como comercial o bancario. Lo que más llamó la atención a George en aquel viaje fue el agudo sentido de la nacionalidad de los catalanes, que llegaba en algunos casos al afán separatista. Él, como norteamericano, no podía comprender bien ese deseo. Su padre se consideraba español. También catalán, por supuesto, pero sobre todo español. Su familia provenía del norte de Castilla y se había establecido en Barcelona solo un par de generaciones antes. También tenía, además de castellanos y catalanes, antepasados vascos, por lo que era incapaz de sentir sus raíces en una única región determinada.
Ramón Ybarra le informó, mientras atravesaban la ciudad por la Diagonal, de que el palacio del Lluch quedaba a unos minutos de donde estaban ahora. Pasaron ante la casa Milà, una famosa obra de Antonio Gaudí, el reverenciado arquitecto; y también vieron de cerca la única fachada ya construida de la mal llamada catedral de la Sagrada Familia (que en realidad es un templo expiatorio, siempre a la espera de donaciones anónimas). George simuló no conocer esas obras, pues Abelyan nunca había pisado España. Expresó ante el hombre, que parecía muy orgulloso al mostrárselas, su asombro por la belleza de dichas construcciones, lo que hizo que este le prometiera acompañarle un día a visitar el parque Güell. A George, en realidad, le disgustaba bastante el estilo modernista, o el art nouveau, como lo llamaban los franceses, pero hubo de aceptar la invitación para no resultar descortés.
A prudencial distancia del vehículo en que George estaba siendo conducido al palacio del Lluch, un pequeño coche negro le seguía. En él iban dos personas, un hombre y una mujer, ambos agentes nacionales. Conocían la matrícula por otros agentes que se la habían transmitido por radio en clave desde Calais. En Perpiñán se les siguió también la pista y se envió un nuevo informe, corroborando la información. Desde que llegara a Barcelona, George debía ser vigilado por los dos agentes del coche negro: José María Zárate Martín y Pilar Varela González.
Para enajenarse de la conversación en macarrónico inglés con Ramón Ybarra, George bostezó fingidamente, apoyó la cabeza en el borde del asiento y cerró los ojos. Trató de dejar su mente en blanco. Se sentía extrañamente tranquilo. Quizá se debía a la «indiferencia propia de la desesperación», como recordaba haber leído de joven en un pequeño y magnífico libro humorístico del inglés Jerome K. Jerome. En unos diez minutos, el coche llegaba a la entrada de la fortaleza. El suboficial de la garita se acercó a ellos. Cuando vio la cara de Ramón Ybarra y se dio cuenta de quién era, abrió los ojos como si se hubiera dado un susto y se cuadró ante él. Parecía aturdido y no acertaba a decidir si pedirle o no la documentación. El propio Ybarra se la mostró y el suboficial ordenó a los centinelas que levantaran la barrera y les dejaran acceder al interior. Estaba claro que aquel hombre, Ybarra, no solo producía desasosiego en el ánimo de George.
Aparcaron el automóvil en una zona reservada a los vehículos oficiales. Caminando ya por el patio, George pudo ver a dos militares del Ejército Rojo, dos soviéticos de piel lechosa, rostros anchos y pómulos salientes. Tenían cierto aspecto de orientales. «Quizá tenga suerte y hasta aprenda ruso», se dijo George bromeando consigo mismo, aunque era cierto que siempre había querido conocer esa lengua de la que sabía poco más que el modo de pronunciarla y su transcripción alfabética. «Pobres rusos —pensó también—, no han tenido un motivo de verdadera alegría en toda su historia, y ahora les cae encima ese tirano de Stalin». La simpatía que George sentía por los rusos se debía a su habitual comparación con los castellanos. Julio Verne decía, en su obra Miguel Strogoff, que los habitantes de las estepas tenían el mismo aspecto sobrio y digno de aquellos, aunque sin su mirada profundamente orgullosa.
En la zona nacional, los rusos eran sustituidos por alemanes e italianos. Los segundos solían ser personas amables y simpáticas, pero los primeros… Los pilotos y oficiales germanos de la Legión Cóndor le parecían, por lo general, unos estúpidos y unos estirados. Cuando a un alemán se le pone un uniforme y una gorra, suele convertirse en un auténtico cretino. Y más teniendo en cuenta que venían de un país en el que se consideraban a sí mismos una especie de superhombres. Los fascistas italianos se asemejaban a un grupo de jovenzuelos jugando a soldaditos, pero los nazis tenían la misma gracia que un funeral.
Cuando el coche se detuvo y los dos hombres hubieron descendido de él, un soldado recogió del maletero el equipaje de ambos. Ramón Ybarra explicó a George que tenía órdenes de presentarse lo antes posible ante el general Boada. Así que pidió a otro soldado, de la intendencia, que fuera avisado de su llegada. Aunque era tarde, el comandante en jefe de las fuerzas republicanas en Cataluña quiso entrevistarse con el profesor inmediatamente, a pesar de que, con amabilidad, hizo que le preguntaran si estaba cansado por el largo viaje y prefería que se conocieran al día siguiente. George aceptó la entrevista, que se realizaría con un intérprete.
El propio Ramón Ybarra acompañó a George a su habitación, una amplia estancia escasamente amueblada en el primer piso del palacio. Su maleta estaba ya allí cuando subieron. El militar le informó de que tenía media hora para asearse y cambiarse de ropa, si lo deseaba. Él le esperaría fuera y, cuando terminara, le conduciría al despacho del general.
—Bienvenido, señor profesor. Estoy muy contento y satisfecho de que haya venido a prestarnos su ayuda experta —dijo el general, un hombre alto y delgado, con aspecto severo y elegante, al tiempo que estrechaba la mano de George.
—Welcome, mister professor. I am very happy and satisfied because you have come here to give us your expert help —fueron las palabras repetidas en inglés por el traductor, que se encargó, en toda la conversación, de que los dos hombres pudieran entenderse a lo largo de la charla.
—Gracias por su invitación, a usted, al presidente Azaña y a la República. Me congratulo de estar aquí hoy, en esta bella tierra, para ayudarles en lo que pueda —contestó George, adulador.
—Pero siéntese, profesor, se lo ruego —dijo el general—. Espero que no le haya importunado queriendo entrevistarme con usted tan pronto.
—En absoluto. Soy yo el que ardo en deseos de empezar mi labor.
—¿Le apetece tomar una copa de jerez o un coñac? ¿Quizá prefiera un whisky escocés?
—Tomaré un coñac, por favor.
Ramón Ybarra, presente en la entrevista, fue hasta un carrito con bebidas que ocupaba una de las esquinas del despacho y sirvió dos copas de coñac Napoleón. Aquella gente se cuidaba, pensó George. Desde luego que se cuidaba.
—Aquí tiene, profesor —dijo Ybarra al darle su copa. Luego se dirigió al general y añadió—: La suya, señor.
—Bien, señor profesor, vayamos al grano. Usted está aquí para estudiar el códice medieval que nuestros expertos no han podido desentrañar. Vamos a poner a su disposición los medios y el personal necesarios para resolver el misterio contra el que, como un muro de piedra, han chocado nuestros mejores cerebros. Durante el tiempo que dure su investigación debo insistirle, tal como le rogábamos en la carta que le enviamos a los Estados Unidos, que sea muy discreto. Espero que no le importune que el capitán Ybarra sea su guardaespaldas y lo proteja en todo momento durante su estancia en Barcelona. Es de vital importancia mantener este proyecto en secreto. El presidente Azaña tiene especial interés en él.
Ramón Ybarra observaba a George apoyado en una de las paredes laterales del despacho, escrutador y con gesto avieso, como un cíclope malvado. Aquel hombre era, sin duda, una criatura feroz, a la par que fría y calculadora.
—Lo comprendo perfectamente, general. No tenga cuidado —aseguró George mientras paladeaba el excelente licor.
—Me alegra oír esas palabras, pues significan que acepta nuestros métodos. Pero merece una explicación más amplia de los motivos. Como sin duda sabe, la Unión Soviética apoya la causa de la República española contra los fascistas del bando nacional. Nos asiste con asesores militares y armamento: tanques, aviones, fusiles, cañones, proyectiles y un largo etcétera. Pero este material no es completamente gratuito. Lo pagamos con oro e información. Llegado el momento, por supuesto, pondremos a nuestros aliados soviéticos al tanto del hallazgo que, sin duda gracias a usted, se encierra en el texto incomprensible del códice. Pero no por el momento. Conviene a nuestros intereses ser discretos.
—Le repito que no debe preocuparse. Solo me interesa la investigación que me propongo emprender. Mis afanes son única y puramente intelectuales.
—Gracias, entonces, otra vez. —El general se levantó de su sillón—. No le entretengo más, profesor, vaya a descansar. Estoy seguro de que necesita dormir. Mañana por la mañana, el capitán Ybarra le mostrará el libro. ¡Salud y viva la República!
—¡Salud! —dijo también George en su español mal pronunciado adrede.
Los dos agentes nacionales que seguían a George se detuvieron a unos cincuenta metros de la entrada al palacio del Lluch. Observaron a los centinelas franqueando el paso al automóvil en el que viajaba y, cuando hubo desaparecido en el interior, dieron media vuelta y se marcharon.
—A partir de ahora, estará solo. Que Dios le guarde —dijo la mujer, pensando en voz alta.
—Pero nada más que por un tiempo —contestó su compañero.
El hombre tomó una vía cercana y dejó bajarse a la mujer, que fue caminando hasta el edificio en el que ambos vivían. Él llevó el coche hasta una zona algo apartada y lo estacionó allí. Luego volvió a pie a su apartamento, desde cuyas ventanas podía vigilarse la fortaleza sin ser visto. Nada más llegar, encendió la radio y envió un mensaje al alto mando de la inteligencia militar nacional. Un mensaje que debería ser entregado de inmediato a Ignacio Varela.