Narbona, sur de Francia
El conde Gilbert d’Allaines caminaba con monseñor Anatole Macci, arzobispo de Narbona, por la orilla del lago de Bagès et de Sigean, a escasos cinco kilómetros de la ciudad. Era una bonita tarde de verano, no muy calurosa, que invitaba a pasear después de una reparadora siesta. Algunas barcas cruzaban el lago, recortándose a esas horas de sol, aún elevado sobre el horizonte, como sombras cuyos reflejos se desvanecían en las ondulaciones del agua causadas por una suave brisa.
Desde el día anterior, el arzobispo, hombre de fuerte complexión, había sido invitado por el conde a una cacería en sus tierras. El palacio condal, elevado en un otero próximo al lago, dominaba una vasta llanura ocupada en su mayoría por fértiles tierras de cultivo, y en la que también había un bosque excelente para la caza del venado. Monseñor Macci estaba contento porque había cobrado la mejor pieza de todos los participantes, incluido el conde, que se jactaba de un insuperable instinto de cazador, actividad en la que era, desde luego, un gran experto.
Ahora departían tranquilamente de lo divino y lo humano, aunque el plato de la balanza se inclinaba más bien hacia lo segundo. Ninguno de los dos hombres era demasiado piadoso; ni siquiera el clérigo, por mucho que ostentara el rango de arzobispo.
—¿Y qué opina vuestra reverencia de la nueva guerra en la que nos hemos metido por la sucesión en Austria? —preguntó el conde.
—Las guerras nos hacen un favor, querido Gilbert. —El arzobispo, hombre bastante mayor que el conde, se permitía hablarle sin la habitual fórmula de cortesía—. En estos tiempos de «ideas», es preferible que el pueblo se ocupe de llenar el estómago. El poder de Francia es enorme ahora. Pero si el dinero se mete en el bolsillo de la chusma, una ingente masa de gentuza, de campesinos, de molineros, de criados, creerá que puede imponer sus míseros criterios incluso al propio rey.
—Estoy con vuestra reverencia. Cada día es más difícil tratar con las gentes. Mi abuelo, o mi propio padre, no tuvieron estos problemas. Todo el mundo lee ahora panfletos incendiarios de los intelectuales de París. ¡Malditos intelectuales resentidos…! —El arzobispo asintió y dirigió, acto seguido, su mirada a la lejanía. El conde continuó hablando, aunque de otro asunto muy diferente—: Monseñor, tengo entendido que habéis empleado a vuestro servicio a un famoso médico de París, Laurent Varignon. Supongo que cobrará una fortuna.
—No es barato, a fe mía, no lo es. Pero, ¿qué hay más importante que cuidar la salud?
—Por eso mismo os lo comento, monseñor. Llevo unos días levantándome con un dolor agudo en el costado derecho. Mi médico dice que es simple meteorismo, aunque nunca he sufrido antes de gases. Estoy algo preocupado y, si no es mucho pedir a vuestra reverencia, estaría muy agradecido si viniera a verme monsieur Varignon.
—No lo dudes, amigo mío. Mañana mismo haré que venga a Bagès. ¡Qué haríamos si te pasara algo y no pudiéramos seguir cazando en tus tierras…!
El conde correspondió al comentario con una amable sonrisa. Aunque sabía muy bien que el arzobispo hablaba en serio bajo la clave del humor. Y no le importaba lo más mínimo. Aquel hombre inmoral, del que se rumoreaban amistades íntimas con jovencitas humildes, habría de prestarle un gran servicio por medio de Laurent Varignon. Un servicio que nunca llegaría a sospechar.