1937

El general Emilio Mola inicia la ofensiva nacional en el frente del norte. Se firma el protocolo secreto entre Alemania y la España nacional.

Dover, 31 de marzo, miércoles

George había terminado de leer Das kapital antes de que el tren llegara a su destino, y tenía que reconocer que no había comprendido mucho de lo allí expuesto. Él no tenía conocimientos sobre la economía y sus diferentes modelos. Nunca se había interesado por dicha materia, al considerarla aburrida y poco atrayente en comparación con otras disciplinas mucho más cautivadoras. Pero los conceptos de capital y capitalismo que enunciaba Marx le parecían algo descabellados. Así como la relación entre el trabajo, el salario y la plusvalía. Estaba de acuerdo en que había muchas injusticias y demasiada opresión de los patronos sobre los trabajadores. Todo ello debía cambiar en el futuro para hacer a la sociedad más equitativa. Pero eso no significaba —ni siquiera con la experiencia de la terrible crisis de 1929— que el sistema capitalista estuviera destinado irremisiblemente al colapso. George no era economista, pero sí matemático, y se daba cuenta de que muchas de las ideas de Marx estaban claramente equivocadas. Lo más importante que extrajo de la lectura del filósofo fue que la clase obrera tenía el derecho de alcanzar una vida más digna. En eso estaba de acuerdo con él. Aunque no en los métodos que se habían empleado en Rusia, por ejemplo, o que empleaba ahora la República en España. Claro que si la otra opción era el modelo fascista, no sabía adónde iba a llegar el mundo en los próximos años.

Franco y Mussolini no encarnaban el verdadero peligro. La auténtica amenaza para la humanidad era Hitler o, más exactamente, su doctrina. Los dos primeros solo trataban de mantener unos estados anticomunistas y católicos, inspirados en el pasado glorioso de ambas naciones. Resultaba una pretensión un tanto ridícula y que había llevado a la Guerra Civil que se libraba en España. Pero la historia está jalonada de terribles conflictos bélicos e infinidad de caídos. El peligro supremo radicaba en la concepción del mundo que promulgaban los nacionalsocialistas alemanes. Un mundo racista y perverso, brutal, en que unos hombres esclavizarían a otros, sin justicia ni honor ni humanitarismo, sin libertad ni igualdad ni fraternidad: los ideales de la Revolución francesa rotos en mil pedazos; y los que, en los Estados Unidos, en la bahía de Nueva York, iluminaban con su antorcha la Estatua de la Libertad. Una luz que, demasiado a menudo, quedaba oscurecida por la perversidad de algunos hombres.

Adolf Hitler era, bien un demente, bien un hombre profundamente malvado. George, como historiador, había leído hacía tiempo Mein kampf, el libro que Hitler escribiera con ayuda de su asistente Rudolf Hess durante su reclusión por el fallido golpe de Estado en Baviera en 1923, el famoso Putsch de Múnich. En esa obra, Hitler exponía sus pensamientos sin tapujos ni ambages. Los conceptos de raza y de pureza racial animaban principalmente su discurso. La raza aria en general, y sobre todo la pura variedad nórdica, rubia y de ojos azules, estaba llamada a dominar el mundo, cual si estuviera compuesta por modernos dioses del Walhalla, criaturas superhumanas cuyo destino era subyugar a los seres inferiores y sometidos del Nibelheim, de las profundidades de la tierra, como en El anillo del nibelungo.

¿Por qué Hitler tenía que admirar tanto a Richard Wagner? Ese era también, sin duda, el músico favorito de George. ¿Que Wagner odiaba a los judíos? Era innegable. Pero no con ese odio destructor e inmisericorde que sentía el canciller de Alemania, el Führer, un hombre de corta estatura, regordete y de pelo moreno que trataba de ensalzar a los «superiores» nórdicos en nada parecidos a él. Desde 1935, momento en que fue aprobada en Núremberg, y ratificada poco después por el Reichstag, una legislación esencialmente antisemita, el hedor del conflicto bélico a escala global empezó a difundirse por Europa y el resto del mundo.

Todo ello se resolvería con el tiempo. George estaba seguro de que graves, funestos acontecimientos aguardaban a la humanidad. Y esperaba que, como la historia demostraba —aunque a menudo por caminos tortuosos—, la justicia triunfaría tarde o temprano sobre la sinrazón y la barbarie. Los pasos del hombre, en su ascenso por la empinada pendiente de la evolución, suelen ser cortos y costosos, resbaladizos por la sangre derramada de tantos, pero siempre firmes. El retroceso de ciertas épocas solo fue un paso atrás para tomar nuevo impulso.

George trató de ocupar su mente con pensamientos distintos y menos turbadores. Su misión era arriesgada, pero también estimulante. Nunca imaginó que acabaría haciendo algo semejante. Estaba asustado, por supuesto, aunque el deseo de desentrañar el misterio del códice pesaba más en su ánimo que cualquier clase de temor. Recordó su última conversación con Ignacio Varela antes de partir desde Burgos hacia Santander. Él le explicó por fin aquellas «dificultades» que le impedían ordenar una intervención directa de sus agentes en Barcelona para robar el libro. El palacio del Lluch era una fortaleza inexpugnable desde el punto de vista militar, pero no para un solo hombre que se introdujera en él secretamente y llevara a cabo el golpe.

Al parecer, los nacionales habían analizado los planos de la fortaleza y descubierto un acceso por las alcantarillas, desde un desagüe que vertía su contenido en un cercano riachuelo que quedaba oculto por densa vegetación. Su entrada estaba protegida con una verja de hierro, que podría cortarse fácilmente con una buena cizalla. Aquel desagüe conducía a un colector en el que desembocaban diversas cloacas, una de las cuales tenía su origen en un sumidero del patio interior. Aquella era misión para un tipo frío y valiente. Pero hubo de abandonarse porque los republicanos descubrieron el punto débil, y ahora había centinelas permanentemente tanto en el patio como en las inmediaciones del arroyo.

Además, la oportunidad de sustituir al profesor Abelyan por George había surgido de pronto como un regalo de la Providencia. La idea fue del propio Varela. Estaba seguro de que George lo conseguiría. Era virtualmente imposible que el enemigo se diera cuenta del ardid, pues ambos eran americanos y tenían la misma formación académica. Era evidente que existían aspectos peligrosos que podrían servir para descubrirlo, pero el que no tiene motivos para dudar no suele hacerlo. Y Varela confiaba en que así fuera, al igual que George, cuyo pescuezo estaba en juego, y no el del hombre del ministerio. Antes de partir, sin embargo, y como cierre a su última conversación, George comentó a Varela algo que lo tenía intrigado desde el principio, pero que nunca quiso preguntarle:

—En la puerta de su despacho no hay ningún distintivo. No he oído a nadie referirse a usted más que como «señor Varela». ¿Cuál es exactamente su cargo en el ministerio, si es que puede decírmelo?

—Oh, mi puesto no tiene un nombre determinado. Simplemente soy uno más de entre los que prestan sus servicios a la patria.

También le transmitió George sus dudas sobre la veracidad completa de todo lo que le había contado sobre la misión. Sospechaba que un hombre como él siempre se guardaría parte de la información para no alarmarle y, así, evitar que se negara a cumplirla. Lo comparaba con un padre que explica a su pequeño, simplificadas y dulcificadas, las realidades de las que desea protegerle. Aunque Varela no tenía intención de protegerle, o no le enviaría directamente a la boca del lobo. George le dijo que estaba convencido de que no mandaría a un hijo suyo en su lugar, de ser posible hacerlo.

—No sé si lo haría, profesor. Pero le aseguro que mis dos hijos están ahora corriendo graves y grandes peligros. Uno en el frente, como soldado en una de las divisiones responsables de la reciente caída de Málaga en nuestras manos; y otro como agente en zona roja, lo cual es, si cabe, aún más expuesto. Lo que puedo asegurarle es que no le pediría a usted nada que no estuviera yo mismo dispuesto a hacer.

Esa última frase determinó finalmente el que George aceptara, supuso el último empujón que necesitaba para dar el sí. La mirada de Varela, esa mirada que había aprendido a leer y comprender, le decía que aquel hombre no mentía. Quizá fuera su parte española la que tiró de él para atreverse a dar un paso al frente en aquella situación difícil y comprometida. Decenas de pensamientos cruzaron su mente en un suspiro. Se dio cuenta de que no podía negarse. Toda una vida puede ser estéril cuando se traiciona el sueño de perseguir lo que se desea. George notaba en sus entrañas el ardor de un anhelo: descubrir el misterio de aquel códice que no había visto sino en rudimentarias fotografías.

El profesor Abelyan usaba lentes, así que, antes de descender del tren en la estación de Dover, George se colocó unas gafas sin graduación. También comprobó que llevaba encima el resto de los objetos personales de su colega: su pluma y su reloj de bolsillo, el colgante con la estrella de David. Todo estaba en orden. Por último, como toque final, se puso un sombrero cubriéndose la cabeza, pues al parecer Abelyan también solía usarlo.

Recogió la maleta y bajó de su vagón tratando de comportarse con naturalidad. Evitó mirar con demasiado interés a las personas que lo rodeaban, tanto en el andén como en el vestíbulo. Se suponía que los agentes del Gobierno republicano lo recibirían en Calais, pero era posible —así se lo había advertido Varela para que fuera precavido— que alguno de sus hombres estuviera en Dover cuando él llegara. En todo caso, pensó George, se trataría de espías, es decir, personas acostumbradas a pasar desapercibidas, de modo que también supuso que no los habría logrado distinguir entre la gente aunque se hubiera fijado con todo descaro.

A la salida de la estación tomó un taxi que lo condujo al puerto. Allí compró un billete para el primer transbordador que saliera al día siguiente. Ya se había ocultado el sol. Buscó hospedaje en un hotel cercano al puerto y se acostó pronto, aunque no pudo dormir prácticamente en toda la noche. Cuando por fin se sumió en un duermevela, tuvo un extraño sueño en que aparecía Varela sentado en una especie de enorme barril de pólvora, fumando uno de sus sempiternos cigarrillos, que liaba con un pequeño artefacto de metal. George intentaba advertirle del peligro, pero el hombre no le hacía ningún caso y se reía a voz en cuello. Cuando se producía la inevitable explosión, todo saltaba por los aires y el escenario daba paso a una gran plaza diáfana y vacía en la que, al fondo, en una peana, Franco lanzaba un discurso monótono e incomprensible. Varela reaparecía entonces por detrás del general, sonriendo burlón como el gato de Alicia en el País de las Maravillas, y mostraba un libro que asía en su mano, levantada como si estuviera haciendo el saludo fascista. Después, sin saber por qué, George caminaba hacia un castillo parecido al de Neuschwanstein, que construyera Luis II de Baviera, el rey loco y protector supremo de Wagner, y muy similar también al alcázar de Segovia. Las puertas eran esbeltas y altísimas, y se abrían por sí solas a su paso. Al fondo de una estancia tenuemente iluminada, sobre un pedestal, se distinguía el códice de Platón, radiante, emitiendo una nebulosa y mística luz. Parecía la sala del Grial de las leyendas artúricas. George se aproximaba con paso quedo, asustado y atraído en la misma proporción.

Cuando iba a tocarlo, el despertador lo sacó del mundo onírico. Había dormido escasamente dos horas. Debía levantarse de la cama. Solo tenía otra hora y media para asearse, vestirse, comer algo y tomar, a través del canal de la Mancha, el vapor hacia Francia.

Finaliza la crisis en el Gobierno catalán. El comunismo internacional se vuelca en su ayuda a la España republicana.

Calais, 1 de abril, jueves

El tiempo había cambiado. Por fortuna, el transbordador arribó a la costa francesa sin demasiados problemas, a pesar de la fuerte tormenta y los vientos huracanados que se desataron en el área del canal. Los peores contratiempos los sufrieron, sin embargo, los pasajeros, cuyo índice de malestar y vértigos durante la travesía se disparó hasta cotas muy elevadas. Aunque lo único importante era que habían llegado sanos y salvos a Francia.

Lo primero que hizo George, ya en tierra —a la que bendijo de corazón, a pesar de su carencia de fe—, consistió en meterse en la primera taberna con que se topó en su camino y pedir una botella de vino de Burdeos. Sentía la necesidad de un trago y tenía sed, así que optó por el famoso elixir francés. El camarero, un hombre de mediana edad, grueso y con un gran mostacho, se quedó estupefacto, pues no estaba acostumbrado a ver a alguien ventilándose una botella de tan excelente caldo como si fuese agua. El vino había que observarlo con veneración, aspirar su aroma, paladearlo y degustarlo pausadamente. No se trataba de cosa de broma: para un francés, un buen Burdeos entraba en el terreno de la religión.

Sin dar importancia a las miradas reprobatorias del camarero ni a sus chasquidos de disgusto con la lengua, George apuró su última copa, pagó la botella y le preguntó por la dirección que buscaba. El hombre fue amable, aunque seco, y le explicó con detalle el modo de ir hasta ella. No estaba lejos. George le dio las gracias muy efusivamente. Si no hubiera estado en aquella situación, incluso habría llegado a divertirse por la actitud caricaturesca del camarero. Pero tenía la cabeza demasiado ocupada por otros pensamientos mucho más graves.

George salió de nuevo a la calle y tomó la dirección que el hombre le había indicado. Caminó durante un par de minutos, giró a la izquierda, luego a la derecha y, en efecto, encontró la rue Camille Saint-Saëns. Los números impares quedaban a su izquierda. Siguió andando hasta que localizó el número cinco y se detuvo un instante frente a la entrada de una casa baja, a la que correspondían las señas interceptadas al profesor Abelyan. Antes de llamar a la puerta respiró hondamente, cerró los ojos y pensó que aún estaba a tiempo de renunciar a la misión. Aunque, en su fuero más íntimo, sabía que no era así. No había llegado tan lejos como para renunciar ahora.

Let’s go, George —se dijo en voz baja para darse ánimos, tratando de evitar aquel momento de flaqueza y de duda.

Sus piernas temblaban ligeramente. Nada más golpear la puerta con los nudillos, con cierto ímpetu para aparentar una seguridad que no tenía, un hombre de tez curtida, bastante alto y fornido, con cara de pocos amigos, la abrió con lentitud. Miró a George de arriba abajo, receloso, y le preguntó en un francés de pronunciación lamentable:

Qu’est-ce que vous voulez?

Bonjour, monsieur. Je suis le professeur Nelson Abelyan —respondió George en la misma lengua, ya que el hombre al que suplantaba sí la conocía perfectamente.

Qui est là? —se escuchó una voz áspera que provenía del interior de la casa.

C’est le professeur —respondió el primer hombre. Y acto seguido añadió, dirigiéndose a George—: Entrez, s’il vous plaît.

Entró en la casa detrás del enorme tipo de la piel cetrina, que cogió su maleta sin pedir permiso. Luego cerró la puerta detrás de él y echó un cerrojo de pasador digno de un calabozo medieval. El otro hombre, el dueño de la voz desagradable que había surgido desde dentro, apareció ante George sonriente, aunque su rostro daba miedo por la dureza de los rasgos y la mirada gélida. La mirada de uno solo de sus ojos, pues el otro se ocultaba bajo un parche negro.

Welcome, professor Abelyan —dijo cortésmente en inglés, aunque tan mal pronunciado, o peor, que su francés—. We were waiting for you.

—Thank you, mister…

—Ramón Ybarra.

Ambos hombres se dieron un apretón de manos. Suponiendo que George no entendía el español, el otro hombre dijo:

—Bueno, ya tenemos aquí al dichoso yanqui. ¿Aviso por radio a Valencia?

—Sí, no te entretengas, Menéndez —contestó Ramón Ybarra, que parecía ser el jefe. Luego hizo un gesto a George para que se sentara y le informó de que saldrían para Perpiñán enseguida, pero antes podían tomar un coñac. George lo aceptó gustoso, a pesar de que ya llevaba en el cuerpo casi un litro de vino. Estaba empezando a relajarse. Aunque la mirada del único ojo visible del tal Ybarra bien podía haberlo petrificado como la de la Medusa mitológica.

La radio se hallaba en una estancia contigua. Nada más terminar la comunicación, el primer agente regresó al salón con un macuto al hombro. También cogió la maleta de George. El jefe indicó que había llegado el momento de partir. Los tres hombres abandonaron la casa y la rodearon por fuera hasta la parte trasera. Allí había un automóvil estacionado, un vetusto STD que los esperaba para cruzar Francia hasta Perpiñán. El hombre de piel tostada colocó en el maletero el equipaje de su jefe y de George y se despidió de ambos con un sencillo «bon voyage», antes de levantar el puño y añadir: «¡Salud!».

Ramón Ybarra le respondió con la misma expresión, así que George se vio obligado a imitarles, aunque él la pronunció con intencionado y excesivo acento americano.

Burgos

Los agentes nacionales encargados de seguir y vigilar a George informaron de que la misión se estaba desarrollando sin novedad. Varela leía sus informes radiados con enorme inquietud, aunque también con satisfacción al comprobar que iban siendo positivos. George no se dio cuenta, pero un agente republicano le había seguido desde que llegara a Dover, como Varela sospechó. Fue también en el mismo barco cruzando el canal y continuó sin perderle la pista hasta Calais. En cuanto George, suplantando al profesor Abelyan, llegó a la dirección de la casa en la que lo esperaban, uno de sus agentes se puso en contacto primero con el que estuvo siguiendo a George y después, al comprobar que su informe era positivo, llamó a Valencia para indicar que todo estaba en orden. Luego se les vio partir en un coche.

Otros agentes nacionales los estarían esperando en Perpiñán. No convenía seguirles por carretera desde Calais, pues levantar la más mínima sospecha podía hacer fracasar toda la operación. Varela conversaba ahora sobre el desarrollo de esta, en su despacho, con dos militares de la inteligencia nacional.

—Señores, ante todo quiero darles las gracias por la eficiencia de sus hombres. El Generalísimo ha sido informado por mí, y les transmite igualmente sus más cálidas felicitaciones. En cuanto al verdadero profesor Abelyan, querría saber cómo se encuentra.

—Agradecemos sus cumplidos —dijo el primer hombre, un teniente coronel de hirsuto pelo canoso y aire sumamente marcial—. Haga el favor, señor Varela, de transmitirle nuestra gratitud también al Generalísimo. Pero hemos de decir que todo el mérito es de los agentes que han llevado a cabo la misión. Su eficiencia y valentía son intachables, al igual que su patriotismo.

Esa apelación continua al patriotismo casi molestaba a Varela, por estar siempre en boca de todos. Claro que eran patriotas, claro que amaban a España y estaban dispuestos a morir por defenderla, pero son los hechos los que demuestran una actitud o una realidad, y no las palabras. Los hechos son de piedra, las palabras de viento. Cualquier persona puede hablar de la virtud con la boca grande y ser luego un auténtico canalla.

El otro militar, un comandante más joven y de aspecto menos castrense, intervino entonces para apostillar las palabras de su colega:

—El profesor Abelyan está cautivo y eso es duro, naturalmente, pero se encuentra bien y se le trata con toda humanidad. Él cree que le han secuestrado para pedir un rescate y, al parecer, repite continuamente que ni él ni sus parientes disponen de fortuna.

—Así debe seguir. Que extremen el cuidado para que no escape ni sufra daño —dijo Varela mientras liaba un cigarrillo, pues se le habían terminado los que llevaba en la pitillera.