1716

Monasterio de Montserrat

Hasta los más religiosos entre los hombres sucumben a sus más bajos instintos. Vencidos los últimos núcleos de resistencia en el principado de Cataluña, el rey Felipe V arrebató a este todas sus instituciones, como la Generalitat o el Consell de Cent, y abolió igualmente su soberanía en los ámbitos político, legislativo y fiscal. A esto se le llamó Decretos de Nueva Planta. Pero no contento con todo ello, el rey Borbón creó nuevos organismos para centralizar su poder, con el modelo del reino de Castilla, y a imagen y semejanza de su Francia natal.

Aunque el pillaje y el saqueo se prohibieron a los soldados, hubo casos vergonzosos en varios lugares de Cataluña. Uno de esos casos fue el de un pequeño grupo de militares que, por iniciativa propia, entró en el monasterio de Montserrat y robó de él algunas piezas de oro y plata, así como anillos y gemas de frailes pertenecientes a ricas familias. Menos píos que supersticiosos y mendocinos, los soldados no se atrevieron a llevarse consigo tallas antiguas de incalculable valor, crucifijos con fina pedrería, cálices y custodias de metales preciosos o los iconos sagrados.

Fray Gaspar estaba, al menos, contento de haber puesto el códice a buen recaudo. Aunque, bien pensado, aquellos hombres jamás hubiesen advertido el auténtico valor de la obra, el que se ocultaba en sus líneas de enigmático texto. Si es que la promesa de Platón era cierta…

Pero el buen fraile se equivocó. Erró en todo lo que supuso. Uno de los militares, el que parecía ser el jefe, bajó a los subterráneos, suponiendo que quizá allí se guardaran piezas importantes y de valor, como cuberterías o vasijas de oro, dinero, o lo que quisiera que los monjes pretendieran guardar con mayor interés y que no fuera necesario en las naves del monasterio. Aquel hombre de rostro enjuto y mirada rápida había estudiado de joven con un maestro que le enseñó algo de latín y griego, además de otras diversas cosas. No fue muy profunda su instrucción, pues sus progenitores, humildes molineros de La Mancha, tuvieron que emplearlo en el negocio familiar hasta que el joven, años más tarde, decidió conocer mundo y se marchó de allí sin decir adiós.

Cuando vio grabadas en los sillares de piedra las letras griegas de fray Gaspar, se extrañó mucho. Si solamente hubiera habido una, habría podido suponer que se trataba de marcas de cantero o algo semejante. Pero en un muro distinguió varias, y además estaban ordenadas según el alfabeto. Con una antorcha, solo allí abajo, se dedicó a seguir las marcas hasta alcanzar la que representaba la omega. Todas las letras anteriores estaban giradas, indicando la dirección de la siguiente; salvo aquella última, la omega, símbolo del final, del término del camino.

El militar dio unos golpes en la piedra con el mango de su sable. Pareció sonar a hueco. Dio la vuelta al arma y, con el extremo de la hoja, fue arañando y escarbando los bordes de la piedra, donde se unía con las que la circundaban. Poco a poco, haciendo palanca, el bloque fue saliendo de su lugar en el muro. Ya sobresalía una cuarta, o poco más, cuando, antes de que el militar se diera cuenta y pudiera apartarse, se desplomó sobre sus pies, rompiéndose en dos mitades. Un dolor agudo le hizo gritar, y él mismo perdió el equilibrio y cayó al suelo entre gemidos lastimeros que retumbaron en la oscuridad. La antorcha se había apagado al llegar rodando a un pequeño charco de agua retenida en una concavidad del suelo.

El militar se quitó el zapato de su pie derecho, alcanzado de lleno por el bloque de piedra, y se lo frotó con ambas manos en posición fetal. Empezaba a hincharse por momentos. Sentía dolor en la zona superior, en el empeine. No podía mover los dedos y, cuando trataba de hacerlo, notaba punzadas aún más lacerantes.

Pero, por suerte para él, el dolor se fue haciendo menos agudo a pesar de la inflamación. Al fin y al cabo, casi milagrosamente, no parecía tener ningún hueso roto. En cuanto se tranquilizó y recobró la noción de la realidad, pensó en el hueco de la pared. Aquel bloque que le había caído encima era muy poco profundo, y eso debía de significar que allí había algo escondido. Como pudo, apoyándose en su pie sano, sin ver absolutamente nada en la total oscuridad, se aproximó al muro y fue tanteando las distintas piedras con la mano hasta que halló la oquedad. Alargó el brazo, y reclinándose contra el muro, por fin tocó algo al fondo; algo metálico y pulido, una especie de cofre. Pesaba bastante, aunque pudo arrastrarlo con una mano y acercarlo hacia sí. No quería que también se precipitara al suelo, de modo que tiró del objeto con suavidad intentando apoyarlo en su pecho a medida que fuera sobresaliendo. Después lo asió con ambas manos y se agachó cuidadosamente hasta quedar sentado en el suelo junto a la pared, con el cofre en el regazo.

Excitado, imaginó el valioso tesoro que podría contener. Si estaba en lo cierto, no deseaba en modo alguno que sus compañeros se enteraran y reclamasen una parte. A pesar de que no tenía ninguna clase de iluminación, abrió la caja descorriendo un pasador que tenía a un lado. Metió la mano dentro con avidez, ansiando tocar joyas y monedas, pero lo único que palpó fue otra caja más. La extrajo de la primera y buscó su apertura. Extrañado, se dio cuenta de que no había cerradura en ella. A punto estuvo de golpearla contra el suelo cuando recapacitó y comprobó de nuevo sus márgenes. No tenía cierre porque no estaba cerrada: una simple tapa encajaba en la parte superior. El militar la retiró también y volvió a meter la mano, esperando esta vez algo más prometedor.

Lo primero que tocó fue un paño de tejido grueso. Tomó lo que había en el interior y lo sacó del cofre. El tesoro era algo envuelto en una tela. La desenrolló y la apartó a un lado. Lo que tenía ahora sobre sus piernas parecía, nuevamente, otro cofre. «¿Qué clase de broma es esta?», masculló con los dientes apretados. Una vez más trató de averiguar cómo se abría, pero su sorpresa fue enorme al comprobar que se trataba de un libro. Las páginas delataron al pretendido «tesoro». ¡No era más que un maldito libro!

El militar volvió a percibir con claridad el dolor de su pie y, aún más profundamente, el de su espíritu…