1937

La aviación republicana intensifica sus acciones de guerra. Dimiten los ministros de ideología anarquista en la Generalitat. Rusia acusa a Mussolini de haber enviado a España a más de sesenta mil soldados italianos.

Burgos, 29 de marzo, lunes

George no podía dar crédito, una vez más, a lo que le estaba sucediendo. Él no era más que un académico, un profesor que había abandonado hacía ya muchos años sus juveniles afanes aventureros. Cuando tenía unos quince años, leía ávidamente cada mes el National Geographic Magazine e inflamaba su imaginación con hazañas y aventuras en países lejanos y exóticos. Se veía a sí mismo cruzando los siete mares, escalando las montañas del Himalaya, perdiéndose entre las tribus desconocidas de la Amazonia o pilotando un avión que atravesara, por vez primera, el Atlántico con un único hombre a bordo.

Pero ahora ya no se sentía abrasado por esas fantasías, sino por el deseo, el anhelo antes bien, de alcanzar el conocimiento, de comprender el íntimo sentido de las cosas, de la historia, de la ciencia: del mundo, en suma. Su labor se desarrollaba en bibliotecas o catedrales, frente a murallas de piedra con siglos de antigüedad o ruinas de esplendorosas civilizaciones desaparecidas. Los museos eran una segunda casa para él, y estaba a menudo más a gusto entre libros que entre personas.

¿Cómo había llegado, entonces, a aquella situación demencial? No lo sabía. Tenía todas las piezas del rompecabezas, pero cuando trataba de unirlas no encajaban. No hacía un mes que estaba impartiendo tranquilas clases de historia antigua en la Universidad de Salamanca. Y ahora se encontraba a punto de transformarse en una especie de espía del bando nacional, de los sublevados contra una República elegida libremente por el pueblo español. Se sentía confuso y desorientado. Uno siempre juzga mejor lo que está lejos. Cuando se ve inmerso en el marasmo de una situación compleja, y sobre todo cuando esta se precipita con rapidez, es casi imposible detenerse y razonar. Es como un alud que cae por la ladera de un monte: una piedra arrastra a la otra hasta formarse la avalancha. Sí, él estaba ahora imbuido en una avalancha e ignoraba dónde habría de detenerse.

Tampoco comprendía ya cómo había dado su aprobación al proyecto de Varela. Este le había conseguido documentos norteamericanos falsos. Tendría que ir a Barcelona y hacerse pasar por un experto de su misma nacionalidad, el profesor Nelson Abelyan, de origen judío y declaradamente izquierdista, que había sido convocado para examinar el códice. Como los republicanos no lo conocían en realidad, George habría de suplantarlo. Con sus conocimientos, nadie podría descubrirle. Para Varela era una tarea sencilla; «pan comido», como él dijo. Pero George no lo tenía tan claro. Ni tampoco sus piernas, que temblaban con facilidad a medida que se acercaba el momento de iniciar su misión.

—Usted se apellida Rojo, ¿no es verdad? —le había preguntado una tarde, sin venir a cuento, Ignacio Varela—. Pues entonces no tiene nada que temer. Los republicanos tienen al general Vicente Rojo, que se llama igual. Le será fácil hacerse pasar por comunista.

Había sido un pésimo chiste, y así se lo hizo notar George. Enfurruñado, pues el nerviosismo siempre le había puesto de mal humor, salió de su despacho para vencer las ganas de estrangularle. Avanzó con pasos largos y raudos por el pasillo, en dirección a la escalera para bajar al piso inferior y acercarse a la cantina. Necesitaba un trago. De lo que fuera, siempre que contuviera alcohol, y mejor cuanta mayor fuera su proporción. En eso, distraído, justo antes de girar hacia la izquierda para tomar la escalera, chocó contra un hombrecillo que, secundado por una corte de militares, recorría su mismo camino en sentido contrario. Aquel hombre, algo achaparrado y vestido de uniforme, hundió el rostro en su pecho. Luego, por el inexcusable principio de acción y reacción, se cayó hacia atrás y a poco estuvo de bajar rodando por las escaleras. George notó entonces cómo otro militar le empujaba a él y le imprecaba violentamente:

—¡Pedazo de botarate! ¿No se ha dado cuenta de que venía el Generalísimo?

—Yo…

Con ayuda de otro de sus escoltas, Franco se levantó, hizo un gesto para que el primero se callase y, lacónicamente, dijo a George:

—Ha sido culpa mía.

Y sin pronunciar una palabra más siguió caminando, extrañamente erguido y con el rostro elevado, hacia el fondo del pasillo.

George también se levantó del suelo, arqueó las cejas con incredulidad —aunque poco ya podía aumentar esa sensación en su fuero interno—, y bajó por las escaleras como si nada hubiera sucedido. A los pocos minutos, Varela apareció en la cantina riéndose. Se acercó a donde estaba George, que ya se había bebido un par de aguardientes, y lo miró con auténtica diversión.

—¿Cómo ha podido usted…?

—¿Cómo he podido qué? —respondió áspero.

—El ayudante personal de Franco acaba de contarme su «encuentro». Pero dígame, ¿qué?, ¿le ha resultado simpático? —Seguía riendo, cada vez con más ganas—. Ustedes los americanos son increíbles: tienen la oportunidad de conocer en persona al Generalísimo y lo primero que hacen es intentar arrojarlo por las escaleras. Cuando termine su misión, ¿no querría unirse a nuestra infantería? Necesitamos hombres de su valor y arrojo.

—Déjeme en paz, canalla —le espetó George, aunque no pudo ya evitar contagiarse de su risa.

La situación era la siguiente: el profesor Abelyan había aceptado la petición del presidente Azaña de trasladarse a Barcelona y estudiar el códice en el lugar donde lo custodiaban tenazmente, el palacio del Lluch, sede del Gobierno Militar en Cataluña. Su itinerario estaba bien determinado. Varela lo conocía por medio de «ciertos» informadores. Primero iría por mar de Boston a Southampton, allí tomaría un tren hasta Dover, y de Dover cruzaría el canal de la Mancha para llegar a Calais. Una vez en Francia, viajaría por carretera hasta Perpiñán y de ahí a Barcelona atravesando los Pirineos. En Calais lo estarían esperando agentes de la República, así que habría que capturar antes al profesor y sustituirlo por George. Los mejores lugares para ello parecían Southampton o Dover. Varela optó finalmente por el primero de los dos, ya que quizá en Dover hubiera algún espía republicano, lo que daría al traste con la operación si se descubría el truco.

George debía partir de inmediato hacia Inglaterra. Con sus documentos falsos y un equipaje ligero, un automóvil oficial lo condujo de Burgos al puerto de Santander. Desde esta bella ciudad cantábrica se trasladó en un transbordador hasta Londres, remontando parte del río Támesis. En todo momento fue acompañado por un hombre de la inteligencia militar nacional. En la estación de Paddington tomaron juntos, aunque simulando no conocerse, un último tren que los llevó a su destino final en Southampton.

Allí los aguardaba desde hacía varios días un equipo de agentes nacionales que sería el encargado de cumplir la misión: capturar a Abelyan y hacerlo desaparecer por una temporada. Por supuesto no pensaban asesinarlo, sino tenerlo secuestrado en una casa rural de la campiña inglesa durante el tiempo que fuera necesario. George ignoraba los detalles de la operación, pero se aseguró, mediante la palabra de honor de Varela, de que el profesor no sufriría ningún daño y se le trataría bien durante los días de su cautiverio. Su interés no se debía al simple motivo de ser compatriotas, sino a un ideal humanitario al que no estaba dispuesto a renunciar por motivo alguno.

Así se haría. George llegó a Southampton un día antes que el profesor Abelyan y fue conducido a un piso franco de los nacionales para pasar la tarde y la noche. Estaba nervioso. Con gusto hubiera ingerido una buena dosis de whisky, que sin duda le habría ayudado a dormir, pero tenía que descansar y estar despejado a la mañana siguiente. No podía cometer errores. Durante el viaje había estado leyendo toda la información que Varela pudo conseguirle acerca de su colega. Muchos datos sobre su vida y algunos detalles, más o menos significantes, pero cuya ignorancia podría dejarle en evidencia llegado el caso.

Dos de esos detalles cobraban, de hecho, la máxima importancia: Abelyan no hablaba español apenas, más que palabras sueltas debidas a sus lecturas en esa lengua; y a partir de ahora George debería atender sin vacilar al nombre de Nelson. Una equivocación en cualquiera de estos aspectos podría levantar las sospechas de los republicanos. La misión no era en sí muy complicada, siempre que tuviera cuidado y no se permitiera caer en un estado de relajación. La tranquilidad debía mezclarse con la tensión, como una mayonesa perfectamente cuajada. Si el engaño se ponía de manifiesto, si había algún fallo en la suplantación, él sería capturado, juzgado y quizá fusilado como espía nacional.

En esto ocupaba George sus pensamientos, vestido y preparado en el piso franco, cuando el agente que lo acompañara durante el viaje entró en su habitación y le informó de que el profesor ya había sido capturado. Según dijo, la operación había resultado impecable, todo un éxito. Ahora George tenía que darse prisa. El hombre le entregó el equipaje de Abelyan junto con otras diversas pertenencias, como su reloj, su estilográfica, un colgante con la estrella de David que siempre llevaba al cuello, etcétera. Antes de colocárselo, George lo miró por el interior. Tenía grabada una leyenda en hebreo que, con dificultad, tradujo más o menos libremente como: «Dichoso el que escucha la voz de Yahvé». Sí, pensó George, dichoso de veras. Ojalá él pudiera escuchar la voz de Yahvé, o de cualquier dios, en esta época de dolor y destrucción.

El militar deshizo la maleta de Abelyan y la examinó de forma concienzuda. Toda la ropa había que sustituirla por la de George, al igual que los utensilios de higiene personal. Entre otros libros, el profesor llevaba un ejemplar primorosamente encuadernado de Das kapital, del filósofo judeoalemán Karl Marx. El agente nacional hizo una mueca de desprecio y lo volvió a colocar en la maleta.

—¿Ha leído usted a Carlos Marx? —le preguntó a George. Al fin y al cabo, él también era americano e ignoraba ciertamente si todos los americanos eran prorrepublicanos. Las Brigadas Internacionales estaban bien nutridas de hombres de esa nacionalidad.

—No —respondió George—. Pero hace unos días fui al cine, en Burgos, y vi una película de los hermanos Marx. Se titulaba Una noche en la ópera. Me gustó y me reí mucho. Prefiero el humor a la política.

El militar sopesó unos instantes si George le estaba hablando en serio o le tomaba el pelo. En cualquier caso, no había tiempo de más charla. Finalizado el arreglo del equipaje, entregó a George el billete de tren para Dover y un papel con una dirección escrita.

—¿Qué es esto? —preguntó George.

—Las señas a las que tiene que ir cuando llegue a Calais. Allí lo esperan los agentes republicanos. El profesor las llevaba en la billetera. Aquí la tiene también. Meta en ella su documentación falsa. La otra ya la hemos quitado.

Aquella dirección se sumaba a la que George había memorizado antes de salir de España, y que repasaba mentalmente a todas horas para asegurarse de no olvidarla. Cuando estuviera en Barcelona, si se encontraba en peligro o había terminado su investigación, debería abandonar el palacio de Lluch y acudir a la dirección de un piso franco, donde los agentes nacionales infiltrados en la zona enemiga lo estarían esperando para esconderlo y sacarlo de allí. Quizá, si los resultados eran muy importantes —como Varela esperaba—, los republicanos trataran de hacerle «desaparecer». Ese era el mayor riesgo.

Llegado el momento de partir, el agente nacional se despidió con un recio apretón de manos. Sin más dilación, George abandonó el piso solo, con su maleta en la mano y tratando de no dar más vueltas a la situación. Ya únicamente restaba actuar. Había decidido libremente tomar partido en todo aquello y ahora debía cumplir y conseguir su objetivo.

En la estación de ferrocarril, preguntó a un mozo por el andén que correspondía al tren de Dover. Al principio, el muchacho pareció no entenderle, a pesar de que ambos hablaban el inglés como lengua nativa. Lo que sucedía, simple y llanamente, es que no tenía la menor idea de la respuesta a esa pregunta. Le indicó que se dirigiera a la oficina de venta de billetes para informarse. Pero tampoco tuvo suerte allí. A George le invadió una aguda sensación de desasosiego. Había olvidado, pues abandonó Inglaterra siendo niño, que los ferrocarriles de ese país funcionaban terriblemente mal. Había incluso un dicho: «Los trenes británicos siempre llegan, pero no se sabe cuándo». George optó por preguntar a los encargados de los andenes y, finalmente, pudo enterarse de algo tan simple en apariencia. Ya en el vagón, se aseguró de nuevo por medio del revisor. No quería aparecer, por equivocación, en Bristol o en Manchester.

Viajaba en primera clase. Ocupó su compartimento, guardó la maleta en el portaequipajes y se acomodó. El viaje duraría entre ocho y diez horas, así que tenía mucho tiempo para mentalizarse de que la misión había realmente comenzado. En cuanto llegara a Dover ya no habría vuelta atrás. Recordó, poco después de que el tren se pusiera en marcha, el libro de Karl Marx que el profesor Abelyan llevaba en su equipaje. Quizá debería leerlo. Si iba a moverse entre marxistas, podía convenirle estar algo familiarizado con su principal filósofo.

El Tercer Reich inicia conversaciones secretas con el Gobierno de Franco para el suministro de material bélico. Se agrava aún más la crisis en la Generalitat.

Barcelona, 30 de marzo, martes

Un emisario del servicio militar de correos detuvo su motocicleta al llegar al puesto de guardia del palacio del Lluch. Un suboficial abandonó su garita, se aproximó a él, le hizo el saludo militar con desgana y le pidió la documentación. Después de examinarla, ordenó a los soldados que le franquearan el paso. Uno de ellos levantó la barrera y el mensajero penetró en aquella fortaleza inexpugnable. Estacionó la motocicleta en el patio, paró el motor y acarició con una de sus manos la valija que llevaba al cuello. Con paso marcial se dirigió entonces al interior por un acceso que comunicaba directamente con la intendencia. En el vestíbulo había varios soldados. Uno de ellos se aproximó a él cuando lo vio entrar.

—Traigo un mensaje para el general Boada —anunció el emisario, y sacó de la valija un sobre de grueso papel marrón.

—Enseguida le será entregado.

El soldado tomó el sobre en la mano y salió por una puerta al otro lado de la estancia. Recorrió un corto y estrecho pasillo, y luego ascendió por unas escaleras hasta las dependencias del cuerpo de guardia. Allí se dirigió a un teniente.

—Señor, un mensaje para el general Boada.

—Yo se lo llevaré, soldado.