Monasterio de Montserrat
Fray Alejandro de Sants, el viejo abad de Santa María de Barcelona, había muerto en 1701, justamente el primero de enero del nuevo siglo, dejando la labor de velar por el códice a un joven fraile. Este había sido su aprendiz y su confidente a lo largo de casi diez años, cuando no era más que un novicio, desde que el anciano fray Alejandro sintió que debía transmitir el legado de su hermano en Cristo, el pobre fray Félix, a un nuevo custodio. Y eligió para ello a aquel joven despierto, de aguda inteligencia y sólida lealtad. Ahora este monje era ya un hombre maduro que, como tantos antes que él, trataba de descifrar los misterios prometidos en las páginas del libro. Y, como todos, acababa estrellándose una y otra vez contra un muro infranqueable.
La guerra continuaba en Cataluña; una guerra que se llamaría de Sucesión, y que había afianzado la corona española en la cabeza del duque francés Felipe de Anjou. Este, nieto del gran soberano Luis XIV de Francia, el Rey Sol, había sido designado por Carlos II de Habsburgo como heredero del trono. Pero la aproximación de dos potencias como España y Francia no agradó a ingleses y holandeses, ni al pretendiente austriaco a la corona española, el archiduque Carlos. La conflagración se desató inevitablemente. Pero los más de diez años de guerra no consiguieron sino ratificar el ascenso al trono de Felipe V, aunque con graves pérdidas territoriales de su reino.
Con el primer Tratado de Utrecht firmado en 1713, Cataluña y Mallorca siguieron oponiéndose al rey Felipe V y apoyando la causa austriaca. Esto desató las iras del rey Borbón, amenazando a aquellos territorios con un cruel castigo y la pérdida de sus fueros. Por ello, y ante la posibilidad de una invasión y la amenaza del saqueo y el expolio, el nuevo custodio del códice, llamado fray Gaspar de Acevedo, decidió esconderlo en un lugar seguro. Solamente él sabía de su existencia, así que, previniendo su ocasional muerte y la consiguiente pérdida de tan importante obra, creyó también oportuno dejar un rastro, unas pistas que permitieran encontrar el libro en caso de necesidad, pero asegurándose de que no cayera en manos impropias.
Y la mejor forma de garantizar eso último era utilizar una simbología secreta, solo conocida por los monjes, emulando así el propio código indescifrable del códice. Antes de esconderlo lo guardó en un arca de madera, bien envuelto y protegido en un lienzo de algodón. Luego colocó todo en otro cofre, esta vez de hierro. Con el pesado conjunto, descendió a los subterráneos del monasterio de Montserrat y, sin que nadie lo viera, extrajo un bloque de piedra de uno de los muros, en una galería ciega que en otro tiempo quizá llegara a algún sitio. Fue tarea complicada, porque el sillar pesaba una enormidad, pero con su esfuerzo y la ayuda de Dios, el fraile logró bajarlo al suelo. Metió el arca en el hueco dejado por él, cubrió después los espacios vacíos con trozos de piedra disgregada y, por último, cerró de nuevo el agujero con un bloque menos profundo. El otro lo arrastró hasta una zona de sombras y lo dejó allí. Nadie podría darse cuenta del truco, puesto que el fondo de aquella galería estaba lleno de escombros, tierra suelta y fragmentos de roca.
El modo que eligió para que el lugar pudiera ser encontrado por algún otro monje en el futuro, si él moría y se llevaba su secreto a la tumba, consistió en marcar, a punta de escoplo, el exterior del bloque que ocultaba el códice con un signo que representaba una letra omega. En otros diversos lugares grabó el resto de las letras desde la alfa, a la entrada de los sótanos, orientadas de tal modo que indicaran el sentido a seguir en el camino para llegar al libro. La alfa significaba el principio y la omega el final. Era un código muy simple, pero estaba seguro de que un soldado que penetrara el monasterio no podría imaginar que aquello era un mapa labrado en la piedra.
No contento con eso, fray Gaspar decidió también dibujar en un pergamino el plano de los subterráneos de Montserrat, y añadir en él las letras griegas en los lugares aproximados donde estas se hallaban en realidad. Dicho plano lo escondió en su propia celda, enrollado en el lomo de una Biblia. Si ocurría lo peor, tampoco era probable que ningún soldado mostrara el más mínimo interés en el Libro de los Libros, así que solo podría encontrar el plano uno de sus hermanos en Cristo que, por casualidad, lo examinara algún día.