Las fuerzas republicanas ocupan Brihuega. Termina la batalla de Guadalajara. El Gobierno de la República emite una ley que obliga a todos los particulares a entregar al Estado las divisas extranjeras que posean. El Gobierno de la Generalitat atraviesa una profunda crisis.
Burgos, 25 de marzo, jueves
—¡Lo he encontrado! —gritó George, en medio de la oscuridad de la noche.
Había tenido un sueño del que despertó empapado en sudor y muy alterado. Preso de una aguda sensación de nerviosismo, se levantó, salió de la alcoba y corrió descalzo por el pasillo en busca del teléfono. No miró la hora antes de marcar el número privado de Ignacio Varela, pero eran casi las cuatro de la madrugada.
—¿Diga…? —se oyó su voz, ronca, al otro lado del auricular.
—Soy Rojo. Creo que he descubierto algo.
—¡¿Cómo?! ¿Habla en serio? —gritó el hombre, y emitió una tos violenta, como si estuviera ahogándose. Realmente fumaba demasiado.
—Acabo de darme cuenta. No sé cómo he podido ser tan estúpido…
Algunas cosas solo ocurren una vez en toda una vida. George había tomado la decisión de quedarse en España estudiando el códice y el enigmático texto de sus últimas páginas. Ignacio Varela le había otorgado poder especial para crear un pequeño equipo investigador y ocupar la planta baja de un edificio cercano al Ministerio de la Gobernación. George dirigiría allí el equipo, asistido por varios ayudantes y los otros dos especialistas que lo componían: un matemático experto en criptografía y un doctor en filología clásica, especializado en el periodo medieval en que surgió, con ímpetu, aquella corriente teológica y filosófica conocida como Escolástica.
Habían transcurrido ya tres semanas desde que George se entrevistara con Varela. En esos más de veinte días, él y su equipo habían analizado las fotografías del códice de mil maneras distintas, tratando de desvelar el misterio que debía estar oculto entre sus páginas. Pero no hicieron ningún progreso digno de mención. Si la clave se hallaba en el propio texto, las fotografías deberían bastar para encontrarlo y descifrarlo. George pensó que quizá el libro original contuviera algo que no estaba en la copia, pero enseguida se dio cuenta de que esa idea carecía de sentido. El códice no era en sí mismo el libro original, y por consiguiente, si había alguna clave, esta debería estar cifrada en las propias letras o palabras, en las frases o los párrafos, escondida de algún modo como un hilo invisible.
Lo que más llamó la atención de George durante sus análisis del libro fue que en ocasiones parecía faltar algo, sin que hubiera podido imaginar el qué. Aquella sensación se quedó en eso, en una mera y simple impresión, una corazonada sin aparente fundamento. Hasta la noche en que se había despertado de madrugada, con el ánimo turbado, inquieto, y con una idea en la mente que podía ser absurda, pero que quizá daba en el clavo y resolvía el misterio de que aún no hubieran encontrado nada que les permitiera descifrar los extraños signos: si la película utilizada en la toma de instantáneas era de tipo ortocromático, resultaba completamente insensible al color rojo. Por eso se empleaban bombillas rojas en las salas de revelado de esa clase de película.
¿Y si una parte de la información estaba escrita en ese tono? Habría sido mala suerte, ciertamente. Pero la mala suerte existe. Cuando a uno se le cae una tostada al suelo, casi siempre lo hace por el lado en que se han untado la mantequilla y la mermelada; o si algo se busca después de mucho tiempo, o con prisa, suele aparecer —si aparece— en el último lugar comprobado.
No era extraño que se emplearan tintas de diversos pigmentos en la elaboración de códices medievales. Las miniaturas o las letras capitales solían estar dibujadas con varios tonos, incluidos el oro y la plata; y parte del texto podía ser también de colores diferentes, según criterios tales como la escritura de encabezamientos, las primeras letras de las frases, los párrafos independientes, la inclusión de citas o fragmentos líricos, etcétera. Había, de hecho, algo en esta teoría de George que parecía apoyarla: en el texto captado por las fotografías podían verse ciertos espacios en blanco rompiendo la armonía del conjunto. Espacios de separación entre parágrafos que no se correspondían, al menos en apariencia, con los habituales. Pero, si había realmente fragmentos de texto invisibles al ojo de la cámara, estos no fueron numerados. En los libros antiguos era costumbre asignar un número a cada línea, que solía escribirse de cinco en cinco. De esta manera, se ponía el número uno a la izquierda de la primera línea, el cinco en la quinta, el diez en la décima y así sucesivamente. Su objeto consistía en poder citar luego una obra con precisión. De haber habido, pues, líneas «desaparecidas», sus números deberían faltar, haber desaparecido asimismo. Y este no era el caso. Los números se mostraban perfectamente correlativos en el texto que sí quedó registrado.
George le explicó todo a Varela y le solicitó un estudio meticuloso de las reproducciones en el laboratorio de fotointerpretación del Ejército. Se efectuaron ampliaciones y copias sobreexpuestas y subexpuestas. Utilizaron visores especiales de pínulas para examinar cada milímetro de las imágenes. Y por fin dieron con algo. Se trataba de unas casi imperceptibles líneas verticales, algunas más largas y otras más cortas, que cruzaban los espacios huecos. George no tardó mucho en comprender lo que eran: los trazos marcados, debidos a la presión, de la pluma con que se escribió lo que no se veía. Pero esas señales no bastaban para extraer las letras completas. Solamente indicaban que estaban allí, como las huellas de una realidad invisible. Y tal vez encerraban el secreto escondido en el libro. Tenían que contenerlo.
La única posibilidad de resolver el enigma parecía ser, entonces, examinar directamente el códice verdadero y no una reproducción parcial del mismo. Pero aquella obra medieval estaba en manos del bando republicano. George se entrevistó con Varela y le expuso con claridad la situación y sus detalles.
—No hay otra opción válida. Las fotos no sirven. Si quiere que continúe tratando de descifrar el código, necesito el libro. Pero vaya usted a saber dónde está y, además, me figuro que su enemigo no estará dispuesto a hacer el amable gesto de prestárselo por las buenas.
—Supongo que tiene razón, profesor… —dijo Varela—. Pero en algo se equivoca: sí estamos al corriente de dónde tienen el códice. Entre los documentos interceptados al correo que los llevaba a Valencia había también una carta del jefe militar de Cataluña al presidente Azaña, en que le refería cómo y dónde se encontró el códice y lo que se pensaba acerca del posible misterio encerrado en sus páginas finales.
—Veo que saben más de lo que dicen —intervino George, algo molesto por la ocultación de esos datos.
—Antes usted no necesitaba estar al corriente de todo esto. Ahora sí. —Varela lo miró con expresión grave—. Si me permite, continuaré poniéndole al corriente.
George hizo un gesto algo despectivo con la mano, indicándole que siguiera.
—El códice fue hallado de un modo fortuito en el sótano de una iglesia bombardeada en Gerona. Al parecer, las explosiones abrieron un hueco en el suelo. Allí abajo había un buen número de obras de arte ocultas, seguramente para protegerlas de las garras aviesas de los republicanos. En todo caso, ahí estaban esperando que alguien las descubriera. Entre diversas cruces de oro, tallas medievales, cofres orlados de gemas y bajorrelieves, había algunos libros antiguos. Todo ello se llevó a Barcelona y fue catalogado por expertos. Al principio, los libros, como es lógico, quedaron en segundo plano. Pero cuando se examinaron con detenimiento, y al igual que nos ha pasado a nosotros, el códice de Platón despertó su interés. Por eso lo fotografiaron y enviaron un emisario a Valencia. Un hecho curioso es que ninguna de aquellas obras estuviera catalogada previamente. Era como si nunca hubieran existido.
—Bueno, eso tal vez demuestra que nadie escondió las piezas para evitar que la República las encontrara. Lo más probable y razonable es que estuvieran allí desde hace muchos años. Ocultas, quizá, pero no de los poderes actuales. Todo esto resulta muy intrigante…
—De cualquier forma, nuestros agentes en Barcelona nos han informado de que, en cuanto llegaron las noticias de la captura del correo, el libro se llevó a lugar seguro. Conocemos ese lugar, pero no será fácil entrar y hacernos con él: no es ni más ni menos que el palacio del Lluch, sede del Gobierno Militar.
—¿Entrar? ¿Hacerse con él? ¿De qué habla usted, Varela? ¿Es que piensa mandar un agente para robarlo?
—Algo así, profesor. Algo así… En resumidas cuentas, es nuestra única posibilidad. Hace ya tiempo que habíamos previsto, a la luz de su falta de progresos, que tendríamos que actuar. Claro, si es que queremos descubrir el misterio.
—¿Y qué es lo que ha tramado? Veo en sus ojos un brillo que empieza a serme familiar.
—He pensado en nuestro mejor agente. Hace unos días, antes de que usted me telefoneara desde Salamanca, lo envié a Barcelona. Su misión era penetrar en el edificio del Gobierno Militar y recuperarlo.
—¿Por qué dice «era»? Y, por cierto, quizá como extranjero no capto bien el sentido de ciertas palabras, pero yo diría que «recuperar» indica cobrar algo que ya se ha poseído. Y el códice nunca ha sido suyo.
—Bien, tiene usted razón en eso, acepto la rectificación. Lo importante, sin embargo, es que han surgido nuevas dificultades, y por eso he hablado en pasado. Aquella era su misión, pero ya no lo es.
—Dígame, ¿cuáles son esas dificultades que parecen tan insalvables?
—Ahora no es momento de decir nada más. Confíe en mí, le aseguro que todavía hay un modo de superarlas. Pero no sé si quien debe hacerlo estará dispuesto.
Varela sonrió con malicia, miró directamente a George y le guiñó un ojo.
—¿Será una broma…?
—No, por desgracia no lo es.
Barcelona
La joven esperó a que pasaran los coches, seguramente oficiales, para cruzar la calle. Llevaba bajo el brazo un cesto de mimbre con varios mendrugos de pan, un trozo de salchichón y algo de queso. Era lo único que había podido conseguir aquella mañana. El racionamiento comenzaba a apretar a la población civil.
Enfrente se hallaba un viejo edificio de pisos tan desvencijados como sus propios inquilinos, casi todos ellos personas de edad avanzada. La joven entró en el portal y subió por las escaleras hasta la cuarta planta. Era el último piso, con techo abuhardillado. Allí vivían ella y su marido desde hacía poco tiempo. Se habían trasladado recientemente de la zona nacional escapando de los fascistas, pues ellos eran republicanos de corazón, como el resto de sus vecinos.
Antes de entrar, la muchacha llamó con los nudillos un par de veces a la puerta del apartamento. Enseguida apareció un hombre delgado, también joven, aunque algo mayor, con fino bigote y una incipiente calva en la parte más alta de su cabeza. Ella le saludó con parquedad, pasó adentro y dejó la cesta sobre la mesa que ocupaba el centro del saloncito. Se quitó el abrigo y el pañuelo con que se cubría y siguió al hombre hasta el dormitorio. Las cortinas estaban corridas. Sobre una cómoda, en una de las paredes, había una radio de onda corta parcialmente tapada con una funda.
—¿Han dicho algo? —le preguntó la joven, señalando la radio con la mirada.
—Sí —respondió él—. Vamos a tener visita.