1686

Monasterio de Montserrat

Hacía veinte años que el convento de Santa María de Barcelona quedó destruido por el fuego. Fray Alejandro de Sants, el antiguo abad, que recibiera en legado el códice que fray Félix de Camargo, su hermano en Cristo, le entregara antes de morir devorado por la llamas, vivía ahora retirado en un monasterio del agreste macizo de Montserrat, dedicado por entero a la oración, al sencillo trabajo de hortelano y a la vida contemplativa.

Fray Alejandro era, sin embargo, un hombre muy culto, versado en ciencias y letras. De joven, antes de ordenarse monje benedictino, había buscado aventuras en América. Sirvió en el virreinato del Perú y encabezó expediciones en busca de riquezas y tesoros en las altas cumbres de los Andes. Allí trabó amistad con algunos sacerdotes indios, que le enseñaron a preparar medicinas naturales con diversos extractos de plantas autóctonas, como la corteza del árbol de la quina. También se interesó por la alquimia, la astronomía y las matemáticas. Después de una aventura en la que estuvo a punto de perder la vida, capturado por una tribu indígena que lo sepultó durante semanas en un húmedo pozo, decidió volver a España. Cuando estaba en el hoyo, desnudo y sin alimentos, salvo las lombrices de tierra que encontraba arañando las paredes, hizo una promesa a Dios que cumpliría si llegaba a salvarse: tomar los hábitos de una orden religiosa.

Como era un hombre sapiente y capaz, pronto aprendió las lenguas latina y griega con soltura. Se deleitaba leyendo las obras de los clásicos y preparando traducciones que llegaron a ser famosas en la cristiandad. Contribuyó también a la elaboración de nuevas tintas y barnices para la escritura, y se convirtió en abad de Santa María como premio a su piedad y sus aptitudes. Pero nunca llegó a tener noticia, aparte de leyendas sin supuesto fundamento, del códice que fray Félix custodiara en el mismo convento que él regía. Hasta el día del incendio y la muerte del desdichado monje.

Tras la destrucción de su casa, la mayor parte de los religiosos fue acogida en otros diversos monasterios de su orden. Fray Alejandro recaló en un convento de la localidad de Vic, en el que solo estuvo durante algunos meses. Después llegó a Montserrat, su último destino. Durante mucho tiempo, años enteros, ni tan siquiera quiso abrir el paquete entregado por su hermano en tan siniestras circunstancias. Cuando por fin se decidió a hacerlo, después de varios días de severo ayuno y oración, descubrió que sus sospechas eran ciertas y las leyendas verdaderas. El libro estaba encuadernado en primoroso cuero de oveja teñido de azul, con el dibujo de una rosa confeccionada a base de incrustaciones de pan de oro y tinta de color sangre, y con los bordes protegidos mediante una moldura de aleación de plata y cobre. Lo abrió, pasó la página de alfombra, y se dispuso a leerlo. A medida que las hojas, de excelente vitela de ternero, iban pasando ante sus ojos, con su refinada escritura y sus extraordinarias miniaturas, obra sin duda de un ilustrador genial, fray Alejandro se imbuía más y más en el enigmático texto. En total, el libro contaba unas sesenta hojas, en las que se entremezclaban las palabras del autor y algunas citas exactas, trascritas según las escuchó de su interlocutora, una desconocida extranjera que llegó a Grecia desde el oeste y, antes de desaparecer sin dejar rastro, conoció a Aristocles. ¡Aristocles!, pensó el antiguo abad de Santa María. Tenía entre sus manos la copia de una obra perdida de Platón.

El dibujo de la letra era amplio y bellísimo y estaba caligrafiado en dos colores: el pardo oscuro, casi negro, para el texto principal, y un brillante rojo para las citas de la enigmática desconocida. Cuando fray Alejandro llegó al final, cuando leyó las últimas hojas y encontró el fragmento escrito en signos impenetrables para él, comprendió al fin el motivo de que aquella obra hubiera sido ocultada y protegida. La promesa de alcanzar los mayores dones que la humanidad, en su impía ambición, en su codicia demoníaca, ha perseguido desde que el hombre es hombre y el mundo es mundo, lo hacían necesario. Solamente al más sabio era lícito ese conocimiento.

El antiguo abad pasó varios años más tratando de descifrar el enigma. Pero no lo consiguió. No era lo bastante sabio y, ya anciano, decidió abandonar la empresa. Su existencia estaba consagrada a Dios, a la oración por las almas de sus semejantes, a su petición de ayuda divina para esta tierra de lágrimas y tristezas. No tenía derecho a obsesionarse con un enigma puramente terrenal. Cuando muriera, y solo cuando fuera al encuentro del Señor —si es que sus muchas faltas y pecados no lo condenaban al fuego eterno—, únicamente cuando sus ojos se abrieran a la comprensión de todo lo incomprensible, entonces podría alcanzar a descubrir el significado de aquel misterio. Entretanto, la oración y el trabajo serían sus únicas ocupaciones… Y la custodia de aquel códice, por cuya posesión muchos hombres serían capaces de perpetrar las mayores infamias.